Panorama de la traducción en el siglo XIV

Panorama de la traducción en el siglo XIV

JulioCésar Santoyo Mediavilla (Universidad de León)

 

A los umbrales del siglo XIV se había asomado ya el quehacer traductor de Ramón Llull, Arnau de Vilanova, Zerahiah Gracián, Armengaud de Blaise, Jahuda Bonsenyor o Israel Israeli, entre otros. La historia de la traducción peninsular se adentra así en un período clave, porque en él todo cambió.1 Pocas veces se han registrado en la historia de la traducción, dentro y fuera de la Península, cambios tan radicales, y decisivos, como los aquí sufridos durante el siglo XIV. El primero de ellos, y quizá el más importante, fue el cambio completo de intereses que reflejan las traducciones de este período, y que se materializa en el progresivo abandono del árabe como lengua origen y su sustitución por el latín, el griego y las lenguas romances del entorno geográfico; abandono y sustitución que se hacen cada vez más notables a medida que adelanta la centuria. Era un cambio anunciado por la muy diferente circunstancia histórica en la que se desarrolla el siglo XIV: la reconquista cristiana de los territorios bajo dominio islámico había concluido entera (salvo el pequeño reino de Granada) a finales del anterior siglo XIII: a partir de la batalla de las Navas de Tolosa (1212), el avance cristiano fue incesante; en manos cristianas fueron cayendo sucesivamente Mallorca y Cáceres (1229), Mérida y Badajoz (1230), Menorca (1231), Ibiza (1235), Córdoba (1236), Valencia (1238), Murcia (1243), Jaén y Alicante (1246), Sevilla (1248), el Algarve (1249), Cádiz (1263) y hasta la punta extrema de Tarifa en 1292.

A partir de entonces la cultura árabe y en árabe mengua y prácticamente desaparece de buena parte, si no de la totalidad, de los territorios reconquistados. Casi terminado, pues, y casi superado el problema histórico que durante seiscientos años había condicionado la vida entera de los reinos cristianos, se deja de mirar al mundo islámico para volver de inmediato la vista a Europa. Comienza así una nueva etapa, hasta entonces inédita en la historia de la cultura peninsular: y consecuentemente, si todo o casi todo lo que se había traducido en los reinos cristianos durante los siglos XII y XIII derivaba de fuentes textuales árabes, nada o casi nada de lo que de sustancia se traduce durante el XIV va a proceder ya de ese idioma. El contraste no puede ser mayor. De ahí que casi desaparezca en este siglo la figura, habitual durante períodos anteriores, del colaborador o cotraductor musulmán, mozárabe o judío. Para traducir, sobre todo del latín y del francés, pero también de una a otra lengua peninsular, y del italiano, portugués o provenzal, los traductores del siglo XIV no precisaban ya de una lengua vernácula intermedia.

De ahí también que las escasas traducciones del árabe a cualquier romance peninsular durante el siglo XIV apenas sean a su vez representativas de casi nada. Incluso los textos de carácter médico ven reducidas sus traducciones a un pequeño puñado de títulos, por otro lado destinados a un público lector muy especilizado. En catalán, por ejemplo, solo se dispone de un tratado de oftalmología del sevillano Suleyman ibn Harit al–Quti, en versión hecha hacia 1378 por Joan Jacme, el Llibre de la figura del uyl; el Llibre de les medicines particulars, del médico toledano del siglo XI Ibn al–Wafid; y dos textos más de al–Fragani y de al–Zahrawi, este último traducido por Jahuda Bonsenyor hacia 1313. En castellano apenas si hallamos la versión nada literal del Tratado de patología, del granadino Muhammad al–Jatib. Poco más cabe añadir: si acaso, las traducciones castellanas de dos Tratados de agricultura del citado Ibn al–Wafid y su contemporáneo Ibn Bassal, ambas anónimas, fragmentarias y muy literales. Más escasas aún se tornan en la Península las traducciones del árabe al latín, parcela en la que apenas merece recordar al médico portugués Afonso de Dinis de Lisboa, con el tratado de Averroes Opusculum de astrologia (Sevilla, 1334); y a Alfonso Buenhombre, fraile dominico de vida itinerante (†1353), que tradujo al latín, entre otros textos, una Legenda de vita sancti Antonii abbatis Thebaidis, el breve Libellus arabicus in malos medicos, y la más conocida Epistola Rabbi Samuelis de adventu Messiae, que quizá sea solo una seudotraducción.

Si el árabe va quedando así como área lingüística residual, del hebreo sólo puede decirse que mantiene una situación siempre marginal en la actividad traductora de la Península, lo mismo como lengua origen que como lengua meta. A pesar de que durante este siglo son muchos los traductores y textos traducidos al y del hebreo, su repercusión fue prácticamente nula en las comunidades no hebreas: eran textos al servicio de un público muy minoritario de lectores en ese idioma, traducidos en el ámbito cerrado de las propias comunidades judías. Buena parte de estos traductores ejercían la medicina, por lo que también de ella tratan muchos de sus textos. Cabe citar en esa parcela, siquiera sea a guisa de recordatorio, a Isaac ben Natan ha–Qurtubi, traductor de un tratado de al–Gazzali, con respuestas a preguntas de carácter filosófico; Sem Tob ben Isaac Ardotial, conocido como Sem Tob de Carrión, traductor del árabe hacia 1335 del tratado litúrgico Sefer ha–mizwot zemaniyyot, de Isaac Israeli de Toledo; Salomón Bonirac, que tradujo en Barcelona el Libro de los vapores (Sefer Buhran), de Galeno, desde la previa versión árabe de Hunayn ibn Ishaq; Samuel Benveniste, aragonés, que vertió del árabe al hebreo el Tratado sobre el asma (Maqâlah fi al–Rabû), de Maimónides; y en Portugal al médico Tobiel ben Samuel de Leiria, que completaba en 1388 la traducción al hebreo del libro noveno de la obra conocida como al–Mansûrî, de al–Râzî (Rhazes).

Mayor aún es la escasez que se detecta en traslados del hebreo al romance, área residual en la que apenas destaca el nombre del rabino burgalés Abner de Burgos (ca. 1270–ca. 1347), que cambió su nombre por el de Alfonso de Valladolid: duro polemista antijudío a partir de su conversión y, al parecer, traductor al castellano de sus propios escritos, la mayor parte de los originales hebreos se han perdido y de ellos sólo queda la versión castellana: las Respuestas del blasfemo, la Torre de fortaleça, el Libro del zelo de Dios y, quizá el más conocido de sus tratados, el Mostrador de justiçia (hacia 1330), extenso diálogo polémico entre el autor cristiano y un «rebelde» judío. Del hebreo al castellano son varias las versiones del Antiguo Testamento, todas anónimas, aunque al parecer de manos judías y para lectores también judíos: son los mss. I.I.3, I.I.4, I.I.5, I.I.7 y J.II.19 de la Biblioteca del Monasterio de El Escorial, el códice 87 de la Real Academia de la Historia y el ms. 10288 de la Biblioteca Nacional de España: traducciones que constituyen una suerte de capítulo aparte, porque en ellas la expresión «romance castellano» ha de tomarse en sus justos términos, ya que estas versiones bíblicas, como dice Manuel Alvar (1987: 37–39) aparecen redactadas en «una lengua sacralizada, que poco o nada tiene que ver con la lengua coloquial», «una lengua basada en la sintaxis hebrea» y, en definitiva, una «lengua falsa, jamás hablada, y escrita para unos fines exclusivamente religiosos».

Reducidas al mínimo esas dos fuentes lingüísticas (árabe y hebrea), y limitadas a ámbitos religiosos o culturales muy limitados, la lengua origen por excelencia durante todo el siglo XIV fue el latín, lengua de la que se tradujo abundantísimamente, y mucho más aún al catalán y al valenciano que al castellano. En catalán, o en su caso en valenciano, pudieron leerse en la segunda mitad de este siglo: de Séneca, ocho Tragèdies (ca. 1390), en traducción atribuida a Antoni de Vilaragut, el tratado De Providentia (ca. 1396) en versión del dominico valenciano fray Antoni Canals, y el Sumari de Séneca o Tractat dels vicis i de les virtuts, en versión de Pere Mollà. De Valerio Máximo, el Llibre dels dits & fets memorables, también de Antoni Canals. De Ovidio, las Heroïdes (ca. 1388) en traducción atribuida a Guillem Nicolau. De Salustio, por mano anónima, la Guerra de Iugurta. De Paladio, el Tractat d’agricultura, traducción que Ferrer Saiol llevó a cabo entre 1380 y 1385. De Sexto Julio Frontino, el Libre de la art de caualeria, ca. 1370, en versión atribuida al fraile mallorquín Jaume Domènec. De Boecio, tres distintas versiones glosadas de la Consolació de la Filosofia, firmadas por fray Pere Saplana (ca. 1362), fray Pere Borró (ca. 1365) y fray Antoni Ginebreda (ca. 1390), esta última revisión de la de Saplana.

Pero esta relación de autores «clásicos», ya de por sí reveladora, no da la imagen completa, ni mucho menos, del número total de versiones catalanas o valencianas hechas desde el latín; hay que añadir también, entre otras: la traducción–adaptación que fray Antoni Canals lleva a cabo hacia 1400 de dos fragmentos del libro séptimo del Africa de Petrarca, con el título de Scipió e Anibal; las Regles de amor i parlament de un hom i una fembra, traducción atribuida al canciller valenciano Doménec Mascó del tratado De amore, de André le Chapelain; las Històries troianes traducidas entre 1367 y 1374 por Jacme Conesa de la Historia destructionis Troiae, de Guido delle Colonne; el Llibre del regiment dels princeps, traducción del De regimine principum, de Egidio Romano, que llevó a cabo antes de 1381 el carmelita Arnau Estanyol; en traducción anónima, el Dragmaticon philosophiae, de Guillaume de Conches; la epístola tercera, libro XVII, de las Rerum senilium de Petrarca; la Crònica de Sant Joan de la Penya, que consta ya como traducida en noviembre de 1366; la Crònica de Sicília o Llibre de les conquestes de l’illa de Sicília, traducción del Chronicon Siculum debida probablemente a la pluma de Guillem Nicolau; la traducción anónima del tratado Tractat de bel parlar, de Albertano da Brescia, etc.

Y desde originales latinos o franceses, toda una biblioteca de literatura religiosa: obras en catalán y en valenciano, muchas de ellas anónimas, del papa Gregorio I, de Agustín de Hipona, Bernardo de Claraval, Albertano de Brescia, Juan Casiano, Laurent de Bois, Pedro Alfonso, Inocencio III, etc. Además, y quizá más importante, la traducción en prosa del Saltiri, por Romeu Sabruguera, la propia traducción de la Biblia, a la que hace referencia explícita Antoni Canals hacia 1397, y la Biblia rimada e en romans, traducción anónima catalana de comienzos del XIV, en ocasiones atribuida al propio Sabruguera. Todo ello sin olvidar las traducciones de carácter científico–práctico, con particulares aplicaciones a la medicina y a la albeitería, por las que en la época se sintió especial interés: en los primeros años del siglo, entre 1302 y 1304, la versión catalana por el mallorquín Guillem Corretger, de la Chirurgia, de Teodorico Borgognoni di Lucca; otra traducción de la misma Chirurgia, en 1311 y en Mallorca, por Bernat de Barriac; el Regiment de sanitat, que el cirujano real Berenguer de Sarriera hizo hacia 1306 del Liber de regimine sanitatis, de Arnau de Vilanova; la Suma de çirurgia, versión comentada de la Chirurgia parva de Lanfranco de Milán, que Guillem Salvà, «baxeller en mediçina», concluyó en mayo de 1329; dos distintas traducciones, anónimas ambas, de los Aforismes de Hipócrates; la Isagoge de Hunain ibn Ishaq, que desde su versión abreviada latina pasó al catálan por mano anónima: Introducció a l’art del tigni; el Llibre d’Almençor, de al–Râzî (Rhazes), en la segunda mitad de este siglo, traducción catalana, también anónima, hecha desde la previa versión latina (Liber Almansoris) de Gerardo de Cremona; las varias traducciones del tratado veterinario De medicina equorum, de Giordano Ruffo de Calabria, entre ellas el Tractat de manescalia. Una amplísima labor de traducción, como se ve, de variado espectro temático, que puso en manos de los lectores catalanes y valencianos de este siglo un buen número de textos tanto clásicos (Séneca, Ovidio, Salustio, Paladio, Valerio Máximo) como medievales (Petrarca, Guido delle Colonne, Fournival, Marco Polo), tanto religiosos (Agustín de Hipona, Gregorio I, Hugo de San Víctor, Juan Casiano, Albertano da Brescia) como medicinales.

Nada similar en número, ni en variedad, cabe hallar en las traducciones de latín a castellano, pero aun así se registra, sobre todo en la segunda mitad de la centuria, un buen número de títulos directamente trasladados desde textos latinos, de cuya versión el canciller Pedro López de Ayala (1332–1407) consta en la segunda mitad del siglo como frecuente responsable directo o indirecto. En efecto, López de Ayala tradujo (o más probablemente, al menos en algún caso, fizo romanzar): las Sentencias del seudo Isidoro de Sevilla (De summo bono sive de sententiis), el Libro de Job, incluido en el Rimado de Palacio, los Morales de San Gregorio, el florilegio de sentencias conocido como Flores de los Morales de Job, la Caída de Príncipes, de Boccaccio, desde la previa versión al francés hecha por Laurent de Premierfait, la Historia troyana, de Guido delle Colonne; y tres Décadas de Tito Livio, desde la intermedia versión francesa de Pierre Bersuire. En su Libro de la caça de las aves (ca. 1386), compuesto en la prisión portuguesa de Óbidos, el canciller incluyó en traducción casi literal buena parte del Livro da falcoaria de Pero Menino, aunque con adición de capítulos enteros de su propia cosecha y de notas y comentarios propios.

A esta breve relación (posiblemente incompleta) de traslados al castellano con la firma de López de Ayala (o atribuidos a él) ha de añadirse una corta miscelánea de textos, en última instancia también derivados de originales latinos: el Introductorio astrológico que en 1333 Pero Ferrandes tradujo en Sevilla desde el Libellus ysagogicus de al–Qabisi (Alcabitius), dos siglos antes vertido por Iohannes Hispalensis del árabe al latín; un Tratado del Pater Noster traducido a mediados de la centuria por el infante don Juan Manuel; el Viridario o Vergel de la consolaçion del alma, de fray Jacopo da Benevento; el romanceamiento glosado del De regimine principum, de Egidio Romano, por el franciscano fray Juan García de Castrojeriz, desde la previa traducción al francés que a finales del siglo XIII hiciera Henri de Gauchy; dos tratados de cetrería, ambos en traducción anónima: El libro del rey Dancos y el breve Libro de los halcones del maestro Guillermo; la Istoria de Alifonso, arçobispo de Toledo, relato hagiográfico en prosa traducido de una Vita latina; el Tractado de plantar o enxerir arboles o de conseruar el vjno, traducción anónima, anterior a 1385, de la obra de Gottfried von Franken De plantationibus arborum et de conservatione vini; en fin, los mss. 684 y 3013 de la Biblioteca Nacional de España, con la Historia de España del Arçobis. Don Rodrigo [Ximénez de Rada], la Estoria de Gerusalen abreuiada, de Jacques de Vitry, y el Libro llamado Ultramarino, traducción del relato del viaje de fray Odorico de Pordenone.

En cambio, apenas si durante todo el siglo puede citarse un brevísimo listado de traducciones del romance al latín, textos mayormente de carácter histórico: la Crónica de los reyes de Castilla, de Jofre de Loaisa, que a ruegos de su autor fue traducida al latín por el italiano Armandus de Cremona, canónigo de Córdoba; el Llibre dels Feyts del rei En Jaume I, por el dominico fray Pere Marsili con el título de Commentarium de gestis Regis Aragonum Jacobi primi; la Crònica dels reis d’Aragó i comtes de Barcelona, por Guillem Nicolau; y muy poco más. A juzgar por testimonios tan escasos, no parece que los autores peninsulares del XIV sintieran de forma particularmente urgente la necesidad de «universalizar» sus escritos.

No sólo se tradujo al catalán y al castellano: también el aragonés tiene una fuerte presencia como lengua meta, quizá como nunca la ha vuelto ya a tener, sobre todo en punto a traducciones. Al aragonés se tradujo en este siglo el Libro del trasoro, versión anónima a finales de siglo de Li livres dou tresor, de Bunetto Latini, y el Libro de las maravillas del mundo, de sir John Mandeville, también traducido desde el francés. Pero casi nada habrían supuesto esos dos títulos de no haber sido por la importante empresa traductora que impulsó Juan Fernández de Heredia (ca. 1310–1396), quien durante diecinueve años, desde 1377 hasta su muerte, fuera Gran Maestre de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén. A diferencia de otros mecenas medievales de la actividad traductora, como Alfonso X o el marqués de Santillana, los intereses de Fernández de Heredia fueron sobre todo historiográficos: la historia del pasado antiguo, tal como en el siglo XIV podía conocerse, y la del pasado más inmediato. Historias de Grecia, de Troya, de Roma, de los longobardos, de Bizancio, de los primeros siglos de la Iglesia, de los pueblos de Asia, de los reyes de Aragón, de la conquista y ocupación de la península del Peloponeso; con autores como Tucídides, Plutarco, Paulo Orosio, Paulo Diácono (Historia romana), el historiador bizantino Juan de Zonaras (Crónica de emperadores), Marco Polo, la Crónica de los Reyes de Aragón y Condes de Barcelona, la Crónica troyana, la Flor de las ystorias de Orient, etc. Un catálogo de traducciones ciertamente amplio, varios miles de páginas, «más de la mitad de todo lo que se escribió a lo largo de toda la Edad Media en lengua aragonesa» (Cuéllar 2000: 250).

Nada extraño resulta, pues, que su labor patrocinadora haya sido con todo derecho comparada con la de Alfonso X el Sabio en el ámbito castellano. En ambos casos hubo clara intención de dar primacía al romance como lengua meta; en ambos casos los textos traducidos «hacen idioma», y lo consolidan. No obstante, las diferencias entre uno y otro son importantes: más de cien años no habían transcurrido en vano, ni tampoco la auctoritas de los textos árabes era ya a finales del XIV la que había sido a mediados del XIII. Las preferencias personales tampoco fueron las mismas: basta un somero repaso a la lista de textos traducidos para apreciar la gran distancia que los separa, y el gran cambio de intereses que se había producido: Alfonso X, a mediados del siglo XIII, se interesa por autores como al–Zarqali, Maslamah al–Majriti, Qusta ibn Luqa o Ali al–Haitan; Fernández de Heredia, a finales del XIV, se interesa por Tucídides, Marco Polo, Plutarco o Guido delle Colonne. Alfonso X es plenamente medieval; Heredia ya es heraldo de un primer humanismo vernáculo.

La cuarta lengua romance que cuenta también con una inicial actividad traductora es el gallego, o gallego–portugués, que en este siglo ofrece por primera vez un breve elenco de traducciones derivadas mayoritariamente de textos latinos y castellanos: los cuarenta y seis folios del Livro de Alveitaria, que perteneció al notario de Bayona Alvaro Eanes da Seira, y quizá fuera también traducido por él del De morbis equorum, de Giordano Ruffo de Calabria, primera obra científica escrita en gallego; el Livro de Esopo, traducido también a finales de siglo de un texto latino o romance no precisado; dos distintas versiones de la Historia Troiana, derivadas ambas de una versión previa castellana, anónima la primera, traducida la segunda por el clérigo Fernam Martís (1373); el Livro de Tristán, del que solo quedan fragmentos; las traducciones de la General Estoria de Alfonso X el Sabio (incompleta), de la Crónica de Castilla y de la Crónica de san Fernando, muy a principios de siglo, que constituyen la Crónica Xeral Galega; y fragmentos diversos de otros textos de carácter administrativo, jurídico o legal como las Partidas de Alfonso X, el Ordenamiento de Alcalá, el Foro real, el Tempo dos preitos y las Flores de Direito, de Jacobo de Junta, etc. En el ámbito de lo religioso, las Vidas e paixôes dos apóstolos. Y en poesía, treinta y seis estrofas del Libro del Buen Amor, versión que se llevó a cabo en la segunda mitad del siglo XIV, y que traduce casi ad litteram los versos originales del Arcipreste de Hita.

Como bien se aprecia, durante este siglo se producen también, por primera vez como fenómeno generalizado, las traducciones entre las distintas lenguas romances de la Península, intrapeninsulares en palabras de Peter Russell. A la relación anterior de traducciones al gallego hay que añadir en este siglo la versión anónima castellana de la extensa Crónica de 1344 o Segunda Crónica General, redactada originalmente en portugués por don Pedro Afonso, conde de Barcelos; y la Crónica del moro Rasis, que también desde el portugués se traslada al castellano hacia 1342; y los 158 folios del texto catalán de la Segunda Partida de Alfonso X el Sabio, en traducción atribuida a Mateu Adrià (antes de 1365). Pero fue sobre todo en la dirección catalán–castellano donde se tradujo una amplia lista de títulos que Riera (1989: 700) califica de «realmente impressionant , entre ellos, y son solo unos pocos: la Crónica de San Juan de la Peña ya indicada, La agricultura, de Paladio, el Libro del gentil & de los iii sabios, de Ramon Llull, en versión del cordobés Gonzalo Sánchez de Uceda, el Dictado contra aquellos que dizen que Dios non es, desde el Dictat del mismo Llull, la breve Dotrina de sant Bernaldo para conosçer los spiritus, en versión de Andrés Fernández del Bernardinum o Flores sancti Bernardi, compilado en el siglo XIII, etc.

En cuanto al portugués, cabe recordar que de comienzos de este siglo XIV son las primeras muestras de traducción bíblica a ese idioma: el propio monarca Don Dionís (1279–1325) llegó a traducir, desde el texto de la vulgata los veinte primeros capítulos del libro del Génesis. También encargó la traducción del árabe al portugués de la Cronica do mouro Rasis (del historiador hispanoárabe del siglo X Isa ibn Ahmad al–Râzî Aratiji), que llevaron a cabo el alarife musulmán mestre Mohamed y el clérigo Gil Peres. Encargo suyo fue asimismo la versión portuguesa de las Leis das Sete Partidas, de su abuelo Alfonso X el Sabio. De mediados de siglo es la Cronica geral de Espanha de 1344, que compiló don Pedro, conde de Barcelos, con partes que resultan ser traducciones de fuentes castellanas, árabes y latinas. De fecha imprecisa en los años finales de este siglo es la traducción latín–portugués de la Visão de Túndalo; las dos distintas versiones portuguesas de esa visión se vienen atribuyendo a los monjes del monasterio de Alcobaça Hilário de Lourinha y Zacarias de Payopelle. Del mismo monasterio procede el texto portugués más antiguo que se conoce de la Regra de S. Bento. Textos también traducidos al portugués a lo largo de la centuria fueron, entre otros, la Lenda de Barlaam e Josafate (versión en ocasiones atribuida a Hilário de Lourinha); la Vida de santo Aleixo, la Vida de são Bernardo, las Flores de Direito, el Tempo dos Preitos, y, ya a finales del siglo, la Vida de Apolonio (1393) y el Pobre livro de confissões (1399).

A esta actividad traductora de textos latinos, griegos y romances intrapeninsulares hay que añadir por último la presencia como lengua origen de tres idiomas romances de allende las fronteras peninsulares: el francés, el italiano y el provenzal. Desde el francés, como se ha ido viendo, se tradujo un número nada desdeñable de títulos a las cuatro lenguas romances peninsulares; baste recordar el Regimiento de príncipes, el Libro de las maravillas del mundo, la Somme le roi, de fray Laurent du Bois; o la traducción al catalán de las Décadas i–vii de Tito Livio (Històries romanes), derivada directamente, casi ad pedem litterae, de la previa versión francesa de Pierre Bersuire. Añádase en castellano una amplia literatura de evasión o entrenimiento, pero con tintes hagiográficos más o menos explícitos, originaria del otro lado de los Pirineos, en traducción siempre anónima: el Cuento del enperador carlos maynes, La estoria e el cuento del rey guillelme de Inglaterra, atribuida a Chrétien de Troyes, la Historia de Enrique, fi de Oliva, la Estoria de santa María Egiçiaca y el Cavallero Plaçida. También de tierras ultrapirenaicas nos llegó el Roman de Troie, larga narrativa en octosílabos del poeta anglonormando del siglo XII Benoît de Sainte–Maure: de él deriva una traducción castellana anónima de 1350 hecha por encargo de Alfonso XI.

A su vez, la larga serie de relatos castellanos y catalanes del ciclo bretón, abundantes ya en este siglo, muchos de ellos en estado fragmentario, proceden (mediante traducciones y adaptaciones) de originales franceses, italianos y, sobre todo en el caso de los castellanos, de versiones previas al portugués; así, un Lancelot gallego–portugués, traducido hacia 1330; en catalán o valenciano un Lançalot,, un Tristany y un Tristany de Leonis; el Cuento de Tristán de Leonis y el Lanzarote del Lago, ambos en castellano, y en la misma lengua el Libro de Josep Abarimatia, con la historia del Grial; y, por abreviar, la Questa del Sant Grasal, versión catalana anónima de La queste du Saint Graal, fechada en 1380. Del italiano, el mercader barcelonés Narcís Franch tradujo por primera vez al catalán el Corbaccio, de Boccaccio (hacia 1387), versión muy literal. A su vez, del provenzal al catalán se tiene noticia al menos de la traducción del Codi, versión de una Summa codicis abreviada del Corpus Iuris Civilis de Justiniano. A este intercambio y trasiego de traducciones entre lenguas romances hay que añadir la traducción que del castellano al italiano se hizo en Sevilla, en 1341, de varios de los Libros del saber de astronomia compilados en 1277 por orden de Alfonso X: es la versión anónima del Libro di sapere di astronomia.

Por lo hasta ahora comentado, no puede ser mayor el contraste que ofrece la actividad traductora de este siglo con la del anterior siglo XIII, en el que se había traducido casi exclusivamente del árabe y también, en buena parte, al amparo del interés cultural de la monarquía. En el XIV, en cambio, la traducción se desvincula del patrocinio real y se descentraliza, extendiéndose a toda la Península e incluso a otros parajes europeos: las traducciones de este siglo ya no se firman al pie de la Corte (estable o itinerante), sino en Gerona, Montpellier, Barcelona, París, Sevilla, Córdoba, Valencia, Murcia, Betanzos o Bayona. Se amplía considerablemente no sólo el abanico de lenguas origen (de hecho, se traduce de diez idiomas: griego, latín, castellano, catalán, árabe, hebreo, francés, portugués, italiano y provenzal), sino el de lenguas meta, ya que por primera vez se traduce coetánemente –y no poco– a todos los romances peninsulares. La única lengua que seguía careciendo de traducciones (y quizá por ello también de cualquier tipo de textos) era el vascuence.

Fue también a lo largo de esta centuria cuando se inició en la Península la reflexión traductora, aunque de forma tímida y escueta. Solo en este siglo comienza a analizarse, y ello solo tentativamente, la operación traductora, o sus instrumentos, o las condiciones en que se desarrolla. Aunque breve, una de las primeras y más interesantes reflexiones de la época es la de Sem Tob ben Isaac Ardotial, rabino de Carrión, en el prefacio a su traducción del árabe al hebreo, hacia 1335, del tratado Sefer ha–mizwot zemaniyyot, de Isaac Israeli de Toledo, que por su interés y por los ecos de Maimónides que recoge bien merece ser incluido aquí:

Cada lengua tiene su manera particular de expresarse, diferente de las de otras lenguas. Si alguien traduce una obra de una lengua a otra y quiere hacerlo palabra a palabra, letra a letra, sin desviarse ni a derecha ni a izquierda, ese tal no escapará a la perversión y adulteración del sentido. […] Cada lengua tiene su estilo, que no es el de las otras; por esa sola razón es necesario que todo traductor cambie las palabras, las reemplace, anteponga en su traducción la palabra posterior, añada palabras, suprima otras, para no salirse así del estilo que conviene emplear ni corromper tampoco el sentido; hay que hacer del sentido lo esencial y de la expresión lo accesorio; para conservar el sentido, no se ha de temer modificar la expresión. Si, para no modificar la expresión, se descuida la comprensión de la materia, entonces ha de darse por perdido el intento traductor. […] Todo traductor […] debe modificar palabras, cambiarlas, anteponerlas o posponerlas, suprimirlas a veces, y con mayor razón añadirlas, y hacerlo sin ningún temor. […] Si se pretende traducir palabra a palabra, letra a letra, resulta imposible, porque en el hebreo de hoy en día no hay manera de traducir cada palabra árabe. (Rothschild 1989: 298–300)

Más de treinta años después es Jacme Conesa el primer traductor que en 1367 puede haber tenido en cuenta de forma consciente la finalidad comunicativa del texto meta y las necesidades del lector destinatario de su versión, al que él pretende «donar antendre plenament e grosera los latins qui son soptils». Es una intención y voluntad que no parece coincidir, sin embargo, con el dechado de traducción propuesto hacia 1390 por el canciller Ayala en el prólogo a las Flores de los Morales de Job, donde defiende una estrategia de expresión traductora bien diferente de la de Conesa: mientras éste se despega conscientemente del original latino y propugna que en su texto romance las palabras no sean «conformes de tot en tot al lati», el canciller dirige su elogio, nada recatado, a quienes, apegados incluso a la sintaxis del original, «dificultaron sus escrituras e las posieron en palabras difiçiles e aun obscuras». En un tópico muy frecuente en todo el medievo terminal, Conesa admite el escaso valor de la expresión romance frente a la condición del original latino, y dice que «veraiment lo romanz de aqueles [Historias troyanas], en esguart del lati, lo qual es molt aptament posat, es axi com plom enuers ffin aur». Ferrer Saiol inicia igualmente la crítica y análisis de traducciones en el prólogo de su versión castellana de La agricultura de Paladio, con su censura de arromançadores anteriores de la misma obra, a los que acusa, en primer lugar, de usar demasiados neologismos extraños trasplantados directamente, con la clara consecuencia de no ser «entendidos en el romançe»; y en segundo lugar, de haber trastocado completamente en muchos parajes el sentido del original («non han expresado nin dicho el entendimiento de Palladio, antes han puesto el contrario»).

Notable por demás resulta durante este siglo el desarrollo, por primera vez en los romances peninsulares, de un inicial y tentativo metalenguaje de la traducción, en particular en castellano y catalán. Desde el anterior siglo XIII el término castellano más habitual para designar el proceso traductor era el de tra(n)sladar (de/en, de/a), expresión que se mantiene todo a lo largo de esta centuria, pero ya con un amplio juego de sinónimos, aunque de frecuencia muy dispar: tornar, romançar y arromançar, sacar de/en, interpretar, tornar y interpretar. Tresladador o trasladador, se denomina en castellano al agente traductor; tralladador hallamos en catalán, y arromançador usa Ferrer Saiol hacia 1385. Por su parte, el texto traducido recibe en castellano por lo general los nombres de interpretación y traslado. Más rico en sinónimos el catalán que el castellano de la época, abundan en él diversas formas inestables derivadas del mismo término latino: traslatar, treledar, translatar, trasladar; y como sinónimos, expondre, vulgarisar, reduhir, transportar, ar(r)omançar/aromençar, esplanar, tornar, metre, transferir, transpostar, convertir, rescriure, etc.

Cabe decir, a guisa de recapitulación, que durante el siglo XIV se traduce abundantísimamente, sobre todo en Cataluña, que en muchas ocasiones actúa de puente cultural para el resto de la Península; que el centro traductor se desplaza durante este siglo desde el reino de Castilla al de Aragón; que esa creciente actividad traductora no se limita ya a una corte ni depende del patronazgo real, sino que aparece descentralizada y dispersa por toda la geografía peninsular; que por esa misma dispersión la traducción se consolida en todas las lenguas romances (catalán, castellano, gallego–portugués y aragonés) como vehículo habitual de difusión cultural; que a efectos prácticos durante este siglo desaparece el predominio del árabe como lengua origen y los textos árabes de épocas anteriores se ven ahora sustituidos por textos mayoritariamente latinos o griegos: a partir de mediados de la centuria se traducen a las varias lenguas peninsulares Tito Livio, Paladio, Valerio Máximo, Ovidio, Séneca, Boecio, Boccaccio, Tucídides, Plutarco, Agustín de Hipona, el papa Gregorio I e Isidoro de Sevilla, que suplantan así definitivamente a Avicena, Azarquiel, Averroes o Maimónides; que por el mismo motivo desaparece la figura del colaborador judío o mozárabe, y la traducción compartida, a cuatro manos, pasa a ser ahora tarea individual; que a través del aragonés se inician las traducciones del griego; que asimismo se tornan frecuentes las traducciones desde otras lenguas romances extrapeninsulares: francés, italiano y provenzal; que a su vez dan comienzo las traducciones intrapeninsulares; que al término de este período surgen las primeras reflexiones y críticas traductoras; y que con ellas comienza también a desarrollarse un primer metalenguaje traductor. No cabe duda de que en la historia de la traducción peninsular no ha habido cambio mayor, ni mayor ruptura con la tradición anterior, que la registrada en este siglo XIV, para el que ha de reclamarse la condición de período clave en tal historia: un siglo de fértil transición entre la actividad traductora estrictamente medieval de los siglos XII y XIII y las nuevas corrientes del prehumanismo renacentista que se instalarán definitivamente en la Península a lo largo del XV; un siglo de profundos cambios en la historia de la traducción, que marcaron también un giro, quizá el más importante, en la historia de la cultura hispana.

La traducción cotidiana de documentos de toda naturaleza, sobre todo del latín al romance (pero también, en el sur y levante peninsular, entre el árabe y el romance), siguió siendo práctica habitual todo a lo largo de esta centuria, como ya lo fuera en la anterior. De la interminable relación de tales textos, escojo tan solo siete ejemplos testimoniales. 1301–1302: concertado un tratado de paz entre el rey de Aragón Jaime II y el de Granada Muhammad II, el texto del tratado, en romance, se firmó en Zaragoza el 16 de noviembre de 1301; el texto en árabe, en Granada el 1.º de enero del año siguiente. 17 de septiembre de 1341: el notario valenciano Bernat de Soler extiende por duplicado la escritura de cesión del lugar de Sagra (Alicante) a la Orden de Santiago; la escritura va «escripta en letra e lengua castellana, et en pla escripta en letra e lengua catalana». 1366: el notario Lorenzo Anes traduce del latín al gallego la carta de población de Verín. 20 de enero de 1372: el infante don Juan, señor de Vizcaya, otorga privilegio a la villa de Ermua, ampliando sus fueros, usos y costumbres: el privilegio reproduce en versión romance el fuero de Logroño. Hacia 1380: en el monasterio de San Miguel de Escalada se traduce al castellano el diploma original (en latín) por el que el rey Fernando II de León había confirmado y ampliado dos siglos antes, en 1173, los fueros del monasterio: «Este es el trasllado sacado en rromançe uulgar de vna carta partida por a.b.c. de llatim scripta en pargamino de cuero […], del qual tornado del dicho llatin en rromançe uulgar todo uerbo por uerbo es est que se sigue». 1º de octubre de 1398: Juan González de León, notario público, firma en el monasterio de San Isidoro de León la copia de un pergamino en latín, a la que acompaña su traducción al romance, que él mismo había hecho. 4 de marzo de 1378: Alfonso Pérez, canónigo del mismo monasterio, solicita dos copias de cuatro documentos otorgados por Alfonso IX ciento cincuenta años antes; luego se añade la traducción castellana de las escrituras previas «por quanto eram en latin et eram por ende oscuras de entender». La frase merece repetirse, porque ella sola justifica tanta traducción documental como este siglo registra, particularmente entre latín y castellano. La razón última, y con frecuencia única, de cualquier traducción documental era evidente: no lo entendían ya ni las clases superiores ni mucho menos el pueblo llano; todos, incluida buena parte del clero, procuraban disponer en romance de los textos que se consideraban importantes por cuanto los escritos en latín quedaban fuera de su comprensión.

Esto por lo que respecta al latín. Pero no hay que olvidar que, como ya venía ocurriendo desde principios del siglo anterior, en el sur y levante de la Península las necesidades diarias, particulares u oficiales, de traducción e interpretación derivaban, además, de un uso extendido del árabe que había que poner en relación con el recién llegado romance, fuera éste castellano, aragonés, catalán o valenciano. Nada extraña, pues, la constante presencia en el quehacer diario de esas tierras de trujamanes de árabe, profesionales o simples voluntarios, de fe cristiana, judía o musulmana, que desarrollaban su tarea sin más oficio ni preparación que el conocimiento de ambas lenguas, algarabía y romance. Versiones cotidianas fueron en Elche a finales del siglo XIII y principios del XIV las de cierto Isaac Vidal, judío, recaudador de impuestos, «cuyas tareas consistían en que “omnes libros arabice scriptos omnium officiorum et collectorum termini Elchii in plano fideliter redigatis”» (Romano 1978: 100 y 1991–1992: 221). Le sucedió Alfonso Guillem, alcaide en 1315 del puerto ilicitano de Cap de l’Aljub, ocupado entonces en «trasladar en christianesch» los documentos públicos de Elche y su alfoz. Por las mismas fechas, abril de 1314, y también en Elche, el judío Abrahim al–Behbehi era «trujamán del baile [juez ordinario] y de la aljama de mudéjares». Al servicio de Jaime II de Aragón se registran durante su reinado, entre otros, los trujamanes Gaamet, su hijo Abulabbes, Mahomet Alfayat y Pero Robert. Una generación más tarde hallamos al judío ilicitano Juceff Abencavarell, escribano y traductor–intérprete «de los moros» en Elche. En 1355 Fat Albarramoni, cadí de Valencia, traduce del árabe al aragonés la carta puebla de Fondeguilla. En 1368 Jacme Ivart, escribano de Callosa, recibe de Berenguer Salelles, colector de rentas de Denia, once sueldos en pago por una traducción suya «de morisch en romanç». El mismo año Abdalla Ibenhudeyl y Çaat Alcafaç, de la morería de Valencia, traducen del árabe al valenciano la carta puebla de Vall d’Uixó.

En todos esos casos es la necesidad utilitaria, inmediata y local, de comprensión de contenidos lo que motiva el acto de traducción, tanto oral como escrito. No hay voluntad ninguna de trascendencia cultural. Est latine, non legitur: como está en latín, no se entiende, y por lo tanto se traduce. Otro tanto podía decirse del árabe: Est arabice, non legitur. Tal es la razón última de tanta traducción diaria. Cuando en el 1299 el rey Fernando IV confirma en Burgos el fuero de Castrojeriz, lo hace sobre un texto traducido al castellano «por razon que el dicho privilegio es en latin, e no lo pueden los legos entender». Cuando en 1378 Alfonso Pérez, canónigo de San Isidoro de León manda traducir al castellano los cuatro documentos citados, lo hace «por quanto eram en latin et eram por ende oscuras de entender». Y ello, con mucha frecuencia, con la voluntad expresa de exactitud manifestada por los agentes interesados en el trasvase textual. Todo parece indicar, en efecto, que en este tipo de traducciones cotidianas, dada su importancia práctica, la búsqueda de esa exactitud en la equivalencia era objetivo prioritario, con intención de alcanzarlo mucho mayor que la que se advierte en actuaciones traductoras de otros géneros (narrativo, filosófico, religioso, etc.). Nada interesados ni en la forma ni en el estilo, lo que contaba era la exactitud de contenidos. «Fideliter» debía hacer sus traslados Isaac Vidal en Elche. En San Miguel de Escalada (ca. 1380) se hace constar que la traducción se ha hecho «todo uerbo por uerbo». Dos años antes, el canónigo leonés de San Isidoro quiere sus traslados «fielmiente de latin a romançe», «fiel miente dellas et cada una dellas». Es este un proceder traductor que dista mucho del que Lemarchard considera habitual en los traductores medievales de libros, cuando dice de ellos que «se sentían perfectamente autorizados para modificar el texto de un autor en función del público al que iba destinado» (1995: 30).

 

Bibliografía

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Cuéllar, María del Carmen. 2000. «Juan Fernández de Heredia, traductor y humanista avanzado» en M.ª D. Burdeus, E. Real & J. M. Verdegal (eds.), Las órdenes militares: realidad e imaginario, Castellón, Universitat Jaume I, 243–261.

Lemarchard, Marie–José. 1995. «¿Qué es un texto original?: apuntes en torno a la historia del concepto» en C. Valero Garcés (ed.), Cultura sin fronteras: encuentros a torno a la traducción, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 23–30.

Riera i Sans, Jaume. 1989. «Catàleg d’obres en català traduides en castellà durant els segles XIV i XV» en A. Ferrando (ed.), Història de la llengua, Valencia, Institut Universitari de Filologia Valenciana–Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 699–709.

Romano, David. 1978. «Judíos escribanos y trujamanes de árabe en la Corona de Aragón (reinados de Jaime I a Jaime II)», Sefarad 38: 1, 71–105.

Romano, David. 1991–1992. «Hispanojudíos traductores del árabe», Boletín de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, 43, 211–232.

Rothschild, J. P. 1989. «Motivations et méthodes des traductions en hébreu du milieu du XIIe à la fin du XVe siècle» en G. Contamine (ed.), Traductions et traducteurs au Moyen Age, París, Éditions du CNRS, 279–302.

Santoyo, Julio–César. 1999. «El siglo XIV: la nueva mirada a Europa» en J.–C. Santoyo, La traducción medieval en la Península Ibérica, ss. III–XV, León, Universidad de León, 237–315.

 

 

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  1. Para un estudio más en detalle de la traducción peninsular durante este siglo, véase Santoyo (1999).