La traducción de la poesía latina en el siglo XIX
José David Castro de Castro (Universidad Complutense de Madrid)
La reflexión sobre la traducción
El siglo XIX, además de una actividad traductora de las obras de la literatura latina que bien puede calificarse de destacable, muestra una notable atención teórica a la traducción, a los objetivos que deben perseguirse en esa tarea y a las estrategias que permiten una mayor eficacia al desarrollarla.1 Tal reflexión puede encontrarse en los prólogos y piezas liminares de las traducciones, pero también en escritos dedicados monográficamente a la cuestión, como los de Menéndez Pelayo, o, en ámbito hispanoamericano, M. A. Caro. Según Ruiz Casanova (2000: 432) la reflexión sobre la traducción en el ámbito clásico es peculiar respecto a la de otras literaturas, pues no tiene tanta relevancia en ella la discusión sobre el galicismo de las traducciones y sobre la excesiva abundancia de estas. No obstante, cabe señalar que no es infrecuente encontrar en los prólogos alusiones a traducciones francesas, que parecen «de referencia», como, por ejemplo, la francesa de Virgilio de Delille, a la que se refieren muchos traductores (Afonso, Arona, Pérez de Camino).
Asuntos que se discuten son:
a) Traducción literaria o traducción literal. En el siglo XIX se plantea en Europa, y de forma clara para las traducciones de autores grecolatinos, el debate entre la traducción que pretende reflejar la obra de arte que supone el original y traduce, por tanto, literariamente, y la traducción que pretende transmitir de forma clara y, en ocasiones, explicar lo que se traduce. Esta segunda forma podemos vincularla a la actividad escolar o incluso ya filológica. La primera sería una actividad propia del poeta, la segunda del profesor (Crespo 2006: 8–9).
La cuestión de la fidelidad (y sus formas) despierta gran interés. Ochoa la considera un criterio predominante a la hora de plantearse una traducción (Castro 2013: 147–149; Lafarga 2016: 123–124). En cambio, J. de León Bendicho en su versión de Valerio Flaco (Madrid, Vda. de Aguado e Hijos, 1868) opta por evitar una fidelidad extrema y justifica sus alejamientos del original por su pretensión de evitar posibles incomprensiones de una traducción demasiado ajustada.
Vinculado a estas cuestiones está el problema de la utilización del verso o de la prosa para la traducción de obras en verso.
b) Prosa o verso. La traducción de textos poéticos muestra dos tradiciones en España. Una predominante, de traducciones en verso. Otra minoritaria, de versiones en prosa. Las opciones son discutidas, tanto en España como en el extranjero. L. Folgueras rechaza el uso de la prosa (García Garrosa 2016: 38–39). Menéndez Pelayo (1950–1953: VIII, 267) va en la misma línea, pues cree que una traducción en verso puede tener valor literario, mientras que una en prosa no lo tendrá. Considera, además, la primera como propia de la tradición nacional y la traducción en prosa una técnica extranjera. M. A. Caro (1873: XCI–XCVI) hace valiosas reflexiones al respecto: ambos tipos de traducciones son necesarias, pero es preferible el verso, pues se enriquecen la literatura y la lengua patrias y se mantiene la forma. La versión en prosa no da una idea cabal de un original poético y es para Valera (1898: XXIV–XXV) «aparato auxiliar o instrumento filológico para la inteligencia y la interpretación de los textos originales». La alusión a la Filología es relevante en el final de un siglo en el que esta ha ido triunfando en buena parte de Europa. Wilamowitz señalará en esta centuria en ¿Qué es traducir? (1891) que solo un filólogo clásico puede traducir a un autor clásico. Se ve así amenazado el reino del poeta como intérprete del poeta. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que en muchas ocasiones la elección del verso tenía que ver con una voluntad del traductor de añadir o superponer a su tarea de mediador la de creador. Estas traducciones suponen, pues, con frecuencia intentos de alarde poético o expresivo. Por otro lado, en ocasiones, como se dice que hizo Virgilio, los traductores realizaban una primera versión en prosa, para luego pasar en un segundo proceso al verso (sobre la versión de la Eneida de G. Afonso, véase Salas 2013: 294). Es preciso indicar, por último, que en ocasiones es el género al que pertenece el original (como la poesía didáctica, de elevación poética supuestamente menor a la de otras formas) lo que el traductor aduce como justificación de su opción por la prosa (García Garrosa 2016: 39).
Eugenio de Ochoa elige la prosa al traducir las obras virgilianas, lo que supone decantarse por una opción minoritaria y un contraste notable respecto a la otra gran versión decimonónica del Mantuano, la posterior de Miguel Antonio Caro. Justifica Ochoa su opción aludiendo a la escasez de sus fuerzas, pero también a la voluntad de no hacer ninguna concesión en lo que a la fidelidad se refiere. Al ofrecer también el texto latino, la versión tiene un cierto carácter instrumental. M.ª Rosa Lida verá en esta decisión de Ochoa una modernidad que Menéndez Pelayo no llegó a comprender (Castro 2013: 146–147). También otros criticarán a Ochoa por su decisión, como el cubano Rafael Montoro en una reseña a la traducción de las Geórgicas de Pérez de Camino (Zaro 2016: 194).
Puede afirmarse, pues, que, como muestran tanto la práctica como las reflexiones teóricas, durante esta centuria en nuestro país se seguirá defendiendo la necesidad de traducir la poesía latina en verso, salvo que la traducción sea prioritariamente instrumento de comprensión del texto. La opción por la prosa solo se impondrá, y con dificultades, en el siglo XX.
Respecto a la traducción en verso, Valera defiende como metro adecuado para la traducción de textos poéticos latinos el endecasílabo libre, que es el usado por Juan Gualberto González. Hay experimentos, como el de Sinibaldo de Mas en una traducción en versos que imitan los hexámetros, pero este parece fallido, pues cansa, como ya se reconoce en la propia época (Valera 1898: xxvii). Javier de León Bendicho (1868: 36–41) reflexiona sobre el uso de los distintos metros y opta por un uso variado, aunque con predominio de la octava. En su Horacio en España Menéndez Pelayo defiende, aunque no de forma exclusiva, el verso suelto (García Tejera 2019: 106).
c) Una tarea nacional. La traducción es entendida a veces como una aportación necesaria al patrimonio cultural hispano. Así caracteriza su labor Eugenio de Ochoa (Castro 2013: 144–146) y también Fernando Casas en su traducción del Lelio de Cicerón (Cádiz, Imprenta de la Revista Médica, 1841, pp. VIII–IX). A. de Arrúe piensa que su versión impulsará la emulación de otros traductores. Por otro lado, también en el ámbito hispanoamericano será perceptible, aunque en otro sentido, esta tendencia, pues la traducción en español en América será en ocasiones contrapuesta a la realizada en Europa (así Juan M.ª Gutiérrez y su Virgilio en América).
d) No faltan reflexiones ocasionales sobre el desequilibrio entre las lenguas latina y española, desajuste que dificulta la tarea de traducir.
e) La continuidad con la tarea ya emprendida por traductores anteriores y el espíritu de emulación respecto a sus aportaciones son muchas veces subrayados, pues se señala que cada traducción es una nueva oportunidad de, situándose en la senda de los intentos anteriores, profundizar en la obra original y acercarse a una versión digna de ella (García Garrosa 2016: 35–36).
En algunas ocasiones la reflexión deriva en ataque o polémica. Así, las críticas de Juan Tineo a la versión horaciana de Javier de Burgos, herencia de polémicas anteriores (Pérez Morillo 1998).
Importancia decisiva tiene la gigantesca y admirable labor de recopilación de información y de valoración realizada por Marcelino Menéndez Pelayo en la parte final del XIX, de la que seguimos beneficiándonos hoy. Instrumentos esenciales son, tras sus trabajos sobre Horacio (1877 y luego 1885) y sobre Virgilio (1879), los materiales de su Bibliografía hispano–latina clásica (aunque aparecida en parte en 1902, el trabajo se realizó esencialmente durante el siglo XIX e incorpora opúsculos anteriores) y de su obra Biblioteca de traductores españoles (artículos escritos desde la década de los 70, aunque el libro es de publicación póstuma). El conjunto de su obra está lleno de noticias y opiniones de enorme valor, aunque no sea raro encontrar valoraciones parcialmente diferentes de la misma traducción en distintas obras del erudito santanderino. A todo ello hay que añadir los prólogos que ofreció a algunas traducciones, especialmente en la «Biblioteca Clásica» del editor Luis Navarro (a partir de ahora, BC), en la que desarrolló tareas de gran importancia y diferente naturaleza.2
La prensa se convierte también desde muy pronto en vehículo de reflexión sobre la traducción. No faltan reseñas en la prensa, como la de la traducción de las Metamorfosis de Ovidio de Francisco Crivell, en la que se censura el uso de la prosa (Minerva o El Revisor General 3.10–30.12.1806). La traducción de Virgilio hecha por Ochoa fue reseñada en la prensa general: por Fernando Cos Gayón (El Imparcial de 20.7.1869), por Ramón Goicoerrotea (La Ilustración de Madrid de 12.3.1870), por J. P. de Guzmán (La Época 2.9.1871) (Castro 2013: 151–152) y en medios especializados, por Raimundo de Miguel (Boletín–Revista de la Universidad de Madrid II, n.º 8, 1870, pp. 476–494) (Sánchez 2017: 108).
En cuanto al respeto a los originales al verter pasajes de moralidad problemática para los cánones de la época, es todavía habitual que en las traducciones de textos en los que aparecen pasajes o composiciones «subidas de tono» se evite traducir con fidelidad, aplicando distintos sistemas de autocensura. Así, por ejemplo, Argote y Salgado indica en el prólogo de su versión manuscrita de Juvenal que ha optado por decir lo mismo que el autor, pero expresado con decoro; se trata, añade, de una traducción para hombres y no para mujeres y niños (1879: 8). Suárez Capalleja deja en latín fábulas de Fedro o epigramas de Marcial que considera obscenos. La traducción de las Odas de Horacio por Felipe Sobrado omite las relacionadas con el amor. Pérez de Camino censura su versión de Catulo. Folgueras Sión nos ofrece un Juvenal parcial. Las reseñas de los periódicos advierten en ocasiones sobre el peligro de algunos textos por sus contenidos de discutible moralidad.
Traducciones: épica y didáctica
Si realizamos un recorrido por los distintos géneros poéticos para conocer qué ofrece la imprenta del siglo XIX a sus lectores en el terreno de la poesía latina en traducción, hemos de comenzar, por su especial, relevancia, por la poesía épica. El lector de la época no encontrará todavía en nuestra lengua traducciones de conjunto de los primeros autores (Livio Andronico, Nevio, Ennio). Sí, en cambio, un notable grupo de versiones nuevas de la Eneida de Virgilio (Castro 2005b). Algunas de ellas están vinculadas al ámbito educativo, como la del L. D. F. V. (Barcelona, Grau, 1842); se reimprimió en el siglo XX en la editorial Iberia, revisada por M. Querol.3 También escolar es la modesta versión, en romance endecasílabo y endecasílabo suelto y acompañada del texto latino, de Alejandro de Arrúe en tres tomos (Bilbao, Adolfo Depont, 1845–1846; Delmas e Hijo, 1847). A este grupo muy vinculado a lo escolar cabe adscribir también la traducción de Felipe León Guerra (Coria, Evaristo Montero, 1873 y 1882), en endecasílabos sueltos; en ella se transmite bien (aunque con simplificaciones) el contenido, pero la forma no es destacable. Carácter muy diferente a las versiones citadas tiene la traducción de Sinibaldo de Mas (Madrid, Rivadeneyra, 1852), interesante por su énfasis en los aspectos rítmicos y su pretensión de atender al lector moderno, pero caracterizada por excesivas intervenciones del traductor y de imposible lectura corrida. La versión de Graciliano Afonso (Las Palmas, M. Collina, 1854) es en endecasílabos, tras poner en verso una traducción prosaica previa destinada a la enseñanza (Salas Salgado 2013; véase también Salas Salgado 2011). Hito importante es la traducción de la Eneida en Obras completas de Virgilio (Rivadeneyra, 1869) por Eugenio de Ochoa, poeta que, como adelantamos, opta por la prosa para asegurar la fidelidad al original. Como hemos indicado, las opiniones de Menéndez Pelayo y de M.ª R. Lida sobre este trabajo difieren, siendo la segunda más benévola con Ochoa; también Monterroso gustaba de esta versión, que acompaña al texto latino. Es directa, aunque consulta la versión francesa de Nisard. No fue una versión cualquiera, pues consiguió notable repercusión en la época (incluso en la prensa) y una extraordinaria pervivencia en los siglos posteriores, en una prosa que aproxima la épica a la novela (Castro 2013). Junto al trabajo de Ochoa, el otro hito en la traducción de Virgilio es la versión de Miguel Antonio Caro (Bogotá, Echeverría Hermanos, 1873–1876; incluida en 1879 en la BC, y reimpresa en 1881 y 1890), de gran calidad formal y cuidada lengua poética (reutiliza versos y secuencias de poetas y traductores anteriores), pero lastrada en lo rítmico por la elección de la octava real, que rompe continuamente el ritmo de la narración. La octava conecta así, como en otros casos, la traducción con la tradición de la épica culta en español. La versión del poeta Luis Herrera y Robles, publicada primero incompleta (los seis primeros libros), en 1898 y 1904 (segunda edición), y completa en 1905 (Sevilla, Fé), en endecasílabos sueltos incluye en su primera edición la muy apreciable versión del libro primero de Ventura de la Vega, de notable claridad y tono poético, que en la segunda edición Herrera sustituye ya por su propia versión.
Mucha menos atención que al Virgilio épico se presta a las Metamorfosis de Ovidio. Aparecen entre 1805 y 1819, en cuatro tomos, unas Metamorfosis en prosa traducidas por Francisco Crivell (Madrid, Imprenta Real). La traducción es «no enteramente desdeñable» (Ruiz de Elvira 1992: I, XXXI). Destacan sus ilustraciones tomadas de una edición francesa y ubicadas de forma diferente en cada ejemplar (Meilán 2017: 557). Además de esta traducción nueva, se reimprime, en dos volúmenes en la BC, la versión de Pedro Sánchez de Viana (Madrid, Viuda de Hernando, 1887), en un proceso de recuperación de versiones los Siglos de Oro que caracterizará el panorama editorial decimonónico en lo que a la épica imperial respecta. De Lucano hay una versión manuscrita en la biblioteca de la Universidad de Navarra. En 1888 (Madrid, Viuda de Hernando) aparece en la BC en dos tomos la versión parafrástica aurisecular de Juan de Jáuregui en octavas reales. En ese mismo año en la misma colección se reimprime la versión de Juan de Arjona y Gregorio Morillo (Cristóbal 1987), también en octavas, de la Tebaida de Estacio, que ya había aparecido en 1855 (Madrid, Rivadeneyra) en edición de Adolfo de Castro en un volumen de Curiosidades bibliográficas. De Valerio Flaco, Javier de León Bendicho publica en 1868–1869 (Madrid, Vda. de Aguado e Hijos) en tres tomos (dos de traducción y uno de texto latino) una versión –esencialmente, aunque no solo– en octavas reales, de las Argonáuticas, muy elogiada por Menéndez Pelayo (1952–1953: I, 197), en la que, según propia confesión, no es la fidelidad literal su principal objetivo (para todo ello, véase Barreda 1999). No se publica ninguna traducción de Silio Itálico durante este siglo. De Claudiano se reimprime en 1806, en dos ediciones diferentes (en las imprentas madrileñas de Repullés y Sancha) la versión en octavas de Francisco de Faría del De raptu Proserpinae, impresa originalmente en 1608. No hay versión de las obras de Coripo.
En poesía didáctica el caso más interesante es el de Lucrecio, autor respecto al que el componente ideológico es fundamental para comprender los avatares de su difusión. De finales del siglo XVIII es la versión manuscrita (ms. 287 de la B. Menéndez Pelayo de Santander) en endecasílabos blancos atribuida a José Marchena (en contra, Asencio 2013; véase también Arcaz 2016), publicada por Menéndez Pelayo en 1896; de 1832 es una versión manuscrita de Matías Sánchez (Real Biblioteca, ms. II 646), en gran medida coincidente con la anterior, por lo que se ha afirmado que Sánchez plagió a Marchena (Molina 2018), o que verdadero autor de la traducción es Sánchez (Traver 2019). También Javier de Burgos había realizado una traducción, aunque esta se perdió (García Armendáriz 2002: 108). La primera que finalmente aparece publicada es la traducción en prosa de M. Rodríguez–Navas (Madrid, Agustín Avrial, 1892; luego 1893, edición que prologó Francisco Pi y Margall). El médico venezolano Lisandro Alvarado realizó una versión completa que no se publicó hasta el siglo siguiente (Caracas, Monte Ávila, 1950).
Existen varias traducciones de las Geórgicas de Virgilio. Así, la que hizo en verso Agustín Aicart, fechada en 1827, con prólogo, se conserva manuscrita en la B. Nacional de España (ms. 13554). La traducción en verso de Benito Pérez Valdés, realizada en 1819, apareció en edición de Tomás de la Ascensión Recio muchos años después, en 1982 (Mieres del Camino, Instituto Bernaldo de Quirós). Publicó en Manila una traducción bastante prosaica (Menéndez Pelayo 1950–1953: IX, 65) en versos sueltos el dominico fray Mateo Amo (Imprenta de los Amigos del País, 1858), acompañando al texto latino, sin introducción ni notas. Eugenio de Ochoa traduce en prosa las Geórgicas en sus Obras completas de Virgilio (Rivadeneyra, 1869; luego Madrid, Bailly–Baillière, 1880). La versión en silvas de Miguel Antonio Caro (Bogotá, Echeverría Hermanos, 1873 y luego en la BC en 1879; reed. en 1883 y 1897) es muy elegante y muestra una admirable lengua poética, pero peca en ocasiones de excesiva concisión, según Menéndez Pelayo (1879: LXII–LXV). Acompañada del texto latino apareció la traducción en octavas de Norberto Pérez de Camino (Santander, J. M. Martínez, 1876), que fue considerada por Menéndez Pelayo obra de buen versificador, pero desigual y culpable de sacrificar demasiados rasgos virgilianos (1950–1953: IX, 104–105). La que hizo en verso suelto Marcelino de Aragón, duque de Villahermosa (Madrid, Fortanet, 1881, y luego Madrid, Tello, 1894) logró los elogios de Menéndez Pelayo en el prólogo que el erudito santanderino escribe para ella. Ramón de Siscar y de Montoliu publicó una versión en verso suelto castellano (Barcelona, La Renaixensa, 1881), la cual, a pesar de su carácter irregular, fue también positivamente valorada por Menéndez Pelayo (1950–1953: IX, 97).
Aunque la obra de Columela está escrita en prosa, su libro X utiliza, como es sabido, el verso. Se discute si la versión de este libro X en la traducción publicada en 1824 (Madrid, Miguel de Burgos), corresponde al autor de la parte en prosa, Juan M.ª Álvarez de Sotomayor, y fue simplemente corregida por el militar gaditano José Virués y Espínola o si el papel de este rebasó la mera corrección (Menéndez Pelayo 1950–1953: III, 301–302).
No hay traducciones de Haliéutica de Ovidio, ni de Gratio, Manilio o las obras sobre caza de Nemesiano. Respecto a Avieno, Miguel Cortés y López publica las Costas marítimas (Imprenta Real, 1835), versión más atenta a la claridad y a la exactitud que a la belleza.
Poesía lírica y elegía
De Catulo aparece la valiosa traducción en verso y ritmos variados por Manuel Norberto Pérez de Camino (Madrid, Minuesa de los Ríos, 1878), en la que, sin embargo, el poeta burgalés se autocensura evitando obscenidades (faltan los poemas 25, 29, 30, 33, 36, 41, 47 y 48), estrategia que celebra Menéndez Pelayo, lo que no le impide desaprobar su superficialidad (1950–1953: II, 18–22); Fernández Corte (2006: 153–154) subraya que su objetivo principal es enriquecer la lengua de llegada.
En cuanto a Horacio, en 1813 (Coruña, Ángel Antonio Henri) se publica la versión de Felipe Sobrado, expurgada, prosaica y sin mucho valor ni gusto según Menéndez Pelayo (1950–1953: V, 11 y VI, 133–136; Elías 2016: 40). Javier de Burgos (Elías 2016) ofreció dos traducciones de Horacio completas (parte lírica y satírica) en verso (aunque omite dos epodos por su carácter erótico): la primera se publicó en cuatro volúmenes (Madrid, M. Collado, 1819–1820; Madrid, L. Amarita, 1823), y fue reimpresa en 1834 (París–Lyon, Cormon et Blanc) y 1841 (París, V. Salvá); la segunda (o corrección de la primera), también en cuatro tomos, en 1844 (Madrid, José Cuesta). Menéndez Pelayo (1950–1953: VI, 138–139) considera el Horacio de Burgos la mejor versión de un clásico hecha en España y elogia su variedad de tonos, pero también tilda su traducción de irregular y censura una dicción vinculada a otras estéticas y que lo aleja del original (V, 11–12 y VI, 140–141). Se ha señalado el carácter expansivo y poco ajustado a la literalidad de esta versión, así como el uso de un vocabulario que la aleja notablemente del lector actual (Antón 1989a; 1989b). Antonio Jimeno Caridad traduce los Epodos (Fernández López 2014) en una versión en verso clara y «sin censuras» (Logroño, Sánchez y Cía., 1900). No hay traducción completa de la lírica estaciana en este siglo. Juan Valera, traduce (o recrea, Alvar 1984: 82) el Pervigilium Veneris.
La elegía latina despierta un cierto interés en los traductores decimonónicos. De Tibulo se publica en 1874 (Madrid, Julián Peña), aunque se había culminado en 1815, la traducción en verso de Norberto Pérez de Camino, primera completa en español (salvo el Panegírico de Mesala), elogiada por Menéndez Pelayo como exacta y concisa (Arcaz & Ramírez de Verger 2015: 107–108). No aparece, en cambio, traducción alguna completa de Propercio al español en esta centuria. Respecto a Ovidio (véase Gallego 2014), de Amores se publica una versión «por dos literatos valencianos» en Valencia (Juan Mariana y Sanz, 1878); inéditas quedaron la de Francisco Crivell, publicada en 1962 (Madrid, EDAF; incluye también versiones de Amores, Remedia y Medicamina) y la de Juan Gualberto González. De las obras ovidianas con planteamiento didáctico contamos, en primer lugar, con las citadas versiones de Francisco Crivell. Una versión en prosa de El arte de amar por D. M. A. R. (o sea, M. A. Rodríguez) aparece en 1811 (Madrid, Ibarra), siendo reimpresa en varias ocasiones y con nombre expreso en 1837 (París), con Remedia y Medicamina, y 1841 (Barcelona, N. Oliva, con ambas obras); otra versión anónima de Ars aparece en Madrid (Sanz y Razola, 1822, «con varias notas» y Remedia). En 1875 (Valencia, Mariano y Sáenz) se publica la de Fernando de Sandoval y en 1881 (Barcelona, Murilla) la versión en prosa de Celio de las Navas (seudónimo). El peruano Mariano Melgar publica una versión en verso de Remedia en 1833 (Arequipa, Imprenta del Gobierno; luego Nancy, Crépim–Leblond, 1878) en la que no se traducen los pasajes escabrosos. Respecto a una obra que podía ser tan atractiva para el lector decimonónico, acostumbrado a las heroínas enamoradas, como las Heroidas, se publica únicamente en 1828 (México, Galván) la versión del mexicano Anastasio de Ochoa, en endecasílabos. La labor de recuperación de viejas traducciones lleva, eso sí, a la aparición de la versión de Diego Mexía en 1884 en la BC. Además, en ese mismo año Paz y Melia publica en Madrid (Miguel Ginesta) la inédita de Juan Rodríguez del Padrón. Tampoco se presta atención especial a la obra del destierro, pues contamos únicamente con la traslación en verso del chileno Manuel Antonio Román de Tristia que aparece en 1895 (Santiago de Chile, Cervantes). No hay traducciones completas de Fastos, Ex Ponto ni se vierte el Ibis.
Sátira y epístola
De la producción satírica, no se traduce a Lucilio, ni a Varrón o la Apocolocintosis. Sí contamos con versiones de los satíricos mayores. En cuanto a Horacio, la versión en verso de Javier de Burgos resulta importante, pues contaba con pocos precedentes. Fue acremente censurada por A. Bello, por no transmitir la elegancia, el desenfado y la gracia del original y tener un estilo prosaico. Reconocía Bello, no obstante, su fidelidad y la aportación que suponía dar el primer Horacio completo en verso en español (Bello 1885). Particular interés despierta Juvenal, del que ya en 1817 (Madrid, Catalina Piñuela) se publica la versión en verso libre del arzobispo Luis Folgueras Sión, en la que alternan aciertos y errores. Omite, por ejemplo, las sátiras IX y XVI y expurga el texto eliminando lo que le parece inadecuado. Se publicó también una traducción anónima y sin fecha, probablemente en la segunda mitad del siglo XIX, de la que se conserva un ejemplar en la Biblioteca de la Universidad de Granada. La década de los años 70 muestra un florecimiento de versiones de Juvenal, no siempre completamente originales. Así, Alfredo Álvarez, que publica la suya en 1870 (Madrid, Imprenta de El Pueblo) traduce del francés. El político y abogado Ignacio Argote y Salgado, Marqués de Cabrillana del Monte, realiza una traducción completa en 1879, que se conserva manuscrita en la BNE (ms. 13561). La que publicó en 1879 Francisco Díaz Carmona, no completamente literal, en la BC usa el verso libre y omite la sátira IX. Mucha menos atención despierta Persio, del que, sin embargo, se realizó una traducción apreciable (aunque también autocensurada) por parte del mexicano José M.ª Vigil en endecasílabos libres y tercetos encadenados, versión que apareció en México (G. A. Esteva, 1879) y luego en la BC (1892).
Respecto a la epístola, destaca la traducción, ya citada, de Horacio por Javier de Burgos. El Arte poética de Horacio (en realidad, una epístola) presenta una amplia nómina de traducciones (García Tejera 1994), sin duda por su fuerte vinculación al ámbito docente y a la reflexión sobre Poética. En 1828 se publica en París (J. Didot) la que hizo en versos sueltos Francisco Martínez de la Rosa (reed. en Valencia, P. Aguilar, 1878 y 1892), muy apreciada por Menéndez Pelayo (1950–1953: VI, 144–145), sobre todo por su elegancia y carácter poético. El zaragozano Rafael José de Crespo realizó otra, «en otros tantos versos como tiene el original» (1835), que se conserva manuscrita (BNE ms. 7851) junto con treinta odas (Bravo 1991: 87). La apreciable traducción de Juan Gualberto González, en endecasílabos sueltos, se publicó en 1844 (M, Alegría y Charlain, tomo I) y Menéndez Pelayo la considera fiel, pero áspera (1950–1953: VI, 145). La del buen latinista Raimundo de Miguel (Burgos, Revilla, 1855; con varias reed.) es elogiada por su versificación suelta y fácil por Menéndez Pelayo (1950–1953: VI, 151). El librero Pascual Polo y R. de Miguel mantuvieron una acerba disputa, con participación de otros eruditos, sobre las notas al Arte poética y la traducción del primero y otras cuestiones conexas, pero lo que publica Polo no es una traducción, como afirma Menéndez Pelayo (1950–1953: VI, 151–153), sino notas al Arte poética y críticas a las notas horacianas de R. de Miguel.
La poco afortunada versión de D. G. A. (o sea, Graciliano Afonso), aparecida en Las Palmas (La Verdad, 1856) en pareados tiene función escolar; aunque no hecha sobre ella, consulta la versión francesa de J. Delille (Salas 2013: 289 y 291). La misma vinculación con la enseñanza puede apreciarse en la de Vicente Fontán y Mera, que aparece acompañando al texto latino en 1858 (Cádiz, Círculo Científico y Literario). En 1863 (Cádiz, Imprenta de la Revista Médica) aparecen dos versiones de cierta calidad, anónimas, pero del mismo autor, en endecasílabos sueltos y romance octosílabo. La traducción en verso de Manuel María Saá fue publicada en 1878 (Badajoz, Emilio Orduña). La de Victoriano Rivera Romero, de 1880 (Córdoba, Diario de Córdoba; varias reed.), tiene carácter escolar y es en prosa.
El catedrático de latín Vicente Polo y Pérez publicó su versión literal en 1884 (Valladolid, F. Santarén). La traducción en prosa del sacerdote y director del Instituto de Orense Marcelo Macías y García (Orense, A. Otero 1888, 1894) estaba dirigida a los alumnos de Segunda Enseñanza. La del también profesor Antonio Balaguer y Ferreres (Barcelona, Casa de Caridad, 1888 y luego 1891) acompaña al texto latino. El catedrático de literatura Manuel Correché publicó también la suya (Madrid, Agustín Vellón, 1890, y luego 1893). La del catedrático Magín Verdaguer y Callis era «yuxta–verbal» para uso de alumnos (Palma, Amengual y Muntaner, 1893). Al año siguiente publicó la suya con notas el catedrático Pedro Muñoz Peña (Valladolid, Hijos de Rodríguez). Carácter didáctico tenía también la traducción del catedrático de la Universidad de Barcelona José Franquesa y Gomis (Barcelona, Tipografía Española, 1892). Una versión se publicó en Gibraltar (El Anunciador, 1900) atribuida a José Patrón. La nómina se cierra con la traducción en verso del catedrático Antonio Jimeno Caridad (Logroño, Sánchez y Cía., 1900; véase Fernández 2014).
Otros géneros poéticos
En lo que respecta a la bucólica virgiliana, véase Ramos Santana (2002). La traducción manuscrita en verso de Bucólicas por Agustín Aicart data quizá de la segunda década del siglo XIX (BNE ms. 13551). Félix María Hidalgo ofrece una versión en verso, en una edición bilingüe (Sevilla, Dávila, Llera y Cía., 1829), que aparecerá más adelante, sin el texto latino, en la BC (1879; reed. en 1883 y 1897). Fue elogiada por Lista y, según Menéndez Pelayo, destacaba por su elegancia, pero no era brillante ni particularmente fiel (1950–1953: IX, 35–42 y IX, 214–215). Luego están las muy literales y poco poéticas traducciones en verso de Francisco Lorente (Madrid, Imprenta calle del Amor de Dios, 1834) y en endecasílabos blancos de Juan Gualberto González (Madrid, Alegría y Charlain, 1844, tomo I) (Menéndez Pelayo 1950–1953: IX, 216 y 219; Roldán 1984). En la segunda mitad del siglo se publican la versión en endecasílabos, también prosaica y fiel (aunque con omisiones), según Menéndez Pelayo (1950–1953: IX, 65), del dominico fray Mateo Amo (Manila, Imprenta de los Amigos del País, 1858). La traducción de Francisco de Paula Hidalgo (Cádiz, Círculo Científico y Literario, 1859) omite las bucólicas II y V. En prosa es la traducción de Eugenio de Ochoa en la edición bilingüe de sus Obras completas de Virgilio (Madrid, Rivadeneyra, 1869), que luego aparecen sin el texto latino en 1879 (Madrid, Librería de Hernando). La versión en silvas de Miguel Antonio Caro, que primero apareció en Bogotá (Echeverría Hermanos, 1873), será recogida más adelante en la BC (1879 y luego 1883 y 1897). Es elogiada por Menéndez Pelayo por su lengua y censurada, en cambio, por su concisión a veces excesiva (1879: lxii–lxv). En Madrid en 1873 se imprime en la «Biblioteca Universal» la versión de las Bucólicas en verso de fray Luis de León, que ya había aparecido en 1816 (Madrid, por Ibarra) entre las obras del poeta. Menéndez Pelayo (1979) la defendió de las críticas de Eugenio de Ochoa. Antoni Febrer i Cardona traduce las Bucólicas al catalán (Mahón, 1808). En cuanto a Calpurnio y Nemesiano, de su obra bucólica ofreció una traducción acompañando al texto latino Juan Gualberto González (Alegría y Charlain, 1844), la primera de estos autores al español, bien valorada por Menéndez Pelayo (1950–1953: I, 360).
Pasando al epigrama, de Marcial tenemos una interesante propuesta en la versión en tres volúmenes de Víctor Suárez Capalleja en la BC (1890–1891, Castro 2005a: 158). En ella suplementa mediante sus propias traducciones las de una plétora de traductores anteriores (aunque no las de Quevedo, custodiados con celo por Menéndez Pelayo). Aporta introducción y notas (a partir de la versión francesa de Nisard de 1865) en las que ofrece otras versiones y paráfrasis. La versión no es completa (como él afirma), pues omite algunos versos y deja en latín epigramas obscenos (Sullivan 1991: 302). La recuperación del patrimonio traductor hispano se combina aquí, pues, con la voluntad de ofrecer un Marcial (casi) completo.
De Fedro, un autor claramente escolar, se hacen nuevas ediciones de versiones de la rica tradición del XVIII, como la de Francisco de Cepeda (Madrid, Vda. de Barco, 1817 y 1820; Madrid, J. Viana Razola, 1827), que acompaña al texto latino y pretende facilitar su comprensión. En ella se omiten algunas fábulas «en que podía correr algún peligro la inocencia de los niños» y se eliminan asuntos sexuales. Fue reimpresa sin mención del traductor y «corregida por D. José Carrasco» en 1823 (Barcelona, Sierra y Martí). También se reimprimen las versiones dieciochescas de F. J. Idiáquez (Valladolid, Roldán, 1818) y de Rodrigo de Oviedo (Madrid, Imprenta Calle de la Greda, 1819). En 1858 aparece en Cádiz (La Revista Médica) la traducción, con texto latino, pero incompleta de Francisco de Paula Hidalgo. En 1891 se publica en la BC, acompañando a la de Marcial, la versión en verso de Víctor Suárez Capalleja, quien deja en latín las fábulas de contenido erótico (I 18, I 29, III 3, IV 14). Hay una traducción al catalán de Antoni Febrer (1807). No hay versión completa de las fábulas de Aviano.
Para finalizar, de algunas de las variadas composiciones de la Appendix Vergiliana se publica la traducción de Eugenio de Ochoa (El mosquito, La garza, Los catalectos, La ventera, El almodrote, además de El huertecillo = Anthologia Latina 635 Riese) en sus Obras completas (Madrid, Rivadeneyra, 1869); Soler (1990: 416) opina que, aunque afectada de retoricismo, suena bien en castellano, si bien sigue en exceso la versión francesa de Désiré Nisard.
Conclusiones
Frente a la prosa, en la que, si bien se ampliará enormemente la nómina de obras traducidas por primera vez, también se recurrirá con mucha frecuencia a las versiones de centurias anteriores, las versiones de poesía latina del siglo XIX muestran un claro predominio de la traducción original (la épica imperial se publica, en cambio, en traducciones auriseculares, salvo Valerio Flaco, que cuenta con una versión contemporánea, y Silio Itálico, que no se traduce). Algunos autores concitarán un interés particular, en concreto, Virgilio y Horacio (en menor grado, Juvenal). Las traducciones tendrán a veces una clara vinculación al contexto escolar (evidente en el caso del Arte Poética de Horacio o de Fedro, también de autores como Virgilio), pero en muchas ocasiones estarán dirigidas a un público más amplio. El desarrollo de este público general es una de las características importantes del periodo. Aunque el uso del verso predomina, van apareciendo ejemplos destacables de traducciones en prosa. Un ejemplo es la versión de F. Crivell de las Metamorfosis de Ovidio, aunque más relevante (también por su aceptación y difusión, contemporánea y posterior) es la de la obra completa de Virgilio por Eugenio de Ochoa. Las versiones horacianas de Javier de Burgos y las virgilianas de M. A. Caro son importante hitos por su calidad. Algunas obras se vierten por vez primera al español, ampliando la nómina de producciones romanas accesibles al lector desconocedor del latín. Buenos ejemplos son Calpurnio, Nemesiano y Tibulo (Catulo cuenta con una traducción a la que le faltan ocho poemas); también aparece en este siglo Lucrecio, ya traducido la centuria anterior, pero cuya obra tardó en salir a la luz. El lector general decimonónico tiene así la posibilidad de acceder a casi toda la poesía latina (con importantes huecos como Propercio, parte de Ovidio, las Silvas de Estacio, Ausonio…) en traducciones contemporáneas o reimpresas en su siglo. A la siguiente centuria habrá que esperar para que los traductores viertan fielmente (o simplemente no omitan) los pasajes de moralidad «discutible» y para que se pueda acceder también a la poesía fragmentaria. También para que las traducciones sean habitualmente obra de especialistas, de filólogos.
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