Martín Rodríguez

La traducción de teatro entre 1900 y 1936

Mariano Martín Rodríguez

 

Introducción

El drama es una forma de literatura en la que la escritura comunica suficientemente su mensaje, con independencia de su posible plasmación escénica. En su traducción, no es el teatro lo que se vierte de un idioma a otro, sino únicamente el texto dramático. Unos decorados, unos gestos o unos movimientos pueden reproducirse con fidelidad variable, pero no se pueden «traducir». Solo el drama es traducible, porque solo el drama está escrito. Una historia de la traducción teatral difícilmente puede ser otra cosa que una historia de las versiones publicadas o manuscritas de textos dramáticos. La consideración de la puesta en escena es, en cierto modo, secundaria a efectos de la documentación y el análisis traductológico stricto sensu. No obstante, cabe estudiar con provecho la manera en que los condicionamientos de la práctica teatral pudieron influir en el tenor de las traducciones, por ejemplo, para intentar explicarse las posibles infidelidades en atención al público destinatario, a quien se ofrecía el texto oralmente, con todo lo que ello entrañaba de peligro de incomprensión y, por ende, de fracaso en la taquilla. Pero estas conjeturas adolecen de la fragilidad intrínseca del carácter efímero del teatro. Apenas fotografías y descripciones contemporáneas nos pueden dar una idea de la manera en que una obra dramática encontró su expresión intersemiótica.

A falta de documentación visual, que casi nunca es suficiente para los textos teatrales anteriores a la segunda mitad del siglo pasado, el estudio traductológico, que se centra en los textos literarios de base y los analiza en su materialidad lingüística y retórica, puede aportar informaciones útiles para conocer mejor las modalidades de trasvase de una lengua a otra, y en este caso al castellano, en relación con el teatro extranjero que pudo conocerse, como trabajo previo a cualquier estudio comparativo fundado. Si no sabemos, gracias a las traducciones, la manera en que los clásicos antiguos y modernos de la literatura dramática fueron presentados al público, tanto espectador como lector, tampoco podremos saber si su recepción fue fidedigna o, si más bien, quedó sesgada por las circunstancias propias de la cultura y costumbres de los hablantes de la lengua de destino. Existen no pocos ejemplos en la historia de traducciones dramáticas tan escasamente fieles que no podían sino ofrecer una visión deformada de las obras vertidas y de la práctica dramatúrgica y teatral que estas representaban. ¿Cómo podía entenderse correctamente, por ejemplo, el teatro clásico indoario si se presentaba a su primer público francés a través de una versión en alejandrinos y con una retórica propia más bien de la tragedia del Grand Siècle (Le Blanc 2009)?

Más cerca de nuestra época, nos podemos preguntar también qué ocurrió con las grandes obras de teatro que renovaron la literatura dramática e, indirectamente la escena, en los albores de la Alta Modernidad, desde el drama simbolista y decadentista hasta la ruptura creativa de las convenciones del realismo–naturalismo dramático mediante la metateatralidad consagrada por Luigi Pirandello o el sintético alegorismo expresionista. No basta con documentar simplemente su recepción en la escena o en el libro, porque este tipo de investigación, cuya utilidad es por lo demás indudable, no especifica cómo se conoció exactamente, para lo cual únicamente el estudio de las traducciones nos puede ofrecer una respuesta objetiva y fehaciente. Así se podrá contribuir a un mejor conocimiento de la manera en que el drama extranjero traducido pudo influir en el tenor y la evolución de la escena en un lugar y tiempo determinados, por ejemplo, en Madrid, verdadera capital de la escena española en lengua castellana, y en el período de la llamada Edad de Plata entre 1900 y 1936, cuando al esplendor cultural español se extendió al teatro, cuya vitalidad era extraordinaria.

 

La traducción y el teatro español en el primer tercio del siglo XX: la visión de la crítica coetánea

Se estrenaron y publicaron entonces centenares de obras, con grandes éxitos comerciales (entendiendo por tales los numerosos casos en que se superaron las cien representaciones) y literarios (piénsese en dramaturgos canónicos como Federico García Lorca). Entre ellas, hubo también no pocas traducciones. El teatro español no evolucionó aislado del resto del mundo. Aunque la producción autóctona fue muy mayoritaria, abundaron las versiones de obras dramáticas extranjeras, las cuales contribuyeron con su ejemplo a la propia modernización de la escena española en castellano, incluso cuando la renovación se produjo a través de un folclore nacional estilizado y hecho materia artística gracias a una retórica esteticista y poetizante. Este tipo de renovación contaba ya con diversas manifestaciones europeas que remontan a principios del siglo XX, mucho antes de que Federico García Lorca triunfara con sus dramas neopopulares, como indica el drama La figlia di Iorio, que Gabriele D’Annunzio había estrenado en Italia en 1904 y cuya influencia puede apreciarse en el propio García Lorca (Hoyos Ruiz 1987–1989), así como en Ramón del Valle–Inclán (Mobarak 2013: 260–270). La figlia di Iorio fue objeto de una buena traducción de Ricardo Baeza que circuló sin duda entre los círculos intelectuales madrileños, como debieron de circular muchas otras, a juzgar por el conocimiento de los precedentes extranjeros que demuestran las reseñas de los críticos teatrales del período, los cuales fueron a menudo escritores y eruditos perfectamente enterados de lo que se hacía fuera de España, tales como Enrique de Mesa, Enrique Díez–Canedo o Melchor Fernández Almagro. Estos intelectuales eran muy conscientes del interés que, tanto para el público como para los autores, tenían las versiones del teatro extranjero como fuente de inspiración y renovación, y así lo declararon en diversos artículos y ensayos en que se opusieron a las tendencias proteccionistas de un persistente localismo teatral.

Aunque la proporción respectiva de piezas nacionales y extranjeras en los escenarios madrileños entre 1918 y 1936 haga que hoy parezca extraña la aprensión de su acaparamiento por el teatro foráneo por sumar las obras traducidas un reducido porcentaje del total, no faltó quien alzase su voz para defender el predominio de la producción propia. Por ejemplo, Manuel Bueno defendió (1932) que se obstaculizase la representación de dramaturgos extranjeros no clásicos como especie de represalia por la ausencia relativa de los autores españoles fuera del país. En cambio, Fernández Almagro opinaba (1928) que, si bien la producción nacional debía prevalecer en los escenarios españoles («¿dónde si no…?»), también resultaba necesaria la importación de obras extranjeras de las nuevas tendencias como contribución a la superación del provincianismo que observaba en el sainete o el drama histórico neorromántico. Por ello, lo que habían sido iniciativas aisladas, tales como los estrenos en 1926 de Liliom (1909), de Ferenc Molnár, o de Saint Joan (1923), de George Bernard Shaw, con el título de Santa Juana, debía fomentarse de manera sistemática mediante la importación de obras, desechándose las adaptaciones falseadoras tanto como las piezas meramente comerciales, «superfluas en Madrid» en la medida en que su vulgaridad, tanto en el original como en la traducción, las hacía innecesarias desde el punto de vista de la renovación literaria del teatro español.

Esta postura equilibrada chocaba con determinados intereses. Para desincentivar las traducciones, la Sociedad de Autores Españoles exigía el pago de unos derechos de administración por las versiones más altos que los aplicados a los originales. Felipe Sassone protestó contra estos aranceles en un texto que aportó respuestas a los argumentos proteccionistas. En su opinión, la producción dramática española no necesitaba de protección ninguna, pues era lo bastante buena como para defenderse por sí misma y, en cualquier caso, era al público a quien correspondía decidir sobre el éxito de las obras de acuerdo con sus merecimientos e independientemente de la nacionalidad de origen. El librecambismo teatral era recomendable por motivos de la diversidad del panorama escénico y de la educación del público:

Las obras extranjeras nos son necesarias para mejorar nuestro clima teatral, para que sus novedades, sus extravagancias y sus bizarrías den lugar a que el público nos perdone a nosotros las bizarrías, las extravagancias y las novedades que también a nosotros se nos ocurren, y que no nos deja pasar. Porque, por ahora, no nos dejan hacer nada, y, por lo visto, ni siquiera traducir. (1931: 275)

Esta cita sugiere que el teatro extranjero renovador era acogido con respeto en Madrid, pues a este se le dejaban «pasar» las extrañezas modernas que apenas se toleraban aún entre los autores españoles, seguramente porque las obras de estos no subían a los escenarios precedidas por una fama mundial de la que la prensa madrileña daba noticias mediante numerosos artículos sobre el teatro en París, Roma, Londres, Berlín y otras grandes capitales de la escena, así como sobre dramaturgos polémicos como George Bernard Shaw o Luigi Pirandello. Aunque sus obras no tuvieran en general éxito de público en Madrid, se comentaron lo suficiente, antes y después de los eventuales estrenos, como para que nadie se atreviera a patearlas. Su presencia en la escena de la Villa y Corte parecía, pues, imprescindible para acostumbrar al público poco a poco a las novedades, aunque este loable efecto dependía asimismo de la calidad de las versiones, porque una traducción dramática mal hecha podía arruinar el efecto positivo de la pieza extranjera como modelo potencial. Por eso, la crítica también se ocupó de cuestiones traductológicas, a fin de fomentar determinados procedimientos que habrían de asegurar el mantenimiento de la dignidad del original como condición previa de su valor de ejemplo para los dramaturgos españoles. A este respecto, Enrique de Mesa se mostró contrario a las adaptaciones localistas que arrebataban a las obras su aspecto genuino, tal como ocurría con cierta frecuencia con las obras consideradas comerciales, cuya falta de prestigio literario parecía justificar toda clase de atentados:

Por lo que se refiere a nosotros, las adaptaciones se reducen en la mayoría de los casos, a trasplantes de la acción y a truecos de la nacionalidad en nombres, cosas y dichos. Si la obra original se halla radicada en Escocia, el arreglo se desarrolla en Salamanca; si el protagonista o alguno de los personajes de la obra adaptada muéstranse aficionados a las trufas del Périgord y a los gustosos caldos de Pontet–Canet o de Mâcon, en la adaptación se los pinta devotos del vino de Valdepeñas y del queso manchego. A lo mejor, el arreglo estriba en que un monsieur de Marsella exclama: «¿Qué pasa en Cádiz?», o en que una madama parisiense prorrumpa en tacos o interjecciones oriundos de nuestra plaza de la Cebada. (Mesa 1929: 15)

La postura de Mesa en contra de las libertades tomadas por los adaptadores es indudable y representa bien uno de los lados que se podían adoptar en la polémica sobre la legitimidad de la intervención de una pluma ajena a la del autor con el fin de favorecer, teóricamente, el éxito en un escenario local. Refiriéndose a la desgraciada versión, estrenada en 1925 y no publicada, de Knock ou Le triomphe de la médecine (1923), de Jules Romains, por Manuel y José Linares Rivas, Mesa afirmó:

Los traductores no se circunscriben en su trabajo al menester, siempre difícil, de la versión de un idioma a otro idioma. Quieren, en algún modo, ser copartícipes de la paternidad dramática; y así, tajan, recosen, pergeñan y adoban las escenas originales a su gusto y arbitrio; las más veces por fantásticas y fútiles pretextos de diferencias en la condición psicológica del público que ha de juzgarlas. (Mesa 1929: 14)

Mesa niega, pues, toda legitimidad a la infidelidad, cuyo origen atribuye a la vanidad de unos traductores que, en lugar de haber abrazado la honra de su oficio, lo menospreciaban, considerándolo inferior al de autor, con las consecuencias negativas que ahí se describen. Las diferencias posibles entre los públicos de diversos países no serían tan grandes, en su opinión y, en cualquier caso, no justificarían la no observancia del derecho a recibir una versión del original lo más fiel posible. Por su parte, Luis Araquistáin se mostró más comprensivo con las adaptaciones, que consideraba necesarias por ser el género dramático, la «forma literaria nacional por excelencia», debido a «los elementos locales de la obra, las costumbres peculiares que refleja, la atmósfera espiritual y social que envuelve la acción, el particularismo psicológico de los personajes, que suena a oscuridad o extravagancia a los espectadores de otros países» (1930: 80–81), razones que llevaban lógicamente a justificar las adaptaciones nacionalizadoras.

Una postura intermedia puede ejemplificarse en la opinión expresada en un artículo de José Alsina (1924), en el que definió las diferencias entre traductor y adaptador («el uno, en suma. se esfuerza en borrar su personalidad como holocausto de la ajena, en tanto que el otro no se resigna a eclipsarse, suponiendo que es más que suficiente la presentación de lo fundamental») y la conveniencia de una u otra aproximación al fenómeno del traslado según el estatuto del objeto que se importara. Las obras sin «otra finalidad que la de invitar al regocijo con una grata combinación de situaciones y contrastes, y donde el autor no ha pretendido extraer consecuencias ni rebasar la superficie de personajes y sucesos», es decir, las piezas comerciales ligeras sin pretensiones literarias, podían modificarse sin gran quebranto con el fin de suscitar el aplauso de la manera más propia a cada sitio, en contraste con aquellas cuya consistencia lógica convertía en arriesgada para la construcción significativa toda alteración. Las obras a las que los traductores debían mantenerse fieles eran, principalmente, las que ostentaban una expresión rica que había de conservarse si no se quería reducir la obra a su esqueleto, y las clásicas, que debían ser respetadas por su valor de patrimonio, razón por la cual había de descartarse cualquier intromisión desnaturalizadora que fuera más allá de «preparar el traslado del público a los ambientes que se le exponen haciéndole comprender que no se halla en España y en su atmósfera, y que debe ser él quien amolde las razones étnicas y los diversos exotismos al hecho que presencia». De otro modo, se induciría en los espectadores una imagen falsa del original, con el peligro añadido de que el afán de evitar su rechazo provocase el efecto contrario a causa del oscurecimiento y pérdida de justificación, en la adaptación, de los acontecimientos representados.

 

La traducción de obras dramáticas para la lectura

La postura bien argumentada de José Alsina arriba expuesta, ¿correspondía a prácticas de traducción reales o era más bien un deseo piadoso? Para saber si las versiones dramáticas de la Edad de Plata eran traducciones fieles o más bien adaptaciones, convendría proceder a un cotejo exhaustivo de una amplia muestra de ellas, cosa que no se ha hecho aún, aunque la empresa no presenta dificultades lingüísticas insalvables. La escasa variedad de idiomas extranjeros cultivados en España resulta de gran ayuda, pues pocos se conocían, aparte del francés, a través del cual se solían verter al castellano obras escritas en idiomas entonces más «exóticos», como el ruso (por ejemplo, así lo hizo Azorín con una comedia vanguardista de Evreinov, según Vigneron 2017). Ni siquiera el inglés o el alemán eran moneda tan corriente como se podría creer, por lo que no eran tampoco infrecuentes las traducciones de esas lenguas a través del francés, como ocurrió con las comedias de Oscar Wilde, que fueron «recogidas en los volúmenes de las Obras escogidas de Biblioteca Nueva, hechas estas a partir de malas versiones francesas» (Creus Visiers 2018: 52), según testimonio de Ricardo Baeza. Tal vez por esta razón, además del prestigio de París como capital cultural que era entonces del mundo, son francesas en su mayoría las obras dramáticas que se tradujeron. En consecuencia, un estudio traductológico limitado a las versiones de esa lengua y de otras románicas, como el italiano y el portugués, que también se solían traducir directamente de los originales por la cercanía idiomática, puede tener quizá valor suficiente a efectos de un muestreo representativo de las maneras de traducir el drama en aquel período que nos permita da una respuesta más o menos fundada a aquel interrogante fundamental, siempre que hagamos abstracción de la pérdida de traducciones, incluso hechas a partir de originales literariamente reputados como el mencionado Knock de Romains. De hecho, hemos de lamentar la pérdida de bastantes traducciones representadas, pero no editadas. Por fortuna, la edición teatral gozaba de muy buena salud en aquella época, por lo que las carencias en la documentación no son tan graves como en otros períodos.

Hasta bien entrado el siglo XX y probablemente hasta que el teatro dejó de ser un espectáculo de masas, existía un amplio público lector de literatura dramática, quizá no solo por gusto por este género de ficción, que la mayoría sabría cómo leer. Además de quienes querrían volver a gustar en la soledad de su gabinete los placeres de una obra que hubieran escuchado en la escena, había un enorme público potencial constituido por quienes conocían por medio de la prensa madrileña los estrenos de unas obras que suscitarían su curiosidad, pero que a cuya puesta en escena no podrían asistir, por ejemplo, por residir fuera de la Villa y Corte. La lectura de los dramas correspondientes sería el único modo de conocer su contenido y de entender su recepción crítica madrileña. Si bien es verosímil creer que hubieran preferido disfrutar de su representación, el propio estatus central del texto en aquella época facilitaba una capacidad de apreciar las obras teatrales, que se consideraban aún obras literarias en primer lugar. Por ello, junto a ediciones de escasa tirada cuyo objetivo sería probablemente que no se perdieran las obras mismas, hubo colecciones periódicas en las que vio la luz una gran cantidad de textos representados, y no solo de aquellos que cosecharon éxito. Cada semana, La Novela Cómica (1916–1919), La Novela Teatral (1916–1925), El Teatro Moderno (1925–1932) y La Farsa (1927–1936) hacían llegar a un amplio público piezas originales o traducidas, multiplicando su difusión hasta el punto de que la lectura de obras dramáticas no debía de quedarse muy atrás respecto a la de las novelas.

Estas colecciones no fueron la única vía que encontró el teatro extranjero para acceder a la conciencia cultural de los españoles. La falta de estrenos en una escena que primaba la producción nacional se suplía en ocasiones mediante iniciativas de orden hasta cierto punto filológico, consistentes en la traducción fiel y comentada de autores clásicos (por ejemplo, la versión pronto canónica hecha por Luis Astrana Marín de las Obras completas de William Shakespeare, que publicó la editorial madrileña Aguilar en 1929), y también de contemporáneos dotados de alto prestigio intelectual, por lo que la traducción de sus obras dramáticas se consideraba necesaria para el conocimiento de las últimas corrientes teatrales cultas. Estas ediciones no siempre quedaban en el libro. Su propia existencia podía facilitar su puesta en escena, tarde o temprano, aunque ello no siempre ocurría. De todos modos, la dicotomía entre drama para leer y drama para representar era una cuestión más de circunstancias que de esencia. Todo era literatura y, por lo tanto, traducción teatral y tradición literaria no se oponían ni se distinguían de forma sistemática. De hecho, se solía publicar el texto traducido en la forma en que se había estrenado e, inversamente, se solía estrenar en la forma en que se había traducido, a juzgar por las alusiones indirectas a la forma de las versiones, que luego confirma la lectura de la edición correspondiente. Gracias a ello, se puede adelantar en el conocimiento de las peculiaridades de la traducción de textos dramáticos, sobre todo para la escena, en aquel período.

 

La traducción de obras dramáticas para la escena

En la Edad de Plata, la comparación entre los textos originales y las versiones a través de las cuales los espectadores madrileños conocieron el teatro francés, italiano y portugués revela un panorama muy diverso en cuanto a las prácticas traductológicas, por lo que resulta arriesgado lanzar hipótesis sobre la relación entre los géneros e índole de las obras y sus versiones castellanas. Parece ser que no ha de esperarse por principio mayor fidelidad en el caso de piezas cuyo prestigio literario, en la línea clásica o vanguardista, exigía un respeto que correspondiese a su importancia como medio de conocimiento del teatro extranjero culto.

La costumbre de modificar los textos para ajustarlos a las exigencias previsibles de los espectadores madrileños se aplicó a todo tipo de piezas. De hecho, no se libraron ni siquiera las de autores contemporáneos reputados como Henri–René Lenormand (Salaün 2005). No obstante, puede apreciarse una fidelidad más o menos relativa en las traducciones de gran calidad, hechas por intelectuales de prestigio reconocido como Gregorio Martínez Sierra (Aguilera Sastre 2012), Benjamín Jarnés o Antonio Espina, gracias a las cuales se pudieron conocer en castellano diversas piezas de otros autores prestigiosos como Gabriele D’Annunzio, Luigi Pirandello (Muñiz Muñiz 1997), Maurice Maeterlinck (Salaün 2014), Jean Cocteau, Fernand Crommelynck o Jean Giraudoux. También entre las obras traducidas con la mirada puesta en la escena comercial se encuentran ejemplos tanto de adaptaciones libérrimas como de traducciones respetuosas, como las de las comedias ligeras de Louis Verneuil hechas por José Juan Cadenas y Enrique Fernández Gutiérrez–Roig.

Menos arriesgada es quizá la hipótesis de las circunstancias que pudieron llevar a introducir cambios profundos respecto del texto original. El temor a la impaciencia del público pudo ser una de las causas principales de determinadas supresiones o abreviaciones que so observan en no pocas traducciones, las cuales tienden con frecuencia a eliminar coloquialismos, palabras o expresiones subidas de tono o, simplemente, frases entrecortadas a la manera expresionista y vanguardista, sustituyendo las audacias lingüísticas de los originales por un castellano más correcto y neutro, aunque también más gris, con lo que se desvirtuaba la recepción de los experimentos del lenguaje dramático renovador. Esta timidez lingüística podía tener motivos no solo estéticos. El lenguaje atrevido se correspondía a veces con unas acciones que no lo eran menos desde el punto de vista de la moral tradicional, que seguía dominando entre los espectadores madrileños. Estos podían aceptar el adulterio femenino en géneros cómicos ligeros como el vodevil, pero se mostraban reacios a admitir tal ruptura de la familia burguesa cuando se producía en una obra literaria seria, especialmente en aquellas cuyo carácter renovador desde el punto de vista de la técnica dramatúrgica las exponía a una doble incomprensión ética y estética. Ante este peligro muy real, no extrañará tal vez que se suprimieran o alteraran ampliamente los pasajes que podían considerarse escabrosos.

Uno de los resultados de ello fue la esterilización, al menos retórica, de varios dramas novedosos, tales como la obra que consagró el teatro del grottesco italiano, La maschera e il volto (1916), de Luigi Chiarelli, que Francisco Gómez Hidalgo y Enrique Tedeschi tradujeron y estrenaron en 1926 como La máscara y el rostro eliminando las partes en las que se justificaba el perdón del adulterio femenino, modificando los diálogos de forma que propuestas galantes se volvían inocentes discreteos y llegando incluso a alterar las didascalias en el mismo sentido. Otro ejemplo del mismo procedimiento traductológico pacato ofrece la traducción de Maya (1924), obra de estructura discursiva y conceptual cercana al expresionismo centrada en una prostituta. La versión, hecha por Azorín con aquel mismo título y que se dio a conocer en la escena y en el libro en 1930, se caracteriza por la supresión de diversas brutalidades del original (por ejemplo, proxenetismo familiar y pedofilia) y, sobre todo, por la inverosimilitud lingüísticas, ya que el lenguaje vulgar de los personajes de baja estofa en el texto francés se torna en la traducción en prosa castellano íntegramente normativo (Martín Rodríguez 1995).

En cambio, hubo dramas cuyas osadías los traductores no quisieron moralmente disimular, como la obra sáfica La prisonnière (1926), de Édouard Bourdet, que José Juan Cadenas y Enrique Fernández Gutiérrez–Roig adaptaron en 1929, con el título de La prisionera, dejando prácticamente intactas todas las menciones a la cuestión tabú de la homosexualidad femenina. No por ello su versión era fiel, pues suprimieron todos los pasajes que, por su carácter episódico o reiterativo, frenaban el ritmo de la acción desde su punto de vista.

Este procedimiento de agilización textual fue relativamente frecuente y quizá se pueda considerar relativamente inocuo en cuanto al conocimiento de la obra original y de lo que podía aportar a la renovación del teatro. Este tipo de intervenciones rara vez suscitaba comentarios negativos entre los críticos, que sí solían expresar su indignación cuando las alteraciones eran tan extensas que parecía perderse hasta el género del original. Es lo que ocurrió, según vimos al hilo de la afirmación arriba recordada de Enrique de Mesa, con la traducción de Knock, de Romains, cuyo testimonio indica que esta versión perduró como ejemplo de versión deficiente, aunque quizá lo que más escandalizó fue que el procedimiento de adaptación radical se aplicara a una pieza que había ya adquirido una reputación de clásico moderno que ha mantenido hasta hoy. En cambio, pasaban más bien desapercibidas las modificaciones introducidas en obras comerciales. Por ejemplo, la comedia Un réveillon au Père–Lachaise (1921), de Pierre Veber y Henry de Gorsse, fue traducida y estrenada en 1932, con el título de Su desconsolada esposa, por Antonio Paso y Salvador Martínez Cuenca en forma de «juguete cómico» un tercio más extenso que el original, debido sobre todo a la adición de chistes y retruécanos. De esta forma, el vodevil original se mutó en astracán casi ortodoxo, pero ello no dio lugar a protesta crítica alguna.

Este silencio no hubo de deberse únicamente a la escasa valoración literaria del original. Paso y Martínez Cuenca no habían hecho sino seguir una arraigada práctica de nacionalización retórica a la que no escaparon ni siquiera traductores de alto renombre como poetas y dramaturgos en verso. Nada menos que Antonio Machado, Manuel Machado y Francisco Villaespesa aunaron su ingenio para traducir Hernani (1830), de Victor Hugo, pero debió de ser precisamente su práctica del teatro poético (o mejor dicho en verso) de ascendencia zorrillesca lo que les hizo falsear la escritura original. ¿Cómo podían descubrirse las potencialidades modernas del drama de Hugo si los Machado y Villaespesa parecían haber prolongado una modalidad de drama histórico cultivada por ellos mismos? Su adaptación a la manera española coetánea de teatro poético se observa no solo en la polimetría frente al alejandrino exclusivo del original y en la reducción al límite de las tiradas a las que Hugo había confiado la expresión lírica y por extenso de la vida emocional de los personajes, sino también en la búsqueda de un verso cuyo ritmo e imágenes pudieran indicar al público que se trataba de la sonora versificación teatral que estaba acostumbrado a escuchar en los escenarios madrileños.

La consecuencia es un producto dramático que no hace precisamente honor a la fama literaria de los traductores, especialmente en las últimas escenas del drama. Allí los acentos conmovedores que el amor truncado y la muerte próxima ponen en boca de Hernani y Doña Sol adquieren un carácter sumario en la traducción, que alberga además recursos retóricos ya manidos que contrastan con la vehemencia tanto más eficaz cuanto más sobria de los versos franceses. A diferencia de la versión anónima en prosa mucho más fiel publicada en El Teatro Moderno en 1930 (Ricci 2014), aquella traducción «poética» de Hernani careció, pues, del impulso formal del texto francés, convirtiendo en superficial todo el drama, cuyas románticas arbitrariedades solo podían sostenerse en la fuerza de la expresión. Parecidas taras pueden señalarse en la traducción, estrenada en 1920 con el título de El aguilucho, de L’Aiglon (1900), de Edmond Rostand. Sus responsables, Manuel Machado y Luis de Oteyza, hasta redujeron la obra francesa en un tercio, mediante la supresión del cuarto acto y la reducción a proporciones mínimas de los monólogos y morceaux de bravoure del original, de manera que la obra en castellano tiene una andadura más funcional, o pedestre si se prefiere.

Hubo asimismo traducciones en verso de dramas poéticos extranjeros también versificados que muestran una fidelidad mucho mayor, sin renunciar por ello a galas poéticas propias. Salvo el traspiés de Hernani, Francisco Villaespesa se distinguió por la calidad de sus versiones, especialmente de las hechas a partir de obras portuguesas. Entre ellas, subió a los escenarios en 1923 La cena de los cardenales, traducción de A Ceia dos Cardeais (1902), de Júlio Dantas. En ella, la perfección del verso castellano se acuerda con una fidelidad ejemplar a la letra (con las acomodaciones lógicas debidas al verso) y al espíritu del original. Por desgracia, Villaespesa era más la excepción que la norma. La arraigada tradición de teatro en verso hizo que se prefirieran a veces las versiones en metro regular a las traducciones en prosa, aunque esta reflejara mejor la belleza de la obra traducida. La confusión entre poesía y verso se observa, por ejemplo, en la recepción deficiente que merecieron las traducciones de Ricardo Baeza de los mejores dramas de D’Annunzio, un autor no demasiado fácil de verter a otro idioma por la extrema riqueza léxica y la complejidad sintáctica de sus versos.

Su obra maestra dramática, La figlia di Iorio (1904) se había estrenado en castellano en 1916, en una adaptación en verso de Felipe Sassone cuyas deficiencias habían ocultado al público los valores estéticos de la tragedia (Mobarak 2013: 223–225). Al año siguiente, la editorial madrileña Minerva publicó la traducción en prosa de Ricardo Baeza, con un amplio aparato crítico que hace de ella una de las mejores ediciones no académicas de teatro contemporáneo en España. La versión de Baeza, titulada La hija de Iorio, alcanzó a reproducir en lo posible los ritmos del texto italiano, al que se mantuvo siempre escrupulosamente fiel. Aunque su versión la estrenó la actriz italiana Mimì Aguglia en Madrid en mayo de 1926, no suscitó apenas comentarios, a diferencia de la traducción de otra obra de D’Annunzio también estrenada por ella en durante su gira por España aquel año. Se trata de La fiaccola sotto il moggio (1905), titulada en castellano La antorcha escondida. Pese a la supresión de algunos versos e imágenes, Baeza vertió al castellano correctamente la obra. Sin embargo, al ser considerada la belleza lírica de la pieza italiana la clave de su valor, fueron varios los críticos que lamentaron que la traducción no estuviera en verso (Mobarak 2013: 235–236) y, más aún, que no la hubiera hecho un poeta capaz de medirse literariamente con D’Annunzio. Capaces lo eran sin duda los hermanos Machado y ya hemos recordado las deficiencias de sus traducciones en verso. El hecho de que la de Baeza fuera injustamente criticada no hace sino demostrar que las convenciones imperantes en el teatro español de entonces tenían peso tal que incluso unos críticos sobradamente preparados no supieran apreciar el mérito de una gran traducción en prosa de una obra original en verso, sin darse cuenta de que la versificación aparentaba una fidelidad retórica que, en realidad, era engañosa, pues justificaba a veces unas modificaciones abusivas literaria y teatralmente contraproducentes. Con todo, las presuntas exigencias del teatro como coartada de las malas traducciones no impidieron que La hija de Iorio de Baeza se reeditara varias veces, incluso en una colección dramática de alta tirada como El Teatro Moderno (1926).

Frente a las carencias de la traducción dramática adaptada a la escena, cuyas infidelidades por mor del público deformaban la correcta recepción de la literatura dramática y el teatro extranjeros, su publicación independiente de la escena en libros o revistas favorecía una mayor fidelidad, lo cual a su vez facilitaba que los lectores se hicieran una idea más exacta de la manera en que el teatro se estaba modernizando fuera de España. Las traducciones librescas no siempre ofrecían todas las garantías, como nos sugiere un ejemplo de buena traducción en volumen con alguna infidelidad que tuvo consecuencias en la puesta en escena española. Se trata de la de Le cocu magnifique (1920), de Fernand Crommelynck, que Antonio Espina y Augusto D’Halmar publicaron en 1925 con el título de El estupendo cornudo. Al haber suprimido los traductores la acotación fundamental de que la acción transcurría en la actualidad en Flandes, el director de su estreno madrileño en 1933, Cipriano Rivas Cherif tal vez se sintió autorizado a trasladar la ambientación al siglo XVII. Así orientó la recepción de manera que este drama moderno pareciera una comedia farsesca clásica, con lo que se evitaba el escándalo que habría suscitado probablemente la generosidad del protagonista con los encantos de su esposa. El carácter rompedor de la obra quedó así, como mínimo, disimulado. Una mínima infidelidad al original tenía, así, grandes consecuencias para la recepción, positiva pero forzosamente sesgada, de su adaptación escénica madrileña.

 

Conclusiones

En la coyuntura teatral madrileña y española de la llamada Edad de Plata, eran las traducciones generalmente fieles las que evitaban, de subir a los escenarios, que las alteraciones abusivas que presentaban no pocas de las hechas para la escena indujeran a engaño a los espectadores sobre la calidad y el carácter innovador de las piezas originales. Sin aquellas traducciones, la visión española de la literatura dramática internacional habría sido seguramente más pobre y, en cualquier caso, menos fidedigna. No obstante, las numerosas obras que se tradujeron con fidelidad tienen limitado interés traductológico. La fidelidad es una especie de grado cero de la traducción, cuya neutralidad es válida para todos los tiempos y lugares. Son las traducciones infieles las que informan sobre las circunstancias culturales y artísticas que pudieron dar pie a tal infidelidad, incluso en obras a las que, al no figurar como adaptaciones propiamente dichas, les sería exigible filológicamente una equivalencia general entre el original y la traducción, en la medida de lo posible. Son las modificaciones introducidas en la traducción con respecto al original las que nos indican el grado de apertura real de la escena española a las novedades extranjeras. Las osadías morales y estéticas del drama extranjero contemporáneo se aguaron en no pocas ocasiones mediante unas traducciones que, so pretexto de facilitar la comprensión del público, o bien españolizaron el lenguaje y la retórica de forma a veces abusiva, o bien cubrieron con velo más o menos visible las supuestas impudicias, sobre todo eróticas, de los textos originales. No obstante, apenas se pueden distinguir tendencias. En un panorama teatral tan variado como lo era entonces, traducciones teatrales fieles e infieles convivieron con toda normalidad. Tal vez lo que influyó en mayor medida fue la actitud del propio traductor, y su calidad y conciencia profesionales. Desde este punto de vista, hubo traductores ejemplares, como Ricardo Baeza y Francisco Villaespesa, y otros cuyas traducciones dramáticas quedan muy por debajo de su creación propia, como los hermanos Machado y Azorín. Pero el oficio de traductor es distinto al de autor y no cabe exigir una habilidad equivalente a todos aquellos que cultivaron ambos.

 

Bibliografía

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