La traducción de las letras latinas en los Siglos de Oro

La traducción de las letras latinas en los Siglos de Oro

José Ramón Bravo Díaz

 

Introducción

Uno de los principales instrumentos del proyecto humanista de recuperación de los clásicos lo constituye, sin duda, la traducción.1 El propósito básico de los traductores es, naturalmente, dar a conocer las grandes obras de la literatura clásica a un público que cada vez sabe menos latín, pero a esta función inicial se une una segunda no menos importante, como es la de contribuir al afianzamiento y mejora de la lengua vernácula a través de la imitación y a la creación de una literatura capaz de competir en plano de igualdad con los escritores antiguos. Pero, además, la traducción juega un importante papel en la enseñanza del latín y son numerosas las versiones que se hacen, generalmente en edición bilingüe y acompañadas en ocasiones de prolijos comentarios, para facilitar a los alumnos la lectura y comprensión de los autores latinos. Si a todo esto le sumamos una serie de factores externos, como el desarrollo de la imprenta, la creación de numerosas universidades y otros centros de enseñanza, la fundación de grandes bibliotecas o el aprecio creciente de la cultura clásica, el resultado es que la actividad traductora, sobre todo de textos latinos, en este periodo alcanzó cotas elevadas. Y España, en este caso, al menos por el número de traducciones, ocupó un lugar destacado. A lo largo, sin embargo, de estos dos siglos la actividad de los traductores no fue uniforme y cabe distinguir, tanto por el número de traducciones como por el contenido de las mismas, varios periodos que podemos hacer coincidir convencionalmente con las mitades de siglo.

Un primer periodo, que abarca los últimos años del siglo XV y la primera mitad del XVI, se caracteriza por la escasez de nuevas traducciones. Pero no se trata de falta de interés por los clásicos latinos, como demuestran las numerosas reimpresiones de obras traducidas en el siglo o siglos anteriores. La verdadera razón ha de verse tanto en la reticencia de los primeros humanistas a utilizar la lengua vulgar como en la penuria de la lengua castellana, hasta que, gracias especialmente a los esfuerzos de Boscán y Garcilaso, esta se enriquece y fortalece. El interés sigue estando centrado en los moralistas e historiadores, aunque se observa ya una leve tendencia a la traducción de obras de carácter puramente literario, como las Églogas de Juan del Encina, el Asno de oro de Diego López de Cortegana, los Anfitriones de López de Villalobos y Pérez de Oliva o la Historia de Píramo y Tisbe de Cristóbal de Castillejo.

La segunda mitad de siglo XVI es uno de los periodos más fecundos de la actividad traductora, especialmente en su primera parte, coincidiendo con los últimos años de principado y los primeros del reinado de Felipe II (1550–1574). Después, en el último cuarto de siglo, se produce un descenso en el número de traducciones, que dura aproximadamente hasta comienzos del siglo XVII. En este periodo se sigue prestando atención a los historiadores y, en menor grado, a los moralistas, cuyas traducciones quedan prácticamente reducidas a recopilaciones de sentencias. Es la época en que se traduce el mayor número de obras de Cicerón y de los cómicos latinos y en que aparecen las primeras traducciones de escritores técnicos (Plinio, Vitrubio, etc.). Pero, sobre todo, empiezan a suscitar verdadero interés las obras propiamente literarias. Entre ellas destacan las varias versiones de las obras de Virgilio, las traducciones poéticas de las Metamorfosis de Ovidio o las adaptaciones plautinas de Timoneda. Además, se percibe ya un interés especial por Horacio, que irá en aumento progresivamente. Destaca en este periodo la labor de numerosos traductores, entre ellos algunos tan señalados como Fray Luis de León o Pedro Simón Abril, notable el primero por sus versiones poéticas, el segundo por sus traducciones escolares.

En la primera mitad del siglo XVII la actividad traductora se recupera, especialmente en el primer cuarto de siglo, coincidiendo con el reinado de Felipe III. En este periodo el interés se centra sobre todo en los poetas y son numerosos los poetas castellanos que, muchas veces en competición entre sí, utilizan la traducción para perfeccionar su estilo. Recordemos, entre ellos, a Cristóbal de Mesa, Esteban Manuel de Villegas, Francisco de Medrano, Francisco Cascales, Juan de Jáuregui, los hermanos Argensola y Francisco de Quevedo. Se presta especial atención a Horacio, pero también se sigue traduciendo a Virgilio y a Ovidio y, en el contexto de la reivindicación de la literatura postclásica propia de este periodo, se traducen por primera vez los epigramas de Marcial, las sátiras de Juvenal y Persio y las obras de otros poetas imperiales. Vuelve a recuperarse, además, el interés por la historiografía y la filosofía, destacando, sobre todo, las numerosas versiones de Tácito y de Séneca, autores que se ponen de moda en esta época. También se realizan nuevas traducciones de escritores técnicos, como Plinio y Mela.

A partir de la mitad del siglo, la actividad de los traductores desciende considerablemente, aunque siguen publicándose nuevas traducciones, sobre todo de poetas e historiadores. Entre los primeros tenemos nuevas versiones de Virgilio, Horacio, Lucano y Marcial; entre los segundos de Nepote, Quinto Curcio o Tácito.

En este nutrido conjunto de traducciones hay que señalar también algunas notables ausencias. Entre los prosistas se echa en falta a Petronio, a quien perjudicó, sin duda, su carácter fragmentario y su contenido escabroso, y también a Quintiliano, pese al papel destacado que jugó la Retórica en estos siglos. Pero también falta cualquier versión de las obras retóricas de Cicerón, de quien se traducen muy pocos de sus discursos. De las veintitrés biografías de Nepote solo se traducen cuatro y no hay ninguna versión de las Naturales Quaestiones de Séneca. Entre los poetas se echa en falta especialmente a Lucrecio y a Fedro; del primero, sin duda, en razón de su doctrina, del segundo por la dura competencia de Esopo, uno de los autores clásicos más populares en los Siglos de Oro. Tampoco se traducen más que brevísimos fragmentos de Manilio, un poeta difícil y que suscita poco interés. Hay que señalar, además, la más bien escasa presencia en traducción de algunos autores épicos como Valerio Flaco y Silio Itálico y el poco interés que demuestran los traductores humanistas por la elegía subjetiva, representada por Tibulo, Propercio, los Amores de Ovidio y el propio Catulo. En cuanto al teatro, adelantaremos que de las veintiuna comedias plautinas solo se traducen tres, de Terencio solo se publica una versión, la de Simón Abril, pensada sobre todo para la enseñanza, y también solo una de las ocho tragedias de Séneca.

En cuanto a la técnica de la traducción, que es objeto de un importante debate teórico en esta época (en el que destaca la aportación de algunos humanistas españoles como Juan Luis Vives, Juan de Valdés o Simón Abril), tanto estudiosos como traductores tienen en común haber entendido, por lo general, que el oficio de traductor no implica un servilismo hacia el original sino una labor de adaptación a la lengua de destino. Dicho en otras palabras, en la difícil labor de decidir entre la traducción a la letra o a la sentencia a que ha de enfrentarse todo traductor, se considera que la verdadera traducción solo puede ser aquella que, respetando el sentido del texto original, conserve la propiedad de la lengua castellana. El traductor humanista, por lo general, se enfrenta al texto latino no con una moderna mentalidad filológica, que trate de reproducir exactamente el contenido gramatical y léxico, sino más bien con una mentalidad literaria, que busca reflejar el sentido del original en una obra de altura literaria equivalente. El traductor se convierte frecuentemente en un recreador, que utiliza la traducción para perfeccionar su dominio de la lengua y pulir su estilo. En consecuencia, sobre todo en el caso de las traducciones poéticas, el traductor, que suele ser también un poeta, sacrifica la literalidad y la exactitud a sus intereses artísticos. Nada tiene de particular, en este contexto, que la traducción del verso, en contra de la costumbre actual, se haya hecho preferentemente en verso. Para ello sigue utilizándose la métrica tradicional, principalmente el octosílabo, pero será sobre todo la métrica de origen italiano la que ocupe un lugar muy destacado, con el endecasílabo (bien suelto, bien agrupado, especialmente, en tercetos y octavas) a la cabeza.

Curiosamente, sin embargo, son las traducciones en prosa de los poetas las que van a gozar de mayor éxito. Así, por ejemplo, la versión en prosa de las Metamorfosis de Ovidio de Jorge de Bustamante, múltiples veces reeditada, no fue sustituida por ninguna de tres versiones en verso que se publicaron poco después: la de Pérez Sigler, la de Sánchez de Viana y la de Felipe Mey, de las cuales solo la primera fue reimpresa en una ocasión. Y, al contrario, la versión en verso de la Eneida de Gregorio Hernández de Velasco, aunque gozó de gran éxito editorial, fue sustituida por la traducción en prosa de Diego López, que llegó hasta la duodécima reedición dentro del siglo XVII.

 

Moralistas

Pasando ya a los datos concretos y comenzando por los prosistas, son, sin duda, Cicerón y Séneca, en razón del contenido filosófico–moral de sus obras y de sus méritos de estilo, los más traducidos, el primero, especialmente en la segunda mitad del siglo XVI, el segundo en la primera del XVII. De Cicerón, en un primer momento, las que despiertan mayor interés son sus obras morales. Es una primera muestra la publicación a principios del siglo XVI de la traducción del De officiis y el De senectute realizada a mediados del siglo XIV por Alonso de Cartagena (Sevilla, 1501). Poco antes de mediados de siglo, C. de Castillejo traduce los tratados De senectute y De amicitia, recientemente editados por Reyes (1998: 785–865). Por la misma época Francisco de Támara publica una nueva traducción de estos dos tratados y del De officiis (Amberes y Sevilla, 1545), reimpresa en Amberes en 1549 juntamente con la traducción de los Paradoxa Stoicorum y del Somnium Scipionis de Juan de Jarava. Finalmente, en 1548, en Medina del Campo, ve la luz una nueva traducción del De amicitia de Ángel Cornejo.

En la segunda mitad del siglo XVI el interés se desplaza del contenido moral al estilo y los traductores se mueven principalmente por el deseo de imitarlo, tanto en latín como en castellano. Es entonces cuando Pedro Simón Abril, con finalidad pedagógica, traduce por primera vez las Cartas; así, publica primero una antología en tres libros con doble versión literal (salvo en el libro tercero) y libre (Tudela, 1572; reimpresa sin la versión literal y sin el libro tercero en Zaragoza, 1583) y después la completa, también bilingüe, de las Epistulae ad familiares (Madrid, 1589), obra esta de enorme éxito, que conoció numerosas reimpresiones hasta el siglo XIX (véanse Beltrán 2011 y 2015). Por la misma época, también con finalidad docente, el carmelita Gabriel de Aullón publica la traducción de otra selección de cartas (Alcalá de Henares, 1574). La traducción de una tercera selección realizada por las mismas fechas por el humanista valenciano Pedro Juan Núñez permanece inédita.

También ve la luz en esta época la traducción de algunos discursos: de las Catilinarias de Andrés Laguna (Amberes, 1557), de la Oratio I in Verrem (= Divinatio in Caecilium), en versión bilingüe, de Simón Abril (Zaragoza, 1574), que afirma haber traducido para sus clases otros discursos (Las oraciones de Tulio contra Verres, Pro lege Manilia, Pro Archia, Pro Marcello, Pro Milone); y del Pro Marcello y el Pro Ligario, que Martín Laso de Oropesa adjuntó a la edición de su traducción de la Farsalia de Burgos, 1578, para ilustrar la Historia del Triunvirato, que incluyó como complemento de dicha traducción. Permanecen inéditas las traducciones que por esas fechas realizó Núñez para sus tareas docentes de varios discursos (Pro Lege Manilia, Pro Marcello, Oratio I in Verrem, Oratio IX in Antonium). Del siglo XVII solo se conoce una traducción inédita de las Catilinarias, realizada hacia 1625–1626 por el párroco de Madrid, Sebastián de Mesa.

Se publica asimismo la traducción de extractos de su obra, generalmente en versión bilingüe, con clara finalidad didáctica, como las Elegantes formulae ex omnibus Ciceronis operibus selectae de Gaspar Sánchez (Pamplona, 1590); el Libro muy útil y provechoso para aprender la Latinidad de Miguel Navarro (Madrid, 1599); las anónimas Sentencias en latín y romance (Valencia, 1609), que Beardsley (1970: 70) atribuye conjeturalmente a Simón Abril; y el Universal méthodo de construcción y ramillete de flores latinas de Gaspar Moles Infanzón (Zaragoza, 1638), que plagia en gran medida el Libro de Latinidad de Miguel Navarro.

Pasando a Séneca (véase Blüher 1983), durante el siglo XVI, no se publicó ninguna traducción nueva de sus obras, exceptuando una versión del apócrifo De remediis fortuitorum de Hernando Díaz (Sevilla, 1516, reimpresa en varias ocasiones) y algún florilegio de sentencias, como las Flores de Juan Martín Cordero (Amberes, 1555). No llegaron a editarse las traducciones de Martín Godoy de Loaisa del De vita beata, el De providentia y el De brevitate vitae. En todo caso, como muestra del interés que seguía despertando la obra del filósofo latino, sí se editaron y reeditaron repetidas veces las traducciones del siglo anterior, como Los cinco libros de Séneca de Alonso de Cartagena (Sevilla, 1491) o las anónimas Epístolas de Séneca (Zaragoza, 1496). En el siglo XVII, en cambio, en el marco de la revalorización tanto de la filosofía como del estilo de nuestro filósofo, se van a publicar varias traducciones: del De beneficiis de Gaspar Ruiz Montiano (Barcelona, 1606); del De brevitate vitae de Luis Carrillo y Sotomayor (Madrid, 1611), muy cuidadosa con el estilo; de setenta y una epístolas de Juan Melio de Sande (Madrid, 1612), que en realidad no es más que una revisión de la anónima del siglo XV; y del De clementia de Alonso de Revenga y Proaño (Madrid, 1626). Pero, el más destacado de los traductores del Séneca del siglo XVII es Pedro Fernández Navarrete autor de una obra titulada Siete libros de L. A. Séneca (Madrid, 1627), que incluye la traducción del De providentia, el De vita beata, el De tranquilitate animi, el De constantia sapientis, el De brevitate vitae, el De consolatione ad Polybium y de una colección de sentencias bajo el título De paupertate, obra que gozó de numerosas reediciones. Navarrete también tradujo el De beneficiis (Madrid, 1629). Recordaremos, finalmente, que Quevedo, uno de los autores más influidos por el pensamiento de Séneca en este siglo, publicó una traducción con glosas del apócrifo De remediis fortuitorum (Madrid, 1638; véase Canala 2008), y tradujo noventa cartas, editadas por primera vez por Fernández–Guerra (1859: 380–389).

Dentro de las obras de contenido moral, es importante reseñar también la traducción de recopilaciones de sentencias, generalmente con fines docentes y en versión bilingüe. Entre ellas merece destacarse la traducción de los apócrifos Disticha Catonis, que contó nada menos que con cuatro versiones diferentes: la de Martín García (¿Zaragoza?, ca. 1490); la de Gonzalo García de Santa María (Zaragoza, 1493, varias veces reimpresa); una anónima del siglo XIII o XIV, en cuaderna vía (Medina del Campo, ca. 1500, reimpresa numerosas veces); y otra también anónima, probablemente obra de Miguel Servet (Lyon, 1543), también reimpresa en varias ocasiones.

Entre otras traducciones de recopilaciones de este tipo que se realizaron en los Siglos de Oro destacaremos la anónima Primera parte de las sentencias […] por diversos autores escriptas (Lisboa, 1554); la versión parafrástica, Flor de sentencias de sabios glosados en verso castellano de Francisco de Guzmán (Amberes, 1557); la Filosofía cortesana moralizada, de Alonso de Barros (Madrid, 1567), obra que gozó de doce reimpresiones y de la que además hubo una edición aumentada y bilingüe a cargo de Bartolomé Jiménez Patón (Los proverbios morales, Baeza, 1615).

Historiadores

Después de la filosofía es la historia el campo más importante de traducción de prosa latina en los Siglos de Oro, aunque no todos los autores recibieron igual trato. César, por ejemplo, no gozó de gran fortuna entre los humanistas. La única traducción completa de los Comentarios que circuló en estos siglos es la de Diego López de Toledo (Toledo, 1498, reimpresa varias veces). A mediados del siglo XVI Diego Gracián de Alderete incluye en el segundo libro de su De re militari (Barcelona, 1566) una serie de principios militares, argumentados con una narración de diversos episodios de la Guerra de las Galias, en la que se incluye la traducción de algunos extractos de esta obra. No se ha podido comprobar la existencia de una traducción de los Comentarios atribuida, quizás por error, a Pedro García de Oliván (Toledo, 1570). En el siglo XVII Carlos Bonyeres publica la traducción de una selección de pasajes de César bajo el título Epitome floreado de los Comentarios de Caio Julio Cesar (Varsovia, 1647). Se conserva también en la Real Academia de la Historia un manuscrito del siglo XVII, que contiene una traducción anónima, con texto latino, de los tres primeros libros de la Guerra de las Galias, realizada en 1595, que se ha atribuido a Felipe III (Costas 2014). Nepote, conocido como Emilio Probo, tampoco tuvo mucho éxito. La única traducción digna de tal nombre es la de las Vidas de Ifícrates, Cabrias y Timoteo de Pedro Davy (Valladolid, 1604). No puede considerarse una verdadera traducción sino una adaptación muy resumida la Vida de Epaminondas de Juan Mateo Sánchez (Valencia, 1652).

De Salustio (véanse Pabón 1952 y Carrera 2008) la única versión disponible en el siglo XVI fue El Salustio Cathilinario y Iugurta en romance de Francisco Vidal de Noya (Zaragoza, 1493, reeditada varias veces), que reproducía, con ligeros retoques, la traducción de la Guerra de Yugurta realizada por Vasco Ramírez de Guzmán en el primer tercio del siglo XV. Fue la versión de Salustio leída por los humanistas hasta la publicación de la traducción muy superior de ambas obras de Manuel Sueiro (Amberes 1615).

De Livio (véase Delicado 1992) la primera versión humanista es la de Pedro de Vega (Zaragoza, 1520), que mejora mucho la anterior versión del canciller Pedro López de Ayala (Salamanca, 1497) disponible hasta entonces. Comprende la traducción del original de Livio conocido hasta la fecha (décadas I, III y IV) y la de las Periochae para las once décadas restantes. En 1552 Francisco de Enzinas publica en Estrasburgo una nueva edición de esta obra, ligeramente revisada, a la que añade su traducción de los libros XLI–XLV, recientemente editados por Simón Grineo (Basilea, 1531).

De la Historia Romana de Veleyo Patérculo la única versión completa publicada es la de Manuel Sueiro (Amberes, 1630). De los Facta et dicta memorabilia de Valerio Máximo durante el siglo XVI solo circula la traducción realizada a finales del siglo XV por Hugo de Urriés (Zaragoza, 1495, reimpresa en 1514 y 1529). Esta versión solo será reemplazada bien entrado el siglo XVII por la traducción, con comentario, de Diego López (Sevilla, 1631). La primera traducción de La historia de Alejandro Magno de Quinto Curcio que ve la imprenta es una traducción anónima, hecha a partir de la catalana de Lluís de Fenollet (Sevilla, 1496, reimpresa en 1518). De escaso mérito, es la siguiente traducción de Ga­briel Castañeda (Sevilla, 1534). Y no es hasta finales del siglo XVII cuando se publica una nueva traducción, obra de Mateo Ibáñez de Segovia y Orellana (Madrid, 1699), muy dependiente de traducción francesa de Claude Favre de Vaugelas (París, 1653), con la que pretende competir.

De Tácito (véanse Sanmartí 1951: 60–110 y Antón 1992: 83–85) durante el siglo XVI no se publica ninguna traducción. Aparte de alguna noticia sobre traducciones no conservadas, como la de Simón Abril, mencionada por Nicolás Antonio (1783–1788: II, 239 y 624), tan sólo ha llegado a nosotros una traducción del libro I de los Anales y de las Historias de Antonio de Toledo, terminada en 1590, que se conserva inédita en la Biblioteca Nacional de España. Pero, el gran momento de gloria de Tácito va a ser el primer tercio del siglo XVII, en plena reivindicación de su pensamiento político y estilo literario. En este periodo se imprimen nada menos que cuatro traducciones: la de Manuel Sueiro, completa sin el Diálogo de los oradores (Amberes, 1613); la de Baltasar Álamos de Barrientos también completa y sin el Diálogo (Madrid, 1614), acompañada por numerosos aforismos, que el traductor añade, a modo de escolios, a su versión; la de los cinco primeros libros de los Anales de Antonio de Herrera Tordesillas (Madrid, 1615) y la de Carlos Coloma, sin las obras menores (Douai, 1629), la de mayor éxito, numerosas veces reimpresa. Completa estas traducciones la del primer libro de los Anales realizada a finales de siglo por Juan Alfonso de Lancina (Madrid, 1687). Contamos también con la traducción de una colección de Aphorismos sacados de sus obras, atribuida a Benito Arias Montano (Barcelona, 1614). De la Vida de los doce Césares de Suetonio se publican dos traducciones en el último cuarto del siglo XVI: una anónima (Madrid, 1579) y otra debida a Jaime Bartolomé (Tarragona, 1596)

En cuando a los historiadores menores, Enzinas tradujo el Epitome de Floro (Estrasburgo, 1550); Jorge de Bustamante el Compendio de las Historias Filípicas de Pompeyo Trogo hecho por Justino (Alcalá, 1540, con numerosas reimpresiones); y el humanista valenciano Juan Martín Cordero vertió en castellano los diez libros del Breviario de Eutropio (Amberes, 1561).

 

Novelistas

Los dos grandes novelistas latinos corrieron una suerte muy diversa. Mientras que del Satyricon de Petronio solo se conoce la versión ocasional de breves fragmentos, del Asno de Oro de Apuleyo tenemos la suerte de contar con la espléndida traducción de López de Cortegana (Sevilla, 1513, reimpresa en numerosas ocasiones) una de las «joyas de la versión española del Renacimiento», en palabras de Lida de Malkiel (1975: 381), que ha ejercido una poderosa influencia tanto en la prosa como en la literatura castellanas (véanse Pejenaute 1993 y Álvarez 2007). Del cuento de Cupido y Psique, que Apuleyo insertó en su novela, hay al menos tres versiones poéticas en verso: la de Gutierre de Cetina (ca. 1550), editada por Blecua (1970: 62–73) y Escobar (2002: 193–201), la de Juan de Mal Lara (ca. 1561–1565), editada por Escobar (México, 2015), y la de Francisco J. Funes de Villalpando (Zaragoza, 1655), aunque ninguna de ellas puede considerarse una verdadera traducción. De la novela corta Historia de Apolonio rey de Tiro, de autor desconocido, muy popular durante la Edad Media y el Renacimiento, existe una versión libre que Joan de Timoneda incluyó como patraña oncena en su Patrañuelo (Valencia, 1567).

 

Autores técnicos

También los escritores técnicos tienen presencia en las traducciones de los Siglos de Oro. La difícil tarea de traducir la Historia Natural de Plinio (véase Moure 2008) la afrontó con notable éxito Francisco Hernández. Pero esta traducción, concluida, al parecer, en 1576, no vio la luz hasta finales del siglo XX, editada por Germán Solominos d’Ardois (México, 1966–1976). De ella solo se conservan los veinticinco primeros libros. Digna de mérito es también la segunda traducción, en dos tomos, de Jerónimo Gómez de la Huerta (Madrid, 1624 y 1629), quien ya había publicado anteriormente la traducción de los libros vii y viii (Madrid, 1599) y la del libro ix (Madrid, 1603).

En un ambiente de exploraciones y descubrimientos geográficos, como el de los siglos XVI y XVII, nada tiene de particular que una obra como la Chorographia de Pomponio Mela despierte especial interés y fruto de él son las tres versiones que se realizan de dicha otra obra: la del portugués Joan Faras, de comienzos del XVI, editada recientemente por Barradas de Carvalho (Lisboa, 1974), la de Luis Tribaldos de Toledo (Madrid, 1642) y la de José Antonio González de Salas (Madrid, 1644), muy deudora de la anterior. En el mismo contexto puede inscribirse la traducción de la obra de curiosidades corográficas de Solino, Collectanea rerum memorabilium, debida a Cristóbal de las Casas (Sevilla, 1573).

De los tratadistas militares romanos, Frontino y Vegecio, solo ve la luz en este periodo una traducción de los Stratagemata de Frontino, hecha en 1487 por Diego Guillén de Ávila (Salamanca, 1516). Se conserva, además, otra versión inédita, realizada hacia 1650 por Gil Arcos y Alférez, a la que Menéndez Pelayo (1952–1953: I, 150) no concede gran mérito. Del De architectura de Vitrubio la única traducción realizada en estos siglos es obra del arquitecto Miguel de Urrea, publicada póstumamente con modificaciones por el impresor Juan Gracián (Alcalá de Henares, 1582). Hay que reseñar también una traducción de las Institutiones de Justiniano de Bernardino Daza (Toulouse, 1551), revisada por Gonzalo Correas (Salamanca, 1617).

 

Otros prosistas

Otros prosistas fueron menos afortunados. De Séneca el Viejo, aparte de la traducción de principios del siglo XV de diez controversias de Alonso de Cartagena, incluida en Los cinco libros de Séneca (Sevilla, 1491), tenemos la traducción de otras catorce realizada por Quevedo, editadas recientemente por Plata (2001: 207–275). Ambas están hechas a partir de los Excerpta. Quevedo, además, incluyó en su Vida de Marco Bruto (Madrid, 1644) la traducción parcial de las Suasorias VI y VII. En fin, de Plinio el Joven la única traducción áurea fue la del Panegírico, debida a Francisco de Barreda (Madrid 1622).

 

Poetas épicos

Entre los poetas fueron los épicos los que gozaron de mayor fortuna y de ellos la Eneida de Virgilio y las Metamorfosis de Ovidio ocuparon un lugar destacado. Comenzando por Virgilio (véanse Menéndez Pelayo 1950–1953: VIII y IX, Bayo 1959, Blecua 2006 y Alvar 2016) y por su Eneida de escaso mérito, salvo por su carácter de pionera en la versión de poetas latinos, es la traducción libre, en octavas, del libro ii realizada por Francisco de las Natas (Burgos, 1528). Muy superior es la traducción completa, en endecasílabos sueltos y octavas reales, de Gregorio Hernández de Velasco (Toledo, 1555, revisada en su 8.ª edición de Toledo, 1574), muy elogiada por Lope de Vega, y que con sus once reimpresiones fue una de las traducciones más editadas de los clásicos, hasta que fue sustituida por la traducción en prosa del humanista extremeño Diego López (Valladolid, 1600), también de enorme éxito, pues fue reimpresa doce veces a largo del siglo XVII. Menor éxito tuvieron las traducciones poéticas de este siglo: la de Cristóbal de Mesa, en octavas reales y tercetos (Madrid, 1615); la de los cuatro primeros libros, en romance asonante, de José Pellicer de Ossau Salas y Tobar (ca. 1624), que no se conserva; y la del clérigo Juan Francisco de Enciso y Monzón, en octavas reales (Madrid, 1698). A ellas hay que añadir la versión en prosa de los seis primeros libros de fray Antonio de Moya, que firma como Antonio de Ayala, muy deudora de la versión de Diego López (Madrid, 1664)

La primera versión de las Églogas es la de Juan del Encina, incluida en su Cancionero (Salamanca, 1496), que tiene el mérito de ser una de las primeras traducciones poéticas de los clásicos. Está compuesta en versos de arte menor (generalmente octosílabos) salvo la égloga IV, vertida en octavas reales en razón de su contenido más elevado. En conjunto, más que una traducción es una imitación bastante libre, que busca la exaltación de los Reyes Católicos e interpreta el contenido pastoril en clave contemporánea. Contrasta fuertemente con esta versión la siguiente, en tercetos y octavas, compuesta a finales del XVI por fray Luis de León, ejemplo modélico de traducción renacentista. Por las mismas fechas, se publica la versión completa de Juan Fernández de Idiázquez (Barcelona, 1574), en endecasílabos sueltos. También se hicieron numerosas versiones de églogas individuales, como las de la I y la IV de Hernández de Velasco, en tercetos, incluidas en la edición de su traducción de la Eneida (Toledo, 1574); la de la VII de Diego de Girón, en octavas, de la que Fernando de Herrera cita algunos fragmentos en sus Anotaciones a Garcilaso (Sevilla, 1580), obra en la que incluye también la traducción suya de otros de la II, V, VII, VIII y X; las de la I y la II del Brocense, en tercetos (véase  Carrera 1985: 228–233); y la de la X de Juan de Guzmán, en endecasílabos sueltos, incluida en su traducción de las Geórgicas (Salamanca, 1586). En el siglo XVIII se publica la versión en prosa de Diego López (Valladolid, 1600), la de Cristóbal de Mesa, en octavas (Madrid 1618), y la de fray Antonio de Moya, oculto bajo el seudónimo de Abdías Joseph (Madrid, 1660), en prosa, muy dependiente de la de D. López, a la que adjunta, sin citar la autoría, la versión poética de Fray Luis.

En cuanto a las Geórgicas, prescindiendo de las versiones fragmentarias, como las insertadas por F. de Herrera en sus Anotaciones a Garcilaso, de J. de Mal Lara (del libro III), de Diego Girón (del libro IV) y suyas propias (del libro IV), la primera traducción es la de fray Luis de León, que vertió, en octavas, el libro I y una parte del II (poco más de doscientos versos). La primera versión completa es la de Juan de Guzmán (Salamanca, 1586). Ya en el siglo XVII, tenemos la versión en prosa de D. López (Valladolid, 1600); la de Cristóbal de Mesa (Madrid, 1618), en octavas reales; y la de fray Antonio de Moya, bajo el pseudónimo de Antonio de Ayala, en prosa, prácticamente igual a la de D. López, acompañada de otra versión en verso, cuyo primer libro reproduce la traducción de Fray Luis, sin que conste la autoría de la versión, en liras, de los otros tres (Madrid, 1660 o 1661).

Las Metamorfosis de Ovidio fueron, especialmente por su contenido mitológico, una de las obras más apreciadas y traducidas por los humanistas.2 Ya a finales del siglo XV ve la luz una primera traducción completa, en prosa, obra del humanista catalán Francesc Alegre (Barcelona, 1494). En castellano, la primera versión íntegra, en prosa, se debe al santanderino Jorge de Bustamante (ca. 1542). Fue obra de notable éxito, como atestiguan las nada menos que quince reimpresiones que tuvo entre los siglos XVI y XVII, que la convierten en la traducción de un clásico más veces publicada en esta época. Menor fortuna tuvieron otras tres traducciones, todas en verso, aparecidas en la década de los 80: la de Antonio Pérez Sigler (Salamanca, 1580), en endecasílabos sueltos y octavas; la de Felipe Mey (Tarragona,1586), solo de los siete primeros libros, en octavas; y la de Pedro Sánchez de Viana (Valladolid, 1589), en tercetos y octavas, la más valiosa de las tres aunque no fue reimpresa hasta el siglo XIX.

De las Metamorfosis se publicaron también numerosas versiones y recreaciones de algunos episodios. Entre ellas señalaremos: la Contienda que ouieron Ajas Telamón y Ulixes (libro XIII), en octavas, debida quizás a Alonso Rodríguez de Tudela, incluida como apéndice a la traducción de Mena de la Ilias latina (Valladolid, 1519); la Historia de Píramo y Tisbe (libro IV), el Canto de Poliphemo a la linda Galatea (libro XIII) y la Fábula de Acteón (libro III) de C. de Castillejo, en quintillas dobles, publicadas póstumamente (Madrid, 1573); otra versión de la contienda entre Áyax y Ulises, titulada Questión y disputa entre Áiax Telamón y Ulixes sobre las armas de Achiles, en redondillas, de Antonio de Villegas (publicada en el apéndice de la segunda edición de su Inventario, Medina del Campo, 1577), que ya había recreado la Historia de Píramo y Tisbe, en tercetos, incluida en la primera edición de dicho Inventario (Medina del Campo, 1565); nuevamente la Contienda de Ayax Telamonio y de Ulises sobre las armas, en endecasílabos sueltos, de Hernando de Acuña, en Varias poesías (Madrid, 1591); y, finalmente, la versión de la Fabula de Narciso, en estancias, de Cristóbal de Mesa, en su Valle de Lágrimas y diversas rimas (Madrid, 1607).

De la Farsalia de Lucano (véanse Herrero 1961 y 1964, Rodríguez–Pantoja 1991) la primera traducción fue la muy estimable, en prosa, de Martín Laso de Oropesa (Amberes, ca. 1540, numerosas veces reeditada). Muy diferente es la versión en oc­tavas reales de Juan de Jáuregui, que solo vio la luz póstumamente (Madrid, 1684) y que es más bien una paráfrasis poco fiel, hecha en estilo culterano. La Tebaida de Estacio (vése Barreda 1995) fue traducida, en octavas reales, a finales del siglo XVI, por el poeta granadino Juan de Arjona, que solo logró terminar los nueve primeros libros. Su traducción fue completada en el mismo metro por Gregorio Morillo. Se trata de una versión de gran calidad, considerada por Menéndez Pelayo (1952–1953: I, 195) «superior a cuantas se hicieron de poetas latinos en el siglo XVI, en el XVII y en el XVIII», pese a lo cual no vio la luz hasta el siglo XIX (Madrid, BAE, 1835).

Ni de los Argonautica de Valerio Flaco ni de los Punica de Silio Itálico se conoce ninguna traducción completa y tan solo pueden señalarse dos breves fragmentos de cada una de ellas traducidos por Diego Girón, que F. de Herrera incluye en sus Anotaciones a Garcilaso (Sevilla, 1580). En cambio, del poema de Claudiano, De raptu Proserpinae (véase Castro 1989), se hicieron, al menos, tres versiones, dos de ellas, las de F. de Herrera y de Lope de Vega, desgraciadamente perdidas. Se conserva la del poeta granadino Francisco de Faría (Madrid, 1608), una versión libre pero brillante, elogiada por Miguel de Cervantes y el propio Lope.

 

Poetas líricos

De los poetas líricos es Horacio el más apreciado por los humanistas (véanse Menéndez Pelayo 1950–1953: IV, V y VI; Rodríguez–Pantoja 1994). Pese a ello, sin embargo, solo se publicó una traducción completa de sus obras, la del teólogo granadino Juan Villén de Biedma (Granada, 1599), una traducción en prosa, verso a verso, acompañada del texto latino y de prolijas explicaciones intercaladas en la propia traducción, sin ninguna pretensión literaria, cuyo único fin es el de facilitar la comprensión de Horacio en latín. Una segunda traducción completa en verso, anónima (ca. 1623), atribuida al estudiante salmantino Fernando de Vallejo (Pérez Pastor 2010: 629–638), permanece inédita. Menéndez Pelayo (1950–1953: VI, 109–110) no le reconoce ningún mérito. De la obra propiamente lírica (Odas y Epodos) tampoco se publica más que una traducción completa, en edición bilingüe, la del jesuita Urbano Campos (Lyon, 1682), una traducción en prosa, expurgada, de carácter filológico más que literario, destinada a los escolares de la Compañía.

Sin embargo, la pasión por la poesía y el verso del momento se refleja en una oleada de traducciones o imitaciones de odas y epodos individuales o de grupos de ellos, que se hacen especialmente frecuentes en el último cuarto del siglo XVI y primera mitad del siglo XVII. Sobresalen, ante todo, las traducciones de fray Luis de León, el más horaciano de nuestros poetas, que tradujo, al menos, veintidós odas completas y el epodo II (Beatus ille), publicadas por Quevedo (Madrid, 1631). Pero son numerosísimos los poetas que ponen manos a la traducción o imitación de la lírica horaciana. El Brocense, Mateo Alemán, Vicente Espinel, Cristóbal de Mesa, los hermanos Argensola, Pedro Espinosa, Juan de Jáuregui se encuentran entre ellos. Destacaremos, por el número de odas traducidas al jesuita Francisco de Medrano, que tradujo o imitó veintiocho odas, incluidas en sus Rimas (Palermo, 1617) y a Esteban Manuel de Villegas, que tradujo las treinta y ocho del primer libro y nueve de los restantes, publicadas en sus Eróticas o amatorias (Nájera, 1618).

Menos interés despertaron entre los traductores las sátiras y las epístolas, con excepción del Ars poetica. De las primeras sólo se conocen versiones de algún poema aislado o de algún fragmento, como la de la sátira I 1 de Francisco de Medrano (en Remedios de amor de Pedro Venegas de Saavedra, Palermo, 1617) o las de la sátira I 9 de Luis Zapata (en su traducción del Arte Poética, Lisboa, 1592) y de Bartolomé Lupercio de Argensola (en las Rimas de los dos hermanos, Zaragoza, 1634), a las que se puede añadir la brillante imitación de esta última de Esteban Manuel de Villegas, incluida en la elegía VII [VIII] de sus Eróticas o Amatorias (Nájera, 1618).

De las epístolas, aparte de la traducción inédita de cuatro de ellas (I 4, 10, 17 y 20) de Juan Gaytán (siglo XVII), son de destacar las numerosas versiones completas y fragmentarias del Ars poetica. Entre las completas, aparte de la versión de Villén de Biedma en su traducción de las obras completas de Horacio, señalaremos la de Vicente Espinel, incluida en sus Diversas rimas (Madrid, 1591); la de Luis de Zapata (Lisboa, 1592), la de Tamayo de Vargas (ca. 1616), editada por Alemán (1997: 124–148), las tres en endecasílabos sueltos; y la del jesuita catalán José Morell, en versos pareados y edición bilingüe, impresa en sus Poesías selectas de varios autores latinos (Tarragona, 1683).

La fortuna de los otros líricos latinos ha sido mucho menor. Es el caso de Catulo (véase Arcaz 1989), de quien no existe ninguna traducción completa, aunque son numerosos los poetas que traducen o recrean algunos de sus poemas. Entre ellos se encuentran J. de Mal Lara, C. de Castillejo, Rodrigo Caro, Quevedo, Luis Ulloa Pereira, Lupercio Argensola y Esteban Manuel de Villegas, quizás el más catuliano de todos ellos. Tampoco existe ninguna versión completa de las Silvas de Estacio y tan solo hay constancia de la versión de algún breve pasaje de poetas como Francisco Cascales en sus Cartas Philologicas (Murcia, 1634) o Antonio Pérez Ramírez en sus Armas contra Fortuna (Valladolid, 1698).

Finalmente, de Ausonio, prescindiendo por el momento de sus epigramas, merecieron la atención de los traductores más las obras apócrifas que las auténticas (véase Alvar 1990: 172–185). Especial atractivo tuvo el célebre poema De rosis nascentibus (donde se encuentra el famoso tópico literario collige, virgo, rosas) del que F. de Herrera incluyó en sus Anotaciones a Garcilaso (Sevilla, 1580) una versión íntegra en tercetos, pero del que se hicieron también numerosas traducciones o recreaciones de fragmentos. De sus obras auténticas, quizás la que suscitó mayor interés fue su Ordo urbium nobilium y, especialmente, su referencia a varias ciudades de la península en los versos 81–85, traducidos y parafraseados, entre otros, por Rodrigo Caro en sus Antigüedades (Sevilla, 1634).

 

Poetas elegíacos

La elegía subjetiva latina no gozó del interés de los traductores áureos (véase Osuna 1996). A lo largo de los siglos XVI y XVII no se publicó ninguna traducción completa de las elegías de Propercio, Tibulo o de los Amores de Ovidio. Tan solo cabe mencionar traducciones ocasionales, como, por ejemplo, las dos versiones de la elegía II 3 de Tibulo (más exactamente de sus primeros 32 versos), una de Fray Luis, en tercetos (Madrid, 1631), y otra de Esteban Manuel de Villegas, en octosílabos, incluida en sus Eróticas o amatorias (Nájera, 1618). De Propercio tenemos la versión, en sextetos lira, de la elegía I 2, que Lope de Vega puso en boca del pastor Celso en su novela Arcadia (Madrid, 1598), y la de la elegía II 2, en tercetos, de Francisco Medina, incluida por Herrera en sus Anotaciones (Sevilla, 1580). En cuanto a los Amores de Ovidio, en la primera mitad del siglo XVI C. de Castillejo entrelaza en sus poemas (Madrid, 1573) la traducción libre o paráfrasis, en versos de arte menor, de numerosos versos de esta obra, pero, sobre todo, debemos citar la traducción de las elegías I 5 y 8, en tercetos, de Diego Hurtado de Mendoza, editadas póstumamente (Madrid, 1610), la primera de las cuales se atribuye también a fray Melchor de la Serna.

El escaso éxito de la elegía subjetiva contrasta con la relativa abundancia de traducciones de las Heroidas (véase   Alatorre 1997), en razón, sin duda, de su temática mitológica y, quizás también, de su interés como modelo epistolar. De ellas nos han llegado dos traducciones completas: una anónima, en octosílabos, conservada en un manuscrito de finales del XVI o principios del XVII, acompañada de una traducción del Ibis, en serventesios, editadas ambas por López Inclán (1916: 457–557 y 1917: 292–335, respectivamente) y la de Diego Mejía, en tercetos, muy elogiada por Menéndez Pelayo (1952–1953: III, 134), acompañada también de la versión del Ibis, también en tercetos, publicadas en su Primera parte del Parnaso Antártico (Sevilla, 1608). Se han perdido las traducciones de Diego Ramírez Pagán y de Francisco de Aldana, ambas de la segunda mitad del siglo XVI.

A estas traducciones completas se suman otras, muy numerosas, de epístolas individuales. Destaca el interés por la heroida VII (Dido a Eneas), de la que se hicieron numerosas versiones: una primera versión libre de ella se encuentra (junto con las muy libres y abreviadas de la VI, IX y XII) en la Crónica Troyana (Burgos, Juan de Burgos, 1490, numerosas veces reeditada a lo largo del siglo XVI), procedente, como las otras, de las Sumas de historia troyana de Leomarte; hay otra anónima, en quintillas dobles, Las quexas que hizo la reyna Elisa Dido sobre la partida de Eneas, publicada bajo el título Después que los griegos destruyeron a Troya (Sevilla, ca. 1515); otra, en tercetos, de Gutierre de Cetina (que también tradujo la I y la II), atribuida también a Hernando de Acuña y Hurtado de Mendoza, editada con las otras dos por Hazañas y la Rúa (1895: II, 15–30, 58–97, 117–124); otra de Antonio de Villegas, en redondillas, incluida en su Inventario (Medina del Campo, 1565); otra inédita, en prosa, de Juan Gaytán (siglo XVII), que también tradujo la IX y la XVIII; otra de fray José de Santa Cruz, inédita, en tercetos, conservada en un ms. del siglo XVII; una versión parafrástica con texto latino y reparos morales de Sebastián de Alvarado y Alvear (Burdeos, 1628); y una última de Antonio Ortiz de Zúñiga, en romance, sin fecha ni lugar de impresión, pero, en todo caso, posterior a 1656.

Peor suerte tuvieron las elegías del destierro. Ni de las Tristes ni de las Pónticas se conoce ninguna traducción completa y, de las versiones parciales, solo merece señalarse la inédita, en prosa, del libro III de las Tristes y de algunas Pónticas de Juan Gaytán (siglo XVII). Del Ibis, en cambio, hubo dos versiones, que ya hemos mencionado. De las elegías didácticas, el Ars amatoria y los Remedia amoris, C. de Castillejo traduce hacia mediados del siglo XVI pequeñas porciones, que inserta en sus poemas (Madrid, 1573), pero la primera traducción completa, en octavas reales, es obra de fray Melchor de la Serna (ca. 1580), inédita en su momento y editada recientemente por Zorita (1991: 22–122) y Blasco (Valladolid, 2016). Realizó también una versión parcial de los Remedia (solo los 396 primeros versos), en redondillas, Luis Carrillo y Sotomayor, editada póstumamente en el seno de sus Obras (Madrid, 1611). De esta última obra hay también una versión libérrima o, quizás mejor, una imitación, en sextinas, debida a Pedro Venegas de Saavedra (Palermo, 1617).

 

Poetas satíricos y epigramáticos

De los satíricos latinos, Persio fue traducido, en dodecasílabos, hacia mediados del siglo XVI por Bartolomé Melgarejo, traducción incompleta (se interrumpe en el verso 69), recientemente editada por Del Amo (2011: 189–217). Nada se sabe, en cambio, de la traducción inédita de Luis Jerónimo de Sevilla, también de mediados del XVI, mencionada de oídas por Nicolás Antonio (1783–1788: II, 43–44). En el siglo XVII, Diego López (véase Castellano 2018) compuso una nueva traducción completa, en prosa, con comentario, pero no exenta, sino intercalada en el cuerpo del comentario (Burgos 1609). En cuanto a las traducciones de poemas sueltos, Quevedo, gran admirador del poeta, vertió la sátira II, por lo que dice en su Parnaso Español (Madrid, 1648) su editor, José Antonio González de Salas, que afirma haber traducido él mismo la III, pero no se conservan.

De Juvenal, aparte de algunas versiones parciales, como las de Jerónimo de Villegas de las sátiras vi y x (Valladolid, 1519), o, incluso, fragmentarias, como las numerosas incluidas por J. de Mal Lara en su Filosofía vulgar (Sevilla, 1568), hay también una traducción completa, en prosa, con comentario, del citado Diego López (véase Fortuny 2005), también intercalada en el comentario, que se publicó acompañada de una segunda edición de la traducción de Persio (Madrid, 1642).

Marcial (véanse Giulian 1930, Cristóbal 1987) fue un poeta muy apreciado en España, especialmente en el siglo XVII, en que se traducen, imitan y recrean muchos de sus epigramas, aunque se trata casi siempre de versiones ocasionales de epigramas sueltos o, a lo sumo, de grupos de epigramas, nunca de su obra completa. Entre aquellos humanistas que traducen grupos significativos de epigramas se encuentran: J. de Mal Lara que en su Philosophia vulgar (Sevilla, 1568) vierte treinta y siete epigramas, sin contar las numerosas traducciones de versos sueltos o partes de verso; Rodrigo Fernández de Ribera que a principios del siglo XVII tradujo o imitó, en octosílabos, una Centuria de epigramas, editada por Núñez (1993: 169–225); Bartolomé Jiménez Patón, que vertió diecisiete epigramas reunidos en su Declaración magistral de varios epigramas (Villanueva de los Infantes, 1628); Quevedo, gran admirador de Marcial, quizás el mejor representante de su espíritu en la literatura española, que tradujo un conjunto de cincuenta y tres epigramas, conocido como Imitaciones de Marcial, en las que muestra su preferencia por las composiciones de contenido erótico, especialmente de carácter misógino, y que fueron editadas por primera vez por Astrana (1932: 123–132); Manuel de Salinas, que tradujo sesenta y tres epigramas, incluidos en la segunda edición del Arte y agudeza de ingenio de Lorenzo Gracián (Huesca, 1648); y Fernando de la Torre Farfán, que en su Templo panegírico (Sevilla, 1663) incluyó la versión de veintisiete. Pero la traducción más completa es la de José Morell, que en sus mencionadas Poesías selectas (Tarragona, 1683), tradujo ciento cuarenta y dos, incluyendo el Libro de los espectáculos casi completo.

También los Epigramas de Ausonio (véase Alvar 1990: 166–172), tanto los auténticos como los apócrifos, despertaron el interés de los grandes poetas áureos y son numerosos los poetas que realizaron traducciones, imitaciones o recreaciones de dichos epigramas: entre ellos, Juan de Mal Lara, Francisco de Medina, Francisco Cascales, Antonio Pérez Ramírez, Rodrigo Caro, Manuel Salinas y Linaza, etc.

 

Dramaturgos

Pasando al teatro, la presencia de los cómicos latinos entre los traductores áureos no fue muy grande. De las veintiuna comedias de Plauto (véase Marqués 2001), como ya hemos adelantado, solo se tradujeron tres (Amphitruo, Menaechmi y Miles Gloriosus), aunque de las dos primeras hay varias versiones. El Anfitrión fue traducido por Francisco López de Villalobos (Zaragoza, 1515) y por Fernán Pérez de Oliva (Sevilla, 1525). A estas versiones les siguió una tercera anónima (Toledo, 1554), que no es más que una refundición de las dos anteriores. En 1555 se publicó en Amberes una traducción también anónima de El milite glorioso y los Menechmos, atribuida a Juan de Verzosa (Artigas 1925). Posteriormente, Juan de Timoneda publicó dos adaptaciones escénicas del Anfitrión y los Menecmos (Valencia, 1559).

De Terencio la única traducción publicada fue la excelente del humanista Simón Abril (Zaragoza, 1577; revisada en Alcalá, 1583), hecha con fines escolares y reimpresa en numerosas ocasiones (véase Bravo 2011). De las Tragedias de Séneca no se publicó en todo el siglo XVI ninguna traducción nueva ni se reimprimieron las versiones anteriores. En el XVII se publica la meritoria traducción de Las troyanas, de José Antonio González de Salas, incluida en su Nueva idea de la Tragedia Antigua (Madrid, 1633), con la que su autor intentó infructuosamente recomendar la imitación de la tragedia clásica (véase Rodríguez Iglesias 2016).

 

Autores cristianos

También se realizaron en estos siglos traducciones de los autores cristianos (véase Madoz 1951). De Tertuliano tradujeron el De pallio Esteban de Ubani (Madrid, 1631) y José Pellicer de Ossau (Barcelona, 1658), quien ya había publicado unos años antes una traducción parafrástica de otros seis libros: De testimonio animae; Ad martyres; De patientia; Ad Scapulam y los dos libros (De habitu muliebri y De cultu muliebri) en que se subdivide el De cultu muliebri (Barcelona, 1639). Poco después vieron la luz las muy elogiadas versiones de fray Pedro Manero del Apologeticum (Zaragoza, 1644) y de los De patientia y Ad martyres (Madrid, 1657). Gracián de Alderete tradujo de san Ambrosio el De officiis (Toledo, 1534) y Alfonso Carrillo y Sotomayor los tratados De bono mortis y De fuga saeculi, incluidos en la primera edición de la obra de su hermano Luis (Madrid, 1611).

De san Jerónimo lo que más interés suscita son las Epístolas. La primera versión hispánica de una de ellas, es, probablemente, la traducción a la lengua valenciana de la Epistula XXII (ad Eustochium), sin lugar a dudas, la más famosa de todas, debida a Jerónimo Gil (Valencia, 1517). A ella le sigue, poco después, la versión castellana de una amplia selección de cuarenta y cuatro epístolas, clasificadas temáticamente en siete libros, obra de Juan de Molina (Valencia, 1519). Fue una versión de éxito, varias veces reeditada. Ya en el siglo XVII Francisco López Cuesta publica la traducción de otra amplia selección de cincuenta y tres epístolas (Madrid, 1613), que se corresponde con las Selectas latinas utilizadas en la enseñanza, sobre todo en los seminarios, y que contó también con numerosas reimpresiones. Una traducción de dos epístolas a san Agustín realizada por las mismas fechas por Juan Gaytán permanece inédita. En cuanto a san Agustín, la primera traducción completa de las Confesiones se debe al portugués Sebastián Toscano (Salamanca, 1554). A finales de siglo se publica la excelente traducción de las mismas de Pedro de Rivadeneira (Amberes, 1596). De La ciudad de Dios hay una traducción de Antonio de Roys y Rozas (Madrid, 1614).

La Psychomachia de Prudencio fue traducida, con el título Batalla o pelea del ánima, por Francisco Palomino (Alcalá de Henares, 1529) y los Himnos II, IV y V del Peristephanon por Luis Díez de Aux (Zaragoza, 1619). En cuanto a Boecio (véase Doñas 2007) el primer contacto en traducción de los humanistas con su Consolatio fue a través de la versión catalana de finales del siglo XIV de Antoni Ginebreda, bien en su versión original (Lérida, 1489) o en sendas versiones castellanas anónimas de la misma (Toulouse, 1488 y Sevilla, 1497, reeditada en 1499 y 1511). La primera traducción humanista fue la muy elogiada del dominico Alberto de Aguayo (Sevilla, 1518), que vertió los versos latinos en diversos metros castellanos y tradujo la prosa en octosílabos sin rima (pero sin marca tipográfica alguna). En el siglo XVII, con el auge del neoestoicismo, se realizan varias versiones de esta obra. Entre ellas cabe destacar la de Jerónimo de Zurita (siglo XVI), no conservada; la de Pedro Sánchez de Viana (ca. 1600), inédita; la de fray Agustín López (Valladolid, 1604); la de Esteban Manuel de Villegas (Madrid, 1665), muy superior a las anteriores; y la del carmelita Antonio de Jesús y María (Madrid, 1680).

 

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  1. Aparte de las obras clásicas de Pellicer y Saforcada (1778), Antonio (1783–1788), Menéndez Pelayo (1950–1953 y 1952–1953), Highet (1978: 168–202) y Lida de Malkiel (1975: 369–381), sobre aspectos generales de la traducción y listados de traducciones de la lengua latina en los Siglos de Oro pueden consultarse Madoz (1951), Beardsley (1970), Russell (1985), Rodríguez–Pantoja (1990, 2002 y 2010), Coroleu (2002 y 2004), Micó (2004), Gallego (2014), Ruiz Casanova (2018) y Wilkinson (2018)

  2. Sobre las traducciones de Ovidio véase Schevil (1913); sobre las traducciones de tema mitológico en general es fundamental Cossío (1952)