Portuguesa, Literatura
La traducción de textos portugueses al castellano no fue una práctica común en el período medieval. La justificación se encuentra en la proximidad de ambas culturas, de modo que no resultaba extraño que, según las modas literarias, los escritores portugueses se expresasen en la lengua vecina, de la misma forma que los escritores españoles utilizaban la lengua lusa. A lo largo de la época inmediatamente siguiente esta convivencia dio lugar, en combinación con otros factores, a la conformación en el ámbito portugués incluso de un clima de bilingüismo literario, que de nuevo provocó que la labor de traducir a la lengua castellana fuese juzgada en buena parte innecesaria. De hecho, los propios autores portugueses se encargaron muchas veces de verter sus libros al castellano llevando a cabo autotraducciones, cuando no optaron por escribir sus creaciones directamente en dicha lengua. Hasta cierto punto, esta era la única vía para que las obras de los escritores lusitanos trascendiesen las fronteras de su país, ya que de lo contrario corrían el riesgo de que en España pasase desapercibido lo que se producía en Portugal. El empleo del castellano en la literatura portuguesa ya procedía de bastante antes, como dan prueba el Cancioneiro Geral de Garcia de Resende y el teatro de Gil Vicente. Ahora bien, durante el periodo de unión con España (1580–1640) la frecuencia resultó más visible, a pesar de que en las Cortes de Tomar se había acordado el uso general y obligatorio de la lengua portuguesa. Solamente hay que constatarlo en las páginas del Catálogo razonado biográfico y bibliográfico de los autores portugueses que escribieron en castellano (1890) de Domingo Garcia Peres, donde aparecen obras en castellano de casi quinientos escritores portugueses, y en el volumen La lengua española en la literatura portuguesa, de Antero Vieira de Lemos y Julio Martínez Almoyna. Algunos, como Pedro Nunes en su Libro de algebra en arithmetica y geometria (1567) o Pedro Teixeira en sus Relaciones […] del origen, descendencia y sucession de los Reyes de Persia y de Hamus (1610), expresaron las razones que los empujaron a autotraducirse, convirtiendo en nuevos originales las versiones en castellano y excusando con esa actuación que otras personas tradujesen sus obras.
Por cierto, conviene resaltar las consecuencias desfavorables para la historia literaria portuguesa que este bilingüismo podría haber acarreado si la restauración de la soberanía política no hubiese tenido lugar. Algunas veces se ha tratado de defender que la alternancia de las dos lenguas peninsulares era producto del ingenio creador portugués, en la estela de lo defendido por Menéndez Pelayo en su Antología de poetas líricos castellanos. No obstante, desde los estudios de Pilar Vázquez Cuesta –fundamentalmente A Língua e a Cultura Portuguesas no Tempo dos Filipes– ha quedado más que demostrado que el bilingüismo de los reinados filipinos no fue ajeno a un fenómeno de colonización cultural. Un hecho revelador es que mucho más tarde los portugueses Afonso Lopes Vieira y João de Castro Osório se hubiesen dedicado a la tarea de devolver a su lengua obras escritas por destacados autores portugueses primeramente en castellano. Durante los siglos XVI y XVII, particularmente, existe desde luego comunicación literaria entre España y Portugal, pero no por lo general mediante traducciones. La explicación es, por una parte, que los españoles reciben, como hemos señalado, sobre todo las obras que los escritores portugueses autotraducen al castellano o que escriben sin más en esta lengua. Por otra parte, los portugueses solían leer directamente en castellano, como demuestra el hecho de que numerosos libros españoles se editasen en Portugal en versión original. A este respecto, un dato bastante elocuente es que la primera traducción portuguesa del Quijote no salió hasta 1794, es decir, casi dos siglos después de haber aparecido el texto original. Otro detalle esclarecedor es el número relativamente escaso de referencias españolas en la serie de volúmenes A Tradução em Portugal, de A. A. Gonçalves Rodrigues, un catálogo bastante completo de las versiones publicadas en portugués desde 1495 hasta la actualidad. Todavía en 1978 Jorge de Sena justificaba la ausencia de más traducciones españolas en su antología Poesia do Século XX. (De Thomas Hardy a C. V. Cattaneo) en estos términos: «Las literaturas de lengua española son, en principio, accesibles para quien no lee lenguas extranjeras, y por esa razón se ha traducido menos de ellas».
A la vista del panorama descrito, no debe sorprender que el primer capítulo relevante de la historia de la traducción de la literatura portuguesa en España lo constituyan, casi en las postrimerías del siglo XVI, las versiones prácticamente simultáneas de Os Lusíadas de Luís de Camões realizadas por Benito Caldera y Luis Gómez de Tapia. Aun así, es obligado traer a la memoria las connotaciones políticas que rodearon a estas traducciones del formidable poema camoniano, coincidentes no por casualidad con el inicio de la unión ibérica bajo la corona de Felipe II. Se trata éste de un capítulo con ribetes legendarios que fue relatado en primera instancia por Manuel Severim de Faria, quien aseveró que el propio Felipe II habría preguntado, a su llegada a Lisboa para tomar posesión del territorio luso, por la situación de Camões. Con relación al presunto interés del monarca español, el escritor y político Teófilo Braga publicaría una obra titulada O Poema de Camões, con motivo del tercer centenario de la muerte del poeta, donde se indica que Felipe II pretendió que el autor de Os Lusíadas enalteciese su coronación como rey de Portugal, sin saber que acababa de fallecer. Al margen de lo que esta obra de T. Braga tiene de ensoñación literaria, la verdad es que resulta innegable que el nuevo escenario político peninsular benefició sensiblemente a las traducciones españolas de Os Lusíadas, contribuyendo a que la epopeya portuguesa alcanzase en otros lugares una proyección más fluida. Ya en el siglo XVII, no se debe dejar de aludir, por su significación histórica y por su éxito editorial, a la versión de la Historia oriental de las peregrinaciones de Fernan Mendez Pinto (1620) llevada a cabo por Francisco Herrera Maldonado, quien en un sustancioso prólogo explicaba de esta manera el móvil que le había conducido a traducir el libro: «Leíle con advertencia, y hallé en él cosas tan admirables, sucesos tan raros, acontecimientos tan de estima, noticia de tantas distancias, de tan diversas gentes, ritos y costumbres, religiones, estados, gobiernos, reinos y provincias, que me parecieron dignísimos de que todo el mundo los supiese, y así me ocupé en traducir esta admirable historia».
Dentro de la misma centuria, hay que hacer hincapié también en la propagación en suelo español de la obra del padre António Vieira (1608–1697). No en vano, éste aseguraba en una carta de 1686 al padre Jácome Iquazafigo lo siguiente: «La nación entre todas las de la Europa, a que yo debo mayores y más conocidas obligaciones es la española, por las honras que siempre ha hecho a mis escritos, estampándolos aun en el tiempo de las guerras». Pueden citarse, en primer término, las versiones Aprovechar deleitando (Valencia, 1660), con cinco sermones y varios discursos, y también Sermones varios (M., 1662). De aliento superior es la serie Sermones, compuesta por siete volúmenes traducidos entre 1678 y 1687 por Francisco de Cubillas Donyaque y Pedro Godoy. Curiosamente, en la Quinta parte de sermones (M., 1684) se dice en el prólogo que este tomo, junto con el cuarto, respetaba la voluntad del padre António Vieira, del que se afirma que denunció que los tres primeros tomos de sus obras impresos en España contenían sermones ajenos y otros realmente suyos, aunque con alteraciones numerosas. En efecto, el extraordinario orador barroco plasmaba esa queja, por ejemplo, en dos cartas a Duarte Ribeiro de Macedo de 1678 y 1679, en las cuales comenta que se difundían libros con su nombre en los que aparecían los defectos declarados. En el siglo posterior, cabe traer a colación la edición Sermones varios, integrada por veintiún volúmenes publicados entre 1711 y 1716 en versión de Luis Ignacio, así como la traducción Historia de lo futuro por Alonso A. Rodríguez Santibáñez (M., Antonio Marín, 1726).
Otro escritor portugués del siglo XVII transportado al español fue Francisco Manuel de Melo (1608–1666), si bien no de forma inmediata. Puede mencionarse la Carta de guía de casados y avisos para palacio (M., Blas de Villanueva, 1724), con una aprobación muy elogiosa de fray Juan de Ayala y un prólogo de Vicente de Senosiaín en el que se informa de la existencia de varias versiones, especialmente de la Carta de guía de casados, en circulación por aquella época. Es necesario destacar que precisamente la recuperación por parte de Portugal de su independencia en 1640 supuso la apertura de un nuevo ciclo en la historia de la traducción de la literatura lusa en España. En esa fecha comenzó a tomar cuerpo la idea recurrente del desdén español con respecto a la cultura portuguesa, que se concretó en la escasez de traducciones, aunque en este momento debido al alejamiento voluntario de los dos países más que en razón de la estrecha familiaridad de ambas literaturas, al contrario de lo que sucedía en el período medieval.
Efectivamente, a partir de la Restauração, que supuso el final de sesenta años de unión ibérica, Portugal tendió a evitar el contacto con la cultura española supliendo su influencia con modelos franceses, que en aquellas fechas experimentaban, además, un notable apogeo. Varios indicios corroboran el antedicho distanciamiento, como por ejemplo la propensión de un sector de la crítica literaria portuguesa a potenciar como herramienta periodológica el término manierismo, confiriendo a la designación «barroco» matices de signo negativo. Recuérdese que Hernâni Cidade llegó a defender la existencia de una «edad de hierro» portuguesa frente a la «edad de oro» española, mientras que Ribeiro Sanches acuñó la fórmula «reino cadavérico» para retratar la situación de Portugal durante el siglo XVII. También es indicativa la acogida recelosa entre los portugueses de la obra Góngora y la poesía portuguesa del siglo XVII (1956) de José Ares Montes, en función, esencialmente, de las notas poco positivas atribuidas en el país vecino a todo lo gongorino. De tal modo, José Feliciano de Castillo postulará en el siglo XIX que los continuadores portugueses del estilo del autor de las Soledades representaron una especie de «escuela de los conquistadores». Como otra muestra de alejamiento, tampoco habría que dejar de evocar la distinta consideración de que son objeto los afrancesados en España y Portugal, más valorados en este segundo caso por su acreditada falta de interés hacia la cultura española. Valga como prueba lo que sentenciaba el ilustrado lusitano Luís da Cunha en pleno siglo XVIII: «Nuestros vecinos, que equivale a decir nuestros enemigos: enemigos por opresores, enemigos por pretendientes, enemigos por soberbios y envanecidos». No es baladí la limitada repercusión que tuvo en España el devastador terremoto que padeció Lisboa en 1755, cuando desde otras culturas europeas se dedicó a este desastre una considerable atención.
Como queda dicho, la separación definitiva de España y Portugal a partir de 1640 dio lugar a la idea, tantas veces expresada, relativa al desconocimiento entre los dos países, con inevitables consecuencias en lo que atañe a la traducción de la literatura portuguesa. Este tópico se manifestó con especial insistencia a lo largo del siglo XIX, conforme se desprende de abundantes testimonios, tanto de historiadores y críticos como Antonio Romero Ortiz en La literatura portuguesa en el siglo XIX (1869) o Gonzalo Calvo Asensio en Lisboa en 1870 (Costumbres, literatura y artes del vecino reino) (1870), como de creadores de la talla de Clarín, Curros Enríquez o Juan Valera. Un símil utilizado reiteradamente a fin de ilustrar ese divorcio fue, de manera no poco sorprendente, la colosal muralla china, como se observa en testimonios del poeta portugués António Feliciano Castilho, José Espronceda o el hispanófilo José Simões Dias.
A pesar de la lejanía más que documentada entre España y Portugal en el período apuntado, en el siglo XVIII unos pocos autores sí fueron traducidos, incluso con gran aceptación. Puede ser nombrado Luis António Verney (1713–1792), también conocido con el apelativo O Barbadinho, cuyo Verdadero método de estudiar (M., Joaquín Ibarra, 1760–1768), en cinco volúmenes, trasladó José Maymó y Ribes. Esta obra fue objeto de vivas polémicas, y desencadenó que la intelectualidad española se enfrentase en torno a diversos grupos: en primer lugar, los antijesuitas como el propio Verney; por otra parte, los eclécticos, como por ejemplo Feijoo e Isla; por último, los partidarios del escolasticismo más tradicional. Una referencia específica merece, asimismo, Teodoro de Almeida (1722–1804), autor que transitó de forma profusa por España a lo largo de cien años desde finales del siglo XVIII, principalmente gracias a su obra El hombre feliz, de enorme celebridad. Esta novela suscitó distintas versiones e incontables reediciones, entre las que figuran las de José Francisco Monserrate y Urbina (M., J. Ibarra, 1783), Benito Estaun de Riol (M., Imprenta Real, 1786) y Francisco Vázquez (M., Benito Cano, 1799). Otros títulos de T. de Almeida de tenor menos ficcional igualmente traducidos fueron la Recreación filosófica por Luis Antonio Figueroa (M., Viuda de Ibarra, 1785), las Cartas físico–matemáticas por Francisco Girón y Serrado (B. Cano, 1787), El pastor evangélico por fray Rosendo Fernández y Puga (B. Cano, 1798) y Sermones por Francisco Vázquez Girón (Imprenta Real, 1788).
Durante el siglo XIX, más autores portugueses encontraron el favor de la traducción, sobre todo por su condición de figuras canónicas, algunos de ellos en varias ocasiones. Es el caso, en primer término, de Alexandre Herculano (1810–1877), de quien se vertió inicialmente El Monasticón. Colección de crónicas, leyendas y poemas por un traductor que firma como « de T» (B., Roca y Cª, 1845). Después se transfirieron El Monasticón I. Eurico el Presbítero (M., Fortanet, 1875) y Páginas de Iberia: el Monasticón II. El Monje de Cister (Fortanet, 1877), ambas por Salustiano Rodríguez–Bermejo, La bóveda por Manuel Ossorio y Bernard (M., Imprenta Central, 1877) y Leyendas y narraciones por Ricardo Blanco Asenjo (M., La Biblioteca Universal, 1888). También Almeida Garrett (1799–1854) logró traducciones, como lo ratifican las dos versiones del drama Frei Luís de Sousa realizadas en el siglo XIX, la primera de ellas por Emilio García de Olloqui (Lisboa, Imprenta Nacional, 1859) y la segunda, con el título Después del combate, por Luis López–Ballesteros y Manuel Paso (M., Florencio Fiscowich, 1890), así como la versión Viajes por mi tierra por Romualdo de Lafuente (M., Imprenta de El Pueblo, 1881). De Almeida Garrett en calidad de poeta, por otro lado, existen composiciones sueltas a lo largo de los siglos XIX y XX, trasladadas, entre otros, por José Beloniel, Carolina Coronado, Nicolás Díaz de Benjumea, Isidoro Gil, Luis Vidart, Teodosio Vesteiro Torres, Fernando Maristany, Rafael Martín Manrique, Ignasi Ribera i Rovira y Pedro María Torres Cabrera. Es preciso hacer mención, además, de Camilo Castelo Branco (1825–1890), del cual la primera versión en castellano fue Amor de perdición (M., La Nueva España, 1872), anónima, aunque probablemente debida a Ángel Fernández de los Ríos. Y hay que subrayar, por supuesto, el lugar sobresaliente que detenta Eça de Queirós, cuyas obras se tradujeron al castellano con vasta fortuna literaria y no menor aceptación mercantil.
A estos escritores habría que sumar los nombres de autores pretéritos ya clásicos que volvían a ser traducidos en España durante el siglo XIX, como Camões, mayormente. En 1818 Lamberto Gil dio a la luz una nueva versión de Os Lusíadas, así como una traducción de la obra lírica camoniana que se convertía en la primera entrega en castellano de cierta extensión, pues hasta ahí únicamente se habían trasladado poemas aislados. El poema épico de Camões fue de nuevo traducido durante aquel período, en coincidencia con la celebración del tercer centenario de la obra original, en versiones del conde de Cheste (M., Pérez Dubrull, 1872), Carlos Soler y Arqués (Badajoz, J. Santamaría, 1873) y Manuel Aranda y Sanjuán (B., La Ilustración, 1874).
Otros escritores portugueses trasladados fueron el historiador Oliveira Martins (1845–1894), cuya influyente Historia de la civilización ibérica, con sucesivas ediciones y nuevas versiones, trasplantó primeramente Luciano Tasconera (Fortanet, 1894), y el novelista Júlio Dinis (1839–1871), aunque aquí con una cierta demora. Pueden citarse de su autoría Los hidalgos de la casa morisca (1923), La mayorazga de los cañaverales (1925) y Una familia inglesa (1926), puestas en castellano por María Luz Morales, y Las pupilas del señor Rector, vertida por los mismos años por Ignasi Ribera i Rovira, todas editadas por la Sociedad General de Publicaciones (Barcelona). En el campo de la prosa otro escritor con alguna irradiación fue Trindade Coelho, con diversas ediciones a partir de las tres series que originalmente configuran su obra Os Meus Amores. Hay que referir la versión Mis amores por Rafael Altamira (B., Juan Gili, 1899), basada en la primera edición (1891), y tomando como base la segunda edición, de 1901, Nuevos amores por Ángel Guerra (M., Biblioteca Patria, s. a.) y Mis amores por Pedro Blanco Suárez (M., Renovación, 1919). Un caso de singular eco en España lo encarna el narrador Abel Botelho (1855–1917), cuya obra El barón de Lavos (M., Pueyo, 1907), vertida por el novelista Felipe Trigo, exhibía un prólogo del mismo traductor en el que se afirma que se trata del «novelista contemporáneo de más fama en Portugal». Además de por este motivo, Trigo justifica la traducción de la novela por el hecho de que su tema «complementa, en cierto modo, el plan general de las que yo escribo», con lo que queda más que patente la afinidad entre ambos escritores.
En cuanto al género poético, además de las antologías La lira lusitana de Curros Enríquez, publicada originalmente en periódicos, y Versos de Luis Vidart (M., El Correo Militar, 1872), es imprescindible hacer alusión, en compañía de Antero de Quental, a Abílio Guerra Junqueiro (1850–1823), con copiosas traducciones en los primeros años del siguiente siglo: Los simples, Patria, La vejez del padre eterno, La musa en ocios y La muerte de Don Juan, realizadas todas por Eduardo Marquina y publicadas por F. Granada y Cª (Barcelona) entre los años 1909 y 1910. A Guerra Junqueiro también pertenece La lágrima, transvasada por Antonio Rey Soto (M., Imprenta Artística Española, 1910), que reproduce un autógrafo del poeta en el que pondera que la versión es «fidelísima y encantadora».
En lo que respecta a la traducción de la literatura portuguesa en España durante el siglo XX, inicialmente hay que remitirse otra vez a la circunstancia de que en esta época no fue abandonado, ni mucho menos, el tópico de la distancia entre ambas culturas. A comienzos de la nueva etapa, Eloy Bullón y Fernández sostenía en la conferencia titulada expresivamente Las relaciones de España con Portugal. Enseñanzas del pasado y orientaciones para el porvenir (1916) la persistencia de tal alejamiento, y alegaba concretamente la circulación precaria de la cultura portuguesa en España. Por su lado, Unamuno enfatizaba el mismo problema en el breve ensayo La literatura portuguesa contemporánea (1907), recalcando además que la semejanza de ambas lenguas hacía casi superflua la traducción. Como pormenor significativo, conviene recordar que el propio Unamuno no tuvo reparos a la hora de reconvenir públicamente al responsable de la versión castellana del poema Constanza, de Eugénio de Castro, por la decisión tan solo de haberla realizado. Por su parte, el escritor gallego Euxenio Montes es autor de una reflexión más sobre la ausencia de fluidez en la comunicación entre España y Portugal, recogida en un artículo periodístico de 1930.
De la misma forma que ocurría en el siglo precedente, en el XX también se siguió vertiendo al castellano la obra de escritores ya consagrados de alturas distantes, como el omnipresente Camões, primordialmente, y de otros autores no tan lejanos en el tiempo que se incorporaron a la categoría de clásicos, tal es el caso de Almeida Garrett, Castelo Branco y, de manera notoria, Eça de Queirós. Como es lógico, a estos nombres hay que agregar los de aquellos creadores más contemporáneos que se tradujeron al castellano por primera vez. Se hace difícil exponer en un espacio reducido la dilatada nómina de escritores portugueses trasladados durante el siglo XX, con plena seguridad el período en el cual la literatura portuguesa más se traspasa al español a lo largo de la historia.
Aunque la difusión que concierne a cada autor ofrece notas distintivas, puede señalarse sucintamente, con todo, en primer lugar al poeta simbolista Eugénio de Castro (1869–1944), que es traducido por su parentesco con el movimiento estético modernista, por aquel entonces en boga. Hay que consignar las siguientes versiones suyas: El rey Galaor por Juan González Olmedilla (M., Imprenta Artística Española, 1913), Constanza por Francisco Maldonado (M., Revista de Archivos, 1913), Salomé y otros poemas por Francisco de Villaespesa y con un estudio–prólogo de Rubén Darío (M., Sáez Hermanos, 1914) y Obras completas por González Olmedilla (M., Torrent y Cª, 1922). En la nota introductoria de esta última traducción, se aduce justamente que Unamuno y Rubén Darío siempre sintieron devoción por Eugénio de Castro, y se añade que «bastaría el aval de estas dos firmas –de tan sólida garantía en nuestra Bolsa intelectual– para presentar al poeta a los lectores de España y de América».
Otro poeta bastante difundido fue Teixeira de Pascoaes (1877–1952), conforme lo demuestran estas versiones: Pascoaes por Fernando Maristany en la serie Las mejores poesías (líricas) de los mejores poetas (B., Cervantes, ¿1920?), donde en el prólogo se caracteriza al autor como «el más sublime poeta lírico de Portugal, tierra fecunda en verdaderos poetas»; Tierra prohibida por Valentín de Pedro (M., Calpe, 1920); Regreso al paraíso por F. Maristany y con un prólogo de Leonardo Coimbra (Cervantes, ¿1922?); y San Pablo por Ramón Martínez López (B., Apolo, 1935). En el género teatral, el escritor con más amplia recepción fue sin duda Júlio Dantas (1876–1962), de quien se tradujo La cena de los cardenales (M., Hispano–Alemana, 1913), Don Beltrán de Figueroa (M., Pueyo, 1914), El primer beso (M., García y Sáez, 1916) y Don Ramón de Capichuela (García y Sáez, 1917), responsabilidad todas ellas de F. de Villaespesa, y Santa Inquisición por Ribera i Rovira (B., Biblioteca Teatro Mundial, 1915).
Por otro lado, tres novelistas de diferentes espacios cronológicos con proyección estimable entre el público español son Raul Brandão (1867–1930), Ferreira de Castro (1898–1974) y el neorrealista Fernando Namora (1919–1989). Del primero se registran las versiones Los pobres (M., Rivadeneyra, 1921) y La farsa (M., Tipografía Renovación, 1922), ambas por Valentín de Pedro, y Humus por Ribera i Rovira (Cervantes, ¿1925?). De Ferreira de Castro hay que mentar las traducciones de El éxito fácil por José Andrés Vázquez (Sevilla, La Novela del Día, 1924), Emigrantes por Luis Díaz Amado y Antonio Rodríguez de León (M., Argis, 1930), Tierra fría. Emigrantes por Eugenia Serrano (M., Aguilar, 1946) y Novelas escogidas por la misma traductora junto con José Ares Montes (Aguilar, 1959). De Fernando Namora, por último, deben mencionarse las versiones de Escenas de la vida de un médico por P. Vázquez Cuesta y con un prólogo de Gregorio Marañón (B., Noguer, 1954), Minas de San Francisco por Ildefonso Manuel Gil (Noguer, 1955), La llanura de fuego por Rafael Morales (Noguer, 1958), Fuego en la noche oscura por Juan Petit (B., Seix Barral, 1963), La noche y la madrugada por Félix Cucurull (B., Marte, 1965), Nuevas escenas de la vida de un médico por Juan Matos Chaves (M., Narcea, 1971), Los clandestinos por Basilio Losada (Seix Barral, 1973), Domingo por la tarde por Sol Burguete (M., Espasa–Calpe, 1978) y El río triste por B. Losada (Noguer, 1984).
Aparte de los nombres indiscutibles que personifican F. Pessoa, M. Torga, V. Ferreira, J. Saramago y A. Lobo Antunes, durante las últimas décadas otros autores lusitanos de apreciable resonancia, según datos netamente objetivos, han sido los poetas Jorge de Sena (1919–1978) y Eugénio de Andrade (1923–2005) y los narradores José Cardoso Pires (1925–1998) y Agustina Bessa Luís (1922–2019). Por lo demás, hay que aclarar que la importante popularidad conseguida por ciertos escritores, como Pessoa y, con la obtención del premio Nobel en 1998, Saramago, ha supuesto un impulso valioso para la transferencia al castellano de la literatura portuguesa.
Indudablemente, este relativo auge ha propiciado que el período reciente depare, con cifras editoriales en la mano, un florecimiento en la diacronía de la traducción de la literatura vecina entre nosotros. Entre las voces portuguesas con presencia relevante en el último período están los poetas Manuel Alegre (1936), Herberto Helder (1930–2015) y Nuno Júdice (1949) y los narradores José Luis Peixoto (1974), Gonçalo M. Tavares (1970) y Dulce Maria Cardoso (1964). Todavía no cabe calificar el nivel alcanzado de satisfactorio por entero, pero incuestionablemente es un esperanzador avance, sobre todo en relación con etapas pretéritas. Desde luego, lo que las estadísticas actuales atestiguan de modo tangible es que el castellano se erige en la lengua mayoritaria a la que, hoy en día, se traduce la literatura portuguesa, seguido por el francés y el alemán, mientras que permanece a alguna distancia el inglés.
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Xosé Manuel Dasilva