La traducción de las letras griegas en la Edad Media
Jordi Redondo (Universitat de València)
Desaparición y recuperación parcial de la lengua griega como lengua de cultura en la Europa medieval
A pesar de la gran extensión temporal del período, es posible hablar en un solo capítulo de la actividad traductora que en la época medieval permitió incorporar a la cultura en lengua castellana la literatura griega. La práctica inexistencia de testimonios de dicha actividad no justifica su ausencia hasta ahora en la historia de la traducción,1 ya que disponemos de otras fuentes para su estudio.
Como es lógico en los grandes procesos sociales y culturales, la substitución de la antigua cultura grecolatina por la cristiana no se produjo de una manera homogénea y rápida en todo el continente europeo. Tuvo su punto de arranque en el edicto de Milán promulgado por el emperador Constantino en el año 313, cuando el cristianismo alcanzó la condición de religión oficial del imperio, y fue ocupando sucesivamente mayores áreas en la vida diaria tanto en el ámbito social como en el privado. Una de las consecuencias de esta substitución fue el paulatino desconocimiento de la lengua griega, unido al de su literatura y su cultura. Pedro González de Mendoza advierte en la introducción a la traducción del De inuentione de Cicerón que «en nuestros tiempos las corrientes del griego fluyen muy raramente» (en Menéndez Pelayo 1952: 309). Así es como se perdió gran parte del caudal de experiencia reunido en siglos de traducción, y patente no sólo en el conjunto de obras disponibles en latín, sino también en la constitución de una metodología solvente y una práctica profesionalizada.
Cuando se produce la eliminación del poder visigodo a partir del año 711 todavía la labor de traducción se mantiene incólume, aunque limitada en su ejecución, en el dominio eclesiástico. Si bien se centraba en los textos propios de la liturgia y la exegesis, todavía en muchos monasterios seguía teniendo lugar un trabajo de traducción que comprendía obras de medicina, derecho, geografía, etc.2 Entre los ejemplos más antiguos en la península Ibérica sobresalen los de Martinho de Braga (520–579) y su discípulo Pascásio de Dume, si bien ha de descartarse que aprendieran el griego entre helenohablantes, e incluso que lo dominaran de una manera exenta de vacilaciones y errores.[3. Véase sobre el particular Espíritu Santo (1995). Bajo la intensa influencia del monaquismo oriental, Martinho tradujo al latín los Sententiae patrum Aegyptiorum, y Pascasio los Ἀποφθέγματα τῶν ἁγίων πατέρων, habitualmente conocidos como Apophegmata patrum, y a los que dio el título de Verba seniorum.] Pudo haber en Zaragoza, probablemente en el monasterio de Santa Engracia, un scriptorium donde se recibieran, copiaran y tradujeran al latín manuscritos griegos. Así lo sugiere la trayectoria de los obispos Braulio (590–650 aprox.) y Tajón (600–680 aprox.), entregados ambos a una labor de comentario de la tradición teológica cristiana que sólo podía hacerse mediante el cabal conocimiento de la misma.
La clausura de estos centros de traducción fue consecuencia, más que de la invasión misma, del castigo infligido a aquellas ciudades en las que surgieron revueltas mozárabes en la segunda mitad del siglo VIII y la primera del siglo IX, como las de Toledo, Mérida y Córdoba (véase Epalza 1992: 161 y Makki 1992: 28–30). También en Cartagena y Zaragoza fueron drásticamente suspendidas las labores evangélicas, y con ellas las de todo otro signo –de cultivo de las artes, de atención hospitalaria, de traducción y copia de las literaturas antiguas– de los centros episcopales y monásticos que desaparecieron o vieron su actividad reducida al mínimo. De manera ocasional, algunas de estas comunidades se refundaron en territorios dominados por la nobleza visigodo–romana, como ocurrió con la refundación del importante monasterio de San Julián de Samos a partir de 757 aproximadamente. Pero un núcleo relevante se instaló en Aquitania y Borgoña, lo que explica no sólo la referencia a fuentes literarias e históricas vinculadas a la tradición visigótica hispánica, sino también la atención del monaquismo cluniacense al conocimiento de la lengua árabe y a la traducción de y a la misma (véase Fontaine 1983). Hasta cierto punto esta relación tuvo su contrapartida en los siglos X y XI, cuando centros monásticos como Cluny se muestran muy activos en la fundación de monasterios en Aragón, Castilla, Cataluña y Navarra.
Por su parte, cuando se produzca la arabización de la población mozárabe el cultivo de la traducción de las lenguas antiguas, por escaso que fuera, será reemplazado por otro cometido: el de la traducción de determinados textos bíblicos –Evangelios, Salmos, probablemente también el Pentateuco– al árabe.3
La falta de información precisa sobre este período de la Alta Edad Media no nos permite ir más allá de la hipótesis. Cabe plantear, por ejemplo, que gran parte de las fuentes necesarias para la instauración del adopcionismo, considerado herético por el poder carolingio, debían ser accesibles sólo en lengua griega.4 Que el chantre de la catedral de Toledo recibiera en los siglos XI y XII la denominación de melodicus sugiere que parte de la liturgia y de la organización curial seguía modelos bizantinos: el término melodicus no es sino la adaptación latina del griego, μελῳδός, el experto en la composición de himnos.
Por la misma época sabemos del plan de los monarcas leoneses de capitalizar el poder cristiano en la península, lo que suponía entroncar con el reino visigodo. Hubo para ello contactos con el imperio bizantino, que era en la época el modelo ideal de poder centralizado, y que se producen en paralelo a los que en la misma dirección y con idénticos objetivos despliega el califato cordobés. Por el patrón metrológico de las acuñaciones de Ramiro II, rey de León entre 931 y 951, sabemos que en ellas se intitulaba basileus. Y sin embargo nos falta toda noticia sobre los traductores que hacían posibles esos contactos y sobre los textos que posiblemente tradujeron por encargo curial, bien por parte de los reyes o de las autoridades eclesiásticas.
La actividad traductora en el califato y los reinos islámicos
A pesar de no darse en apariencia las condiciones para una continuidad inmediata de la actividad traductora propia de determinadas ciudades del reino visigodo, lo cierto es que algunas de ellas muestran signos de una especial vitalidad, como son los casos de Zaragoza y Córdoba. En Córdoba los califas Abderramán III, en el poder entre 912 y 961, y su hijo Alhaquén II, que lo sucedió en 961 y hasta 976, crearon un auténtico foco de acopio de libros y vivero además de comentarios y traducciones (Elayyam 1990 y Prince 2002). En ese mismo siglo X se produce la adopción y adaptación del ceremonial bizantino por parte de la corte califal cordobesa (Valdés Fernández 2013: 32–33). El contacto diplomático entre Constantinopla y Córdoba se tradujo en la llegada de la obra de Dioscórides en el año 948 a la capital califal, donde fue primero vertido al latín por el monje ortodoxo Nikólaos entre 950 y 960 y luego del latín al árabe por el médico hebreo Abu Yusuf Hasdai ben Shaprut.5
Este ejercicio de la traducción en los dominios islámicos, el califato cordobés en primer lugar y luego los reinos de taifas, presenta una innovación importante. Es aquí cuando se inicia una estrategia traductora fundamentada en una labor de colaboración, con independencia de que sus ejecutores operaran en un mismo taller, contemporáneamente, o bien lo hicieran de manera independiente, en sus correspondientes emplazamientos y épocas. La traducción se hacía, por tanto, a través de dos o más lenguas, ya que a la supuesta lengua de llegada se accedía por medio de una lengua puente, una y otra atendidas por los respectivos profesionales. Este era el modelo empleado en la Bagdad califal, y que los Omeyas importaron sin duda.6.
La actividad traductora en los reinos cristianos
La traducción, indirecta al menos, del griego al castellano debió verse estimulada por las más frecuentes relaciones de las culturas aragonesa y catalana, y de ésta última especialmente, con la griega contemporánea. Hay para ello dos épocas bien diferenciadas: la primera ocupa los siglos X a XII, y la segunda los siglos XIII a XV.
Testigo de la actividad traductora en la primera época es el único diccionario de griego conocido en toda la península. Se trata de un léxico trilingüe con una primera entrada en hebreo, una segunda en griego y una tercera en latín. La morfología de la obra coincide con la que hallamos en otras áreas europeas en las que se registra la traducción de obras griegas (véase Redondo 2019: 62–63). Las lenguas recogidas y el orden en que lo son resultan bien indicativas, como lo es la procedencia del documento, indexado como manuscrito 74 del monasterio de Ripoll, de mediados del siglo X (véase Millàs Vallicrosa 1961, Carracedo Fraga 2011 y Funsola Munárriz 2017). Por tanto, a dicho scriptorium llegaban obras griegas. Léxicos semejantes pudo haberlos también en escritorios como San Victorián y San Juan de la Peña en Aragón, Nájera en Navarra, Cardeña en Castilla y Samos en Galicia, por citar sólo algunos de los monasterios más acreditados. Así como Ripoll mantuvo estrechos contactos con los complejos monásticos de la Baja Renania y de Auxerre (véase Puigvert 1999), también a su vez el monasterio catalán pudo haber ejercido una labor de pivote difusor, exactamente como la propia lengua catalana lo fue para la difusión de helenismos.7 No obstante, la ausencia de testimonios comparables en los dominios de lengua aragonesa y castellana invita a pensar que no hubo en ellos un contacto significativo con la tradición literaria griega.8.
La falta de testimonios directos y palpables de esa labor de traducción que no podemos reconstruir, sino tan sólo entrever, nos obliga a fijarnos en otro tipo de datos observables. A Ripoll llegó, por ejemplo, el primer manuscrito de Plutarco localizado en la península (véase Beer 1920). Obsérvese, por tanto, que estamos lejos del simple interés por la tradición cristiana, y sí, en cambio, en un contexto de valoración de la cultura antigua.
Se ha considerado un conocimiento adquirido el papel atribuido a la llamada escuela de traductores de Toledo, cuya existencia misma desmienten la ausencia de un plan de estudios, unos profesores, e incluso la imprescindible coincidencia cronológica de los principales traductores.9 La misma actividad traductora de la corte de Alfonso X fue en realidad modesta, no obstante su importancia para la historia de la lengua castellana (Gil Bardají 2010: 277). Además de Toledo, Tarazona y Tudela fueron también centros significados en materia de traducción.
La segunda época coincide con el prerrenacimiento italiano y con la configuración de las grandes culturas humanísticas europeas, si bien los reinos cristianos peninsulares hubieron de asignar todavía inmensos recursos humanos y materiales a las campañas contra sus antagonistas islámicos. Aun con esta salvedad, los traductores hispánicos participaban de una corriente general en todo el continente al reemplazar el árabe, que hasta entonces había hecho de lengua–puente entre las de la Antigüedad y las lenguas nacionales,10 por el latín, sólo ocasionalmente por el griego, y a menudo por una lengua romance prestigiada y convertida en un referente para la transmisión ideológica, científica y técnica. Este papel, que en el plano de las lenguas literarias habían ejercido tiempo atrás el occitano y el gallego–portugués, pasó a ser desempeñado por el francés y el italiano. La preponderancia del latín como lengua puente a partir del siglo XIV fue tal que incluso cuando el traductor había recibido una cierta formación en la lengua griega, como es el caso de Alonso de Madrigal, prefirió emplear una versión latina.
Otro relevante paralelo en el comportamiento de los traductores es su vinculación a determinados círculos literarios e incluso autores. En el siglo XIV destaca poderosamente el taller de traducción establecido en la corte papal de Aviñón por el noble aragonés Chuan Ferrández de Heredia.11 La labor realizada en el taller traductor de Aviñón ha merecido juicios contrapuestos. Para la traducción de las Vidas paralelas de Plutarco, según Álvarez Rodríguez (2009: I, cvii) el resultado es deficiente. A nuestro ver, en cambio, la versión de dicha obra es en términos generales correcta, a pesar de la tendencia a recurrir a expedientes destinados a facilitar el proceso de traducción, como las omisiones y las paráfrasis, además de incurrir en alteraciones y añadidos y errores diversos (Redondo 2016). Por su parte, Pomer (2016) ha examinado la traducción de la Crónica de Morea, para la que ha establecido el empleo de una diversidad de fuentes manuscritas, tanto griegas como francesas, además de un especial cuidado por la fidelidad al original.
Dos circunstancias habituales en parecidos centros de Italia o Europa central se dan en ese taller, la presencia de eruditos griegos y la cercanía a las redes de distribución de manuscritos. La traducción del griego al castellano no contó con un centro similar. Ya en el siglo XV, la casa nobiliaria del marquesado de Santillana, más adelante ducado del Infantado, reúne muchas de las características que hallamos en los círculos intelectuales de la nobleza de otros países, la italiana por ejemplo. Incluso se ha propuesto que Íñigo López de Mendoza fue capaz de organizar una labor traductora regular, que atendía a un patrón de trabajo y a un programa de intereses (Santoyo 2004). Alvar (2010: 351–352) señala con acierto hasta qué punto la entronización de la dinastía Trastámara en el trono catalano–aragonés fue clave para que en algunas de las casas nobiliarias castellanas se abrieran paso tendencias intelectuales y culturales en la línea de los de la Europa más avanzada. Por otra parte, en la casa real castellana desde el ejemplo de Alfonso X no vuelve a darse un patrocinio decidido de la traducción de las lenguas antiguas hasta el reinado de Isabel la Católica.
También es en esta época cuando la traducción alcanza un estatus de oficio autónomo, que para su profesionalización se dota de una incipiente lengua técnica.12 Condiciones necesarias para tan relevante cambio en el proceso de traducción eran la existencia de un incipiente comercio de libros y con él de bibliotecas privadas, cuyos dueños tanto hacían encargos precisos a los intermediarios como aceptaban comprar los manuscritos que éstos les ofrecían.13 Ha de calificarse de anecdótica alguna presencia de la lengua griega hablada en la literatura castellana de la época (véase Bellido Morillas 2005: 90–91).
El papel de los traductores judíos
Puede decirse que para las obras de carácter técnico en toda la Edad Media el grueso de la traducción del griego se debió al concurso de traductores hebreos versados en esa lengua. Por otra parte, y así como las revueltas mozárabes trajeron consigo una dura represión por parte de los dominadores islámicos y la práctica desaparición de los antiguos centros de cultura visigodos, también siglos más tarde en los reinos de la época de las taifas el castigo a las comunidades judías implicó la desaparición de esa actividad traductora. Así ocurrió ya con la represión sufrida por los hebreos del reino de Granada en el año 1066,14 pero todavía más a raíz de la instauración del dominio almohade en el año 1146. Hasta entonces los poderes islámicos habían recurrido con frecuencia a traductores hebreos que traducían del griego al árabe textos en primer lugar de medicina, pero también de filosofía, teología, geografía, e incluso algunas obras de poesía. También el foco traductor del Toledo cristiano contó con la participación de colaboradores hebreos, como ejemplifica la labor de Abraham ibn Daud junto a Gundisalvo de Ávila (véase García–Jalón 1986 y Sáenz–Badillos 1996: 17–22 y 65–70).
El papel de profesionales hebreos en la labor de traducción de originales griegos tuvo probablemente una mayor importancia en la Corona catalano–aragonesa. La persecución que sufrieron los judíos a manos de la Inquisición, con la destrucción obligada o voluntaria de sus bienes muebles, entregados a menudo a la almoneda, se halla también entre las probables causas de la desaparición de gran parte de ese patrimonio cultural. A nuestro ver, tanto la destrucción como la censura impuesta por la Contrarreforma alcanzaron a eliminar, con gran eficiencia y tal vez de manera irreparable, una labor de la que conocemos parte de sus protagonistas, escenarios y cometidos.
Hay dos importantes realidades que se originan en esta decisiva intervención, que sólo indirectamente conocemos, de los traductores judíos en la llegada y difusión de textos griegos traducidos al árabe. Por un lado, y sin un reflejo inmediato en la historia cultural de los reinos hispánicos, se registra la práctica de estos intelectuales judíos en el ejercicio de diversos oficios, como son los de médico, botánico, astrónomo y jurista, por citar sólo los principales. Su carácter de profesionales altamente cualificados hacía de ellos personajes de corte que a menudo pasaban de un reino a otro. Por otro lado, y de manera que sí entraña todo el interés para nuestros propósitos, estos traductores que eran en principio médicos, abogados, etc., están tras la aparición de una biblioteca científica en lengua árabe, traducida de los originales griegos,15 que fue a su vez origen de las correspondientes colecciones en las lenguas romances. Hubo, por ejemplo, de manera similar a como en Salerno surgió la summa de contenidos médicos titulada Articella, un género árabe de obras médicas de carácter propedéutico, destinadas a finalidades eminentemente prácticas. El título genérico de las más de ellas era el de Libro de los simples, en latín Liber de simplicibus, y que remonta a la obra Περὶ ὕλης ἰατρικῆς, De materia medica, de Dioscórides. En esta transmisión tuvo un papel esencial el De simplicibus del dianense Abu–l–Salt Umayya, del que se hicieron versiones al catalán, latín y hebreo, la primera de ellas de Arnau de Vilanova (véase Puig Montada 2019). Parecida transcendencia alcanzó la llamada tríaca, término que a través del árabe tiryāq no es sino la continuidad del griego Θηριακά, el título de la obra del poeta del siglo II a. C. Nicandro de Colofón sobre remedios para las mordeduras de animales venenosos, cuadrúpedos, reptiles, aves, insectos y peces, que de la medicina galénica pasaría luego a la tradición medieval (véase Colonna 1956, Knoefel & Covi 1991, Jacques 2003 y Santamaría 2007). En esa tradición, el original que utilizó el médico cordobés Ibn Ŷulŷul, activo en la segunda mitad del siglo X, fue el breve opúsculo galénico De antidotis, Περὶ ἀντιδότων.16 Ahora bien, sin la menor duda lo leía en la versión árabe que se ha atribuído a Hunayn ibn Ishaq, traductor de Bagdad de origen griego que ya había intervenido en la versión siríaca (véase Garijo 1992: 17).
Traductores cristianos
La llegada a la Península de códices griegos fue en toda esta época irregular y en último término limitada. Piénsese que los primeros manuscritos griegos de la Biblioteca Vaticana y de la Biblioteca Real francesa, estos últimos propiedad hoy día de la Bibliothèque Nationale, son obtenidos tras la derrota en Benevento, en el año 1266, del infortunado Manfredo de Sicilia.17
A diferencia de las traducciones del latín,18 en las que al manejo de fuentes religiosas se une el de aquellas obras consideradas moralizantes, en las que se hicieron del griego predominó como segundo objetivo el de la traducción de tratados científicos, entendiendo como tales un amplio espectro que va desde los de carácter médico hasta los de aplicaciones fabriles. Ha de incluirse aquí el interés por la ética –tanto a partir de textos filosóficos como de obras historiográficas–, entendida como el estudio del comportamiento del individuo en el ámbito privado así como en el social, donde se analizan también cuestiones de índole política. Debido al generalizado desconocimiento de la lengua griega, de una manera habitual las traducciones se hicieron a partir de versiones latinas.
El manuscrito Ms–2782 de la Bibliothèque de l’Arsenal contiene el llamado Livre des secrets de nature, un vademecum que presenta la Materia Medica de Dioscórides de manera abreviada. En los correspondientes incipit y excipit de este tratado, uno de los treinta contenidos en el códice, se atribuye la traducción del griego al latín de la obra al rey «Alfonso de España»,19 que hasta ahora ha sido siempre identificado con Alfonso X de Castilla. Puesto que el manuscrito se data hacia el primer cuarto del siglo XV (véase Calvet 2015) y abundan en él las obras que circulaban junto con las escritas por Arnau de Vilanova (véase Calvet 2012), que falleció en el año 1311, parece más sensato proponer que el rey aludido fue Alfonso el Benigno de Aragón (1321–1336), de quien se sabe que encargó, cuando menos, la traducción al catalán de la obra latina Liber de eclipsi solis et lune (Cifuentes 2006: 198 y 435).
Han llegado a nosotros los nombres de algunos traductores, no siempre profesionales y menos aún expertos en griego. De uno de los más antiguos, Pero López de Ayala (1332–1407), autor de traducciones de diversas obras latinas –Tito Livio, Boecio–, se ha propuesto que encarnaría el personaje del intelectual humanista (Tate 1970). Por diversas razones parece preferible descartar que López de Ayala pueda parangonarse a los humanistas europeos (Naylor 1995: 127): falta en él toda consideración los aspectos filológicos y literarios en general; por su formación y método de traducción se revela por entero dentro de la cultura medieval; tampoco tuvo relación con intelectuales y humanistas, más allá de sus encargos diplomáticos. Ya a mediados del siglo XV, tampoco Martín de Ávila manejó el texto griego del Romance de Alejandro del Pseudo–Calístenes, ya que se limitó a traducir bajo el título de Comparación de César y Alejandro la versión latina conocida como Historia de preliis, por encargo del marqués de Santillana.20 Y lo mismo ocurrió con el duodécimo de los Diálogos de los muertos de Luciano, el titulado Minos, que Martín de Ávila tradujo probablemente a partir de la versión latina de Giovanni Aurispa.21
Destaca Alfonso de Palencia, que por un tiempo fue acogido en el círculo del cardenal Bessarión, en Roma y Florencia, entre los años 1443 y 1453. En 1491 editó una traducción de las Vidas de Plutarco, y en 1492 la de las obras de Josefo Guerra de los judíos contra los romanos y Contra Appión gramático. En ambos casos la fuente fue una traducción latina, pero mientras para el texto de Plutarco eran sendas versiones retorizadas y poco literales (véase Allés 2011), para el segundo Palencia se sirvió de la versión de Rufino, fiel al original de Josefo (Allés 2008 y Dubrasquet 2009).
Auténtico humanista por su formación, intereses y obras, Alfonso Fernández de Madrigal tradujo las Crónicas de Eusebio de Cesarea, si bien no de los Χρονικοὶ κανόνες propiamente, sino de la versión latina de san Jerónimo, Chronici canones. Su traducción, titulada De las crónicas o tiempos de Eusebio, obedecía también a un encargo del marqués de Santillana y fueron traducidos entre 1444 y 1451 aproximadamente (Keightley 1977 y López Fonseca 2017). Fue también Fernández de Madrigal el único traductor capaz también de abordar, siquiera de una manera aproximativa, la pertinencia de las traducciones de y a la lengua griega, en el contexto de su teoría de la traducción (véanse al respecto Recio 1991 y 1994, y Parrilla 2004).
La versión latina de la Ilíada por Pier Candido Decembrio fue la fuente para la Ylíada en romance que hacia 1444 compuso Juan de Mena. También fue esta versión la que utilizó el hijo mayor del marqués de Santillana, Pedro González de Mendoza, entre los años 1446 y 1452 tradujo al castellano por encargo de su padre la Ilíada de Homero (véase Vollmöller 1893).
Pero Díaz de Toledo, miembro también del círculo del marqués de Santillana (véase C. Alvar 2001: 31), se ocupó en primer lugar del corpus aristotélico, del que tradujo entre 1443 y 1444 el opúsculo latino conocido como Summa Alexandrinorum y que es una paráfrasis abreviada de la Ética a Nicómaco; a continuación se ocupó de Platón, del que tradujo en 1444 el diálogo Axíoco –parte del corpus platónico, pero obra de un autor desconocido– (González Rolán & Saquero 2000) y en 1446–1447 el diálogo Fedón (véase Round 1993). En ambos casos se sirvió de traducciones intermedias, las latinas de Leonardo Bruni para el Fedón y de Cencio de’ Rustici para el Axíoco.22 Por más que esta práctica parezca fuera de lugar por su dudosa apariencia, conviene recordar que se ha recurrido a ella, con el francés como lengua intermedia habitual, hasta no tan distantes tiempos.
Ya hemos apuntado cómo la atención a los tratados sobre ética llevó a los traductores a ocuparse de las obras griegas en este campo. La Ética Nicomaquea de Aristóteles mereció la atención de traductores aragoneses, castellanos y catalanes, de cuya labor nos han llegado manuscritos por lo general caracterizados por las limitaciones impuestas por el empleo de versiones latinas. Éstas eran con frecuencia adaptadas mediante el procedimiento de la paráfrasis para los períodos sintácticos y de la transliteración para los nombres propios y los términos de especial dificultad, a menudo en ambos casos de un modo de acusada torpeza.
El príncipe Carlos de Viana atacó también la traducción de la Ética a Nicómaco de Aristóteles, que llevó a cabo entre 1457 y 1458, aunque no se publicó hasta 1509 en Zaragoza (La Philosofía moral del Aristotel: es a saber Éthicas, Políthicas y Económicas, en romance). No utilizó en este caso una versión latina, sino la italiana de Giordano Bruni, además de intentar ofrecer un texto completo y útil, provisto incluso de índices temáticos (véase Russell & Padgen 1974, Cabré 2000, Salinas 2000, Fernández López 2002, Cuenca Almenar 2015 y 2016.
También con el marqués de Santillana estuvo relacionado Nuño de Guzmán, y para dicho noble no sólo realizó diversas traducciones, sino que también le hizo llegar las versiones latinas de Homero a cargo de Decembrio y de Leonardo Bruni. A partir de una traducción catalana de la latina de Bruni tradujo la Ética a Nicómaco de Aristóteles (Cuenca Almenar 2018). Todavía a finales del siglo XV aparecerá impresa una nueva traducción de esta obra, la de Alfonso de la Torre (Ethica ad Nicomachum, Sevilla, 1493).
Diferente orientación tuvo la traducción a cargo de Diego Guillén de Ávila, siempre a partir del latín, del Libro de la potencia y sapiencia de Dios de Hermes Trismegisto en 1487, y de la Historia de Herodiano en fecha posterior a 1493.23 Para ambos autores se valió de sendas traducciones latinas, la de Hermes Trismegisto a cargo de Marsilio Ficino, y la de Herodiano a cargo de Angelo Poliziano. Guillén estuvo bajo la protección del arzobispo de Toledo Alonso Carrillo y del corregidor de la misma ciudad Diego Gómez Manrique.
Queda fuera de toda duda que el siglo XV conoció una nueva tendencia en los círculos áulicos, la de promover la traducción de obras que sirvieran para analizar y entender las complejidades de la alta política.
Conclusiones
Como se puede apreciar por cuanto se ha expuesto, no ejerce nunca el griego el papel de lengua A ni por parte de los traductores de los estados islámicos ni por parte de los traductores cristianos. La aparente excepción del eclesiástico Nikólaos, enviado expresamente por el emperador bizantino a la corte de Abderramán III, ilustra bien la situación. Las traducciones del griego hubieron de hacerse, por tanto, a partir de terceras lenguas: el árabe y el latín en primer lugar, y luego lenguas románicas como el francés y el italiano, a menudo recipiendarias a su vez de una anterior versión latina.
A partir del siglo XIV cambia un tanto la tipología de las traducciones, ya que a los temas religiosos y científicos se suman los de índole historiográfica y literaria. Aun así, el desarrollo de la traducción se vio frenado por dos grandes carencias: por una parte, la falta de una estrategia de aproximación a la herencia literaria y científica griega en consonancia con la conjunción de motivaciones políticas, religiosas y económicas, que sí animó la traducción continuada a otras lenguas europeas; por otra, tanto la casa real de Borgoña como la de Trastámara, al igual que las más de las grandes casas nobiliarias castellanas, mostraron una escasa predisposición a la formación de un patrimonio bibliotecario, una de cuyas necesarias vías de adquisición era el encargo o la compra de traducciones. Tan sólo el reinado de Juan II, un monarca capaz de leer latín, representó una mejora de la situación descrita, aunque no un cambio de paradigma (véase Beceiro & Franco Silva 1985: 317, y de modo más general Rubio 1955). La causa ha de hallarse en el contacto con el humanismo italiano, cuya influencia llegó a Castilla tras la entronización de los Trastámara en el trono catalano–aragonés, en el año 1412, tras el Compromiso de Caspe.
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