La traducción de literatura infantil y juvenil en el siglo XIX
Veljka Ruzicka y Lourdes Lorenzo (Universidade de Vigo)
Introducción
El siglo XIX podría considerarse un «siglo de oro» para la traducción en España, puesto que entra con fuerza la novela europea para compensar la escasez literaria autóctona motivada por la censura y el exilio que caracterizaron al período absolutista. Y los verdaderos artífices de esta apertura fueron traductores como Alejandro Fernel, José Llorente, Pedro A. O’Crowley, Antonio Benigno Cabrera o Antonio Machado y Núñez. Gracias a ellos se traducen tratados filosóficos, novelas históricas (destacan las de Walter Scott) y obras de Shakespeare, lord Byron, Balzac, etc. (Salido 2020).
El romanticismo decimonónico fue el marco en donde surgieron figuras icónicas de la literatura infantil y juvenil (LIJ), como los hermanos Grimm o Andersen. Junto a ellos, autores como Jules Verne, Oscar Wilde, Robert L. Stevenson, Rudyard Kipling, Mark Twain o E. T. A. Hoffmann fueron precursores, con unas historias escritas para niños y jóvenes de todo el mundo. En España estas historias, que ahora se hacían acompañar de ilustraciones, contaron con una editorial de referencia, Calleja, fundada en Madrid en 1876.
Sin embargo, si el siglo XIX se puede considerar el de la eclosión de la LIJ como género con entidad propia e independiente de la literatura de adultos, no podemos decir lo mismo de la traducción de LIJ. Aunque en realidad tanto los hermanos Grimm como el propio Andersen pueden también ser considerados mediadores, pues divulgaron múltiples cuentos de transmisión oral (Blancanieves, La bella durmiente, La sirenita) a través de su asombroso tamiz creativo para dar lugar a los relatos que han presidido la infancia de muchas generaciones, el flujo de traducciones, según Jiménez–Pérez & Fabregat (2019), había comenzado a surgir, aunque con timidez (y no necesariamente pensando en el infante como lector destinatario), a raíz de la versión al francés de Las mil y una noches un siglo antes, entre 1704–1717 y, en España en particular, había tenido en Tomás de Iriarte un traductor destacado, con su traducción de El nuevo Robinson (Madrid, Imprenta de Benito Cano) en 1789 (véase Gómez Pato 2010).
En España hubo que esperar hasta el último tercio del siglo XIX para que despuntase la traducción, gracias de nuevo a las editoriales Calleja y Bastinos, fundada en Barcelona en 1852. De esta manera, van apareciendo poco a poco traducciones: en 1826 el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, en una versión para niños, en 1824 los Cuentos de hadas de Perrault, en 1839 los Cuentos fantásticos de Hoffmann, en 1879 los Cuentos escogidos de Andersen y los también titulados Cuentos escogidos de los hermanos Grimm (Toledano 2001–2002), así como otros clásicos anglosajones (dos adaptaciones de La cabaña del tío Tom, de H. B. Stowe (1847 y 1852); Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África Austral, de J. Verne (1859); David Copperfield (1871) y Oliverio Twist (1883), de Dickens, o uno de los más grandes clásicos de la LIJ alemana del siglo XIX Max und Moritz de Wilhelm Busch con el título Historietas ilustradas (1881).
En el presente trabajo recogeremos los datos de investigaciones precedentes (fundamentalmente, Fernández López 1996, Jiménez–Pérez & Fabregat 2019, Salido 2020). En primer lugar, revisaremos brevemente la LIJ que se hacía en Europa, pues es el punto de partida para la traducción de LIJ en España; en segundo lugar, revisaremos qué autores, obras y géneros fueron los más traducidos, por qué y qué posiciones pasaron a ocupar en el sistema receptor; finalmente, haremos un pequeño comentario sobre las normas de traducción imperantes en la época, a partir de las escasas referencias a las mismas que se pueden encontrar en los trabajos sobre traducción decimonónica. Nuestro abordaje será descriptivo, en la línea marcada por Toury (1995) y seguida por muchos investigadores de la traducción literaria (García de Toro 2000; Marco Borillo 2002; Ruzicka & Lorenzo 2003-2008, entre otros muchos otros).
Fuentes de la LIJ europea
Al tratar la historia de la traducción de la LIJ en España, es evidente que es necesario conocer las literaturas de las lenguas de las que se traduce y, en particular, la evolución de la literatura destinada a los niños y jóvenes. Alemania es uno de los países que se puede considerar la cuna de la LIJ europea puesto que la conciencia de escribir para un público infantil se gestó ya a finales del siglo XVIII y llegó a consolidar en el siglo XIX la LIJ como obra estética y no puramente didáctica. En efecto, antes del siglo XIX todo lo que se destinaba a dicho público era material didáctico‑moralizador y sólo a partir del siglo XIX la literatura infantil obtiene un carácter recreativo, libre de propósitos éticos y pedagógicos y se impregna de preocupación imaginativa y estética.
Cuando hablamos del desarrollo histórico de esta literatura y de su traducción a otros idiomas, hemos de tener en cuenta que la literatura infantil europea se suele presentar en tres tipos de textos: los redactados exclusivamente para niños y jóvenes; los adaptados de la literatura adulta y los procedentes de la literatura popular.
A partir de la segunda mitad del siglo XVIII el primer tipo adquiere un auge notable en la producción literaria y contribuye específicamente al desarrollo de la literatura infantil. En ese momento empiezan a diferenciarse los géneros: los siglos XVIII y XIX prefieren las historias morales, durante el siglo XIX se da mucha importancia a la lírica infantil y al cuento de hadas, a principios del siglo XX destacan las narraciones del medio ambiente, después de la segunda guerra mundial empieza a desarrollarse la narración fantástica y últimamente el cuento realista o crítico social. En cuanto al segundo tipo, se puede decir que sobre todo a partir del siglo XVIII se observa un gran interés por las adaptaciones de obras narrativas de la literatura mundial, como Don Quijote, Los viajes de Gulliver o Moby Dick. Se trata no solo de traducciones sino a la vez de sus adaptaciones para niños y adolescentes. El tercer tipo experimentó su mayor impulso en el siglo XIX con el movimiento romántico, que descubren la belleza de mitos y leyendas. Las recopilaciones de poesía y cuentos populares se convirtieron poco a poco en la lectura preferida del público infantil.
Traducciones y traductores de LIJ
La traducción ha jugado un papel indispensable en la evolución de la LIJ tanto en Alemania como en España, aunque con cierta distancia temporal. Una de las primeras obras que adoptaron los jóvenes lectores alemanes como suya fue la traducción de Robinson Crusoe; sin embargo, no fue la más popular ya que en 1779 un joven escritor alemán, Joachim Campe, publica su versión para adolescentes con el título de Robinson der Jüngere (Robinson el Joven), con la que reafirma su opinión de que a los niños de distintas edades corresponden distintas lecturas, basada en la filosofía de J.–J. Rousseau que también inspiró la novela de Defoe. Con esta obra Campe se puede considerar el fundador del género de novelas de aventuras para jóvenes en Alemania. De hecho, el primer objetivo del libro, según dice el mismo autor en el prólogo, es entretener a sus lectores y luego le siguen otros propósitos como proporcionar al niño «conocimientos elementales» (en historia, geografía o literatura), conocimientos sobre la historia natural, saber respetar a Dios y alejar a los niños del «mundo de fantasía bucólica y volverlos al mundo real». De hecho, esta obra fue establecida como lectura obligatoria en las escuelas. A partir de ese momento se publican numerosas obras de viajes y aventuras, primero obras extranjeras traducidas –de J. Fenimore Cooper, de Frederick Marryat, de H. Beecher Stowe, del capitán Cook– y, posteriormente, novelas alemanas, llamadas «robinsonadas» por ser puras imitaciones y variaciones del Robinson de Campe y de Defoe.
Llama la atención que la obra de Campe fuera la primera de las robinsonadas que se tradujera en España. Aparece en 1789 con el título El nuevo Robinsón. Historia moral, traducida por Tomás de Iriarte. Tres años más tarde se publica otra robinsonada en versión española: Los dos robinsones o Aventuras de Carlos y Fanny, dos niños ingleses abandonados en una isla de América, realizada por el francés François Guillaume Ducray–Duminil (1792). Casi cuarenta años después, en 1826, se publica la primera versión española de Robinson Crusoe de Defoe (El robinsoncito o Aventuras de Robinsón Crusoe) en la imprenta de J. Smith (París). Sin embargo, las adaptaciones siguen teniendo mucho éxito, entre ellas, El Robinsón suizo de Johann David Wyss, traducida al castellano en 1841.
Mientras el siglo XVIII afirma ya la literatura infantil como un sistema propio dirigido a un público específico, puesto que el niño ya no es un adulto en ciernes sino un ser que vive en un mundo con sus propias leyes y al que hay que educar con una literatura propia, el siglo XIX imprime una nueva imagen de la infancia y del concepto de lo infantil (Fernández López 1996, Ghesquière 2006). El Romanticismo despertó el interés por la poesía popular, ya que lo popular era romántico. El objetivo de los románticos era recuperar la herencia folklórica, la fantasía, la naturaleza y los mitos. La mayoría de los románticos no escribieron con el niño en mente, pero algunos de sus cuentos más sencillos se han convertido en patrimonio de los más jóvenes (Ruzicka et al. 1995).
Los hermanos Grimm, como perfectos conocedores de leyendas, sagas y romances, despertaron el interés por los cuentos populares alemanes, en los que abundan las figuras–símbolos de toda clase: reyes y princesas, madrastras y padres que abandonan a sus hijos, sirvientes, pastores y pescadores pobres, gigantes y enanos, plantas y animales que hablan. Todas estas figuras albergan un significado simbólico: bondad o maldad, envidia, crueldad, felicidad, tristeza. Estos cuentos se caracterizan por una gran sencillez expresiva, tono popular y sobre todo belleza poética, elementos que invitan a la lectura a los pequeños y jóvenes, dispuestos a abandonarse a la imaginación. El receptor adulto, sin embargo, encuentra en ellos una fuente profunda de simbolismo y mitología. La narrativa de los Grimm pone de moda recopilar leyendas y mitos germánicos, evocando los tiempos pasados y despertando el interés por la poesía. No sólo en Alemania, sino también en otros países europeos se hacen recopilaciones en el estilo de los hermanos Grimm, enriqueciendo de este modo enormemente la narrativa escrita y proporcionando las bases de un nuevo concepto de la literatura infantil.
Hay otros escritores románticos, como Ludwig Tieck, Hoffmann o Clemens Brentano, que introducen un nuevo tipo de cuento en la LIJ alemana, el cuento literario. En este se presenta la compenetración entre el mundo empírico y el ficticio como dos dimensiones de una misma realidad y donde el mundo fantástico obtiene el verdadero valor transformador y evolutivo. Esta época significa el florecimiento de la poesía como obra estética, ajena a los propósitos puramente pedagógicos. Escritores de otros países como Perrault, Andersen, Verne o Carlo Collodi son grandes representantes de este nuevo canon literario específico para el público infantil y juvenil. En la introducción de cuentos en España destaca la labor de Alejandro Fernel, quien realiza una versión manuscrita de cinco cuentos de Perrault y de Madame d’Aulnoy, recogidos en un volumen dedicado a la infanta María Isabel, hija de Isabel II. Antes que la versión de Fernel solo hay constancia, en cuanto a traducciones de Perrault, de Barba Azul o La llave encantada (Valencia, Cabrerizo, 1829), Cuentos de hadas (París, Garnier, 1840) y la que publica el Seminario Pintoresco dentro de la Biblioteca Universal (Madrid, 1851–1852); en cuanto a Mme. d’Aulnoy, solo contamos con dos traducciones anteriores a la de Fernel: Bella Bella o El caballero afortunado (1844) y Cuentos de Madama de Aulnoy (1852) (Salido 2020).
La multiplicación de obras destinadas a esta franja etaria propicia la creación, en nuestro país, de nuevas editoriales dedicadas a la publicación de las mismas. Una de las primeras y la más conocida en España es la de Saturnino Calleja, que aparte de impulsar la producción propia, promovió la introducción de obras extranjeras a través de un ingente número de traducciones, mayoritariamente realizadas desde el francés; a partir de 1862 Saturnino Calleja comenzó a publicar cuentos de Grimm, Andersen y Perrault e importó del italiano Giannetto, de Parravicini, que fue traducido como Juanito (Colomer 2010).
A lo largo del siglo XIX se producen las primeras traducciones al castellano de Cuentos de hadas (1824) de Perrault, de Cuentos fantásticos (1839) de Hoffmann, de Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África Austral (1859) de Verne, de Cuentos escogidos (1879) de Andersen, de Cuentos escogidos (1896) de los hermanos Grimm. Aparte de las traducciones, las editoriales también publican en castellano adaptaciones de obras de literatura adulta. Es el caso del ya mencionado Robinson Crusoe, cuya versión infantil aparece en España en 1826. En 1847 sale la adaptación española de la obra principal de H. B. Stowe, con el título de La choza de Tom, o sea, vida de los negros en el sur de los Estados Unidos (M., Imprenta de Ayguals de Izco Hermanos) a cargo de Wenceslao Ayguals de Izco (Lanero & Villoria 1996) y en 1871 se publica la novela de Dickens David Copperfield o El sobrino de mi tía (París, Administración de El Correo de Ultramar), sin mención del traductor, tras haberse publicado traducciones de diversos relatos suyos en fecha ya temprana, pues el primero de ellos, La campana del difunto, data ya de 1847.
Es de destacar que de la obra de Defoe en el siglo XIX se tiene noticia de hasta 23 traducciones y/o adaptaciones para niños y jóvenes en español. Muchas son traducciones incompletas y en ellas faltan datos importantes, como puede ser el nombre del traductor. Pero, aun así, como indica Toledano, «algunos rasgos bibliográficos que caracterizan las ediciones decimonónicas de Robinson Crusoe, como la dispersión de los textos, el lugar y sistema de publicación, la mención u omisión del nombre del traductor y del editor, etc. son el reflejo de un conjunto de circunstancias más amplias que caracterizan el sistema literario meta, la política de traducción y la recepción de la obra» (1996: 206). Es decir, no importaba cómo se traducía sino por qué se traducía.
Mientras que en otros países europeos, como Francia, Alemania o Inglaterra, la LIJ ya se consolidaba como un sistema propio, España carecía de una producción de obras destinadas a niños y adolescentes. Para suplir este vacío, se recurría a la traducción. El objetivo primordial de la traducción consistía en contribuir a consolidar un sistema literario deficiente en la lengua meta. Pero al tratarse de una literatura periférica (esto es, no prestigiada en el sistema literario), el traductor se tomaba la libertad de intervenir deliberadamente en el proceso de traslación para obtener un texto adecuado al público de su cultura. El texto se adapta, así, a las circunstancias histórico–sociales e incluso morales de la cultura destinataria.
En estas primeras traducciones cuya finalidad era contribuir a incrementar el acervo de la LIJ en los distintos países se ponía el énfasis en la cantidad y no en la calidad. Además, el desconocimiento de muchas de las lenguas de partida hacía necesario el paso por versiones puente, de modo que se heredaban no solo los aciertos sino, lamentablemente, los errores. Así, la práctica totalidad de la literatura alemana que llegó a España a partir de 1700 lo hizo a través de la traducción francesa de los originales, tal como se indica, por ejemplo, en la traducción ya mencionada que Iriarte hizo de Robinson der Jüngere de Campe, titulada El nuevo Robinsón. Historia moral, reducida a diálogos para instrucción y entretenimiento para niños y jóvenes de ambos sexos, escrita recientemente en alemán por el Señor Campe, traducida al inglés, al italiano, al francés y de éste al castellano con varias correcciones por D. Tomás de Iriarte. Este procedimiento, que siguió practicándose durante largo tiempo debido al escaso conocimiento que se tenía de la lengua alemana en España, trajo consigo los habituales errores que toda intermediación de una segunda lengua acarrea.
A lo largo del siglo XIX pero también en los primeros años del siglo XX, una gran parte de obras literarias traducidas en España procedían del francés. No es de extrañar, por lo tanto, que Charles Perrault fuera uno de los primeros y más traducidos escritores del siglo XIX. Eso sí, llegó a España mucho más tarde que a otros países europeos: mientras que Perrault era conocido en Italia desde 1727 y contaba con versiones en lengua inglesa desde 1729, la traducción española no llega hasta 1824, cuando se publica en París (Imprenta de J. Smith) una traducción de Histoires ou contes du temps passé. Avec des moralités (1697) con el título Cuentos de las hadas, que recoge ocho cuentos en prosa (Salido 2020).
Como se puede observar, siguiendo las investigaciones de Martens (2015, 2017) sobre Perrault, han pasado más de 120 años entre la obra original y su primera traducción en español, publicada además en París y no en España. Después de esta primera traducción, aparecen a lo largo del siglo XIX unas once ediciones en lengua española, la mayoría publicadas en París, pero también en Barcelona (1862, 1976, 1883) y Madrid (1851, 1892). La última versión española del siglo XIX fue la de 1892, publicada en el tomo 131 de la «Biblioteca Universal» en Madrid (Imprenta de La España Forense).
Ninguna de las ediciones anteriores a 1884 son exclusivamente de Perrault ya que se les añaden cuentos de otros autores, como por ejemplo cuentos de Mme. Leprince de Beaumont o de Mlle. Lhéritier (prima de Perrault). Solo a partir de ese año, en todas las ediciones dedicadas a Perrault aparecen única y exclusivamente cuentos atribuidos a este autor. Mientras en las tres primeras versiones en español el traductor no se menciona, a partir de la publicación en 1862 ya aparecen citados no solo los nombres de los traductores (José Coll y Vehí en 1862, Federico de la Vega en 1863) sino también los de los ilustradores (Gustavo Doré, G. Staal), un hecho que demuestra la consolidación y relevancia de Perrault en España. Otra particularidad de las traducciones españolas de Perrault en el siglo XIX es la diversidad de los títulos de los cuentos; no hay uniformidad ya que cada traductor elige un título según su propio criterio: «Como los cuentos todavía no eran muy conocidos entre el gran público, cada traductor o editor disponía de la libertad de traducir los títulos franceses según sus propios criterios. No obstante, a lo largo del siglo XX, apreciamos una progresiva homogeneización en los títulos de los cuentos» (Martens 2017: 206).
En este recorrido histórico de las traducciones de obras de LIJ del siglo XIX en España, no debería faltar la mención al ámbito italiano. La obra más universal de la LIJ italiana del siglo XIX es, sin duda, Las aventuras de Pinocho (en italiano, Le avventure di Pinocchio), escrita por Carlo Collodi. Se publicó entre 1882 y 1883 bajo el título Storia di un burattino (o sea, «Historia de un títere») en el periódico Giornale per i Bambini. A pesar de su gran éxito y numerosas traducciones casi inmediatas, en España se ha tardado treinta años para que apareciera su primera versión. En 1912 la editorial Calleja la publicó con el título Aventuras de Pinocho. Historia de un muñeco de madera. La traducción corrió a cargo de Rafael Calleja y las ilustraciones las realizó Salvador Bartolozzi.
El segundo escritor italiano digno de mención es Edmondo de Amicis. Entre sus numerosísimos cuentos, novelas y poesías destaca la obra Cuore, libro per i ragazzi (1886). Está escrita en forma de diario y narra las experiencias que vive un colegial italiano entre nueve y trece años de edad en el ámbito escolar, familiar y social. Es un libro moralizante pero también refleja la evolución y maduración emocional de un niño que se va convirtiendo en adolescente. La primera traducción en español es de 1887, que sale solo un año después de la publicación del original y corre a cargo de Hermenegildo Giner de los Ríos, político, pedagogo y cofundador de la Institución Libre de Enseñanza y, además, muy amigo del propio autor, que revisa el texto antes de ser publicado en España. Esta primera versión española, que el traductor titula Corazón. Diario de un niño, está basada en la 44.ª edición del original, lo cual demuestra el gran éxito del que gozó el libro ya durante el primer año de su existencia. Fue la única versión en España hasta los años 1950. Su éxito en España se debe en parte también a que se convirtió en lectura obligatoria en las escuelas de la Segunda República (Hernández González 2013).
El desconocimiento del idioma y la falta de traductores es la razón por la cual los libros infantiles más populares del siglo XIX del ámbito lingüístico germanoparlante no fueron traducidos hasta mediados o finales del siglo XX, tal y como ocurrió, por ejemplo, con la obra clásica alemana Struwwelpeter (1845) de Heinrich Hoffmann, libro ilustrado que dibuja de manera humorística los castigos que sufren los niños desobedientes. Un caso aparte es el libro Max und Moritz (1865) de Wilhelm Busch. Se trata de las historietas satíricas en verso y dibujo sobre las travesuras de dos niños malintencionados y malvados. La traducción de sus siete historietas en 1881 con el título Historietas ilustradas representa la primera colección de tebeos en España. De su publicación se encargó la editorial C. Verdaguer de Barcelona, pero no se menciona el nombre del traductor. Cada historieta constituye un cuaderno en cuya portada aparece el nombre del autor, castellanizado. Hasta el año 1982 no hay más traducciones ni adaptaciones de estos versos (véase Cepriá 2018).
De todas maneras, hay otro motivo por el cual se da una escasez de traducciones de LIJ en España en el siglo XIX, y es que se observa un cierto rechazo a los temas novedosos que despuntan en las literaturas para jóvenes en Alemania o en los países escandinavos en esta misma época: parece que España no está preparada aún para niñas que se quieren emancipar, familias desestructuradas, divorcio, muerte, diversidad cultural y de género.
En Inglaterra, desde principios del siglo XIX, la idea de la infancia sufre una notable modificación al aparecer, paralelamente y en contraposición al carácter moralizador y educativo de la literatura victoriana, diferentes autores que aportan imaginación y fantasía a la literatura infantil a través del nonsense (lo absurdo). El niño se libera de la autoridad del adulto y, en un contexto social favorable, aparecen obras escritas para «el niño», exentas de finalidades didácticas, en las que solamente se busca entretener y divertir. Esta clase de historias no siguen ningún principio tomado de los cuentos de hadas o de la realidad sino que se desarrollan gracias a una especie de lógica narrativa surrealista y realizan en cuanto a la acción y el lenguaje las más alocadas cabriolas. Por otra parte, se hallan desprovistas totalmente de cualquier intención pedagógica o incluso moralizadora.
El cuento Alice in Wonderland (1865), escrito por Ch. L. Dodgson, conocido por el seudónimo de Lewis Carroll, constituye el ejemplo más grandioso de esa clase particular de fantasía literaria. Razones lingüísticas (juegos de palabras, conversaciones y monólogos ambiguos) y posiblemente la temática de lo absurdo contribuyeron, sin duda, a que la primera traducción al español no se realizara hasta pasados ya cincuenta años (Barcelona, Mentora, 1927), de la mano de Juan Gutiérrez Gili (López Guix 2015).
Otro de los escritores victorianos más universales fue Charles Dickens, cuyas obras reflejan su preocupación por los grandes problemas sociales, sobre todo el trabajo infantil y la extrema pobreza. El mundo de sus obras es fiel espejo de la realidad; los niños son víctimas de la época en que nacen la industria y las grandes ciudades. La injusticia, la miseria social y los ambientes fríos y sórdidos son descritos con muchos detalles y de manera muy realista. Su mensaje, no obstante, es esperanzador porque cree en el amor y en la bondad del individuo. Entre 1837 y 1839 Dickens publicó por entregas Oliver Twist en la revista Bentley’s Miscellany. La novela tuvo una gran acogida no solo en Inglaterra sino también en otros países de habla inglesa y no tardó mucho en traducirse a diferentes idiomas europeos, empezando por el francés (1841), que sirvió como traducción puente para otras versiones como las españolas, que aparecen a partir de 1857. En 1850 Dickens publica su obra más autobiográfica, David Copperfield. En el catálogo de la Biblioteca Nacional de España se registran más de cuatrocientas traducciones de Dickens al español pero, dado que se le consideraba un autor para público juvenil, gran parte de estas comprende versiones adaptadas y abreviadas de las que ni se desprende la denuncia de la injusticia social ni se hace distinción entre la lengua estándar y la gran cantidad de variantes sociales y dialectales, elemento tan característico de sus obras y en donde a menudo reside la ironía y el humor (Soto Vázquez 1993). La mayor parte de estas adaptaciones se publicaron a finales del siglo XIX a partir de versiones francesas y sin ninguna referencia al traductor, algo muy habitual en esa época. Habrá que esperar a los siglos XX y XXI para contar con traducciones completas y mucho más cuidadas en cuanto a registros y estilística.
El novelista escocés Robert Louis Stevenson y su libro de aventuras Treasure Island (1883) también llegaron a España a través del francés. La primera versión de La isla del tesoro, publicada en Madrid en 1889 por Agustín Jubera, partió de la primera traducción francesa llevada a cabo por André Laurie (seudónimo de Pascal Grousset). El francés fue también la lengua puente para dar a conocer en España al estadounidense Mark Twain; sus obras, cargadas de humor e ironía, se situaron en nuestro país en la periferia del sistema, como libros juveniles (Lanero & Villoria 1997). La primera traducción de The Adventures of Tom Sawyer (1876) aparece en 1903 con el título Aventuras de Masin Sawyer (Madrid, Viuda de Rodríguez Serra), obra de José Menéndez Novella. Previamente se había publicado una colección de relatos cómicos, con el título de Bosquejos humorísticos (Barcelona, J. Roura & A. del Castillo, 1895) y al menos otras tres antologías similares. Sin embargo, la que es su obra más conocida no se tradujo hasta 1923, con el título de Las aventuras de Huck (Madrid, Caro Raggio) por Carlos Pereyra. Habrá que esperar hasta los años 1960 para que Twain se consolide en España como escritor de LIJ a partir de la gran cantidad de traducciones y, sobre todo, adaptaciones destinadas a niños y jóvenes.
Otro de los grandes autores de la LIJ del siglo XIX, y contemporáneo de Dickens y Stevenson, fue el danés H. Ch. Andersen. Sus cuentos, inspirados en leyendas nórdicas, tienen un toque muy sentimental y personal, casi autobiográfico. Además, escribió novelas, teatro, autobiografías y libros de viaje. Como poeta, alcanzó ya siendo muy joven una gran popularidad y fue traducido al alemán, inglés y francés. En España se menciona por primera vez en 1864 en el libro Tesoro de cuentos, escogidos, arreglados y escritos por D. A. Fernández de los Ríos, en el que aparecen ya algunos de sus relatos más populares, como El soldado de plomo y la bailarina de papel, El ruiseñor o Fuego y hielo. Quince años más tarde R. Fernández Cuesta traduce al español, desde el francés, la primera recopilación de algunos de sus cuentos infantiles clásicos (El intrépido soldado de plomo, La princesa sobre un guisante, La niña y los fósforos, La Pulgarcilla, La sirenita y El pato feo) con el título Cuentos escogidos de Andersen. Dos años después aparece en Barcelona Cuentos de Andersen (traducción de J. Roca y Roca), una antología muy cuidada, con combinación de textos, ilustraciones y grabados muy lograda. En 1866 se publica en Madrid la primera recopilación completa dedicada al público infantil, Cuentos de Andersen para los niños, traducida por Emma von Bánaston, probablemente de la versión en lengua alemana. A finales del siglo XIX Calleja hace una nueva selección, con un enfoque moralizante, y la edita en 1899 como Cuentos de Andersen, sin mencionar al traductor e ilustrada con 122 grabados de Huertas, Méndez–Bringa, Ángel y Picolo; en esta nueva versión se utiliza un lenguaje más sencillo y simple e, incluso, se modifican los títulos de algunos cuentos acentuando su intención didáctica: El patito feo se convierte en El más feo puede ser el más hermoso. Ya en el siglo XX no solo se multiplican las traducciones y adaptaciones en español sino que también aparecen versiones en otras lenguas oficiales de España.
Finalmente, no podemos cerrar este repaso histórico a la traducción de LIJ en el siglo XIX sin mencionar a Verne, considerado el precursor de la literatura de ciencia–ficción ya que sus obras, basadas en innovaciones científicas y tecnológicas, presentan a unos personajes que hacen descubrimientos ilusorios e imposibles para la época (De la Tierra a la Luna, Viaje al centro de la Tierra). En toda Europa alcanzó rápidamente gran popularidad y las traducciones de sus obras al español son también casi inmediatas a la publicación de los originales. Por ejemplo, Voyage au centre de la Terre se publicó en 1864 y su versión española apareció en 1867 (Viaje al centro de la Tierra) pero no es la única ya que hasta finales de 1868 esta obra fue publicada por cuatro editoriales españolas diferentes, con múltiples ediciones posteriores. A lo largo del siglo XIX aparecen en traducción casi todas las obras de Verne. Sin embargo, solo a partir del siglo XX empiezan a aparecer versiones adaptadas para niños que publican editoriales como Susaeta, Bruguera o Anaya. Son adaptaciones no solo de textos sino de dibujos, ilustraciones y viñetas, en su mayoría con un simple propósito de diversión, aventura y acción.
Concluyendo esta recapitulación de las obras infantiles/juveniles del siglo XIX traducidas en España, no deberíamos obviar la influencia de dos escritores estadounidenses cuyas traducciones han repercutido en la LIJ española. En primer lugar, James Fenimore Cooper, autor de narraciones de aventuras y uno de los escritores norteamericanos más traducidos y conocidos en España, sobre todo entre el público juvenil. Su obra The Last of the Mohicans (1826), que relata las luchas entre franceses e ingleses por la posesión de Canadá, fue traducida por primera vez en 1832 por Vicente Pagasartundúa (El último de los mohicanos: historia de 1757, Madrid, Tomás Jordán) y basada en la versión francesa (Viñuela 1993). En segundo lugar, Washington Irving, que presenta en Cuentos de la Alhambra (1832) un conjunto de leyendas, en las que se mezclan la realidad cotidiana con el pasado mágico. En 1833, José Ferrer de Orga imprimió en Valencia la primera edición española de esta obra en la que aparece como traductor Luis Lamarca, posiblemente basada en una versión francesa publicada en París (Villoria 1998 y 2011).
Conclusiones
En la España del siglo XIX y en el ámbito de la traducción de LIJ se escogían textos por sus valores educativos y morales (Fernández López 1996). Habitualmente se realizaban traducciones a través de versiones puente en francés, dado que en este siglo el francés era la lengua de cultura por excelencia y la estudiada en los colegios, y se daba preferencia a las versiones abreviadas, al considerarlas más apropiadas para niños y jóvenes lectores.
La traducción en general (por ello también la traducción de LIJ) era vista como una actividad que proporcionaba no solo ingresos sino también prestigio a las personas que traducían, a las que se las consideraba cultivadas y cosmopolitas, aunque curiosamente pocas veces se mencionan sus nombres en las traducciones.
En cuanto al punto de partida a la hora de traducir LIJ (norma inicial, en términos polisistémicos), existía una tendencia clara hacia la domesticación: se incluían proverbios y fraseología de la cultura meta, notas aclaratorias, etc.; se optaba por equivalentes españoles de los nombres propios; y se añadía información adicional a los títulos en un intento de explicar la trama de los libros (ej: Uncle Tom’s Cabin or Life Among the Lowly / La choza de Tom, o sea, Vida de los negros en el sur de los Estados Unidos) o para incidir en su función didáctica (así, el cuento que hoy conocemos como El patito feo se llegó a titular El más feo puede ser el más hermoso.
En definitiva, en el siglo XIX los traductores de literatura se atribuían un alto grado de libertad (Álvarez Calleja 1997, Botrel 2010), buscando integrar las obras con naturalidad en el contexto receptor (Hibbs 2011) y adecuarlas a los destinatarios. Por consiguiente, intervenían en el original buscando incrementar la expresividad (Hormaechea 2000, Martens 2016), para salvar la distancia cultural entre texto origen y texto meta o las limitaciones del destinatario infantil y para ajustarse a los parámetros de corrección ideológico–moral de la cultura receptora (Salido 2020).
La literatura infantil y juvenil del siglo XIX en España tiene sus orígenes principalmente en la transformación y adaptación de obras literarias para adultos escritas en otros idiomas. A falta de producción propia (o para completarla), las obras traducidas integraron el acervo de LIJ de nuestro país, a la par que sirvieron como modelo para muchos otros escritores. En la mayoría de los casos, no se puede hablar de traducciones fieles al original sino de versiones abreviadas o adaptaciones simplificadas y realizadas a través de versiones puente. Como se ha podido comprobar, en muchos casos ni siquiera se menciona el traductor ni tampoco el texto fuente que se ha utilizado para la adaptación española. Obviamente, menos aún se puede esperar encontrar alguna reflexión o trabajo crítico sobre estas traducciones publicados en el siglo XIX. Para ello habrá que esperar a mediados del siglo XX, momento en que comenzó a preocupar seriamente la calidad de las traducciones literarias que llegaban a las manos del receptor niño/adolescente.
Bibliografía
Álvarez Calleja, M.ª Antonia. 1997. «El factor creativo en la traducción literaria», Atlantis 19: 1, 7–14.
Botrel, Jean François. 2010. «La literatura traducida: ¿es española?» en M. Giné & S. Hibbs (eds.), Traducción y cultura. La literatura traducida en la prensa hispánica (1868–98), Berna, Peter Lang, 27–42.
Cepriá, Félix. 2008. «Wilhelm Busch. Historietista», Tebeosfera.
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