La traducción del teatro inglés en el siglo XIX
Juan Jesús Zaro (Universidad de Málaga)
Introducción
La traducción de teatro inglés en la España del siglo XIX se limita exclusivamente a las traducciones de obras dramáticas de William Shakespeare que fueron apareciendo a lo largo del siglo. No hay, que sepamos, traducciones de otros dramaturgos ingleses, ni siquiera indirectas, ni tampoco de los dramaturgos contemporáneos de Shakespeare, que se empezaron a traducir en el siglo XX (Santoyo 1987), ni de otros posteriores, también traducidos por primera vez el siglo pasado. No obstante, el corpus de traducciones de Shakespeare en el siglo XIX conforma por sí mismo una interesante historia en la que se ponen de manifiesto distintas estrategias de traducción emanadas de las condiciones históricas, políticas y artísticas de la España de la época. Podría decirse, siguiendo la opinión del director escénico y crítico español Álvaro Custodio (1949: 7), que el dramaturgo inglés, en su largo camino hacia la canonicidad, fue «escamoteado» al espectador y al lector en castellano, afirmación que necesita matizaciones como las que intentamos plasmar en este trabajo. Este «robo» del dramaturgo inglés, que se explica entre otras razones por la enorme dependencia de la cultura francesa, producto de las circunstancias políticas e históricas entre las que se mueve la España de los siglos XVIII y XIX, pone también de manifiesto el distanciamiento literario entre España e Inglaterra durante un larguísimo período histórico que sólo comenzó a disminuir en las tres últimas décadas del siglo XVIII (Juretschke 1962: 2).
Shakespeare galoclásico y romántico
En 1798 se publicaba en Madrid la traducción de Hamlet de Inarco Celenio, nombre poético de Leandro Fernández de Moratín. Debe recordarse que esta traducción estaba hecha directamente del inglés y que iba acompañada de un completo aparato paratextual plasmado en las famosas «Notas», que incluyen los argumentos del traductor a favor y en contra de Shakespeare, donde se aprecia la tensión existente entre las concepciones artísticas del original y las del traductor. También hay que mencionar, a modo de anécdota, que esta traducción no fue representada hasta el año 2004, en concreto para un montaje de Eduardo Vasco estrenado en el Festival de Almagro.
Durante la primera mitad del siglo XIX –denominada por Alfonso Par «época galoclásica» en la historia de las traducciones y representaciones de Shakespeare– las traducciones proceden de versiones francesas neoclásicas interpuestas. Así, Hamlet (Anónimo,1800?; Antonio de Saviñón, 1809? y José María Carnerero, 1825), Otelo (Teodoro de la Calle, 1802), Macbeth (T. de la Calle, 1803 [texto perdido]; A. de Saviñón, 1813? y Manuel Bernardino García Suelto, 1818) y Romeo y Julieta (Dionisio Solís, 1803 y M. B. García Suelto, 1817) son, con excepción del Romeo y Julieta traducido por Solís a partir del Romeo und Julie de Weisse (Pujante & Gregor 2017: 25), traducciones indirectas hechas a partir de las versiones de Jean–François Ducis. Esta tendencia habría sido iniciada por el Hamleto de Ramón de la Cruz en 1772, traducción del texto de Ducis, estrenado en Francia en 1769. Casi todas ellas, además, estaban pensadas para el lucimiento escénico de actores destacados como Isidoro Máiquez o Carlos Latorre. De Máiquez, actor retratado por Goya, se cuenta que el realismo que imprimía a su actuación en la adaptación neoclásica del Otelo de Ducis era tan intenso que en cierta ocasión el público creyó de verdad que la actriz que hacía el papel de Edelmira (nombre correspondiente a Desdémona en esta adaptación) corría verdadero peligro de morir (Valbuena Prat 1960: 151). En todo caso, son Otelo y Romeo y Julieta las obras que más se representarán en estas primeras décadas del siglo XIX, y, por consiguiente, los primeros dos títulos de Shakespeare más populares entre el público español.
Las biografías de los traductores (Saviñón, Carnerero, De la Calle, García Suelto y Solís) dan fe de su compromiso, en mayor o menor grado, con la renovación teatral planteada ya a finales del siglo XVIII por escritores como Moratín. La fe ciega en esta renovación procedente de Francia y sus postulados neoclásicos, se dará, sin embargo, tanto en «afrancesados» que se opondrán al retorno del absolutismo propiciado por el regreso de Fernando VII (caso de Saviñón, que murió en la cárcel) como en aquellos otros que se adaptarán al régimen conservador sin mayor problema (como Carnerero y, quizás, García Suelto). Estas versiones neoclásicas coincidirán con los estrenos de tres refundiciones francesas basadas en obras de Shakespeare, traducidas al castellano: Los hijos de Eduardo, versión de Richard III de Casimir Delavigne, realizada por Bretón de los Herreros y estrenada en 1836; Juan sin Tierra, versión española de José María Díaz de la obra homónima de Ducis, basada lejanamente en King John y estrenada en 1848 (véanse González Subías 2000 y Gies 2006) y Ricardo III, versión de la obra homónima de Victor Séjour por Valladares y Saavedra y Sánchez Garay, estrenada en 1853. Hay que considerar, no obstante, que, salvo etapas concretas y muy breves, la actividad teatral en la primera mitad del siglo XIX en España está sometida a la censura, y que su efecto sobre estas traducciones está por investigar.
Antes de continuar hay que recordar la breve pero pionera incursión de José María Blanco–White en el ámbito de la traducción del dramaturgo inglés. En 1823, desde Londres, el intelectual sevillano propone, entre otras traducciones de «Shakespear» la del soliloquio «To Be or Not To Be» de Hamlet con el título «Soliloquio sobre la muerte y el suicidio» en la revista Variedades o Mensagero de Londres, cuyo público estaba compuesto por españoles exiliados en la capital inglesa y lectores de las colonias españolas americanas en trance de emancipación. Blanco argumenta la necesidad de traducir a Shakespeare de forma poética y, por tanto, lleva a cabo su traducción en endecasílabos blancos.
En 1838 se estrena en Madrid Macbeth en traducción directa del inglés de José García de Villalta. Su fracaso en la escena, relativizado por Pujante (2019: 236), será un hito en las representaciones de Shakespeare en España que, según opinión de muchos, ralentizará, y prácticamente detendrá su puesta en escena durante varias décadas. El crítico británico H. Thomas (1949: 13) concluye de este fracaso que «it was made painfully clear that theatre–going Spaniards at least were not ready for him». La obra, que sólo se mantuvo cuatro días en cartel, fue silbada por el público y retirada a los cuatro días (véanse Calvo 2002 y Zaro 2007). García de Villalta, escritor liberal y romántico, amigo de Espronceda, que traduce a partir de la edición de Shakespeare de Edmund Malone de 1790 reeditada varias veces a lo largo del siglo XIX, proponía una traducción analógica, es decir, adaptada a la versificación predominante en la escena española de la época, que a pesar de todo podemos considerar la primera traducción genuina de la obra, al igual que lo es el Hamlet de Moratín. La crítica se dividió ante este fracaso de forma llamativa: mientras Antonio María de Segovia (1838: 63) calificaba la obra de «drama furiosamente desarreglado» que superaba a otros «dislates del teatro antiguo», Enrique Gil y Carrasco (1838: 421), amigo personal de Villalta, se permitía defender a Shakespeare de los ataques de la crítica con las palabras siguientes:
Supuestos todos estos preliminares, ¿habrá quien crea el teatro de Shakespeare adaptable en un todo a nuestra época, nuestras creencias, a nuestras costumbres y civilización? Juzgamos que no, y juzgamos asimismo que nadie dista más de esta idea que el laborioso traductor de Macbeth. […] Hay muchas disonancias en las exterioridades del dramático inglés y de nuestros opulentos dramáticos, para soñar nunca en ajustarlas estrechamente a nuestro modo de sentir. Hasta ese punto creemos que todos estamos acordes.
No obstante, uno de los argumentos más interesantes de esta crítica es la recriminación que se hace al público que acudió a ver la obra. Hablando de las «bellezas» inherentes a la obra de Shakespeare, el crítico (1838: 422) proclama:
¿No debería esto haber bastado para contener a una gran parte del auditorio en los límites de un respetuoso silencio? […] La duda, la indecisión y hasta la frialdad del público la hubiéramos comprendido, y quizá aún disculpado. Todo lo demás ha sido para nosotros una sorpresa dolorosa y lo creemos sucedido en mengua del criterio nacional.
Gil y Carrasco (1838: 423) compara además la acogida que Shakespeare ha obtenido en España con la obtenida en otros países europeos, como Italia o Alemania. En este asunto, señala, España difiere de otros países por razones idiosincráticas: de este modo, aspectos como nuestras diferencias de «genio» y «carácter», la distinta naturaleza del público receptor y la estrategia poco naturalizadora del traductor, excluyendo la versificación, podrían explicar esta acogida. Flitter (2015: 156) señala que estos argumentos reflejan directamente la influencia de A. W. Schlegel en la crítica española, al diferenciar expresamente entre los países del sur y norte de Europa por cuestiones culturales e incluso raciales.
Muchos años después, el crítico literario Alfonso Par criticará la estrategia versificadora de Villalta y concluirá que el estreno de esta obra fue nada menos que «un error lamentabilísimo que pagamos con creces, pues durante muchísimos años ningún actor español se atrevió a llevar a escena obra alguna de Shakespeare» (1935: I, 268). Sin embargo, este comentario debe ser matizado: durante muchos años, tras el fracaso de este Macbeth, escenificarán a Shakespeare en España compañías italianas de ópera como las de Adelaide Ristori (1857) o Ernesto Rossi (1868). Estas compañías, que ya habían estrenado otras óperas basadas en obras de Shakespeare como Otelo de Rossini, Capuletos y Montescos de Bellini y el propio Macbeth de Verdi, siguen contribuyendo a popularizar algunos personajes shakespearianos en los teatros españoles: el notable papel de la ópera y de estas compañías en la difusión de Shakespeare en España en el siglo XIX está también por investigar. De forma simultánea, siguen publicándose refundaciones adaptadas parcial o totalmente al gusto neoclásico como Hamlet de Pablo Avecilla (1856), que utiliza en parte la traducción de Moratín para construir su «imitación» de Shakespeare pero modifica el curso de la acción y el carácter de los personajes según «un gusto racional» (1856: 3), o la de Mateo Martínez Artabeytia quien, en la «Advertencia» a su traducción sigue empeñado en «acomodar [Hamlet] a nuestra escena» (1872: 3), escudándose en la «libertad que tiene todo autor dramático para refundir o arreglar las tragedias, dramas y comedias que encierren argumentos interesantes» (1872: 4), libertad que extiende al empleo de las unidades neoclásicas, de las que sólo aplica la de acción.
Por otra parte, en 1828 se representa la obra Shakespeare enamorado, original de Alexandre Duval y traducida por Ventura de la Vega, que constituye un gran éxito y, por primera vez, da a conocer –de forma teatralizada– al personaje del dramaturgo inglés al público español. No será la única donde esto sucede en este período: en 1852 se representa El sueño de una noche de verano en forma de ópera cómica, traducida del francés, donde Shakespeare aparece como el amante borracho de la reina Isabel I. Y por fin, en 1867, el Bardo vuelve a ser un personaje en la escena española, en concreto en la magnífica pieza Un drama nuevo, de Manuel Tamayo y Baus, obra elogiada de modo unánime por la crítica que fue, además, un gran éxito de público, y cuyas representaciones continuaron hasta bien entrado el siglo XX.
Shakespeare en la segunda mitad del siglo XIX
A partir de 1857, y prácticamente hasta final de siglo, son de nuevo las compañías italianas las que empiezan a frecuentar la escena española con repertorios basados en obras de Shakespeare traducidas, en prosa, a su lengua. Así se divulgan Hamlet, El mercader de Venecia y El rey Lear, cuyos papeles principales corren a cargo de actores famosos como Enrico Dominici, Eleonora Duse, Ermete Novelli e incluso Sarah Bernhardt.
Lo interesante es que a estas alturas del siglo el público teatral español seguirá prefiriendo un Shakespeare refundido o naturalizado, entre otros elementos, por medio de la versificación, la segmentación y la manipulación argumental (véase Regalado de Kerson 1994): en esta línea se sitúa el exitoso «drama trágico–fantástico en verso» El príncipe Hamlet de Carlos Coello y Pacheco (1872), en el que se presenta a un príncipe poco introspectivo que actúa en gran medida movido por la venganza –en cierto modo semejante a los personajes de las comedias áureas del Siglo de Oro–, papel que corría a cargo del famoso actor Antonio Vico. La obra de Coello, escritor conservador y monárquico, se estrena en pleno reinado del rey Amadeo I de Saboya, calificado por gran parte del conservadurismo español como rey usurpador. El argumento de la obra se centra en una situación similar y en el rechazo que este hecho causa en distintas instancias cortesanas. En el prólogo a la obra, un interesantísimo texto sumamente persuasivo, Coello (1872: 7) la define como un «drama trágico en verso inspirado por el Hamlet de Shakespeare… sujeto a las necesidades de la escena española y a las condiciones especiales de nuestro público», y se cuida además de decir que su obra no es una traducción, ni siquiera un arreglo:
El príncipe Hamlet es un drama inspirado por el que escribió el Calderón inglés, y quien se pare a meditar un poco en lo que la palabra «inspirado» quiere decir, comprenderá sin esfuerzo que es un drama diferente del primitivo, aunque al primitivo deba su existencia, de igual modo que un hijo se la debe a su padre, asemejándose a él en los rasgos fisonómicos, pero con vida propia y personalidad distintas.
Coello justifica además su apropiación del Hamlet de Shakespeare en el siguiente párrafo, escrito en tercera persona:
Opinaba el autor […] cuando emprendió su penosa tarea (y hasta ahora no ha tenido motivo para variar de opinión) que era dueño el poeta dramático de tomar un pensamiento ajeno allí donde lo encontrara a su gusto, y de aprovecharse de él como mejor le pareciera, siempre que a este hecho lícito acompañase su declaración franca y leal; y admirador entusiasta del vate de Stratford, se propuso seguir de lejos sus numerosas huellas, como el soldado sigue las de su jefe […]. Hacer otra cosa, lanzarse a enmendar y corregir un poema de tal valía, propósito es de que no puede suponerse capaz al loco más rematado ni al majadero más inverosímil.
Otro ejemplo en la misma línea es Theudis, «drama trágico» inspirado lejanamente en Hamlet, original de Francisco Sánchez de Castro, estrenado en Madrid en 1878, que transcurre en la Barcelona visigoda del año 548. Con todo, algunas opiniones sobre las refundiciones fueron muy desfavorables, como la de Carolina Coronado, que en 1858 criticó duramente una de ellas: Julieta y Romeo, de Ángel María Dacarrete (Pujante & Campillo 2007: 194), o la de la hispanista alemana Carolina Michaëlis, que calificó la refundición de Coello como «una profanación insoportable de la obra de Shakespeare» (1875: 333, citada en Morel–Fatio 1876: 253).
Durante las tres últimas décadas del siglo XIX se van traduciendo lentamente las obras completas de Shakespeare. Uno de estos intentos es el dirigido por Francisco Nacente a partir de 1873: los traductores principales, todos los cuales traducen del francés, son el propio Nacente, que vierte Antonio y Cleopatra, Enrique IV (1ª y 2ª parte), Enrique V, El rey Juan, El rey Lear, La comedia de los errores, Las alegres comadres de Windsor y Medida por medida; Eudaldo Viver, que traduce Cimbelino, Como gustéis, Coriolano, Enrique VI (2ª parte), Pericles, príncipe de Tiro, Bien está cuando bien acaba, La duodécima noche o lo que queráis y Trabajos de amor perdidos, y Pablo Soler, traductor de La tempestad, Troilo y Crésida y Una furia domeñada. Otros proyectos de esta índole que se publican a partir de 1873 son el emprendido por Jaime Clark, que traduce Como gustéis, El mercader de Venecia, Hamlet, Las alegres comadres de Windsor, La noche de Reyes, La tempestad, Medida por medida, Mucho ruido para nada, Otelo y Romeo y Julieta, y por Guillermo Macpherson, traductor de Antonio y Cleopatra, Como os guste, Cimbelino, Coriolano, El cuento de invierno, El mercader de Venecia, El rey Juan, El rey Lear, Enrique IV (1.ª y 2.ª parte), Hamlet, Julio César, La fiera domada, Las alegres comadres de Windsor, La tempestad, Macbeth, Medida por medida, Otelo el moro de Venecia, Ricardo III, Romeo y Julieta, Sueño de una noche de verbena, Timón de Atenas, y Troilo y Crésida.
También lo intentan Matías de Velasco y Rojas, marqués de Dos Hermanas, traductor de tres obras dramáticas (El mercader de Venecia, Otelo y Romeo y Julieta) y de los poemas, de 1869 a 1872, y el tándem Marcelino Menéndez Pelayo, traductor de cuatro obras dramáticas en 1881 (El mercader de Venecia, Macbeth, Otelo y Romeo y Julieta)1 y José Arnaldo Márquez (traductor de Comedia de las equivocaciones, Como gustéis, Coriolano, Cuento de invierno, Julio César, Las alegres comadres de Windsor, Medida por medida y Sueño de una noche de verano) de 1883 a 1884. De ellos, dos traductores (Clark y Macpherson) tienen en común el ser bilingües en inglés y en español y traducen directamente del inglés, al igual que Velasco, Menéndez Pelayo y Márquez, algo que hasta el momento, y a la vista de las traducciones publicadas de Shakespeare, solo habían hecho Moratín, García de Villalta y algún otro traductor como Pedro Prado y Torres, que vertió Macbeth en 1862. Conviene distinguir, no obstante, entre Clark y Macpherson en su conocimiento de la lengua española, pues mientras Clark la aprendió fuera de España antes de establecerse en Madrid, Macpherson vivió desde su nacimiento en un entorno bilingüe al residir primero en Cádiz y luego en Madrid.2
Las traducciones de Clark, que publica Hamlet en 1873, respetan la prosa y el verso del original, traduciendo la prosa por prosa, el blank verse por endecasílabos blancos y el verso rimado por verso rimado. Por su parte, Macpherson (1873: xvi) también intenta adaptarse al verso y la prosa originales, utilizando siempre el endecasílabo. Su opinión sobre la labor del traductor queda reflejada en las siguientes palabras: «la misión del traductor es presentar el original que se propone verter a otro idioma revestido siquiera del modesto atavío de un lenguaje inteligible, ya que carezca de otras galas; y no le es lícito dejar confuso ni aún lo que, acaso confusamente, se escribiera en un principio».
Sin embargo, el español de las obras de Macpherson, y en menor medida de Clark, no parece ser el más apropiado para la representación por sus largos períodos sintácticos, su oscuridad y el uso del hipérbaton, quizá como imitación de la poesía culterana del Siglo de Oro. Como señala Rafter (2011: 334) «puede ser que Macpherson haya contribuido algo al conocimiento, o incluso al entendimiento de la obra Hamlet en España, pero no ha pensado mucho en el actor que debe interpretar el papel de Hamlet». Con todo, la segunda versión del Hamlet de Macpherson fue probablemente, por el número de ediciones, la traducción de esta obra más leída por el público español antes de la versión de Luis Astrana Marín de 1929.
En todo caso, el esfuerzo de Clark y Macpherson por verter al español un Shakespeare no mediado para acercar al público al autor de Stratford no detuvo el recurso a la refundición en los escenarios. Y así, aunque el teatro español se libra casi por completo de la censura en las dos últimas décadas del siglo, tres de las últimas traducciones de Shakespeare representadas en el siglo XIX son, de nuevo, refundiciones efectuadas por dramaturgos españoles de prestigio: La fierecilla domada, «arreglada» por Manuel Matoses (1895), que se representaría hasta bien entrado el siglo XX; Cleopatra, de Eugenio Sellés (1898); y Cuento de amor (1899), «comedia fantástica» de Jacinto Benavente basada en Twelfth Night. La primera y la tercera constituyen un gran éxito de público, entre otras razones por el prestigio de los actores que intervienen en ellas, entre los que destacan Carmen Cobeña y Emilio Thuillier. El triunfo de la primera parece haber inspirado, incluso, una popular zarzuela: Las bravías (1897), con libreto de José López Silva y Carlos Fernández Shaw y música del maestro Chapí, obra «achulapada» (en palabras de Par 1935: II, 56) y cargada de tópicos, que, paradójicamente, sería la refundición basada en Shakespeare que más veces se representaría en nuestro país en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX.
Por el contrario, la obra de Sellés, autor adscrito a la «escuela de Echegaray», que como en el caso de La fierecilla domada de Matoses todavía sigue el precepto de las tres unidades, es un absoluto fracaso, a pesar de contar en el reparto nada menos que con María Guerrero y Antonio Vico. La famosa actriz y su esposo, Fernando Díaz de Mendoza, se ven obligados a contratar a tres refundidores, Luis Vía, José O. Martí y Salvador Vilaregut, que traducen rápidamente la obra para representarla en Barcelona. Juan Valera (1898: XIII), en el prólogo a la obra de Sellés, sostiene aún que «para ver la obra de Shakespeare en España y en el teatro, era indispensable el arreglo y Eugenio Sellés le ha llevado a cabo con amor y con entendimiento del eminente poeta». Y una vez más –recuérdese el aparente fiasco del Macbeth de García de Villalta– se culpa al público del fracaso: «la causa del desagrado estriba en lo poco que se fija la atención; en que entre nosotros acude la gente al teatro, más para ver y ser vista, que para oír los dramas; y en que cierto género de composiciones exige cuidadoso recogimiento para comprenderlas bien, estimarlas y juzgarlas». Otra muestra de apropiación de Shakespeare por parte de un autor prestigioso es Les esposalles de la morta (1879), del dramaturgo romántico catalán Víctor Balaguer, basada en Romeo and Juliet. Este modo de proceder pone de manifiesto, una vez, más la tardanza de la escena española en representar obras del autor inglés no sometidas a refundición, pero también la necesidad de que sean avaladas por dramaturgos conocidos que, en la mayoría de los casos, no hacen sino construir piezas ancladas en sus proyectos artísticos personales.
Una última obra refundida cierra el siglo XIX: la «comedia de fantasía» Cuento de amor de Jacinto Benavente, basada en Twelfth Night de William Shakespeare. No sería la única obra benaventiana basada en un texto de Shakespeare: en 1927, otra «comedia de fantasía» titulada La noche iluminada, incorporaría a los personajes de A Midsummer’s Night Dream, si bien el argumento será muy diferente (véase Muela Bermejo 2012). En la postromántica Cuento de amor se mantiene el nudo principal del argumento de Shakespeare, es decir el largo episodio de cross–dressing protagonizado por Viola y Cesario, convertidos aquí en Elena y Florisel, pero se desechan otros como el subplot protagonizado por Antonio y Sebastián. Benavente también tradujo El rey Lear en 1911, donde escribe una «nota preliminar del traductor» en tono sincero y humilde, que no deja dudas sobre su concepto de la traducción como acto autorreferencial.
En primer lugar, expresa su respeto por las traducciones anteriores pues, de este modo, el lector de Shakespeare dispondrá de distintas opciones para conocer mejor al dramaturgo inglés, y luego describe lo que sería una traducción perfecta: «la que consiguiese darnos todo el espíritu de un escritor, con las palabras que, supuesto su temperamento, su estilo personal, la época y hasta las circunstancias en que escribió su obra hubiese él mismo empleado» para terminar diciendo que «para conseguir esta traducción soñada el traductor había de ser… el autor mismo» (1951: 361). Benavente sigue describiendo sus criterios de traducción: el más decisivo, aplicar la «claridad». Y por fin, añade un curioso comentario: «Incurren algunos traductores de Shakespeare, por exceso de admiración disculpable, en el pecado de idolatría. Todo les parece en él sobrehumano y le creen más divino cuanto más misterioso; las frases más vulgares toman, al ser interpretadas por ellos, un aire enigmático y sibilino» (1951: 361). Es difícil aventurar el significado exacto de estas palabras: es posible que las versiones de Clark o Macpherson, cuyo lenguaje ya hemos descrito, no convencieran a Benavente; en todo caso, es uno de los rasgos –el engolamiento o, si se prefiere, la grandilocuencia desbordada– que una y otra vez se atribuyen a determinadas traducciones españolas del autor inglés del siglo XIX pero también del XX, sobre todo por parte de la crítica hispanoamericana.
Conclusiones
Como señalamos al principio de este capítulo, la historia de las traducciones de Shakespeare en España en el siglo XIX puede verse como la coexistencia de dos tendencias o estrategias de traducción, prácticamente hasta el final del siglo, que evidencian también influencias distintas en el polisistema literario español. La primera estrategia o «norma inicial» se acercaría al «polo de aceptabilidad» descrito por Toury (1995): el traductor está al servicio del lector o del público y Shakespeare debe acomodarse a las normas que derivan de este posicionamiento. La presuposición es que, en estado «puro», Shakespeare no se amolda a las exigencias del teatro nacional español ni puede satisfacer las expectativas del público receptor, argumento de corte nacionalista al que se recurre una y otra vez en los paratextos de las traducciones y que es una imitación de la postura francesa al respecto. Por este motivo, los textos de origen son (o deben ser) modificables, entre otras razones para ajustarse a los criterios artísticos de la Edad de la Razón, conocidos y apreciados por, al menos, un amplio sector del público teatral. Entrarían aquí todos los Shakespeares neoclásicos de las primeras décadas del siglo, empezando por el Hamleto de Ramón de la Cruz. La norma preliminar que aplican es traducir de un texto intermedio que, en la mayoría de los casos, suele ser francés, lo que pone de manifiesto, como señalamos al principio, la poderosa influencia de la cultura francesa en España heredada del siglo XVIII, que sólo se irá debilitando poco a poco en la segunda mitad del siglo XIX.
Un caso especial dentro de esta línea lo constituirían las refundiciones de la segunda mitad del siglo XIX como las de Avecilla, Martínez Artabeytia o El príncipe Hamlet de Coello, que continúan aplicando total o parcialmente las unidades neoclásicas, un tardío síntoma de atavismo en comparación con otros países europeos o, ya a finales del siglo, La fierecilla domada de Matoses, Cuento de amor de Benavente, Cleopatra de Sellés o Las bravías de López Silva y Fernández Shaw. Se trata de productos artísticos en los que Shakespeare se subordina casi por completo a los criterios artísticos de los autores–traductores, pero que aprovechan el creciente estatus del dramaturgo inglés en el imaginario del público español.
Por su parte, la segunda estrategia o «norma inicial» estaría más cercana al «polo de adecuación» de Toury (1995) y comenzaría, a pesar de sus ambivalentes paratextos, con el Hamlet de Moratín, para seguir con las propuestas de traducción de Blanco–White, seguidas de los Macbeth de García de Villalba y Prado y Torres y culminar con las traducciones de Velasco y Rojas, Clark, Macpherson y Menéndez Pelayo/Márquez (recuérdese que Blanco–White y García de Villalba fueron exiliados). Esta estrategia utiliza como norma preliminar de forma sistemática la traducción directa del inglés, en algunos casos como consecuencia del exilio o el bilingüismo de sus traductores y, en general, trata de acercar el público al autor, siguiendo la recomendación mencionada de Schleiermacher. En parte, se identifica con la tendencia que comenzaron las traducciones alemanas de Shakespeare de finales del siglo XVIIII (con traductores como Wieland, Schröder, Schiller, Schlegel o Tieck), que se oponen desde el primer momento al patrón neoclásico francés, confiriendo desde el principio a Shakespeare un enorme capital simbólico como autor europeo y universal a partir de una posición central que favorece la adecuación como estrategia global de traducción.
Insistimos en que queda por dilucidar cuál fue el papel de la censura en las decisiones tomadas por los traductores de Shakespeare en el siglo XIX y si éstos ejercieron o no una política de autocensura por razones obvias. Hay rastros de este tipo de comportamiento tanto en una tendencia como en otra.
Finalmente, recordemos el detalle curioso que aparece y desaparece en esta historia de las traducciones de Shakespeare en la España del siglo XIX y que no es otra cosa que la disociación entre el autor inglés como dramaturgo, cuyas obras se traducen y se leen o representan, y el autor inglés como personaje literario. Es este segundo Shakespeare, más que el primero, el que fue ganando poco a poco el prestigio que no ha hecho sino aumentar desde entonces hasta nuestros días: el protagonista de Shakespeare enamorado o el personaje de Un drama nuevo, que en el prólogo de Cuento de amor, ya es calificado como «un poeta divino, un semidiós» (Benavente 1899: 10).
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