La traducción de las letras latinas en la Edad Media

La traducción de las letras latinas en la Edad Media1

Antonio López Fonseca (Universidad Complutense de Madrid)

 

Del latín al romance: la traducción como «acelerador de la cultura»

La pervivencia de la lengua latina fue mayor que la del Imperio romano y acabó convirtiéndose en el vehículo de la cultura escrita, además de la lengua de la ciencia, la filosofía y la diplomacia durante la Edad Media, una suerte de lingua franca en Europa. El latín mantenía el vínculo de sus usuarios con la cultura clásica, pero distinguía lo tratado por ella de las manifestaciones populares, expresadas ya en otra lengua evolucionada a partir del llamado «latín vulgar». Por otro lado, el mantenimiento de la escritura del «latín clásico», por más que en la práctica también hubiera evolucionado, servía como unificador de la cultura de Occidente y era la lengua de la Iglesia. Efectivamente, se seguía escribiendo en latín, pero también, debido al desarrollo de las lenguas vernáculas y al progresivo desconocimiento del mismo, se hizo necesaria la traducción del latín hasta convertirse en un ejercicio absolutamente fundamental con un desarrollo importantísimo en el Medievo.2 En este sentido, asegura Borsari (2018: 11) que hablar de la traducción en la Edad Media no es tarea fácil por cuanto «el ejercicio de traducir es inherente a la actividad humana de la transmisión del saber». Así, más allá de ámbitos específicos de la actividad traductora, como la Iglesia o la escuela, hay otros muchos en los que la traducción fue un instrumento de comunicación. Traducir se convirtió en este periodo, por centrarnos solo en su vertiente literaria, en la piedra angular de toda la literatura posterior, y ello sin olvidar que la traducción del latín está en la base del desarrollo de las lenguas romances, que pasaron de ser exclusivamente lenguas de comunicación a lenguas literarias, o, dicho de otro modo, la traducción fue un «acelerador de la cultura y del desarrollo del vulgar romance» (González Rolán & López Fonseca 2014: 15).

En España, esa situación en la que se privilegiaba el uso literario de la lengua clásica llegaría hasta el siglo XVII, pero desde el XIII, gracias al impulso de Alfonso X, se inició la evolución del romance castellano hacia una lengua vehículo de cultura, si bien el desarrollo de las literaturas en lengua vulgar, a partir de los siglos XII–XIII, no supuso que la literatura latina se agotara (Curtius 1955: I, 48–49). La traducción, pues, fue un ejercicio muy presente a lo largo de toda la Edad Media: se traduce de originales distintos, de textos a los que se ha incorporado un comentario o una serie de glosas, y no siempre se traduce desde la lengua en que se escribió el original, sino que a veces se corrigen versiones de épocas pasadas y las traducciones literarias «crecen y menguan, se resumen, se varían una y otra vez» (Rubio Tovar 1997: 198).

Aunque se traduce, incluso de manera compulsiva, las traducciones no suelen ocupar un lugar destacado en los manuales de historia de la literatura, y ello a pesar de que no debería pensarse en una historia de la literatura sin considerar que la traducción del latín, desde un principio, en su intento de transmisión del conocimiento, fue básica para el desarrollo de las lenguas y literaturas romances. Si tenemos en cuenta su importancia, no podemos por menos que estar de acuerdo con Buridant (1983: 84) cuando asegura que una historia de la traducción medieval debería considerar el fenómeno de la traducción, sus constantes, sus variantes y sus evoluciones en el conjunto de la Europa medieval, en una época en la que los fenómenos culturales son más que nunca dependientes de la vasta red intelectual que sustenta a los letrados de la respublica clericorum et clericarum europea, esto es, y como apunta Rubio Tovar (1997: 199–202), debería ser un «proyecto románico». Puede ayudarnos a ratificar la idea de que es un elemento fundamental en esta época un libro como España y la Italia de los humanistas. Primeros ecos (Gómez Moreno 1994), en el que la práctica totalidad de los argumentos nos lleva a la traducción. No debe obviarse que el propio concepto de «traducción» no ha sido homogéneo o constante a lo largo de la historia, sino que ha ido evolucionando progresivamente a lo largo del Medievo, y cuando se llega al final de este período aún se muestra impreciso y con unos límites difusos. C. Alvar (2010: 11), por ejemplo, cifra en la traducción uno de los ejercicios de construcción cultural de mayor calado de entre los llevados a cabo por los vulgares romances en el Medievo. Resulta evidente que, al hablar de traducción medieval, hablamos de textos anteriores a la difusión de la imprenta, con un uso, en consecuencia, muy reducido y a cuyos receptores poco importaba la pericia del traductor, si la obra estaba completa, si se traducía a partir de una copia de calidad o si se partía de otra traducción.

Sea lo que fuere, «el traductor medieval es una persona culta, pues sabe leer y escribir, y conoce, al menos, dos lenguas entre las que suele encontrarse el latín. Esos conocimientos, por rudimentarios que parezcan, lo diferencian de la mayor parte de sus contemporáneos» (Alvar, C. 2010: 24). No hay en realidad conciencia de la distancia existente entre traducir y glosar, ni entre traducir y reelaborar poéticamente, es decir, no coincide con lo que hoy entendemos por traducción, circunstancia esta que implica que el estudio de la traducción en la Edad Media nos lleve indefectiblemente a textos que, desde una concepción actual, posiblemente no serían considerados como una «traducción», no obstante lo cual son imprescindibles para establecer las bases de la moderna traducción. En consonancia con esta circunstancia, es muy significativo que la manera de referirse a este «ejercicio» durante el Medievo sea tan diversa. Así, podemos leer «trasladar», «vulgarizar», «interpretar», «romancear», «poner en», «volver en», «convertir», «mudar», incluso «esplanar» o «glosar», entre otras formas de referirse al mismo (Rubio Tovar 2011).

Traducir, o como quiera que lo llamaran, era asomarse al otro, a lo diferente. Sin duda, también ayudó a la toma de conciencia acerca de las diferencias la presencia de los pueblos germánicos, eslavos y árabes, del mismo modo que el nacimiento de los vulgares romances fue desarrollando un nuevo modo de acercamiento a los textos latinos, en una evolución que se inicia con claridad en el siglo XIII y culmina a finales del siglo XV. A tenor de los datos aportados por Faulhaber (1997), es evidente la preponderancia en la Edad Media de traducciones del latín, que en el caso del castellano supone el 73% del total y en el del catalán el 78%, esto es, tres cuartas partes. En cuanto a números absolutos, las traducciones del latín al castellano duplican a aquellas al catalán (553 vs. 277, sobre un corpus total de 2754 y 1420, respectivamente), y, como es esperable, más de las dos terceras partes son textos religiosos (la Biblia, textos litúrgicos, libros de devoción privada), siendo el otro grupo que despertó interés el de los textos de filosofía moral, ética (Cicerón y Séneca junto con otros autores tardíos y medievales).

La traducción del latín, pues, se manifiesta como un ejercicio de enorme importancia que influyó, aunque no sea el único motor del cambio, de manera determinante en la evolución de la lengua, como también lo hizo la ocupación de los pueblos germánicos y, más adelante, la de los árabes. Los pueblos del Norte fueron penetrando desde el siglo V y, aunque se afirme que su romanización fue rápida, dejaron la impronta de su lengua en el léxico, fundamentalmente con topónimos y antropónimos, la mayoría de origen godo y visigodo. Justo por mostrarse proclives a la romanización, terminaron por usar el latín y el incipiente romance, esto es, no intentaron imponer su lengua, sino que esta quedó como uno más de los numerosos elementos que fueron conformando el romance castellano. A partir del siglo VIII son los árabes, cuya dominación supuso importantes aportaciones culturales (filosofía, matemáticas, astronomía, agricultura) y dejó también su huella en la lengua, cuyo léxico enriqueció con múltiples vocablos. Su lengua tampoco se impuso, como ocurrió con los pueblos germánicos, y el romance continuó con su evolución hasta que en el siglo X ya era casi reconocible como lengua apta para la escritura (Ruiz Casanova 2018: 67). Más adelante, entre los siglos XI–XIII, los romances peninsulares también recibieron la influencia de otras lenguas (gala, occitana y provenzal), de forma prioritaria en el léxico. El hecho de que, desde el siglo XIV, el interés traductor se orientara de forma clara hacia las lenguas clásicas, sobre todo al latín, motivó que a partir de este momento la lengua, en su continua evolución, recibiera una primera oleada de cultismos léxicos que permitió al romance llegar a su mayoría de edad y estar listo para la explosión literaria del Siglo de Oro.

 

Los primeros testimonios (siglos XI–XIII): de la traducción «al» latín a la traducción «del» latín

Hasta bien avanzado el siglo XI, incluso hasta el siglo XII, resulta muy complejo historiar la actividad traductora en la península ibérica. Sí parece claro que se desarrolla, en sus inicios, gracias a la tradición cultural árabe, especialmente en ámbitos como la filosofía, la astrología o las matemáticas, una tradición que mostraba un gran interés por la cultura clásica grecolatina. Fueron muchas las obras griegas y latinas traducidas al árabe entre los siglos VIII–XII, y la conocida como Escuela de traductores de Bagdad del siglo IX, la famosa Casa de la Sabiduría (Salama–Carr 1990 y Gutas 1998), fue un precedente de las conocidas como «escuelas de traductores» peninsulares de los siglos XII–XIII. En estos siglos, la traducción «del» latín no fue el principal ejercicio, sino que se traducía más «al» latín, al árabe, al hebreo y se comenzó a traducir al romance, no solo desde fuentes latinas.

Aproximadamente del siglo XI son las glosas encontradas en códices de los monasterios de San Millán de la Cogolla y Santo Domingo de Silos, los primeros testimonios escritos de lengua romance y euskera. A partir del siglo XII el ejercicio de la traducción se hace visible, fundamentalmente, pero no solo, gracias a eruditos judíos que, además de conocer el hebreo y/o el árabe, conocían el romance y el latín y ofrecieron las primeras muestras de traducción del árabe al latín. Contribuyó a la proliferación de traducciones la labor cultural de los cluniacenses que supuso el trasvase, a través de la traducción, de la ciencia oriental vía el latín. Puede citarse como ejemplo la traducción realizada por el judío aragonés Pedro Alfonso y titulada Disciplina clericalis, colección de una treintena de cuentos de origen oriental escritos en latín, si bien desconocemos la lengua original. La primera traducción literaria al castellano será el Calila e Dimna, a instancias del aún infante Alfonso en 1251, y el Sendebar, titulado en castellano Libro de los engaños e de los asayamientos de las mugeres, en este caso a instancias del príncipe Fadrique en 1253.

Tarazona fue de los primeros núcleos de traducción en la Península, centrado en obras de carácter científico, pero no fue el único, sino que también consta, aunque haya pocas noticias, el ejercicio de traducción realizado en Ripoll o Sahagún. Contamos con más datos de Tarazona, donde el obispo Miguel impulsó la actividad a través de traductores como Hugo Sanctallensis. Pero, sin duda, la capital de las traducciones medievales fue Toledo. Reconquistada en 1085, la ciudad era una inmensa biblioteca de textos orientales, a lo que se sumaba el hecho de que el estado del conocimiento medieval occidental, tras la caída del Imperio romano, era de inferior nivel al oriental, sobre todo por lo que se refería a la ciencia, y allí coincidieron judíos, árabes y cristianos, con la riqueza cultural que ello suponía. Mucho se ha escrito sobre si hubo una auténtica «escuela», en las dos etapas que suelen distinguirse, una que se inicia con el arzobispo Raimundo y que se extiende hasta comienzos del siglo XIII, y otra impulsada desde 1525 por Alfonso X el Sabio. Para Ramón Menéndez Pidal (1968: 36–37) y Valentín García Yebra (1983: 3–24) esa denominación reflejaría el sentido de colectivo dedicado a una misma actividad (traducción del árabe al latín), con un método semejante, en equipo, y dedicado a las obras científicas y filosóficas, antes que una auténtica «escuela» (Menéndez Pidal, G. 1951). Solo eso.

Más adelante C. Foz (1987 y 2000) incidió de nuevo en esta cuestión e insistió en que nada parece indicar que allí hubiera un espacio propio para las actividades de traducción o una verdadera dirección de trabajos, por lo que no debería hablarse de «escuela de traductores», ni en el siglo XII ni en el XIII, en Toledo, si por «escuela» se entiende lo que normalmente se entiende. Tal vez sea mejor pensar en proyectos promovidos por Raimundo y Alfonso X, que entendieron que la traducción de las obras árabes suponía un evidente enriquecimiento (no importaba si se vertían al latín o al romance) y una forma de preservación cultural. Hubo traductores, sí, que de forma individual o en colaboración desarrollaron su trabajo bajo el patronazgo (y directrices) de mecenas, traductores que no necesariamente permanecían en un único lugar (VV. AA. 1996).

La traducción comienza en Toledo con el arzobispo Raimundo, fallecido en 1152, y el canónigo Domingo Gundisalvo, cuya producción se enmarca entre 1130 y 1170 y que trabajó en colaboración con el hispanohebreo Avendeut. En esta primera etapa se suele distinguir un segundo período, ya sin la protección de Raimundo, en el que destaca Gerardo de Cremona, que llegó a Toledo en torno a 1167. Ya a comienzos del XIII se sumarían otros traductores como Alfredo de Sareshel, Miguel Scoto o Hermann el Alemán, que destaca por su versión de los comentarios de Averroes a la Ética Nicomachea y la Retórica de Aristóteles y que, como todos los citados, tradujo mayoritariamente del árabe al latín, pero que realizó una traducción directa del hebreo al romance del Salterio. La traducción del árabe en este momento era una labor colectiva en la mayoría de los casos, una suerte de trabajo en equipo que se utilizó tanto en la época de Raimundo como en la alfonsí, que se tratará a continuación.

Consistía en lo siguiente: un traductor judío, conocedor del árabe, traducía de manera oral al romance el texto en cuestión y otro traductor, que solía ser cristiano, transcribía al latín lo que escuchaba en romance. El prólogo de Avendeut a su traducción del tratado De anima de Avicena así lo testimonia: «Hunc igitur librum vobis praecipientibus, et me singula verba vulgariter proferente et Dominico archidiacono singula in latinum convertente, ex arabico translatum» [«Aquí tiene el libro que ha solicitado, traducido del árabe, yo iba diciendo en romance palabra por palabra y el arcediano Domingo las iba vertiendo al latín»]. Así se debieron de hacer la mayoría de las traducciones hasta que Alfonso X decidió que la lengua meta fuese el castellano y no el latín. Obviamente, una tal manera de traducir no podía escapar a los errores típicos de copia, esto es, adiciones, omisiones, alteración del orden y sustituciones, propios cuando la oralidad es una fase de la transmisión, todo ello sin olvidar que los textos árabes no eran en muchos casos originales, sino a su vez traducción de otros griegos. Gracias a estas traducciones, Toledo se convirtió en la principal transmisora de la cultura clásica, árabe y hebrea a Occidente, siendo el árabe la lengua mediadora entre las obras griegas de la Antigüedad y la Edad Media europea.

La segunda etapa de la traducción en Toledo se da con el reinado del rey Alfonso X el Sabio entre 1252 y 1284 (Alvar, C. 2010: 113–125), momento en el que también hubo actividad en Murcia y Sevilla. Esta etapa se divide en dos periodos, uno entre los años 1256–1259 y otro de 1270 en adelante, después de haber pasado el rey una década ocupado en la milicia y la política. Su interés por la traducción del legado oriental se remonta a su época de infante con la traducción del Calila e Dimna, años antes de convertirse en un auténtico motor para la traducción. Hay que destacar especialmente la segunda etapa, momento en el que se vuelven a traducir determinadas obras y se despierta cierto carácter creador, pues los códices no solo se traducen, sino que se capitulan y minian. En este momento escribe sus obras originales, la Crónica general de España y la Grande e general Estoria. Esta obra de creación propia es coherente con su papel de impulsor de la traducción, pues en realidad es fruto de lecturas, traducciones y resúmenes de distintas fuentes. No en vano, recoge textos de la tradición clásica y de la Biblia, en un ejercicio que se ha denominado «traducción–incorporación» y que nos lleva a la cuestión de cuáles son los criterios para considerar una obra como «traducción».

Relacionado con esta manera de proceder, y a propósito de la Biblia, hay que decir que las versiones castellanas más antiguas del conjunto datan del siglo XIV, pero hay partes que, por ejemplo, pasaron a la General Estoria traducidas, razón por la cual se puede decir que las primitivas versiones bíblicas son del siglo XIII; de hecho, Hermann el Alemán fue el primero en traducir la Biblia al castellano con su versión del Salterio (Avenoza 2008). De Alfonso X el Sabio es la decisión de convertir el castellano en la lengua término de las traducciones, lo que suponía elevar la consideración de una lengua de comunicación a lengua de cultura. Mantuvo el método de trabajo que se inauguró con Raimundo, la «traducción mediada», e incorporó un ayuntador, un enmendador y, en ocasiones, un glosador, un miniaturista o un capitulador. Comienza, pues, a despuntar el castellano como lengua de destino en la traducción, aunque ello no supusiera el abandono del latín, en un movimiento que ya no se detendrá desde mediados del siglo XIII. En el entorno de traductores relacionados con Alfonso X puede mencionarse a Garci Pérez, Bernardo el Arábigo, Buenaventura de Siena o Juan de Cremona, entre otros muchos, que produjeron una enorme cantidad de textos. También fuera del entorno del monarca hubo una creciente actividad traductora, representada por nombres como Ramón Llull, Arnau de Vilanova o Pere Ribera, entre otros (Santoyo 2004: 56–70).

Durante el reinado de su sucesor, Sancho IV, entre 1284 y 1295, la actividad traductora continuó y es en este momento en el que se ha de situar la primera versión de un autor clásico al romance, en concreto el De ira de Séneca. Llegados al final del siglo XIII podemos asegurar que se había aceptado una herencia y una manera de traducir que procedían de la cultura musulmana, que se enriqueció con la coincidencia de judíos, cristianos y musulmanes y de sus lenguas (hebreo, árabe, latín y castellano), gracias a la transmisión de una gran cantidad de obras, básicamente científicas. En este recorrido no debe obviarse que, además de la traducción literaria, hubo otras traducciones no eruditas, muchas orales, que suelen quedar al margen de los estudios de traducción por falta de testimonios escritos. Las traducciones medievales «cotidianas» (Santoyo 1999) debieron de ser habituales desde finales del siglo X, relacionadas seguramente con la versión de textos litúrgicos o religiosos destinados a la instrucción, en una prácticas que las glosas silenses y emilianenses inaugurarían, y de la misma forma debió de ser habitual en la escuela, sin olvidar su uso como instrumento frecuente de comunicación, por ejemplo en documentos de distinto tipo como acuerdos, privilegios o fueros (García Lobo 1989).

 

El «desconocido» siglo XIV

La febril actividad traductora del siglo XIII parece detenerse, a la luz de los escasos estudios, al llegar al siglo XIV, como si se entrara en un receso que nos condujera al muy productivo siglo XV. Pero la realidad no fue así; más aún, se antoja necesario un análisis de las traducciones realizadas en este siglo para poder comprender de manera cabal el desarrollo que se experimenta en el siglo XV. En el siglo XIV se produce un cambio notable que supuso el abandono casi por completo del árabe como lengua de partida y su sustitución por el latín, el griego y otras lenguas romances (Alonso Alonso 1964). Es ahora cuando va a despegar definitivamente la traducción «del» latín, que se convierte en la lengua de partida por excelencia. Las circunstancias históricas son bien diferentes por cuanto la reconquista cristiana del territorio peninsular finaliza, salvo en el reino de Granada, y deja incluso de traducirse del árabe al latín, que había sido el principal ejercicio en el siglo anterior. Algo parecido ocurrió con el hebreo como lengua de salida y como lengua de llegada. A pesar del abandono del árabe, no debe olvidarse que fue esa lengua la que sirvió de correa de transmisión de la cultura clásica a la península ibérica, sobre todo en lo referido a los autores griegos, gracias a cuya traducción incluso se salvaron textos cuyos originales han desaparecido. En este nuevo escenario histórico hay que añadir el cada vez mayor contacto con Italia, lo que permitió el desarrollo de un sentimiento (pre)humanista que acabará por transformar el ejercicio de la traducción en el siglo XV.

La importancia que adquirió el latín como lengua desde la que se traducía al romance puede verse en los autores que se traducen: Tito Livio, Séneca, Ovidio, san Agustín, san Ambrosio, Boecio o Boccaccio, entre otros, a los que hay que sumar las versiones del Antiguo Testamento en romance castellano conservadas hoy en El Escorial. El progresivo desconocimiento del latín generó la necesidad de contar con versiones romances del texto bíblico, completas, pues en el siglo XIII solo fueron frecuentes las incorporaciones de determinadas partes traducidas. Esta necesidad acuciante para las lenguas romances de contar con una versión «comprensible» (Alvar, M. 1987: 39) vino acompañada de cierta prevención por parte de la Iglesia para admitir versiones de la Biblia al romance, probablemente por temor a los errores de traducción que pudieran tergiversar la doctrina o porque el acceso directo al texto sagrado por parte del pueblo pudiera llegar a ser perjudicial para la Iglesia. Las fuentes para la traducción de las Sagradas Escrituras fueron dos, a saber, la Vulgata latina, como texto canónico de la Iglesia, y la tradición hebraica (Llamas 1950). No se abandonó tampoco el interés por las obras de tema científico, como la astronomía, además de otras de tema político o de agricultura. Es más, en este siglo experimenta un gran auge la literatura didáctica, con colecciones de ejemplos, máximas e historias ejemplares. Puede afirmarse que el siglo XIV es la época de transición entre un modelo heredado, medieval, y uno nuevo, humanístico, que se irá imponiendo en el siglo XV.

El traductor más destacado del siglo XIV es Pero López de Ayala (1332–1407), canciller de Castilla, autor de varias crónicas y del Libro Rimado de Palacio. Fernán Pérez de Guzmán, sobrino de Ayala, tío del marqués de Santillana y bisabuelo de Garcilaso de la Vega, compuso entre 1450 y 1455 sus Generaciones y semblanzas, donde retrata a las que considera grandes personalidades (nobles, reyes, prelados y escritores), siendo el sexto retrato el del canciller (Barrio 1998: 94–96). En él habla de su labor como traductor («Por causa d’él son conoçidos algunos libros en Castilla que antes non lo eran») y destaca la obra de Tito Livio, los Casos de los príncipes de Boccaccio, los Morales de san Gregorio, De sumo bono de san Isidoro, el Boecio y la Estoria de Troya de Guido delle Colonne. También se le atribuye una versión de Valerio Máximo que no menciona Pérez de Guzmán. Todas las traducciones están realizadas a partir de originales latinos, aunque para la del historiador romano Tito Livio disponía de la traducción francesa de Pierre de Bersuire, de 1355. En todos los casos las obras cumplían una función didáctica, razón que impulsó, sin duda, su traducción, de modo que la versión sirviera de ejemplo a sus lectores. A este listado, posiblemente incompleto, de traducciones del canciller hay que añadir otros textos latinos traducidos al castellano, como un Tratado del Pater Noster, el Libro de los gatos, colección de exempla, el tratado doctrinal Viridario o Vergel de consolación del alma, o el Regimiento de príncipes.

También del siglo XIV son las Sumas de historia troyana de Leonante, además de varias versiones al castellano, catalán y aragonés de las obras de Benoît de Sainte–Maure y Guido delle Colonne, de tema troyano. Además de al castellano, se realizaron numerosas traducciones al catalán y al aragonés. En el caso de esta última lengua destaca la labor de Juan Fernández de Heredia (ca. 1310–1396), que auspició las traducciones de los Secreta secretorum, el Libro de actoridades y del Rams de flors, así como de partes de la obra de G. delle Colonne. Asimismo, tradujo el Libro de Marco Polo y las Vidas paralelas de Plutarco. Su gran labor de mecenazgo en el ámbito aragonés ha llegado a compararse con la de Alfonso X el Sabio en el castellano: ambos dieron primacía a sus respectivos romances sobre el latín como lengua de llegada de las traducciones. En la traducción al catalán destacaron nombres como los de Antoni Canals, Ferrer Saiol, Antoni Ginebreda o Bernat Metge. Por último, también hay traducciones al gallego, como el Livro de alveitaria, obra de Álvaro Eans, o el Livro de Esopo, si bien en este caso no se sabe si es traducción del latín o de otro romance.

El horizonte de la traducción se amplió considerablemente en el siglo XIV, pues a la traducción de textos latinos, fundamentalmente, griegos y romances intrapeninsulares, se sumó la de otros en francés, italiano, portugués y provenzal. La traducción cotidiana (Santoyo 1999) de documentos continuó a lo largo de este siglo, sobre todo del latín al romance, dado que el latín dejó de ser entendido no solo por el pueblo, sino también por las clases superiores. Un último aspecto destacable es que, siquiera de forma muy tímida, se inauguraron las reflexiones sobre la traducción a finales de siglo, muestra de que los autores comienzan a ser conscientes, y lo verbalizan, de una tradición de la traducción a la par que sienten la necesidad de justificar sus propias versiones para distinguirlas de las anteriores, caso de que existieran, así como del uso de técnicas diferentes. Estas reflexiones adquirirán gran desarrollo en el siguiente siglo, pero hay que insistir en que el análisis del proceso de traducción, de sus instrumentos o dificultades germinó a finales del siglo XIV con los primeros testimonios de traductores sobre su labor en forma de prólogos o cartas. Los traductores, por otro lado, se presentan con frecuencia como editores, esto es, no solo traducen, sino que capitulan el texto o lo glosan, por ejemplo. Este siglo, pues, centra su interés en los textos clásicos latinos, además de en los italianos escritos en latín, de carácter didáctico, filosófico e histórico, hecho coherente con la formación de los caballeros medievales, y se traducen muchas obras a los romances peninsulares, que se van consolidando como vehículo de difusión cultural. Autores árabes como Avicena, Averroes o Maimónides son sustituidos por otros latinos como Tito Livio, san Gregorio o Boecio.

 

El siglo XV, una época de «crisis»: en la frontera

El siglo XV, el de los reinados de Juan II (1406–1454), Enrique IV (1454–1474) y los Reyes Católicos (1474–1516), es una época de «crisis», en su sentido etimológico de cambio, en la que conviven hombres del Medievo con incipientes humanistas, que se alimenta del pasado pero que servirá de impulso al futuro, en la que coinciden un grupo de autores, fundamentalmente cristianos, que se servían del latín como lengua de cultura pero que, cada vez más a menudo, escribían también en romance e, incluso, se autotraducían, en la que la traducción de los clásicos cobrará un inusitado protagonismo. La cultura en España atravesaba un momento de transición en el que el influjo francés cedía ante el italiano y el reinado de Juan II se acabó convirtiendo en el «pórtico del Renacimiento», en un momento en el que solo había un imperfecto conocimiento de la lengua latina y prácticamente nulo de la griega. Comenzaron a difundirse un buen número de obras clásicas que pusieron en circulación los humanistas italianos, junto con otras originales suyas y con traducciones al latín de obras griegas.

Para Schlelein (2012: 95–96), hay cuatro personajes que encarnan la cara más visible del Humanismo castellano hacia mediados de siglo: Enrique de Villena, Alfonso de Cartagena, Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, y el poeta Juan de Mena. Por supuesto, hubo más autores y traductores, pero ellos fueron protagonistas indiscutibles. Este siglo, además, es testigo de acontecimientos que cambiarán de forma radical el devenir de la cultura y de la historia, con la traducción como uno de sus motores. El nacimiento de la imprenta, junto con el florecimiento de las lenguas vernáculas, representa la primera gran revolución, no solo cultural, social y política, sino también la primera gran revolución en el campo de la traducción (González Rolán & López Fonseca 2014: 13–22). Como en todas las épocas, también en el siglo XV la traducción se define por una serie de condiciones y circunstancias históricas que explican que se traduzcan unas obras en vez de otras o que se retraduzcan algunas ya traducidas previamente (Russell 1985).

En la primera mitad de siglo, en un contexto en el que apenas se distinguía entre «traducción» e «imitación», en que la traducción se incluyó con frecuencia entre los géneros literarios, en que a través de la renovación de la cultura clásica se pretende la renovación del hombre mismo, la traducción se considera una «escuela de estilo». En este contexto es en el que hay que situar en Italia el tratado De interpretatione recta de Leonardo Bruni, el primero que plantea la problemática de la traducción de manera independiente y no como una cuestión meramente subordinada a la gramática. A finales de siglo se publica la Gramática castellana de Nebrija (1492) y comienzan los viajes a América. Se avecina un mundo nuevo y este siglo desterrará la disyunción «armas o letras», sustituida por la suma «armas y letras», e instaurará el debate entre la admisión o el rechazo del latinismo o cultismo en la lengua (Russell 1978). Ahora los nobles se interesan por los libros, que empiezan a coleccionar, y adoptan posturas próximas al mecenazgo. La necesidad de leer a los clásicos, siguiendo los nuevos aires humanísticos que vienen de Italia, implica por un lado la obtención de originales y por otro la traducción de los mismos, pues el latín ya era solo conocido por una minoría.

Muestra evidente de todo ello es que buena parte de la labor humanística y de traducción en la primera mitad de siglo tiene que ver con la figura de Íñigo López de Mendoza, para quien trabajaron su hijo Pedro González de Mendoza, Pedro Díaz de Toledo, Alfonso Fernández de Madrigal (el Tostado), Enrique de Villena o Juan de Mena, entre otros, que desarrollaron una labor que ha llegado a compararse, nuevamente, con la realizada por la «escuela» de Alfonso X. A este formidable grupo de traductores se sumarán otros nombres, sin relación con el marqués, como el gran Alfonso de Palencia. Caracteriza este tiempo que «la mayoría de los escritores originales de este tiempo son también traductores» (García Yebra 1985: 78). Pensemos en Juan de Mena, Alfonso de Cartagena, Alfonso Fernández de Madrigal, Enrique de Villena o Juan Rodríguez del Padrón.

Si no como traductor, sí como uno de los principales protagonistas de la cultura de la primera mitad del siglo XV castellano, vinculado a los proyectos culturales del rey Juan II, la figura de Íñigo López de Mendoza (1398–1458), marqués de Santillana, deviene fundamental en la historia de la traducción. Su interés por formar una gran biblioteca en el Palacio del Infantado (Guadalajara) lo convirtió en un benefactor del ejercicio de la traducción (Rubio Tovar 1995). Tiene obra literaria original, pero no se le atribuye ninguna traducción (sabía poco latín y nada de griego), para lo cual se rodeó de una auténtica corte de poetas y latinistas que trabajó para él. A su propio hijo, Pedro González de Mendoza (1428–1495), se atribuye la traducción de algunos cantos de la Ilíada de Homero a partir de la versión latina de Pier Candido Decembrio, que a su vez había sido encargada por Juan II a través de Alfonso de Cartagena. Y relacionada con la misma epopeya homérica está la versión que le hiciera Juan de Mena del Omero romançado, versión del poema Ilias latina, resumen latino en versos hexámetros de la Ilíada. Contaba para alimentar su extraordinaria biblioteca (Schiff 1970) con auténticos «agentes» que le buscaban y adquirían originales, como Nuño de Guzmán, quien también corrigió, en torno a 1455, una versión del De ira de Séneca, más bien una reelaboración del texto que afectó a la forma, corrompida por los copistas en el proceso de transmisión, y al contenido, mal comprendido por el traductor original.

Enrique de Aragón (1384–1434), o de Villena como le gustaba llamarse, es un personaje bastante atípico del primer tercio de siglo, pues mientras algunos miembros de la nobleza, a la que pertenecía, comenzaban a ver compatible el uso de las armas y su incipiente afición a las letras, él no se encaminó por ninguna de las dos vías que se ofrecían a este estamento social, a saber, la carrera religiosa o el desempeño de las armas, sino que optó de forma casi exclusiva por el mundo de las letras, de la cultura (González Rolán & López Fonseca 2014: 241–251). Inició su actividad traductora con una versión del catalán al castellano de los Dotze treballs d’Hèrcules, pero destaca sobre todo por la traducción castellana, iniciada en septiembre de 1427, de la Eneida de Virgilio, que le tuvo ocupado, según sus propias palabras, un año y doce días, hasta octubre de 1428, tiempo en el que también trabajó en la traducción de la Divina Comedia de Dante, ambas obras, en prosa, a instancias del marqués de Santillana. En cuanto al método de traducción de la Eneida, ha procedido no palabra a palabra según el orden en que están en el original, sino «palabra ha palabra según el entendimiento e por la orden que mayor suena, siquiere paresçe, en la vulgar lengua», y en la glosa recalca que ha intentado trasvasar al vulgar no solo los significados, sino también los significantes ateniéndose al orden que requiere el vulgar. Además, para facilitar la comprensión, hizo un auténtico trabajo de edición y procedió a una nueva ordinatio dividiendo cada libro en capítulos, insertó un completo sistema de puntos y pausas y colocó argumentos para los libros y capítulos, además de glosas en el texto de los tres primeros libros. Es el primer traductor del poema virgiliano al completo a una lengua romance, pues previamente solo había traducciones parciales al italiano, catalán y francés (Santiago Lacuesta 1979). Se le atribuye una versión del De re militari de Vegecio titulada Libro de la guerra, la Retórica nueva de Cicerón y el soneto CXVI de Petrarca.

El rey Juan II envió, en 1421, una embajada a Portugal formada por Alfonso de Cartagena (1385–1456), futuro obispo de Burgos, y, como secretario, el caballero Juan Alfonso de Zamora (ca. 1380–1430?), con el fin de renovar y ratificar la paz de 1411. Más allá del éxito de la misión política, ambos pudieron en los ratos de ocio entablar una estrecha y fructífera relación cultural con intelectuales portugueses. Por ejemplo, de sus conversaciones con Don Duarte, entonces heredero del trono lusitano, surgiría el Memoriale virtutum de Cartagena. Pues bien, en esta legación, puede que a petición de su compañero de embajada Juan Alfonso de Zamora, realizó la traducción del De senectute y el De amicitia de Cicerón, en 1422, y completó la traducción de los dos últimos libros del De casibus virorum illustrium de Boccaccio, esto es, la Caída de príncipes, abandonada aparentemente sin terminar por el canciller Ayala. Por esas mismas fechas, a instancias de Don Duarte, comenzó la traducción del De inventione de Cicerón, tarea que no terminó hasta años más tarde. Del mismo autor latino tradujo el De officiis y el Pro Marcello, y de Séneca, autor que ya en el siglo XIII había sido objeto de traducción, De vita beata y De providentia. Su afán divulgador de la filosofía del cordobés le lleva más allá de la simple vulgarización, pues añade glosas sobre personajes históricos o mitológicos, interpretaciones y justificaciones de su versión. Su método se basa en la autoridad de san Jerónimo y advierte que su versión no es literal, sino que muda y añade algunas palabras, todo ello con la finalidad de trasladar la auténtica intención del original. Insiste, y esto es muy destacado, en la importancia del estudio y del conocimiento no solo de la lengua original, sino también de la materia de la que trate el libro en cuestión. Puede resumirse diciendo que en él hay un fuerte sentido didáctico (Morrás 1995). Buena prueba de su preocupación «filológica» es la polémica que protagonizó con Leonardo Bruni a propósito de la traducción del aretino al latín de la Ética de Aristóteles (González Rolán, Moreno Hernández & Saquero Suárez–Somonte 2000).

Pocos son los datos que se conocen de Juan de Mena (1411–1456), a pesar de ser tan conocido por su obra literaria. En el ámbito de la traducción destaca por su versión, de 1442, de la Ilias Latina, titulada Omero romançado, Ilíada en romance o Sumas de la Ilíada de Omero, que va precedida de un proemio, considerado por Pérez Priego (1989: xxxii) «una de las mejores muestras de la prosa ornamental y retórica salidas de su pluma», en el que el poeta, tras ofrecer su trabajo a Juan II, describe los aspectos relacionados con la vida y obra de Omero. Es consciente, y así se lo comunica al rey, de que la obra que le ofrece está relativamente degradada, en primer lugar porque no es más que un resumen latino de la obra homérica, y además porque a la versión latina él añade la castellana, lo que supone un mayor alejamiento del original. Este prólogo ha servido a los estudiosos para extraer conclusiones acerca de sus ideas sobre la traducción, tales como la supremacía del autor sobre el traductor, que no es más que un intermediario, o que el valor de la traducción depende del valor del original, hacia el que muestra un sentido reverencial, al tiempo que cree que toda traducción es una suerte de degradación, pero cuya función didáctica compensa (González Rolán, del Barrio Vega & López Fonseca 1996: 26–68).

También en el reinado de Juan II, en el círculo del marqués de Santillana, hay que situar la figura de Alfonso Fernández de Madrigal, el Tostado (1400/1–1455), uno de los promotores del Humanismo en Castilla, obispo, exégeta, comentarista bíblico y escriturista, teólogo, canonista, filósofo, colegial de San Bartolomé, traductor y teórico de la traducción, auténtico stupor mundi (López Fonseca 2019). Fue autor de una inmensa obra, especialmente significativa por su proyección futura, por su recepción por parte de varios discípulos del siglo XV y por su reivindicación por el cardenal Cisneros. De su labor traductora destaca la versión titulada De las crónicas o tienpos de Eusebio, traducción castellana de la versión latina de san Jerónimo a partir del original griego de Eusebio, los Chronici Canones, que no son sino una historia universal bíblica y pagana dispuesta en tablas cronológicas, que había servido para la confección de la General Estoria de Alfonso X (López Fonseca & Ruiz Vila 2020: 18–131).

Madrigal hizo las primeras y más relevantes aportaciones españolas a la mitografía hasta convertirse en una fuente fundamental con esta obra, relacionada con la cual escribió un comentario en latín, que pretende ser una cosmovisión e interpretación coherente y completa de la historia de las divinidades paganas, esto es, un manual mitográfico (In Eusebium cronicon sive temporum breviarium novus commentarius). Y además, por insistencia del marqués de Santillana, redactó en romance un auténtico comentario que, incluso sin acabar, constar de cinco enormes partes y facilita la comprensión de la Sagrada Escritura, con la inclusión de la mención de los dioses y héroes de los gentiles (Comento o exposición De las crónicas o tienpos de Eusebio). La versión va precedida, además del prólogo original de Eusebio y del de la traducción latina realizada por san Jerónimo, de otro del propio traductor en el que plantea algunas cuestiones sobre la traducción, constatando que hay dos maneras de hacerlo: «una es de palabra a palabra et llámase interpretación. Otra es por medio de la sentencia sin seguir las palabras, la qual se faze comúnmente por más luengas palabras et esta se llama exposición o comento o glosa» (Recio 1994). Si bien afirma inclinarse por la primera, un estudio detenido permite asegurar que no es así, sino que avanza ya una nueva manera de traducir más humanista.

Fernández de Madrigal fue un adelantado a su tiempo cuando demuestra que no se traduce solo la lengua, sino la cultura, el «linage del saber». Estamos entre dos polos, entre la convivencia del legado cultural recibido y la conciencia práctica del asunto, entre la teoría recibida y un mundo nuevo, nacido sobre todo de la práctica, que demuestra que esa teoría es insostenible, frente a la nivelación de la tradición antigua con los métodos más abiertos que nos dirigen irremisiblemente hacia una traducción más libre y respetuosa con la lengua de llegada y los receptores, más humanista. También los capítulos del Comento en los que glosa el prólogo de san Jerónimo son especialmente interesantes para la teoría de la traducción. Además, compuso en latín el tratado Breviloquium de amore et amicitia, que autotradujo al castellano con el título Breviloquio de amor e amiçiçia. A él se debe una de las contribuciones más importantes en el siglo XV sobre el respaldo teórico y la realidad práctica de la traducción que abrió las puertas, junto con la obra de Bruni, a la moderna teoría de la traducción.

Posterior a los autores del entorno del marqués de Santillana es Alfonso de Palencia (1424–1492). En una primera etapa fue discípulo de Alfonso de Cartagena y consolidó su formación junto al cardenal Besarión y Jorge de Trebisonda, en Roma y Florencia. Unos años después de su vuelta de Italia, Enrique IV lo nombró cronista real y secretario de latín, cargos que había ocupado Juan de Mena hasta su muerte. La última etapa de su vida la pasó retirado en su casa de Sevilla, momento en el que redacta su monumental Universal vocabulario en latín y en romance (1488) y traduce desde el latín a Plutarco, cuyas Vidas paralelas se publicaron en 1491, así como las dos obras de Flavio Josefo, también desde el latín, Guerra judaica y Contra Apión, terminadas en 1491 e impresas al año siguiente. Las pocas referencias, desde un punto de vista teórico, que hace a la traducción están en su obra Batalla campal de los perros contra los lobos, de 1457, previamente escrita por él mismo en latín (Bellum luporum cum canibus). También autotradujo su De perfectionis militaris triumphi como Tratado de la perfeçión del triunfo militar en 1459 (González Rolán & López Fonseca 2014: 101–109 y 573–581).

Estos son los nombres más destacados del siglo XV, pero la nómina de traductores de autores griegos a través de sus correspondientes versiones latinas, de autores latinos antiguos y medievales, así como de otros renacentistas que escribieron en latín, es muy nutrida (González Rolán & López Fonseca 2014). Pero Díaz de Toledo (ca. 1410–1466), a quien no hay que confundir con su primo el obispo de Málaga, fue jurista, traductor y claro ejemplo de la relación entre cancillería y cultura en la primera mitad de siglo. Tradujo el Axíoco pseudo–platónico, a partir de la versión latina de Cencio de’ Rustici, y poco después el Fedón de Platón, a partir de la versión latina de Leonardo Bruni, ambas dedicadas al marqués de Santillana. Además, tradujo los Proverbios de Séneca, obra dedicada a Juan II Un caso similar es el de Carlos de Aragón, príncipe de Viana (1421–1461), que, habiéndose posicionado a favor de Leonardo Bruni en contra de la traducción medieval, tradujo la Ética de Aristóteles entre 1457 y 1458, traducción que supuso el acceso directo en Castilla al texto completo de Aristóteles. Probablemente Nuño de Guzmán realizó otra del mismo texto en torno a 1467, si bien esta segunda es una paráfrasis de los diez primeros libros.

En cuanto a los Comentarios de Gayo Julio Çésar, se conservan dos traducciones, una anónima a partir de la versión italiana de Pier Candido Decembrio, y otra debida a Diego López de Toledo, comendador de Castilnovo, aproximadamente de 1492 y editada en Toledo en 1498. Por su parte, Vasco Ramírez de Guzmán (ca. 1378–1439) y Vidal de Noya (1415–1492) fueron los autores de las primeras traducciones castellanas de las dos monografías de Gayo Salustio Crispo, Cathelinario e Jugurtino. También a un autor clásico, en este caso Virgilio, tradujo Juan de Fermoselle (1469–1529/30), cuyo nombre familiar él mismo cambió por el de Juan del Encina, en concreto las Bucólicas, incluidas como Arte de poesía castellana en el Cancionero de 1496. Destaca en el prólogo, como la mayoría de traductores de la época, las dificultades que ha tenido por la pobreza del castellano, agravadas por el hecho de verse constreñido por la métrica, y la importancia que tiene la traducción de obras latinas para la literatura española. Otro poeta clásico, Ovidio y sus Epistulae Heroidum, fue objeto de la traducción, con el título de Bursario, de Juan Rodríguez del Padrón, de cuya vida conocemos poco, que nació a finales del siglo XIV y debió de morir hacia 1450. Este autor fue el creador de un nuevo género en la literatura española, el de la ficción sentimental, cuyo eslabón inicial arranca precisamente con el Bursario.

También fue objeto de atención la ciencia militar, como demuestran las traducciones de Alfonso de San Cristóbal del Libro de Vegeçio de la cavallería y de Diego Guillén de Ávila de Los cuatro libros de los enxemplos, consejos e avisos de la guerra (Strategematon), de Sexto Julio Frontino, Otro de los grandes nombres del siglo XV es el de Martín de Ávila, escudero del marqués de Santillana, para quien romanceó la Historia de preliis, versión latina del texto griego del Pseudo–Calístenes, y que tituló Libro de Alexandre. Del mismo traductor es la Genealogía de los dioses de los gentiles, obra de Giovanni Boccaccio, con la que satisfacía la curiosidad por la mitología clásica del marqués, así como la versión de otra obra de un humanista italiano, Poggio Bracciolini, De infelicitate principum. El tema de la guerra de Troya, tan del gusto del Medievo hasta la época del Renacimiento, fue abordado por Pedro de Chinchilla, de cuya vida no se sabe prácticamente nada, en su Libro de la Historia Troyana, traducción de la Historia destructionis Troiae de Guido delle Colonne, por mandato de Alfonso Pimentel, del que era criado.

La traducción del latín en el siglo XV no se limitada a los autores clásicos o medievales, sino que también atendía a los autores contemporáneos. Es el caso de Juan de Lucena (1431–ca. 1504) y su De vita felici, imitación y traducción del De humanae vitae felicitate de Bartolomeo Facio, o de Hernando de Talavera y Francisco de Madrid en sus traducciones de dos obras de Petrarca, las Invectivas y De los remedios contra próspera y adversa fortuna, respectivamente. A finales de siglo, Antonio de Nebrija (ca. 1444–1522) fue autor de una autotraducción. En 1488 recibió, a través de una carta de Hernando de Talavera, el encargo de la reina Isabel de preparar una edición de sus Introductiones latinae con traducción castellana literal, lo que hizo en sus Introduciones latinas contrapuesto el romance al latín, editada ese mismo año. Poco después, en torno a 1495, aparece su Vocabulario Español–Latino con un prólogo bilingüe latín–castellano. Pueden sumarse a este elenco otras traducciones anónimas, muy numerosas (Grespi 2004 y Borsari 2016), como, por ejemplo, Basilio de la reformación del ánima, Libro de Tulio de Paradoxis de Cicerón, Farsalia de Lucano, las fábulas de Esopo tituladas Ysopete ystoriado, Libro de la Consolaçión natural de Boecio, Arte de bien morir o Comedia del Dante Alleghieri de Florençia, por citar solo unas pocas. De la traducción al gallego y al catalán son muestra la obra en gallego titulada Miragres de Santiago, de principios de siglo, que deriva probablemente del Codex Calixtinus, además de otros relatos piadosos, o la versión catalana de Antoni Canals, entre 1416 y 1419, del Soliloquium de arrha animae, de Hugo de San Víctor. En cuanto a la Biblia, destacan en el siglo XV dos traducciones, la conocida como Biblia de Alfonso V, el Magnánimo, rey de Aragón (1416–1458), que es una versión al castellano desde el hebreo y el latín del Antiguo Testamento, y la Biblia de Alba (1422–1433), también traducción castellana del Antiguo Testamento hebreo, auspiciada por el rey Juan II de Castilla y por encargo de Luis de Guzmán, maestre de la Orden de Calatrava, realizada por el rabí Mosé Arragel de Guadalajara.

El mayor contacto con Italia fue fundamental en el aumento del número de traducciones, que eran realizadas por encargo para, en muchos casos, la formación de bibliotecas. La abundancia de traducciones del latín pone de manifiesto, más allá del interés concreto por las obras, el prácticamente nulo conocimiento de la lengua latina, desplazada tanto en la comunicación (salvo en la Iglesia y las embajadas) como en la cultura por las lenguas romances. Buena parte de las obras que hemos mencionado cuentan con textos prologales y paratextos en los que los traductores reflexionan sobre su ejercicio, en lo que supone la base del desarrollo de una auténtica «teoría de la traducción». La llegada de la imprenta a nuestro país, en torno a 1470, potenció la producción y difusión de libros, circunstancia que repercutió no solo en la creación de obras originales, sino también en la traducción.

 

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  1.  El presente trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación Práctica literaria y mitológica en el s. XV en Castilla. Comento a Eusebio y Breviloquio del Tostado: edición crítica del texto latino y castellano (FFI2016-75143-P).
  2. Para la redacción de este capítulo, además de los trabajos que se referencian a lo largo del mismo sobre cuestiones concretas, nos hemos servido de y han sido especialmente útiles las obras que se ocupan por extenso de la historia de la traducción en España, y de la traducción medieval en concreto, en las que podrá ampliarse la bibliografía y, en particular, las de Morreale (1959), García Yebra (1994), C. Alvar & Lucía Megías (2002), Lafarga & Pegenaute (2004 y 2009), (2004 y 2009), C. Alvar (2010), Borsari (2015) y Ruiz Casanova (2018). Estas obras solo aparecerán citadas, para no entorpecer excesivamente la lectura, a propósito de algún aspecto muy concreto.