La traducción de las letras francesas en los Siglos de Oro1
Francisco Lafarga (Universitat de Barcelona)
Contexto
Las relaciones culturales entre Francia y España en los Siglos de Oro están marcadas por la rivalidad entre ambos países y las continuas guerras y litigios. Está situación está ya presente en los inicios del siglo XVI como herencia del antiguo contencioso entre los reinos de Francia y Aragón, primero en la Occitania y luego en la península italiana, y se verá continuada en el XVII por la pugna para lograr la hegemonía en Europa.
A la dimensión política se añade en esta época la cultural y de pensamiento. Sobre todo en el siglo XVI, a raíz de la aparición y difusión de la Reforma protestante, Francia se convierte en el cauce a través del cual se introducen en España libros prohibidos e ideas heterodoxas. Conviene tener muy en cuenta el papel jugado por varios impresores franceses, en especial los de Lyon, en la publicación de libros en español, destinados obviamente al mercado hispano (Péligry 1981). En el siglo XVII, la continuación de la rivalidad franco–española dio lugar a una abundante literatura política y satírica antifrancesa, aunque no ocupa toda la centuria y se concentra en los períodos de incremento del conflicto (García Cárcel 2009, Arredondo 2011).
A pesar de la tensa situación política, las relaciones culturales entre ambos países no se interrumpieron y numerosos documentos dan fe de los contactos culturales, del conocimiento de Francia en España o de la circulación de textos, aunque es cierto que los estrictamente literarios permanecieron en un segundo plano (Pérez Magallón 1999). Esta situación contrasta con la hispanofilia cultural presente en Francia, sobre todo en varios periodos del siglo XVII, cuando se tradujeron o imitaron numerosas obras literarias españolas, en particular comedias, relatos breves y novelas picarescas. Se aprecia un enorme desequilibrio en la balanza de intercambios, pues la traducción en España de obras francesas fue muy reducida, y esa diferencia resulta más abultada si se tienen en cuenta solo los textos propiamente literarios. Por otra parte, el volumen de traducciones del francés es menor, y con diferencia, del correspondiente a versiones desde otras lenguas como el latín o el italiano.2
Con todo, se han podido establecer listas de traducciones y existen estudios parciales al respecto (Gutierrez 1977: 231–273, Laspéras 1980, Simón Díaz 1980, Cantrelle 1991). Lo que se deduce de dichas listas y de los escasos estudios realizados hasta el momento es la ausencia –o la escasísima presencia– de los grandes nombres de las letras francesas del Renacimiento, el Barroco y el Clasicismo, mientras que se ha detectado la existencia de varios autores y textos menores. Por otra parte, se pueden identificar entre las traducciones muchos textos de corte histórico y político,3 y algunos otros situados en el límite de lo literario (relaciones de sucesos, memorias, obras de moral o de pensamiento, ensayos). En ocasiones, la frontera entre lo literario y lo no literario resulta difusa: por ejemplo, la historia literaria francesa incluye, sin ninguna reticencia, a autores, como Montaigne o Pascal, que pertenecen al ámbito del pensamiento moral o filosófico.
Presencia de textos de la Edad Media
Una parte de los escasos textos literarios traducidos en el siglo XVI proceden de obras medievales, vinculadas con historias caballerescas, poemas épicos y materia artúrica:
Durante los siglos XVI y XVII coexistieron obras y subgéneros caballerescos procedentes de traducciones, de textos previos reeditados y de nuevas obras. La simultaneidad facilitó una compleja interrelación entre unos y otros, de modo que las viejas creaciones y las traducciones se amoldaban a los nuevos patrones editoriales, literarios e ideológicos, mientras que las nuevas obras recogían y remozaban antiguas herencias literarias. (Cacho Blecua & Marín 2009: 162)
En este marco se editaron, desde principios del siglo XVI, versiones castellanas de obras ejemplarizantes, como Roberto el Diablo (Burgos, 1509), de novelas artúricas, como Tablante de Ricamonte (Toledo, 1513) y de relatos de corte sentimental como Flores y Blancaflor (Alcalá de Henares, 1512); las tres fueron objeto de varias ediciones en distintas imprentas a lo largo de los siglos XVI y XVII. En el último caso, tal vez el más interesante, el origen se halla en el roman de mediados del siglo XII Floire et Blancheflor, del que se hicieron varias adaptaciones en la Edad Media, en francés y otras lenguas. La versión española se halla incluida en la Gran conquista de Ultramar, de finales del siglo XIII, aunque no se ha conservado ningún ejemplar de la primera edición impresa, de 1512; sin embargo, existen varias impresiones a partir de 1530 y hasta principios del siglo XVIII. El texto se sitúa entre el libro de caballerías y el relato sentimental; el fondo de la historia es un asunto amoroso pero no es autobiográfico, ni alegórico, ni está cargado de retoricismo: es un libro de aventuras con un desencadenante de tipo amoroso (Mussons 1992).
También se hallan versiones más vinculadas con los cantares de gesta y con la figura de Carlomagno. Así, la Historia de la reina Sebilla (Toledo, 1502, con varias reimpresiones hasta los primeros años del siglo XVII) procede de la Chanson de la reine Sebile, que en el siglo XIV tuvo una prosificación castellana conocida como Carlos Maines, es decir, Carlomagno, de quien se supone esposa. En cuanto a la Historia del emperador Carlomagno y de sus doce pares de Francia (Sevilla, 1521), se trata de la traducción, atribuida a Nicolás de Piamonte, de la Histoire de Charlemagne de Jean Bagnyon (impresa en 1478). Esta traducción, que gozó de numerosas reediciones hasta mediados del siglo XVIII, se ha vinculado con la exaltación de la figura de Carlos V, a quien se atribuyen muchas de las cualidades de Carlomagno (Cacho Blecua & Marín 2009: 162–168). Por otra parte, y aunque no se trate de traducción, la materia de Francia está presente en la épica culta española: el caso más singular es el del personaje de Bernardo del Carpio, héroe «nacional» contrapuesto al Roland (Orlando) de la épica francesa, con una intencionalidad claramente política. Así aparece en los poemas Historia de las hazañas y hechos del invencible caballero Bernardo del Carpio (1585) de Agustín Alonso y, sobre todo, El Bernardo o La victoria de Roncesvalles (1624) de Bernardo de Balbuena.
Otra obra originaria de la Edad Media y vinculada a la materia de Bretaña tuvo amplia difusión, tanto en forma manuscrita como impresa. Se trata de la leyenda del hada Melusina, vinculada a la fundación mítica de la casa de Lusignan, a la que pertenecieron varios reyes de Jerusalén y de Chipre. Tomó una primera forma a finales del siglo XIV gracias a Jean d’Arras y su Roman de Mélusine, impreso en francés en 1478 y traducido a varias lenguas. En castellano hubo una primera versión, anónima, publicada en Toulouse por J. Parix y E. Clebat en 1489: Historia de la linda Melosina. Aunque cronológicamente pertenece a los últimos años del siglo XV, su proyección hacia el XVI es innegable y, de hecho, en 1526 apareció en Sevilla (imprenta de Juan y Jacobo Cromberger) una nueva versión, asimismo sin nombre de traductor. La primera, medievalizante, concede todavía gran espacio a lo maravilloso, mientras que la segunda, ya en época renacentista, incorpora numerosos elementos cortesanos (véase Deyermond 1976, Romero Tobar 1987, Delpy 2012 y Baquedano 2013). Hay edición moderna de estas versiones por Ivy A. Corfis (Madison, Hispanic Seminary of Medieval Studies, 1986) y por Miguel Ángel Frontón en su tesis doctoral (Madrid, Universidad Complutense, 1996).
Al siglo XV pertenece asimismo Le chevalier délibéré, obra de corte caballeresco y dimensión alegórica, obra de Olivier de La Marche, cronista de la corte de Borgoña. Se trata de un poema narrativo que exalta la figura de varios soberanos borgoñones, en particular el duque Carlos el Temerario y su hija María, última duquesa de Borgoña. Publicada en 1488, tuvo cinco ediciones antes de finalizar el siglo, y dio lugar a dos traducciones españolas. La primera, obra de Hernando de Acuña, vio la luz en 1553 en Amberes, impresa por Juan Steelsio (Jan Steels), con el título El caballero determinado. En 1565 apareció la primera edición hecha en España (Barcelona, C. Bornat), a la que siguieron otras, entre ellas la de Salamanca (P. Laso, 1573) y la de Madrid (P. Madrigal, 1590); esta, propiciada por la viuda de Acuña, incorporaba numerosas adiciones del propio traductor. Hay reproducción facsimilar de la edición de 1565 (Toledo, Antonio Pareja, 2000), con textos críticos de Nieves Baranda y Víctor Infantes (2000). La segunda versión, a nombre de Jerónimo de Urrea, apareció también en Amberes, dos años más tarde de la primera, a cargo de Martín Nucio, rival de Steelsio en la publicación de libros en castellano: Discursos de la vida humana y aventuras del caballero determinado (1555). Del mismo año consta una impresión en España, hecha por Guillermo de Millis en Medina del Campo (Clavería 1950; Heitmann 1973; Rubio Árquez 2013, 2017 y 2019).
La traducción de Acuña ha merecido especialmente la atención de la crítica, en parte por la supuesta participación del propio Carlos V, que habría hecho una versión en prosa y encargado a Acuña su versificación; dicha autoría se ha puesto en entredicho, a falta de pruebas fehacientes. Con todo, es cierto que la obra está dedicada al emperador y puesta bajo su amparo, y también que Acuña –prototipo del poeta soldado al servicio del Imperio– incorporó al texto alusiones a antepasados recientes de Carlos V: su padre Felipe el Hermoso y sus abuelos maternos (los Reyes Católicos) y paternos (Maximiliano de Habsburgo y María de Borgoña). La traducción está en quintillas dobles y se acompaña de varios documentos, entre ellos la larga dedicatoria del traductor a Carlos V, un poema latino del historiador y humanista Juan Cristóbal Calvete y un epigrama latino sobre Acuña atribuido a Garcilaso de la Vega. En cuanto a la versión de J. de Urrea, enemigo literario de Acuña, está en tercetos encadenados y ha sido tildada de paráfrasis de la de éste (Clavería 1950: 149–174) o, en el mejor de los casos, llevada a cabo teniendo a la vista la de Acuña. Va precedida de un soneto «en loor de la nueva traducción y traductor del Caballero determinado» por el humanista Juan Martín Cordero, y de un largo texto, presentado como «Prólogo al benigno lector», en el que se refiere el argumento del poema, se da algún detalle sobre la traducción y se ofrece una abrumadora genealogía del duque Carlos el Temerario, personaje central de la obra.
A finales del siglo XV pertenecen asimismo los Arrêts d’amour de Martial d’Auvergne (publicados en París, sin año), conjunto de 51 sentencias sobre litigios amorosos. A pesar de su aspecto de textos legales, incorporan elementos satíricos y ridiculizan algunas situaciones galantes, por lo que pueden leerse como relatos o anécdotas. Fueron vertidos en 1569 como Arrestos de amor (Madrid, Alonso Gómez) por Diego Gracián de Alderete, secretario de Carlos V y de Felipe II, humanista y traductor (Franco 2020).
La literatura contemporánea
Escasa fue la presencia en España de la rica poesía renacentista francesa, sobre todo la del entorno de Ronsard y el grupo de la Pléiade. De hecho, solo se registra la traducción de La semaine ou Création du monde (1578), largo poema enciclopédico de inspiración bíblica, obra cumbre del poeta hugonote Guillaume de Saluste du Bartas, muy vinculado a Juana de Albret, reina de Navarra, y a su hijo Enrique III (futuro Enrique IV de Francia). Fueron, en realidad, dos las versiones de este poema. En 1610 apareció la de Joan Dessí, presbítero y beneficiado de la catedral de Tortosa (Querol s. a.), publicada en Barcelona por S. Matevad y L. Deu con el título La divina semana o Siete días de la creación del mundo en octava rima. La versión, hecha en octavas reales (tipo de estrofa muy utilizado en la épica culta castellana) a partir de los alejandrinos pareados del original, resulta más barroca que el poema francés, e introduce modificaciones formales y aun ideológicas, que intentan rebajar las sospechas de heterodoxia vinculadas a su autor. Por otra parte, parece haber tenido presente la traducción italiana que publicó en 1592 el diplomático Ferrante Guisoni (Barbolani 1989).
Poco después (1612) se publicó la traducción en prosa de José (más conocido como Francisco) de Cáceres, escritor judío español residente en Holanda, de Los siete días de la semana sobre la creación del mundo en una doble impresión: en Amberes por P. Bellero y en Ámsterdam por A. Boumeester. Si la edición flamenca parece estar destinada a un público católico, la holandesa apareció en un ambiente sefardí, con la fecha de edición correspondiente al calendario hebreo (año 5372), dedicatoria a un alto personaje de la comunidad portuguesa de Ámsterdam y supresión de las alusiones de Du Bartas al Nuevo Testamento, circunscribiendo el texto al núcleo originario bíblico (Méchoulan 1990).
Sin dejar la poesía lírica, puede mencionarse la imitación de formas métricas francesas en el volumen de Juan Hurtado de Mendoza Buen placer trovado en trece discantes de cuarta rima castellana según imitación de trovas francesas (Alcalá, 1550). Apartándose de la moda italianizante que imperaba en su tiempo, propone la imitación de la poesía de la escuela de los llamados «grands rhétoriqueurs» de finales del siglo XV, así como de Clément Marot, el mayor exponente de la poesía francesa de la primera mitad del XVI: cuartetos encadenados (lo que llama cuarta rima), epigramas, chanson y chant royal (Alonso 1957).
En la narrativa del siglo XVI destaca, como es sabido, la figura de François Rabelais, tanto por el volumen de su producción novelesca como por su carácter irreverente, sin olvidar la complejidad de su lenguaje. Tal vez por esos motivos no fue traducido hasta principios del siglo XX, cuando Eduardo Barriobero Herrán publicó su versión de Gargantúa en 1905 (Madrid, López del Arco) y en 1923 los cinco libros, con el título genérico de Gargantúa y Pantagruel (Madrid, Aguilar, 3 vols.). Con todo, hay indicios del conocimiento de Rabelais en España en el último cuarto del siglo XVI, cuando su nombre fue inscrito en el índice de libros prohibidos mandado imprimir en Amberes por Felipe II en 1570, recogiendo lo dispuesto en el índice de Roma. Y luego siguió apareciendo en los índices españoles del siglo XVII (Gillet 1936, Domínguez 1980). Además, Rabelais es mencionado en tres textos españoles de la época (véase Artal 2004), vinculados con Francisco de Quevedo. Los dos primeros son ataques al escritor y su obra Cuento de cuentos: la Venganza de la lengua española contra el autor de «Cuento de cuentos» (1629), obra de cierto de Juan Alonso de Laureles, que consagra un párrafo entero a atacar a Rabelais, insistiendo en su carácter obsceno y su irreverencia religiosa; poco después, la censura contra el Cuento de cuentos por fray Juan Ponce de León (1630), que transcribe casi literalmente pasajes de la obra anterior, y en la que puede leerse:
En tiempos de Francisco I, rey de Francia, vivió en ella un hombre de cortas obligaciones llamado Francisco de Rabeles, el cual se preciaba de ser picante y maldiciente; y para tener materia en que ejercer su malicia, recogió en un libro cantidad de cuentos, novelas y donaires, en el cual hacía burla de los clérigos, de los religiosos, al modo que entre los italianos el Boccaccio. Los cuales cuentos, reducidos a un libro, con otros de Juan Maroto, compuestos en verso pastoril, ayudaron a los herejes de Francia al menosprecio y desestima de la religión, con lo cual se dispusieron los ánimos franceses para que a pocos lances se introdujese la común herejía. (Quevedo 1945: 771, cit. por Artal 2004: 44)
En 1635 es el propio Quevedo quien alude a Rabelais, aunque en un tono distinto, en su obra satírica Visita y anatomía de la cabeza del eminentísimo cardenal Armando Richelieu, escrita a raíz de la posición francesa en la guerra de los Treinta Años (Riandière La Roche 1984, Fernández 2003, Yllera 2010):
Cuando entendí que no había más que hacer en la memoria del eminentísimo, columbré dos librillos, uno mayor que otro y un rótulo encima, que decía: Bibliotheca Armandina Ruchelana. El otro tenía por título: Obras de Marco Francisco Rabeles, doctor en medicina: contiene cinco libros de la vida, hechos y dichos heroicos de Gargantúa y su hijo Pantagruel. La Pronosticación de Pantagruel con el Oráculo de la diosa Babuc. Y otros muchos tratados semejantes, todos unos peores que otros. Este estaba muy bien encuadernado, y tan lleno de registros, que entendí era el breviario de su eminencia. (Quevedo 1945: 644, cit. por Artal 2004: 45)
Se han establecido otras vinculaciones de Rabelais con autores españoles. Así, se han visto coincidencias entre el estilo del novelista francés y Cervantes (enumeraciones, uso de refranes, neologismos por derivación o yuxtaposición, equívocos y juegos de palabras), aunque no hay evidencia alguna de que el escritor español conociera la obra de Rabelais (Hatzfeld 1925). Por otro lado, se ha llamado la atención sobre la presencia de escenas de la obra de Rabelais, sobre todo la de la resurrección de Epistemón, en varios entremeses españoles y, de modo particular, en la novela picaresca anónima Estebanillo González (1646); con todo, dicha presencia podría deberse a la utilización de alguna fuente común, como la Legenda aurea de J. de Vorágine (Flecniakoska & Recoules 1972).
En el ámbito del relato breve del siglo XVI, una de las obras más difundidas en Francia, las Histoires prodigieuses de Pierre de Boaistuau (1560), fue objeto de traducción en español. El volumen contiene relatos históricos y legendarios sobre sucesos prodigiosos, personas y animales raros o extraños, que resultaron altamente atractivos a juzgar por las ediciones que alcanzó la obra en francés, a partir del texto original con adiciones de François de Belleforest y Claude Tesserant. La versión española, Historias prodigiosas y maravillosas de diversos sucesos acaecidos en el mundo, apareció en 1586 en Medina del Campo (por Francisco del Canto) y tuvo una segunda edición en 1603 en Madrid (por Luis Sánchez); fue su autor el impresor y librero italiano afincado en Sevilla Andrea Pescioni. Esta obra puede vincularse con las relaciones de sucesos (históricos o prodigiosos) que estuvieron muy en boga en los siglos XVI y XVII, y constituyen una modalidad entre el artículo de prensa y el relato (Gernert 2013).
El mencionado Boaistuau, que también fue impresor (lanzó la primera edición del Heptamerón de Margarita de Navarra), es autor de otra obra que alcanzó asimismo enorme difusión: Le théâtre du monde, publicada en francés en 1558, aunque traducida por el propio autor de una primera versión latina. Menos narrativa que la anterior, se compone de reflexiones sobre los males que aquejan a la humanidad, producidos tanto por la naturaleza (cataclismos, enfermedades) como por el propio hombre (guerras, persecuciones). La versión española, titulada El teatro del mundo […] en el cual ampliamente trata las miserias del hombre (Alcalá, Andrés de Angulo, 1564), es obra del canónigo de Burgos Baltasar Pérez del Castillo, traductor asimismo de otro ensayo incluido en el mismo volumen, obra también de Boaistuau, Breve discurso de la excelencia y dignidad del hombre, que parece contrarrestar la imagen terrible del género humano descrita en El teatro del mundo. Pérez del Castillo tradujo igualmente tres obras del anticuario y humanista de Lyon Guillaume du Choul, que reunió en el volumen Los discursos de la religión, castrametación, asiento del campo, baños y ejercicios de los antiguos romanos y griegos (Lyon, Guillermo Ruillio [G. Rouillé], 1579).
Finalmente, a Boaistuau y Belleforest se debe la versión francesa de dieciocho Histoires tragiques de Matteo Bandello (1559), que sirvieron de base (aunque solo catorce de ellas) a la traducción española de Juan Godínez de Millis Historias trágicas ejemplares sacadas del Bandello veronés (Salamanca, Pedro Lasso, 1589). Se trata de uno de los escasos ejemplos de llegada de la literatura italiana a España por vía indirecta, en una época de frecuentísimos contactos directos entre ambas culturas (Arredondo 1989).
Escasa es la presencia de la rica novelística francesa del siglo XVII, como las largas novelas barrocas, repletas de lances y aventuras, de Madeleine de Scudéry o La Calprenède, los relatos de fondo histórico de Saint–Réal, la novela psicológica de Mme. de La Fayette o la novela pedagógica de Fénelon, pues la mayor parte tuvieron que esperar al siglo XVIII para tener cierta presencia en España, en particular Fénelon. El único ejemplo reseñable es la publicación en español de Artamenes o El gran Ciro de Mlle. de Scudéry (Madrid, Imprenta Real, 1682), aunque no directamente del francés sino a través de la versión italiana de Maiolino Bisaccioni, debida a Nicolás Carnero, de quien solo se sabe que fue caballero de la orden de Calatrava, pues así aparece en la portada de la obra (Sanz 2002). Por otra parte, y aunque no es una obra escrita originalmente en francés, puede mencionarse Argenis, novela de aventuras en clave política, publicada en latín en 1621 por el escritor y humanista francés de origen escocés John Barclay. A través de su versión francesa, aparecida dos años más tarde, se tradujo a otras lenguas: en español se editaron el mismo año de 1626 las versiones de Gabriel de Corral La prodigiosa historia de los dos amantes, Argenis y Poliarco (Madrid, Juan González) y Argenis de José Pellicer de Ossau (Madrid, Luis Sánchez); este autor publicó, el mismo año y en la misma imprenta de L. Sánchez, Argenis continuada, una continuación de la novela, a partir de la que había escrito A. M. de Mouchemberg (Davis 1983, Izquierdo 2021).
Otro tanto cabe decir del teatro, pues si bien la mayor parte de la literatura dramática francesa de la primera mitad del siglo XVII es deudora de la dramaturgia española, en textos imitados o traducidos, la de la segunda mitad aparece como el género que mejor ilustra los ideales del Clasicismo y justifica con la obra de los tres grandes –Corneille, Molière y Racine–, aunque también con la de otros dramaturgos, el apelativo para esa época de Siglo de Oro o Grand siècle de la literatura francesa. Nada, o casi nada, de toda esa rica producción fue conocido en España, por lo menos por la vía de la traducción. La primera aparición de una obra de Racine tuvo lugar en 1716, cuando se representó una adaptación barroca de Iphigénie por José de Cañizares (El sacrificio de Efigenia), aunque no se publicó hasta mediados de siglo; por su parte, la primera versión de Corneille data de 1731 (Cinna por Francisco Pizarro Piccolomini).
Solo Molière se asomó al siglo XVII, aunque de forma un tanto inusual: con una obra en forma abreviada y como complemento de una función teatral. En efecto, en marzo de 1680 y en el marco de los festejos por el enlace de Carlos II y María Luisa de Orleans, se dio en el palacio del Buen Retiro una función con la comedia de Calderón de la Barca Hado y divisa de Leonido y de Marfisa, como obra principal, acompañada de varias piezas breves, entre ellas el sainete El labrador gentilhombre, adaptación de Le bourgeois gentilhomme. Coincidieron, pues, aquel 3 de marzo de 1680, dos de los mayores dramaturgos del XVII europeo, aunque ocupando lugares muy distintos. La comedia de Calderón fue la última que estrenó, pues falleció el año siguiente; Molière hacía su debut en España varios años después de su muerte, aunque en una posición de mera comparsa y sin que se mencionara su nombre. Conviene añadir que hay que dar un gran salto, hasta 1753, para hallar otra obra de Molière en español: El avariento por Manuel de Iparraguirre. En cuanto al sainete El labrador gentilhombre, permaneció inédito hasta 1850 (Madrid, Imprenta de la Publicidad, IV, 393–394), cuando se publicó, junto con la pieza de Calderón, en una edición de Comedias preparada por Juan Eugenio Hartzenbusch (Serrano 1995). Por otra parte, la fórmula escogida (adaptación a sainete) implicaba una drástica reducción de la materia teatral de la comedia original en cinco actos, si bien conservando las escenas cómicas más relevantes, en particular la de la clase de dicción del protagonista en el primer acto y la de la ceremonia turca del acto IV.
En los márgenes de lo literario
Las relaciones de sucesos, en prosa o en verso, sobre hechos de guerra o sobre acontecimientos vinculados con reyes, papas u otras dignidades, fueron abundantes en toda Europa en los siglos XVI y XVII. Considerados por algunos historiadores como el precedente de la prensa de actualidad aunque sin el carácter periódico que la caracteriza, su contenido era básicamente informativo, sesgado en ocasiones por intereses nacionales y enemistades políticas o ideológicas. En el caso de España (Ettinghausen 1993 y 2009) conviene señalar, junto a las relaciones autóctonas (aunque en muchas ocasiones basadas en fuentes extranjeras) la existencia de varias traducciones, la mayoría procedentes del italiano, aunque cierto número también del francés, con mención de sucesos acerca de Francia y de las relaciones francoespañolas (López Poza 2013). Algunos acontecimientos tuvieron especial repercusión, como el asesinato de Enrique IV en 1610, que dio lugar a varias relaciones francesas que se tradujeron, como el Discurso lamentable sobre el atrevimiento y parricidio cometido en la persona del rey Enrique Cuarto (Zaragoza, 1610) de Robert Duport, o la Historia de la muerte de Enrico el Grande (Madrid, 1625) de Pierre Mathieu, vertida por Pablo Mártir Rizo, que sirvieron de base para textos de autores españoles (Usunáriz 2016).
Relacionados con este tipo de obras pueden mencionarse los textos de varios polemistas que no son, en rigor, obras traducidas, sino inspiradas en Francia y lo francés, más en una vertiente ideológica y política que estrictamente literaria. Se hallan en este ámbito nombres consolidados en las letras españolas de los Siglos de Oro, como el de José Pellicer de Ossau, ya mencionado como traductor, que redactó una Defensa de España contra las calumnias de Francia (1635) y, sobre todo, Francisco de Quevedo, que representa el caso más singular entre todos los polemistas de su época,
porque puede ilustrar sobre cómo penetra la historia de Francia en su obra, cómo se transforma para construir una determinada imagen, y como ésta se transmite por una doble vía: la aparentemente digna y solemne de la Carta al rey Luis XIII, y la satírica de algunos poemas francófobos, de La Fortuna con seso y la hora de todos, o de la Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu. (Arredondo 2009: 253)
Los dos textos de Quevedo citados en la nota están vinculados con el inicio de la intervención francesa en la guerra de los Treinta Años, y el segundo tiene el aliciente –como se ha mencionado más arriba– de incorporar una alusión a Rabelais. El conocimiento que Quevedo pudo tener de las letras francesas modernas se desprende también de los libros que poseía, muchos de los cuales presentan anotaciones y comentarios al margen: tal es el caso de las Mémoires (1569) del historiador Martin du Bellay sobre el reinado de Francisco I (Cacho 2001), así como de varias obras de S. Francisco de Sales, según se verá más abajo.
Más próximas a lo literario se hallan las memorias, de notable presencia en la Francia de los siglos XVI y XVII, con grandes memorialistas, como el cardenal de Retz o el duque de Saint–Simon. Se tradujeron al español dos libros de memorias escritos por mujeres: Margarita de Valois, reina de Navarra y luego de Francia, y Maria Mancini, esposa del príncipe Colonna, condestable de Nápoles.
Las Mémoires de la reine Marguerite (1628) aparecieron varios años después de la muerte de su autora. Hija de Enrique II y hermana de tres reyes de Francia, fue una mujer culta y mecenas de las artes y las letras, casada por intereses políticos con Enrique, rey de Navarra, protestante, por lo que se vio envuelta, en parte sin desearlo, en las luchas político–religiosas de uno de los periodos más convulsos de la historia de Francia. A ello se unió una situación personal complicada, que acabó con la nulidad de su matrimonio por falta de hijos (1599), diez años después de que su esposo accediera también al trono de Francia como Enrique IV. Todo ello se refleja en las memorias que redactó en uno de los periodos de reclusión que sufrió, y que en 1646 aparecieron en castellano como Memorias que escribió de sí Margarita de Francia, duquesa de Valois (Madrid, Diego de la Carrera). Fue su traductor Jacinto de Herrera y Sotomayor, dramaturgo y poeta de segunda fila, bibliotecario y ayuda de cámara del cardenal infante don Fernando. Hay edición moderna a cargo de Joaquín Rubio Tovar (Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 2017). El texto autobiográfico no está exento de mérito, mezclando a la verdad histórica elementos de ficción o de creación literaria (Rubio Tovar 2017).
También fue muy agitada y repleta de lances la existencia de Maria Mancini. Nacida en Roma, pasó su juventud en Francia bajo la protección de su tío el cardenal Mazarino y tuvo un romance con el joven Luis XIV. Su matrimonio con el noble romano Lorenzo Onofrio Colonna quedó prácticamente truncado cuando decidió dejarlo y emprender un largo periplo por Europa, hasta recalar en Madrid, donde pasó varios años recluida en un convento a petición de su marido. En su reclusión escribió unas memorias, en parte para reivindicar su imagen, muy dañada en unas falsas memorias aparecidas en Colonia en 1676. Su texto, titulado La vérité dans son jour ou Les véritables mémoires de M. Manchini, connétable Colonne, apareció sin pie de imprenta, aunque se sabe que fue concluido en 1677 por las alusiones a hechos históricos que contiene. Además, con fecha de ese año (Zaragoza, sin impresor) salió la traducción española La verdad en su luz o Las verdaderas memorias de Madama María Manchini, condestablesa Colonna (Sobaler 2016, Martínez Pérez 2019 y 2021). La versión aparecía como obra de Pedro Pablo Billet, de origen francés, establecido en Madrid como maestro de latín y francés, y no se excluye que participara asimismo en la publicación del original (Bruña 2017).
En cuanto a obras de pensamiento, un lugar preeminente en este periodo le corresponde a los Essais de Michel de Montaigne. Su nombre aparece en varios textos de la época, se ha hablado incluso de cierta influencia en autores españoles y su obra fue conocida en la España de los siglos XVI y XVII, aunque hubo de serlo fundamentalmente en su texto original o en alguna versión italiana (véase Bouillier 1922, Sáenz Hayes 1936, Marichal 1953, López Fanego 1977). De hecho, la traducción de los Essais, aunque se intentó en varias ocasiones, resultó compleja en su conclusión y en su difusión. Y una versión completa no apareció hasta 1899, obra de Constantino Román Salamero (París, Garnier Hermanos). Cronológicamente, existió una primera versión, anterior a 1626, que figura en el inventario de la biblioteca de Ruy Gómez de Silva, duque de Pastrana, fechado ese año, con el título Ensayos y pruebas de Miguel de Montaña, traducido de francés en español. Y son tres libros. Parece por el título una traducción completa, aunque no se ha localizado. Se ha perdido asimismo una versión, parcial, realizada por el político Baltasar de Zúñiga y Velasco, embajador y consejero de Felipe III, según expresa Diego de Cisneros en el prólogo a su traducción, a la que luego me referiré. Y antes de llegar a esta hay que situar otra versión parcial, con los 19 primeros ensayos del libro I, que se ha conservado manuscrita en la Biblioteca de Ajuda (Lisboa) con el título Pruebas de Miguel de Montaña. Aun cuando la versión es anónima, su autor podría ser el noble portugués Jerónimo de Ataide, conde de Castanheira, muy vinculado a la corte de Madrid. De hecho, en el inventario de su biblioteca (1634) figura una entrada con ese título, así como otra de una edición de los Essais de 1595 (Bouza 2008).
La traducción que ha merecido más atención por parte de la crítica es la tercera en el tiempo, debida a Diego de Cisneros, teólogo (autor de Escala mística, Bruselas, 1629), gramático y profesor de lengua francesa (es conocida su De gramática francesa en español, Douai, 1624), que anteriormente había sido carmelita con el nombre de Diego de la Encarnación (García Bascuñana 2017). Esta versión, realizada entre 1634 y 1637, lleva por título Experiencias y varios discursos de Miguel señor de la Montaña y se encuentra manuscrita en la Biblioteca Nacional de España (ms. 5635). La traducción, que solo incluye los 57 ensayos contenidos en el libro I, va precedida de la vida del autor, de una advertencia del autor al lector y de un prefacio de Marie de Gournay, hija adoptiva de Montaigne que se ocupó de la edición de 1595 de los Essais. Y, lo más interesante, de un «Discurso del traductor cerca de la persona del señor de Montaña, y los libros de sus experiencias y varios discursos» (fechado en agosto de 1637), en el que dedica gran espacio a criticar algunos puntos del pensamiento de Montaigne aunque defiende su posición y, en cualquier caso, su interés por dejar indemne su condición de buen católico (López Fanego 1984, Verhelst & Raga 2018). Solo hacia el final de su discurso se refiere el traductor a las dificultades de su labor, justificando de paso la publicación del primer volumen, sin esperar a la finalización de los otros dos:
Todo lo dicho bien considerado, junto con la dificultad del lenguaje francés que usa, antiguo y desusado en gran parte, hace la traducción dificultosísima. De manera que habiéndola intentado muchos hombres graves y doctos en las lenguas italiana y española, desistieron de ella o no pudieron hacer cosa que sirviese. Como el traductor italiano, que se deja capítulos enteros; y el señor don Baltasar de Zúñiga, del Consejo de Su Majestad y su embajador en Francia y Flandes, tradujo algunos capítulos de este autor, que andan manuscritos; pero con tantas faltas y corrales, que no se dejan entender bien ni se goza el fruto que se pretende de la lectura. […] La instancia grande de muchos hombres principales y curiosos, a quien no se puede resistir, ha hecho apresurar esta impresión e interrumpir la traducción, de manera que ha sido forzoso imprimir el libro I solo, sin los dos que le siguen en el autor; y le seguirán en la impresión, que se hará después de esta, porque se quedan acabando de traducir y adornar en la forma, que sale este primero. En el cual, sobre haber puesto mucho trabajo y cuidado en la traducción, sirviéndome de varias impresiones del mismo libro en francés, porque en otra lengua, no sé que nadie le haya traducido, más de en la forma, que noté arriba, ni menos impreso; lo primero he corregido y enmendado las proposiciones malsonantes y las menos bien sonantes, y el modo de hablar licencioso o duro. Lo segundo, he ajustado los lugares griegos, latinos, italianos y franceses de otros autores, que cita y refiere este. He puesto a la margen las citas que he hallado en las impresiones francesas más correctas y añadido algunas breves notas, que me parecieron necesarias para la inteligencia mayor del texto. Lo tercero, he traducido los lugares que cita de otros autores latinos y griegos y los demás, de manera que los versos, hago versos españoles, y la prosa, dejo en prosa. Pero la traducción en verso es muy dificultosa y no es obra posible al francés, por no ser su lengua tan capaz como la nuestra. (D. de Cisneros, «Discurso», folios 46v–48v; transcrito en Verhelst & Raga 2018).
Se ha especulado que la prisa por publicar, aunque solo fuera un tomo, podría deberse al temor que la obra fuera prohibida por la Inquisición. De hecho, en el Index del inquisidor general Antonio Zapata de 1632, se menciona (en la F) a «Francisco de Montagnes» como autor de Les Essais entre los autores expurgados o prohibidos, y en el de su sucesor Antonio de Sotomayor de 1640, aparece ya alfabetizado en la M de Michel señalando que el libro se prohíbe en su totalidad «hasta que se expurgue». Pero, a pesar de las precauciones, la traducción no obtuvo las licencias necesarias para su publicación (López Fanego 1983 y 1986).
Finalmente, algunos críticos han encontrado vinculaciones entre Montaigne y Cervantes, tanto en el paralelismo que puede establecerse entre el diálogo del primero y la tendencia a la ejemplaridad del segundo (Scham 2009), como en aspectos de pensamiento, aunque lo más probable es que, descartado un conocimiento del ensayista francés por parte del autor español, se trate de una simple coincidencia, y de una inspiración en Séneca o en alguno de sus comentadores (Joset 2017)
El pensamiento francés del siglo XVII está solo representado por Blaise Pascal, de quien de tradujo Les Provinciales, una de sus obras fundamentales. De su contemporáneo René Descartes no se ha localizado ninguna versión en la época, aunque hay noticias de su conocimiento por parte de varios pensadores y profesores de filosofía españoles. La traducción de Pascal se halla en un volumen cuatrilingüe de Les Provinciales ou Lettres écrites par Louis de Montalte (Colonia, Balthasar Winfelt, 1684). La obra está dispuesta en cuatro columnas: en las páginas pares está el texto en francés y latín, mientras que en las impares va el texto en español e italiano. Según se manifiesta en la portada, la versión española se debe a Gracián Cordero, natural de Burgos (Bueno Sánchez s. a., Sin autor s. a.). En la presentación se dan algunas indicaciones sobre los traductores al latín y al italiano, mientras que se carece de datos en el caso de quien se ocupó del español:
Pour ce qui est de la version espagnole, n’en connaissant point l’auteur et sachant seulement que c’est un Espagnol naturel qui a du mérite, je n’en dis rien davantage. Mais je crois que tout ce qu’il y a de gens d’esprit en ce pays–là lui sauront gré, de leur avoir donné moyen de voir en leur langue un des modèles les plus achevés que l’on puisse souhaiter d’une véritable éloquence qui brille partout d’une infinité de beautés. («Avis sur ces traductions», s. p.)
Por otra parte, en el lugar dedicado a las erratas, puede leerse:
Amigo Lector. Como la persona que había de corregir el texto español no estuvo presente a la impresión desta obra, se han cometido algunas erratas contra la propiedad de la buena ortografía. […] Bastará esta advertencia en general para semejantes erratas: pero las que se siguen y que por descuido se deslizaron, como son más esenciales y que quitan el sentido de las palabras se particularizan aquí abajo, señalando los lugares donde se hallan. («Errata», s. p.)
Finalmente, cabe hacer mención de las traducciones de las obras de devoción de S. Francisco de Sales, no solo por su interés intrínseco y la difusión que alcanzaron, sino por ser uno de sus traductores Francisco de Quevedo. De hecho, la obra más conocida del obispo francés, la Introduction à la vie dévote (1608), fue objeto de tres traducciones en el siglo XVII, todas con el título Introducción a la vida devota. La primera, obra de Sebastián Fernández de Eyzaguirre vio la luz en Bruselas en 1618 (en la imprenta de Huberto Antonio) y fue reeditada en París en 1713 y 1738; la segunda, firmada por Quevedo, apareció en 1634 en Madrid (Imprenta Real) incluida más tarde en volúmenes con otras obras del autor; mientras que la tercera, debida al presbítero Francisco de Cubillas Donyague, salió en 1663 (Madrid, Díaz de la Carrera), y se hicieron reediciones en 1672 y 1685. Cabe decir que Cubillas fue el traductor más conspicuo de S. Francisco de Sales, pues se le deben versiones de la Práctica del amor de Dios (Madrid, 1661), de Los verdaderos entretenimientos (Madrid, 1667) y de las Cartas espirituales (Madrid, 1671), entre otras obras. También tradujo a otros autores franceses de libros de devoción, como Jean–Pierre Camus, Nicolas Caussin, Henri de Maupas du Tour o Jean de Bernières–Louvigny.
La versión a nombre de Quevedo es la más interesante, por la personalidad del traductor y su lugar en las letras españolas del Siglo de Oro. Y también por la sospecha que se ha cernido sobre ella acerca del verdadero papel del escritor en el proceso de traducción. De los propios paratextos que se hallan en la primera edición se deduce que la versión de Quevedo se hizo para corregir la anterior traducción de Fernández de Eyzaguirre (Fernández López 2005b). Así lo expresa el mismo traductor en unas palabras preliminares:
Este tesoro, que hallé en lengua francesa, escrito por el bienaventurado santo Francisco de Sales para la enseñanza de todos los fieles, en quien se hallan tantas joyas como se leen letras, vino a mis manos traducido en la lengua española e impreso en Amberes, tan desfigurado de la pureza de su mina y falto de muchas cláusulas, que por el interés público me determiné a trabajar en restituirle a sí propio. […] yo con desvelo religioso he solicitado no profanar la castidad apostólica de sus palabras con afectadas locuciones, que antes la adulteran que la pulen. (Quevedo 1859: II, 250–251)
Esta traducción fue, de hecho, un encargo del librero francés asentado en Madrid Pedro Mallard, quien sin duda pensó que le reportaría pingües beneficios lanzar una nueva traducción de la obra, dieciséis años después de la primera versión de Fernández de Eyzaguirre, que no había sido reimpresa durante todo ese tiempo (y no lo sería hasta el siglo XVIII), y más con el atractivo del nombre del traductor. De este modo se expresa en unas breves palabras («Pedro Mallard a la nación española») que hizo anteponer en el libro a la introducción del propio traductor, con unos juegos de palabras muy al estilo quevedesco:
Hallándome en España, con deseo de mostrar la afición que tengo a la nación, pedí a D. Francisco de Quevedo Villegas que le tradujese, restituyéndole a la pureza de su original […] yo le imprimo con deseo de que todos le impriman en sus corazones, no por ganar, sino para que todos ganen. Quien le compra, si no le aprovecha, más le vende que le compra. No es su precio la paga, sino la mejora» (Quevedo 1859: II, 250).
El propio traductor admite conocer la versión de Eyzaguirre, que seguramente tendría a mano cuando llevó a cabo la suya. Y se sabe que poseía obras de S. Francisco de Sales: una versión latina del libro que tradujo, Introductio ad vitam devotam (1616) y dos ediciones de Les vrais entretiens spirituels (1629 y 1630), que confirman la relación ideológica que la crítica ha señalado entre ambos autores, justificada por algunas coincidencias textuales (Carrera 2002).
Por otro lado, se ha puesto en entredicho la «originalidad» de Quevedo al realizar su versión, señalando las dependencias respecto de la de Eyzaguirre (Lida 1953, Bonnin 1998, Fernández López 2005a, Bijuesca & Isasi 2010). Se han puesto de manifiesto las diferencias en las opciones de ambos traductores en determinados casos, aunque también cierto número de errores manifiestos que no se corrigieron en la versión de Quevedo. Y en algunos casos en los que se advierten discrepancias, la solución de Quevedo no parece proceder del texto francés. Con todo, ciertas divergencias pueden explicarse gracias a la versión latina que poseía, a la que pudo acudir con mayor facilidad debido a su limitado conocimiento del francés. Y también conviene tener en cuenta que S. Francisco de Sales introdujo enmiendas y adiciones a las cinco ediciones de su obra, la última, de 1619, un año antes de su fallecimiento. En definitiva, aun cuando la autoría de Quevedo es innegable y su participación en la elaboración de la traducción resulta personal e intensa, el resultado queda deslucido:
Para bien o para mal, la segunda versión castellana de la Introduction à la vie dévote no se limita, pues, a enmendar las erratas del impresor flamenco. Justamente porque los retoques van más a fondo, nos instruyen mejor sobre ciertas preferencias idiomáticas de Quevedo, ya de grafía o de pronunciación, ya de sintaxis o de vocabulario. Pero es corrección, en fin, hecha por Quevedo muy desde fuera, y tanto en lo que enmienda como en lo que deja escapar se descubren a cada paso los signos de la prisa y el descuido. (Lida 1953: 654)
Recapitulando
La presencia de las letras francesas en España durante los Siglos de Oro resultó dispersa, errática y dilatada en el tiempo. Si bien es notable la recuperación, a lo largo principalmente del siglo XVI, de textos de la literatura medieval o tardomedieval francesa, llama la atención la escasa presencia –e incluso la total ausencia– de los grandes nombres o de ciertas obras capitales: de hecho, para algunos autores mencionados (Rabelais, Montaigne, Molière) ha podido constatarse que fueron conocidos en esta época, aunque las traducciones son contadas y aun con una difusión muy limitada o en condiciones precarias. Es cierto que la rivalidad política y militar de ambos países no fomentaba los intercambios culturales, aunque también lo es que –en ciertos momentos– fue notable la presencia de la literatura española en Francia y que el gusto por lo español estuvo de moda. Pero a ese condicionamiento habría que sumar el florecimiento de las letras españolas en la etapa del Barroco, con modalidades literarias, autores y obras que ejercieron una irradiación europea por su propia riqueza y variedad. No parecía, pues, que fuera buen momento para la traducción y acogida de las letras francesas, y hubo que esperar al siglo XVIII, y aun a su segunda mitad, para que se normalizara su amplia presencia en la cultura española.
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