La traducción monacal en la Edad Media
Antonio Bueno García (Universidad de Valladolid)
Introducción
Durante la Edad Media la traducción estuvo en su mayor parte en manos de clérigos. Denominamos traducción monacal a la generada en el espacio del monasterio o del convento. En la península ibérica se pueden destacar diferentes momentos de interés en lo relativo a la traducción monacal, que estarían en consonancia con los distintos periodos de reforma vividos dentro de la propia Iglesia.
En la Alta Edad Media, tras la caída del Imperio romano (476 d. C), los primeros monasterios y abadías albergaron cubículos donde el monje desarrollaba en soledad su labor de traducción religiosa, a las órdenes de un prior o un abad, que a su vez dependían de señores feudales, y casi siempre traducían al latín desde los textos sagrados escritos en griego o en hebreo. Con la reforma cluniacense de monasterios, y más tarde de Císter, bajo el control esta vez de las autoridades eclesiásticas, se entró en una gran renovación monástica, que afectó también a la traducción. Sin duda la creación de escuelas y universidades y la labor de teólogos notables influyó poderosamente en esta tarea de fuerte carácter individual y solitario. El surgimiento de la Escuela de traductores de Toledo, con el obispo Raimundo al frente, vino a cambiar el procedimiento y una metodología innovadora: la realización colaborativa de la traducción. Algunos monjes con la participación, por ejemplo, de rabinos emprendieron traducciones de textos hebreos, griegos o árabes al latín y más tarde a lengua romance. El siglo XII, con el surgimiento de las órdenes mendicantes, una nueva religiosidad vino también a tener consecuencias en este tipo de ejercicio.
A la conclusión de la Edad Media y en el umbral de la Edad Moderna, una nueva religiosidad vino a imponer nuevas formas también de traducción, ligadas en muchos casos al mundo de los descubrimientos y de las nuevas misiones encomendadas a la Iglesia; pero esto será asunto de otra nueva etapa en la siempre cambiante traducción monacal.
Vida monástica y traducción
La vida monástica tuvo desde sus orígenes múltiples formas de expresión, que fueron de la eremítica a la clausura compartida o la de comunidad con más o menos contacto con el mundo exterior. Este estilo de vida contemplativa, expresión de la religiosidad, ha experimentado cambios con el paso de los tiempos, en sintonía con el poder eclesiástico o con el temporal. El espacio del religioso ha ido también cambiando históricamente de ubicación: del desierto a las afueras de la ciudad y después al corazón de ella; como ha ido variando el nombre del recinto en el que mora: cueva, cenobio, monasterio, convento, casa de espiritualidad, colegio, etc.; o el del habitáculo en el que se retira: celda, cubículo, habitación. También su actividad ha sufrido transformación con el tiempo, aunque la intelectual –fomentada con la copia de manuscritos, la lectio divina, la exégesis o la traducción (en sus múltiples formas)–, ha sido una constante.
La labor de traducción ha tenido siempre muchos adeptos entre los religiosos, y ello desde la Antigüedad. Quizás se deba a que, como sugiere Rabin, el cristianismo es «una religión de traducción»1 (en Fernández Marcos 2007: 278).2 Desde su propia etimología, la palabra «traducir», proveniente del latín (transfĕro, transtŭli, translătum), «llevar al otro lado» deja implícito el valor de transferir y transmitir lo aprendido (en el texto original), acción que además da sentido a la misión apostólica: es obligación del religioso transmitir el ideario del Evangelio; ahora bien, cuando se trata de transmitir la doctrina los traductores cuidan de modo especial esta transmisión, y su jerarquía vela también por el correcto sentido de ella.
Esta conjunción perfecta de textos y traductores, dentro de un marco espacial propio, en unas condiciones de vida y de vocación comunes, con un proyecto religioso de vida, ha motivado un concepto, el de «traducción monacal» (Bueno 2007: 17–40) o «traducción religiosa» en un sentido más amplio, que se caracteriza por la existencia de un pacto tácito, no escrito, o compromiso, que afecta a los elementos fundamentales de la comunicación: la figura del traductor, la forma y contenido del mensaje, las condiciones de producción textual y el receptor. En este contexto, la religiosidad es el vector que da cohesión al texto traducido y que permite entender cuestiones tan fundamentales como: el interés de la labor, el control de la traducción, las implicaciones de la personalidad del traductor (monje, fraile, sacerdote diocesano, etc.), la influencia del espacio en la creación (monasterio, convento o incluso extramuros en el caso de la misión), la función de la traducción, el modus operandi del traductor, y los objetivos del texto o la dinámica de la recepción.
Las traducciones que lleva a cabo el monje son habitualmente por encargo, ya sea del superior del convento, del obispo, de un señor feudal, de un noble o hasta del rey, dependiendo de la época y de la relación del monasterio con el poder eclesiástico o temporal. Su realización responde a un interés de esclarecimiento del texto en una lengua propia (latín o romance, dependerá de la época) para un particular, un monasterio o para la comunidad. La actividad traductora del religioso, como por lo demás cualquier otra que desarrolla en la comunidad, obedece siempre a una disciplina, que debe contar con la aquiescencia de la superioridad. La tarea se asume con obediencia, fidelidad y respeto a un superior, pocas veces es una decisión propia o un deseo personal (esto solo llegará siglos más tarde y a partir del Humanismo). La traducción, como ejercicio intelectual que tiene una clara repercusión social, aparece sometida en la Edad Media (e incluso en nuestros días) a estrecha vigilancia. El control sobre la traducción lo lleva a cabo inicialmente el prior o abad, junto a otra autoridad eclesial, además de la parte inquisidora y civil (dependerá también de la época). Esto obligará al traductor a pedir habitualmente parecer y corrección del demandante para estar seguro de la calidad de su trabajo. El texto abierto a la participación exterior es otra característica de la traducción monacal. No es un procedimiento retórico lo de brindar a otro la posibilidad de mejorar la traducción o de intervenir en ella, es un comportamiento cabal, que cuenta con esta aportación extraordinaria en aras a mejorar el resultado. El texto deviene así polifónico, obra colectiva en la mayoría de los casos, y ello por imagen y semejanza de la vida en comunidad. El permiso da fe del sometimiento a los cánones teológicos de la Iglesia o a las normas del momento. Pero la vigilancia de la traducción deja sin duda su semilla sobre la voluntad del traductor, y en concreto sobre la redacción del texto y también de los paratextos, que se sienten en el punto de mira.
Otra característica de la traducción monacal o conventual es la defensa a ultranza por parte del traductor de la fidelidad de su versión, ya que en general no se detiene a considerar la subjetividad en la que puede haber incurrido; la convicción de haber respondido con criterio cabal es una característica de estos textos, que defienden vehementemente el sentido dado a los mismos. No va en contra este sentimiento del ofrecimiento hecho al superior para enmendar cualquier parte que no fuera de su agrado. Es también característica de estas obras la solicitud de una oración como amparo de un trabajo que, aunque material, resulta espiritual para esta mano letrada de Dios.
La personalidad del traductor está presente en el texto en la medida en que este es objeto de una misión personal ligada a sus creencias. El voto de obediencia interviene por supuesto en la labor traductora. Por no extendernos en demasía en el análisis de la personalidad del autor, comentemos que una de las prerrogativas del profeso es cambiar de nombre en el momento de su consagración, efecto sin duda que es necesario considerar para el análisis de su identidad, que se suma al ya poco estable antropónimo en la época: latino, romance o naturalizado.
En un trabajo anterior, donde expusimos la influencia del espacio sobre el individuo, destacábamos cómo los espacios cerrados (el de la clausura o el conventual son de este signo) influían en la personalidad de su habitante y de su escritura (Bueno 1993: 119–125). La circularidad espacial, como la vida reglada en comunidad, en un ámbito de control sobre la persona y su actividad, producen efectos no desdeñables en el texto.
La función de la traducción de los religiosos depende siempre del tipo de texto: evangélico, teológico, filosófico, científico, etc.; pero debe casi siempre interpretarse como un servicio a la comunidad (religiosa o social), llevado a cabo para sus propios fines religiosos. El sesgo religioso del texto aparecerá muy habitualmente en la traducción, como esa quasi oración de Pedro Gallego en su prólogo de la obra De animalibus: «Et attendat cuius manus deunerit translation ista laborem nostrum et beneficiat nobis de orationibus suis sicut et nos benefecimus illi de ingenio nostro» (en Pelzer 1964: 220).
En este trabajo presentaremos ejemplos del modus operandi de algunos de los traductores monásticos, pero baste señalar ahora que sus medios resultaban escasos, por no decir inexistentes. Contaban más que nada con los propios conocimientos lingüísticos, que les resultaba suficientes para «interpretar», a veces de modo muy personal, el contenido del texto original.
Los objetivos de la traducción monástica pueden ser muy variados, tanto como las circunstancias del propio texto y también del religioso, aunque serán primero servir a la obra de Dios y ampliar el conocimiento de los temas tratados desde una perspectiva siempre religiosa para la comprensión de otros religiosos, de la sociedad o de la persona que ha hecho el encargo.
Todo texto va al encuentro de su lector, y la traducción religiosa siempre tiene un destinatario en mente que comprende y asume los razonamientos expuestos. Hablamos de un señor feudal, de gente regia o de un religioso antes de la formación de escuelas y universidades en los siglos XII–XIII; y en periodo bajomedieval, de un noble culto, personaje de la realeza, maestro, estudiante o clérigo. La obra viene a ayudarle en su crecimiento intelectual y, por supuesto, religioso. En época de discrepancias y de exposición a otras religiones o ideas (lo que sucede en la Península a partir del siglo VIII con el islam), se tiende a considerar como destinatario aquel que puede o debe combatir las influencias de otra religión o de un una ideología ajena.
Traducciones y traductores monásticos
El traductor monástico de la Edad Media es una persona culta, que ha pasado por la escuela y que conoce, al menos, dos lenguas (obligatoriamente el latín). Con el transcurrir de los tiempos y el nacimiento de las primeras universidades (a partir del siglo XII) se forjará también como intelectual. No quiere decir que antes no lo fuera, pues desde el siglo V hubo, sin duda, en la Iglesia hombres de letras, escritores, pensadores y maestros, pero no hicieron de estas actividades su oficio, eran ante todo monjes. Tampoco eran intelectuales independientes, dependían siempre del laico o eclesiástico que les encargaban por lo común sus obras. Estos dos aspectos –formación intelectual y dependencia del poder– son, según Alvar (2010: 24), siguiendo a Kelly,3 fundamentales para comprender también el trabajo que realizaban.
Por lo que respecta a su conocimiento de la lengua, si bien eran conocedores del latín, su nivel fue variando con el correr de los tiempos. A medida que se afianzaba la lengua romance, muchos fueron perdiendo su capacidad de conocimiento del latín, de ahí el literalismo ininteligible que mantuvieron en ocasiones. Esto, unido a que tampoco eran siempre especialistas de las materias que vierten, hace que se expliquen algunos errores y la falta de renovación o puesta al día de los textos.
En la Edad Media se llevó a cabo una ingente tarea de reescritura y traducción de textos antiguos (sagrados y profanos) en los conventos y monasterios, que posibilitó su conocimiento en la época y más tarde, cuando a su sombra surgieron los Studium Generale y después de ellos las primeras universidades. El papel de la Iglesia como dinamizadora de la cultura debe mucho a la tarea científica y traductora de esos frailes y monjes, y en general de los religiosos o clérigos, aunque con este último término se designaba también entonces a todo hombre instruido, no necesariamente sacerdote, que tenía conocimiento de lenguas. La península ibérica no fue en esto una excepción. Los monjes y religiosos españoles llevaron a cabo una tarea ímproba de traducción, que consiguió incluso trascender sus fronteras.
Antes de iniciar un recorrido por la traducción monacal o religiosa de la Edad Media, conviene ser conscientes de que el concepto de traducción, que aún hoy se muestra inestable, presenta en la época múltiples variantes, más allá de la ya consabida diferenciación entre traducción literal y libre, que deberían en justa medida ser reconocidas como formas alternativas de traducción; me refiero, por ejemplo, a la reescritura parafraseada de textos en otra forma de latín vulgar, o a las glosas (cuando estas presentan sobre todo frases con sintaxis). Desde este punto de vista muchos copistas fueron también traductores sin pretenderlo.
Alvar incide en la realidad de esta escritura traslaticia cuando repasa la actividad de las escuelas medievales, en las que se practicaba el comentario de textos y la explicación de los autores. Para esclarecer el contenido de una obra y llevar a cabo su estudio gramatical, uno de los ejercicios consistía en repetir lo mismo que había dicho el autor estudiado, pero con otras palabras: se agrandaba así la distancia con respecto a las culturas anteriores y a lenguas, por ejemplo, como el griego, que quedaban difuminadas en las nuevas formas lingüísticas de la época. En esos nuevos textos, «lo más parecido al ejercicio de la traducción era la elaboración de sinónimos y la creación de neologismos que suplieran los helenismos de antaño. No extraña, pues, que no haya conciencia de la distancia existente entre traducir y glosar, ni entre traducir y reelaborar poéticamente» (Alvar 2010:11). En una obra del siglo IV, Artes rhetoricae libri III, de Fortunatiano, el discípulo le pregunta a su maestro profeso cómo innovar y acuñar nuevos términos, y este le aconseja traducir del griego y adaptar los vocablos griegos al latín (Alvar 2010: 25–26).
Por otra parte, se ha preguntado también Alvar, «¿qué quería decir el término traducción cuando la única lengua de cultura era el latín?» (2010: 26). Estaríamos hablando de una traducción más parecida a la intralingüística, según la terminología de Jakobson. Otra realidad es la de las versiones del árabe o del griego al latín. El peso cultural de la civilización árabe, de los pueblos germánicos, de los eslavos y, más tarde, el nacimiento de las lenguas romances, crearía un nuevo modo de acercamiento a los textos latinos, pero esta evolución se inicia en el siglo XIII y puede considerarse definitivamente alcanzada a finales del siglo XV (Alvar 2011: 11).4
Una atención especial merece también la forma de traducción en colaboración. Con cierta asiduidad nos ha llegado la imagen del religioso solitario, enfrascado en su obra, encerrado en su cubículo o celda; pero la vida en comunidad no está exenta de socialización y de espíritu de colaboración. Se ve en los momentos de la lectura en comunidad e incluso de la escritura, compartida muchas veces con otros frailes que valoran el trabajo de sus hermanos. Identificar a los traductores religiosos de la Edad Media es tarea especialmente ardua, debido a que en muchos casos decidieron permanecer anónimos. Apoyados quizás en la humildad, en el sentimiento de realizar una acción sin importancia, basada en su quehacer diario, por su misión debida o por cualquiera de las razones expuestas en el apartado sobre la vida monástica, los traductores a menudo silencian su autoría. Cuando su nombre aparece explícitamente lo hacen también con un halo de modestia. Pero sería impropio minusvalorar su aportación en la historia de la traducción y de los traductores, máxime cuando en la Edad Media los traductores religiosos fueron mayoría frente a todos los demás.
La Edad Media es un tiempo demasiado amplio para tratarlo con la lógica y cohesión que merece. Refiriéndose a la Alta Edad Media, Sánchez (2005: 80) determinó cinco etapas monásticas, que ilustrarían el monaquismo español hasta el siglo XII: una primera de expansión del monacato y de difusión de la regla benedictina (siglos VI a VIII); una segunda de unificación del monacato bajo la Regla de San Benito (siglo IX); una tercera de centralización cluniacense (siglo X); una cuarta de reacción eremítica con los cartujos (siglo XI), y una quinta de reforma cisterciense (siglo XII).
Para facilitar la comprensión de este largo período proponemos también diferenciar tres momentos, que identificarían además la importancia del trabajo llevado a cabo por los religiosos tanto intramuros como extramuros, a saber: el de la era protomonástica, en ese corto periodo de transición que va de la Antigüedad tardía al incipiente Alto Medievo; el de la llamada era monástica, que transcurre desde el siglo V hasta mediados del XII, y el de la era de las órdenes religiosas, desde mediados del siglo XII al siglo XV.
La traducción en la era protomonástica
En la era protomonástica, la península ibérica vivirá también el movimiento cristiano de Occidente, que llevó a la experiencia eremítica, a la adaptación de la forma de vida cenobítica en pequeñas comunidades o al peregrinaje en busca de experiencias religiosas más sustanciales; así, dará algún monje, que, siguiendo la estela de otros como san Jerónimo, vivirán su experiencia en los confines del imperio romano, como el clérigo Avito de Bracara (?-440), primer traductor religioso hispano atestiguado hasta la fecha, que tradujo en Tierra Santa en el año 416 del griego al latín el relato del hallazgo del sepulcro del protomártir san Esteban, que había tenido lugar un año antes.5
Allá por el año 760 veremos nacer en Cataluña a Teodolfo de Orleans, nombrado por Carlomagno obispo de esta ciudad francesa y abad del monasterio vecino de Fleury, quien revisó el texto de la Biblia latina, pues se estimaba que se había alterado por las repetidas copias (Ballard 2004: 99).
La traducción en la era monástica
Se tiende a considerar como era monástica la que transcurre entre la muerte de san Benito (hacia 547) y la de san Bernardo (1153), siglos también que se denominan benedictinos (Knowles, cit. en Santiago–Otero 1996: 79), pues están repletos de monjes en la escena política y cultural, tratando de cumplir la Regla de S. Benito. Estos fueron también el poso del que surgieron famosos abades, obispos y escritores. Para entrar en el monasterio como monje de coro, los hermanos debían dar prueba de pertenecer a la nobleza y saber latín, aunque no siempre se cumplía con este requisito si las razones políticas obligaban a admitirlo.
En el contexto español la historia del monaquismo medieval se escribe con características algo distintas a las del resto de países, debido a varios factores: la tradición eclesiástica visigoda, presente con fuerza hasta los primeros siglos de la Reconquista cristiana; los efectos de la invasión musulmana sobre las estructuras anteriores; la interinfluencia de los elementos semítico, árabe, mozárabe y converso en el comportamiento de la España de las tres culturas o de las tres religiones monoteístas; y la proyección misionera, tras la época de los grandes viajes y descubrimientos que concluiría la época medieval y abriría una nueva era.
En la Hispania visigoda (siglos VI a VIII), con la conversión de Hermenegildo al catolicismo y la unidad religiosa que emprendió el rey Recaredo en el III concilio de Toledo (589), se cimentó la expansión del monacato y la difusión de la regla benedictina. La península ibérica fue en esa época granero de autores monásticos, influidos por orientales y africanos, que hicieron de ella por aquellos años una potencia cultural, teniendo en los centros monásticos de Toledo, Sevilla, Mérida y Zaragoza los mejores exponentes (Sánchez 2005), sin minusvalorar la aportación de otros pequeños territorios, que como Dumio o Dume, población muy cercana a Braga en los límites de la Galicia y Portugal, forjarán a los primeros traductores conocidos en suelo ibérico, Martín (515–579) y Pascasio (mediados del s. VI).
La primera traducción en efecto de la que se tenga constancia en la Península la realizó Pascasio, diácono del pequeño cenobio de Dume. Es un texto que dedica a su maestro («para Martín, venerable padre y señor, sacerdote y abad»), que cuenta con un prólogo humilde del propio Pascasio, y que comienza así:
Me mandasteis, padre santísimo, que me aplicara a la traducción al latín de las vidas de los Padres Griegos. […] De haber sido posible, me habría negado a tan desusada tarea, ya que nunca compuse nada que pudiera ser escrito o leído, pues me lo impedían mis propias capacidades y sentimientos. No me atrevo a decir que sólo sé que no sé nada por no sustraer la frase al sapientísimo Sócrates. Pero, puesto que es inevitable, acataré vuestro encargo sin gloriarme en mi ingenio y, por la fidelidad que os debo, pondré manos a esta tarea impuesta. […] Si encontráis aquí algo que vaya expresado en términos poco elocuentes, os suplico que no lo achaquéis a culpa mía; porque tal como lo hallé en el códice que me disteis, así lo traduje. […] Sólo me resta añadir que lo que comencé por orden vuestra, también por vuestras oraciones se concluya. Sin embargo, si vierais que hay algo que debe ser reescrito, vivamente solicito que os dignéis corregirlo con vuestras propias palabras. Pues no me quedaría claro que os han agradado algunas cosas, si no supiera que también desaprobáis otras. (en Santoyo 2004b: 26-27)
En el Prefacio de Pascasio quedan patentes las características mayores que habíamos destacado para la traducción monacal, desde la disciplina y humildad con las que se acomete la labor para el maestro, hasta la defensa de su fidelidad en el proceder: «tal como lo hallé en el códice que me disteis, así lo traduje», o la súplica de una oración para su obra y su persona: «Sólo me resta añadir que lo que comencé por orden vuestra, también por vuestras oraciones se concluya». Pascasio aprendió de su maestro Martín, abad de Dumio proveniente de Panonia, la actual Hungría, el griego y el arte de la traducción, lo que le permitió traducir por encargo suyo la obra Verba seniorum «una colección de preceptos, dichos morales, anécdotas y exempla edificantes atribuidos a los anacoretas y ermitaños del desierto egipcio» (Santoyo 2004a: 32).
Barlow (1950: 3 y 12–13) y Santoyo (2004a), que estudiaron este periodo, citan algunas obras de Martín posteriores a la de Pascasio, como la traducción del griego al latín de las Sententiae Patrum Aegyptiorum quas de Graeco in Latinum transtulit Martinus Dumiensis Episcopus, que es una obra más breve que la mencionada de Pascasio, pero de parecidas características; y también una colección de ochenta y cuatro cánones de diversos concilios (Barlow 1950: 87) que con el título de Capitula ex orientalium patrum synodis a Martino episcopo ordinata atque collecta vertió del griego al latín, probablemente para el obispo. El manuscrito del que derivan las traducciones de Martín y Pascasio lo obtuvo, como vimos anteriormente, Martín en Oriente, y pudieron haber servido de regla de conducta conventual en el monasterio de Dume (Barlow 1950: 3 y 12–13).
Algunos años más tarde, una figura singular en el ámbito de la cultura monástica entre los siglos VI y VII, debe ser reivindicada también junto a los traductores por hacer suyo el mismo compromiso de acercar dos orillas, fue el obispo san Isidoro de Sevilla (570–636), que asoció a su vocación religiosa un gusto personal por el saber universal y por su enseñanza a los lectores de la época. Wright (1989: 132) y Velázquez (2004: 601–663) han visto en su obra interesantes reflejos de esta última aptitud con el objetivo de transformar el comportamiento lingüístico de los lectores de su tiempo, lo que a nuestro entender constituye un comportamiento de traducción. Así, por ejemplo, en las Etimologías el autor se enfrenta a la transcripción de términos griegos; a la adaptación morfológica de términos de otras lenguas a la lengua latina; la formación de nuevos términos a partir de otros extranjeros, como derivación a partir de sufijos latinos, o como adaptación de formas originarias; y la creación léxica. Isidoro hace uso de la etimología como lo hicieron judíos y, después, cristianos, para alcanzar una exégesis ordenada de la palabra de Dios contenida en las Escrituras. Velázquez (2004: 602) considera también el resto de obras gramaticales de este autor, Differentiae y Synonyma, como una contribución a la formación y educación de los clérigos, a través del aprendizaje del uso correcto de la lengua para hablar y escribir de forma adecuada, con propiedad y riqueza. Cuando habla de adecuación al nivel de lengua se refiere por supuesto al de su época, diferente al del latín clásico o al inmediatamente posterior y cada vez más cercano a la lengua romance. Isidoro de Sevilla actúa en ese sentido como traductor a la lengua de su tiempo y de su comunidad. Para entender mejor la situación lingüística que se le plantea a Isidoro de Sevilla, basta recordar a san Agustín, que ya a finales del siglo IV expresaba las dificultades que encontraba para hacerse entender por el pueblo llano, que ya no era capaz de interpretar los discursos o sermones de estilo elevado: «Es mejor que nos critiquen los gramáticos, a que no nos entienda el pueblo» sentenció (Alvar 2010: 20).
Al final de la época visigoda, en el siglo VIII, algunos factores como la emigración, el aislamiento o la repoblación favorecieron ciertas desviaciones y corruptelas, como el surgimiento de los llamados monasterios particulares o de propiedad particular, denominados también monasterios familiares por definirlos de manera más próximos a su naturaleza, donde «familias completas, marido y mujer e hijos, tenían todos cabida en calidad de hospites et peregrini, viviendo allí: separados, cada uno con las personas de su mismo sexo, sujetos al régimen y a la observancia que en cada caso estableciese el abad» (Orlandis 1956: 9). A esta forma de vida monástica se enfrentó el concilio de Coyanza que reafirmó el ius episcopale, decretando que los laicos no tuvieran potestad sobre las iglesias y que los clérigos no les prestaran ningún servicium. Y un hecho interesante para la traducción es que cuando combatió la Regla que regía estos monasterios, 6 la redacción portuguesa de los Decretos de Coyanza dispuso que las comunidades siguieran la regla de San Isidoro o la de San Benito, pero la versión del Liber testamentorum de Oviedo mencionó tan solo la Regla benedictina7 (Orlandis 1956: 80).
A partir del siglo VIII, con la conquista musulmana de Hispania (año 711) se abre un periodo de inflexión en lo político, social y cultural, que culmina desde el punto de vista cultural con el califato de Córdoba, ciudad que reemplazó a Damasco y Bagdad como centro del saber. Este hecho tuvo también sus consecuencias sobre la actividad traductora.
Entre el siglo IX y el siglo X veremos distanciarse más a los hablantes del pueblo llano con respecto al latín de los eclesiásticos y verificarse el nacimiento de las lenguas románicas, lo que no quiere decir que la sociedad dejara de ser bilingüe, ya que pervivían dos niveles sociolingüísticos: el de la gente culta (en general miembros de la Iglesia), que continuaban con el uso del latín, y el pueblo, que utilizaba la nueva lengua, muy diferente a la empleada por los clérigos. No resulta extraño que la Iglesia, preocupada por el problema de comunicación con los fieles, y consciente de la ignorancia de buena parte de sus miembros, promulgara en el concilio de Tours (813) la predicación en la lengua vulgar, romance o germánica.
A partir de entonces, el predicador asumió la obligación de hacerse comprender por el auditorio utilizando la lengua de todos, y si el sacerdote no podía enseñar en público en una lengua comprensible a sus oyentes debía renunciar a su cargo. Esta decisión de que los sermones fueran adaptados en lengua románica o germana para que todos pudieran comprenderlos tuvo sin duda gran incidencia en el terreno de la traducción.
En el siglo X aparecen las glosas, términos o expresiones en lengua romance que se añaden al original latino para explicar su significado, y también frases que se construyen con autonomía sintáctica, lejos ya del latín. En el ámbito filológico es ya célebre el Codex aemilianensis 60 de la Real Academia de la Historia, que es una traducción libre del texto latino de san Agustín, donde el texto latino termina con la oración: «Adiubante domino nostro Jhesu Christo, cui est honor et imperium, cum Patre et Spiritu Sancto in secula seculorum», que un monje anónimo traduce: «Como aiutorio de nuestro dueño, dueño Christo, dueño Salvatore, cual dueño ge tena honore, e qual duenno tiene tela mandatione, como Patre, como Spiritu Sancto, enos sieculos de los sieculos». En la glosa se desprende que el traductor cree conveniente ampliar el contenido de la oración o que una nueva fórmula ha venido a instalarse en la Iglesia de su tiempo, sustituyendo a la anterior.
Con el nacimiento de las lenguas romances en la Península y el contacto con judíos y árabes se incrementa también el ejercicio de la traducción.8 La traducción de textos del árabe al latín suele ser labor de un cristiano (monje en muchos casos), y la traducción del latín al árabe, cuando se trata de los Evangelios o las Epístolas de san Pablo, labor de mozárabes, como Ishaq ben Balask al–Qurtubi (Isaac Velasco –o mejor, Velázquez– de Córdoba), que debió ser monje en algún convento de Andalucía, y que realiza su labor a mediados del siglo X, tomando como base la versión de los Evangelios contenida en la Vetus latina, anterior a la Vulgata de san Jerónimo. Recemundo, conocido como Rabi Ibn Zaid al–Usquf al Qurtubi, clérigo mozárabe y obispo posteriormente de Córdoba y Elvira, realizó una versión al árabe de la obra de Paulo Orosio Adversus paganos historiarum libri VII, junto al erudito árabe Abu al–Qasim ibn Asbagh al–Bayani. También ofreció a Alhakam II el Calendario de Córdoba o Libro de la división de los tiempos (Kitab al–anwa o Kitab Tafsil al–Aznan wa Mesalih al–Abdan) con doble texto en árabe y en latín (Santoyo 2004b: 29). La colaboración entre las diferentes comunidades y lenguas de la Península será el hecho más destacado de la España de la época, y no es de extrañar que desde el resto de Europa vengan clérigos a profundizar en las ciencias de origen oriental o en los textos filosóficos o didácticos árabes.
El monasterio de Ripoll será un obligado punto de referencia para llevar a cabo versiones al latín de obras científicas árabes y copias de esos textos (no en vano su biblioteca contaba con unos 250 manuscritos a mediados del siglo XI); 9 pero también Gerona, Tudela, Vic, Valencia, Málaga, Tarazona, Daroca o Zaragoza. Uno de esos monjes, venido de fuera será el benedictino Gerbert de Aurillac (945–1003), obispo de Reims y futuro papa Silvestre II, que adquirió conocimientos de óptica y astrofísica en su estancia en Ripoll entre 967 y 970, manteniendo relación con sus maestros, y que encargó allí numerosas traducciones de textos árabes, como la que solicitó del tratado De multiplicatione et divisione numerorum, traducido en 984 por el hispano –quizás hebreo– José («a Joseph hispano editum»); o el libro de astrología Sententiae Astrolabii, cuyo original árabe se atribuye a Al–Khwarizmi, y que solicitaría a Lupitus de Barcelona (tal vez el arcediano Sunifred Llobet), que le fue enviado con la fórmula «librum de astrologia translatum a te».
Por lo demás, y como será de norma en todo el ámbito monástico europeo, los monjes influyeron en el panorama espiritual, cultural, económico y político; y tuvieron prácticamente el monopolio del estudio y de la doctrina espiritual.
En cuando a los aspectos estilísticos, cabe señalar que desde el siglo V y durante toda la Edad Media surgirán novedades que afectarán a la forma de la traducción y a la presentación del texto. A partir del XII, se esforzarán en dividir y subdividir las obras más significativas para facilitar el conocimiento del autor original e incorporar citas; surgirán así las antologías, los florilegios, los compendios y los repertorios, para uso especialmente de los predicadores.
En esta época se fecha también el texto bíblico documentado más antiguo en lengua castellana, que fue obra de Almerich (o Aimerich) Malafaida, monje de Cluny de origen francés, archidiácono de Antioquía, que estudió presumiblemente en Toledo, bajo la tutela del arzobispo Raimundo, y que en la primera mitad del siglo XII lo insertó en una guía para los peregrinos a Tierra Santa, titulada La Fazienda de Ultramar.10 Se trataba de varios libros de la Biblia, traducidos al parecer directamente del hebreo (aunque hay algunos también de la Vulgata), lo que le confiere mayor interés en la historia de la traducción.11 La obra parece responder al deseo de las autoridades eclesiásticas de integrarla en las enseñanzas del Studium Generale de Palencia, y a las recomendaciones del concilio de Letrán en 1215 (Sánchez Caro 2004: 66).
La era de las órdenes religiosas
La reforma proveniente de la orden de Cluny, y sobre todo la que llegaría de Císter,12 con su renovación de la vida monástica y su reforzamiento del poder eclesiástico, cambiará el panorama religioso. El horario en la abadía o en el monasterio, repleto de actividad física, se vio aún más recargado por los oficios eclesiásticos (más abundantes que en época anterior), y tan solo el pequeño remanso del retiro espiritual aportaba el necesario complemento intelectual. Pero en ese ambiente aún tuvieron ocasión una parte de esos monjes de crecer en erudición: en 1237, algunos monjes de Claraval estudian en París; en 1245, Claraval crea el colegio de San Bernardo en París. Otras comunidades monásticas de vida contemplativa de la época fueron la de los cartujos, de vida eremítica, que llaman a su cerrado círculo «desierto», cuyo ideal aparece inspirado en san Jerónimo y se dedican como él y su patrón (san Bruno) a la exégesis bíblica; otra es la de los premonstratenses, de tipo benedictino o cisterciense, que combinan la acción y la contemplación, como les indicó su maestro, san Norberto, y que dedican su tiempo a la transcripción de manuscritos; y otra la de los jerónimos, estrictamente hispánica y muy vinculada a los reyes, que viven con gran rigor su experiencia eremítica y que como los cartujos eligen a san Jerónimo como titular de la orden.
En un país en el que conviven practicantes de tres religiones en un mismo suelo (cristianos, judíos y mahometanos), es obvio que surja la colaboración, pero también se siente la necesidad de marcar distancia. Florece así el debate intelectual y teológico, confrontándose con la pluma. Para la Iglesia, y también la realeza, el islam fue claramente un objetivo que debía ser combatido. Esa finalidad combativa y estratégica de la traducción, conocida desde el siglo X, fue la que guió también en el siglo XII al arzobispo de Toledo Raymundo de Sauvetat (monje de Cluny) a formar equipos de traductores en su diócesis para hacer traducir los escritos árabes con la finalidad de combatir su ideario (El–Madkouri 2006: 6). El hecho de traducir en Toledo se explica no solo por el apoyo del arzobispo Raymundo y otros posteriores, también porque esta ciudad atesoraba muchas obras y era destino obligado de mozárabes y judíos, expulsados por almohades y almorávides.
Traductores de las órdenes mendicantes, conventuales y redentoras
La labor de las órdenes mendicantes, conventuales o redentoras tuvieron desde el siglo de su fundación (a partir del siglo XIII) mucha presencia en el ámbito de la traducción, que suponía, por lo demás, un gran apoyo para su misión. Mencionaremos aquí los grandes nombres de la Orden de Predicadores (o dominicos), de Hermanos Menores (OFM) o franciscanos, jerónimos, carmelitas, agustinos, benedictinos, cartujos, bernardos y mercedarios.
En la Orden de Predicadores (OP) destacaron: Gil de Santarém, portugués llamado Gil Rodrigues de Valadares (1185–1265), estudiante de filosofía y medicina en Coimbra y París, que tomó el hábito de Santo Domingo en el monasterio de Palencia (alrededor de 1221), siendo dos veces provincial de la orden de los dominicos en Castilla; y que tradujo: De secretis medicina, de Rhazes; Aphorismi Rasis y Medicina De secretis, de Mesue. Romeu Sabruguera (muerto en 1313), el traductor de la Biblia más antigua en catalán, una traducción de la Vulgata, hecha no para el uso litúrgico (para ello se seguía utilizando el latín), sino devocional para laicos piadosos y con recursos. Antoni Canals (1352–1418), catedrático de Teología de la Universidad de Valencia, sustituyendo a san Vicente Ferrer, que tradujo al catalán el De providencia de Séneca, una parte del poema latino de Petrarca Roma en su Razonamiento entre Escipión y Aníbal, la obra de Valerio Máximo De dictis factisque memorabilibus (a petición del infante D. Jaime de Aragón), además de algunas adaptaciones de obras clásicas al valenciano, como: De arra de anima; la Escala de contemplació, obra que se creyó que era original y que se ha descubierto como traducción, además de múltiples traducciones de tema religioso y devoto; la Exposició del Pater Noster, el Ave Maria i Salve Regina o el Tractat del moli espiritual entre otras (Alonso Sutil 2018a: 81). Domingo Marroquino, probablemente castellano, maestro de árabe, que ayudó a su discípulo Rufino Alejandrino, dominico también, venido de Italia, a traducir del árabe al latín la obra Isagogae Johannicii in quaestiones redactae, de Johannicio.
A la misma Orden pertenecieron Pere Saplana (muerto en 1365), dominico en Tarragona, que tradujo al catalán para el infante Jaime de Mallorca los Comentarios de santo Tomás de Aquino al libro de Boecio contenidos en el Llibre de la Consolació. Pere Marsili o Pedro Marsilio, probablemente mallorquín, archidiácono del obispado de Mallorca, embajador de Jaime II de Aragón, que terminó siendo suspendido de la orden y se exilió a Perpiñán, es autor de la traducción del catalán al latín del Libro de los hechos (referidos a Jaime I). Antoni Ginebreda (1340–1395), predicador de la Capilla Real de Pedro el Ceremonioso, que añadió fragmentos no introducidos por Saplana en dicha versión catalana. El inglés Nicolás Trevet, que aportó los comentarios a la versión castellana anónima conocida como Trevet castellano a finales del siglo XIV. Pere Borró, que dejó su versión de los metros boecianos al limosín y las prosas al catalán, a petición de Pedro el Ceremonioso. Juan de Monsó (¿1340?–1412), traductor valenciano del latín al catalán, autor de la Traslació dels sermons de Sent Bernat sobre’l libre dels Cantics, del que solo se conserva el prólogo. Alfonso Bonhome (siglo XIV), de origen gallego, misionero en África y Oriente, que tradujo algunas obras apologéticas contra los judíos y mahometanos, como Epistola Samuelis y Disputatio Abutalib, realizadas en París entre 1339 y 1340. Sancho Porta (muerto en 1429), natural de Zaragoza, prior del convento de Alcañiz, que tradujo diversos sermones religiosos. San Vicente Ferrer (1350–1419), valenciano, profesor de Lógica y predicador en lengua valenciana, entusiasta del Apocalipsis, que jugó un papel decisivo en varios acontecimientos históricos de la época, como el Cisma de Occidente y el Compromiso de Caspe, y del que quedan numerosos sermones (algunos inéditos), que escribía en latín y en castellano y pronunciaba en valenciano. Joan Romeu (activo en 1397), fraile de Aragón, que desempeñó el cargo de maestro de novicios en Lérida en 1377, el de lector en 1386 en el Estudio de la Orden en París y luego en el convento de Pamplona; y que tradujo al catalán la Expositio in septem Psalmos poenitentiales, de Inocencio III, obra encargada por el maestre de Montesa Berenguer March.
También conviene mencionar a Alonso de San Cristóbal, de fines del siglo XIV, profesor de Teología de la Universidad de Salamanca y orador real, que tradujo De re militari, de Vegecio, con el título de Vegecio espiritual, obra que acompañó de glosas moralizantes, y que dedicó a Enrique III. Arnaldo Simó (activo en 1380–1387), que enseñó Teología en el Studium Generale Provinciae del convento de Lérida, fue predicador general, lector del Estudio Provincial de Lérida y del convento de Mallorca, obispo de Ottana (Cerdeña), que tradujo al catalán la Crónica Universal o Liber omnium Historiarum, de Justino. Jaime Domenech o Jaume Domènec, provincial de la Orden, inquisidor de Mallorca y de los condados de Rosellón y Cerdeña, que fue traductor de un extracto del Speculum historiale de fray Vicente Bellovacense. Juan de Zamora o Juan Alfonso de Zamora (siglo XV), vigiló la ortodoxia de la Biblia de la casa de Alba, acabada en 1433, y realizada por encargo de Luis de Guzmán al rabino Moisés Arragel, quien partió de la versión hebrea, aunque teniendo en cuenta la Vulgata (Sánchez Caro 2004: 70). No hemos hablado hasta ahora de intérpretes, aunque en muchos casos desempeñaron esta labor nuestros traductores por ser conocedores de lenguas, pero la historia nos ha dejado uno muy interesante entre los predicadores: Mario Jabares (1447–?), del que ha quedado atestiguado que sirvió como intérprete para los Capítulos Generales de la Orden.13
En la Orden de los Hermanos Menores (OFM) o de franciscanos, destacaron también varios traductores. Pedro Gallego (1197–1267), cuyo apellido quizás provenga de su origen gallego, pues su nombre original era Pedro González Pérez, del convento de La Bastida (Toledo), confesor de Alfonso X y primer obispo de Cartagena, tradujo del árabe al latín el Liber de animalibus (XII libros) de Aristóteles, en el que añadió muchas cosas de su cosecha particular; De regitiva Domus (V libros); y la Summa astronómica. Juan Gil de Zamora (ca. 1241–ca. 1318), secretario de Alfonso X y preceptor de Sancho IV, tradujo del latín al castellano, pasando después al gallego; y colaboró con Alfonso X en la adaptación y composición musical de las Cantigas de Santa María, colaboración que se explica con claridad en la General Estoria: «así como dixiemos nos muchas vezes, el rey faze un libro, non por quel escriua con sus manos, mas porque compone las razones del, e las emienda, et yegua e enderesça, e muestra la manera de cómo se deuen fazer» (cit. en Vega 2013: 530–531). Francesc Eiximenis (1330–1409), nacido en Gerona, pasó por las principales universidades de Europa (la de Óxford es la que más influyó en él), y tradujo al catalán el Arbor vitae de fray Ubertino de Casale en 1406, además de 100 de las 344 oraciones que componen el Psaltiri devotíssim del Psalterium alias Laudatorium. Francisco Ponç, del que se ha localizado también la factura (no la obra) de la traducción del Corán al catalán.
Ramon Llull (1232–1316), uno de los franciscanos más singulares, polígrafo formado en tres culturas (latina, musulmana y bizantina), emprendió el diálogo interreligioso, fundando centros para el conocimiento de lenguas y culturas de cara a la misión, y autotradujo al catalán su obra original en árabe Lógica, Libro de la contemplación y el Diálogo del gentil. Vicente de Burgos (segunda mitad del siglo XV), vertió del latín al romance el Liber de propietatibus rerum, de Bartolomé Glanville o Bartolomé Ánglico, una de las primeras obras producidas tras la invención de la imprenta. Juan Eiximeno (1360–1420), mallorquín, obispo de Malta, autor místico preocupado por el reformismo eclesiástico, tradujo al catalán el Arbor vitae crucifixi Jesu de Ubertino de Casale. Juan García de Castrojeriz (siglo XIV), confesor de la reina María de Portugal, autor de una versión glosada al castellano de De regimine principum de Egidio Romano, obra realizada a solicitud del obispo de Osma para la educación del infante edon Pedro, futuro Pedro I el Cruel. Juan Rodríguez del Padrón o de la Cámara (1390–1450), criado del cardenal Juan de Cervantes, que se ordenó tras un desengaño amoroso y entró en la Orden en Jerusalén en 1441, tradujo las Heroidas de Ovidio al castellano, versión conocida como Bursario, pues agregó epístolas en gallego inspiradas en el Roman de Troie de Benoît de Sainte–Maure. Alfonso de Algeciras (siglo XV), del convento de San Francisco de Sevilla, maestro en teología, tradujo con la colaboración de Álvaro de Sevilla, y por encargo de don Alfonso de Guzmán, la Postilla de Nicolás de Lira, a la que añadió sus comentarios y en la que se ocupó personalmente de los libros históricos del Antiguo Testamento, de Job y de los Salmos. Álvaro de Sevilla (siglo XV), bachiller por la Universidad de Toulouse (1403) y maestro en teología (1417), colaboró en la mencionada Postilla de Nicolás de Lira.
Fueron también franciscanos Diego de Moxena o Diego Moxena de Valencia, teólogo del concilio de Constanza (1415), al servicio de Fernando I de Aragón, fue reivindicado por Isaac Vázquez Janeiro como el traductor al castellano de la Divina Comedia de Dante, atribuida a Enrique de Villena. Francesc Pons Saclota, mallorquín, profesor de Biblia en el convento de Barcelona, autor de una versión del Corán a finales del siglo XIV por encargo de Pedro IV de Aragón. Nicolau Quilis, natural de Morella, tradujo del latín al catalán el De officiis, de Cicerón a principios del siglo XV. Jordi de Centelles (¿1430?–1496), rector de Oliva y Almenara, canónigo de Valencia, maestro de capilla de Fernando II, fue traductor del latín al catalán de la biografía de Alfonso el Magnánimo De dictis et factis Alphonsi regis Aragonum, de Antonio Beccadelli. Pedro de Luna (1328–1423), elegido papa en Aviñón (1394) con el nombre de Benedicto XIII, autor del Libro de las consolaciones humanas, siguiendo a Boecio, obra seguramente redactada en latín y luego traducida al castellano por él o por otro autor aragonés. Arias de Enzinas (siglo XV), prior del convento de Toledo, colaboró activamente en la Biblia de la Casa de Alba, aclarando con glosas interlineales de la Vulgata algunos de sus pasajes (Sánchez Caro 2004: 70). De la orden femenina franciscana (clarisas) destacamos a Isabel de Villena (hija ilegítima de Enrique de Villena), abadesa del convento de la Trinidad de Valencia, que realizó una traducción–adaptación de los evangelios antes de 1490.
Pertenecieron a la Orden de San Jerónimo varios traductores. Así, Juan Ortega de Maluenda o Juan de Ortega Maluenda (ca. 1420–1485), sobrino de Alonso de Cartagena, obispo de Coria y prior general de la Orden, tradujo De regno ad regem Cypri de santo Tomás de Aquino. Alfonso Martínez de Toledo (1398–¿1468?), conocido también como el Arcipreste de Toledo, canónigo de la catedral de esta ciudad, capellán de Juan II, tradujo las obras de S. Ildefonso De la virginidad de Santa María, el Tratado de la oración y algunas Epístolas. Gonzalo de Ocaña, prior del monasterio de Santa María de la Sisla (Toledo) a mediados del siglo XV, tradujo los Diálogos de S. Gregorio y la segunda parte del Llibre dels Angels, de Francesc Eiximenis (1434). Pedro de Alcalá (segunda mitad del siglo XV), redactó la primera gramática árabe en castellano, Arte para ligeramẽte saber la lẽgua araviga, y el primer diccionario bilingüe árabe–castellano–árabe titulado Vocabulista aravigo en letra castellana, obras reunidas en un solo volumen, que constituyen el primer libro impreso del mundo en el que apareció la lengua árabe con caracteres en madera. Hernando de Talavera (1428–1507), arzobispo de Granada, que corrigió la traducción del catalán al castellano de la Vita Christi de Eiximenis.
A la Orden de San Agustín o agustinos pertenecieron Julián Macho, que en el año 1477 tradujo en francés algunas obras morales, como Speculum vitae humanae, de Rodrigo Sánchez de Arévalo; y años más tarde, en 1484, las Fabulae de Esopo; así como Lope Fernández de Minaya, originario de Toledo, que hizo la versión castellana del Confesionale defecerunt, de Antonino di Piosmaerozzi hacia 1440 con el título de Suma de confesión, si bien algunos atribuyen esta versión a Juan Melgarejo (Alvar 2001: 38).
En la Orden de San Benito o benedictinos destacan Enrique de Settimello (siglo XII), monje en París, que tradujo una obra boeciana no conservada, la Elegia de diversitatte Fortunae. Pere Ribera de Perpinyà (siglo XIII), monje de Sant Cugat y de Ripoll, que tradujo en 1266 la obra de Rodrigo Jiménez de Rada Historia Arabum, y algún epítome de la obra De rebus Hispaniae del mismo autor en la que está en duda su autoría; también un Pasionario hispánico y unos romanceamientos del Cronicón de Moissac, de Martín de Troppau, y del Chronicon mundi de Lucas de Tuy (no conservado). Andreas de Escobar (1366–1440), nacido en Lisboa, que fue primero dominico y agustino, obispo de Ciudad Rodrigo, de Ajaccio y de Megara, y miembro de la Penitenciaría Apostólica de la curia romana, llevó a cabo la versión de los libros Lumen confesorum y Modus confitendi, en un volumen titulado Arte de bien morir y Breve confesionario, en el que no aparece el nombre del traductor. Pere Busquets (1400–1470), abad de los monasterios de Sant Benet de Bages y Sant Cugat, que tradujo dos obras del italiano al catalán: el Trattato della pazienza (Medicina del cor, ço és de la ira e de la paciencia) y el Speccchio della croce (Mirall de la creu), a instancia de la reina María, esposa de Alfonso el Magnánimo. Bernal Boyl, monje de la abadía de Montserrat, que vertió el tratado De religione seu de ordinatione animae, de Isaac de Antioquía. Arnau d’Alfarràs, del monasterio de Ripoll, que tradujo la Regla de san Benito (1457).
A la orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo o carmelitas pertenecieron el catalán Juan de Aquis (muerto ca. 1395), que quizá sea Johannes Brammart de Aquis o (Johannes) Tilmanus de Alto Lapide de Aquis, a quien se atribuye una versión del Evangelio de san Mateo. Felipe Ribot (?–1391), de origen catalán, prior provincial, procurador del convento de Perelada, definidor general, teólogo, que se presentó como autor de la traducción del griego al latín de la obra de Juan II, patriarca de Jerusalén, Liber de Institutione primorum monachorum in Lege Veteri exortorum et in nova perseverantium, aunque otros defienden que fue él su autor original. Arnau Estanyol, que vertió al catalán la obra De regimine principum, de Egidio Romano, dedicada al conde Pedro de Urgell antes de 1381.
En la Orden de los Cartujos podemos destacar a Gonzalo García de Santa María, que vivió entre los siglos XV y XVI, zaragozano, doctor en Derecho civil, y que antes de entrar en la Orden que tradujo en 1485 del italiano al español la Supleción general de los modernos a la Cosmografía y crónica de la parte de Asia antigua, de fray Grifón; en 1491 el tratado De quatuor novissimis, de Dionisio Rickel el Cartujano, y las Vidas de los Santos Padres Religiosos de Egipto, de san Jerónimo; en 1494 el Catón en latín y en romance, y el Tratado de las diez cuerdas de la Vanidad del mundo, de san Agustín; en 1499 compuso en latín la obra Aragoniae regum historia, considerada traducción de la Crónica del Reino de Aragón, del cisterciense Gualberto Fabricio de Vagad. Bonifaci Ferrer (muerto en 1417), prior de la cartuja de Porta Coeli y hermano de Vicente Ferrer, que fue el responsable de la traducción de la Biblia al valenciano, obra debida a un grupo de conversos valencianos y a algunos eclesiásticos de Valencia, como el inquisidor dominico Jaume Borrel y el obispo auxiliar de Valencia Jaume Peres entre otros.
En la Orden de San Bernardo o de bernardos puede mencionarse a Miguel de Cuenca, prior del monasterio de Santa María del Monte Sión, traductor en 1434 de la segunda parte del Llibre dels Angels, de Francesc Eiximenis.
Conclusiones
Podemos decir que la traducción monástica, entendida como la efectuada por el clero regular tuvo en la Edad Media un incalculable valor en la difusión de la cultura, al estar mayoritariamente en manos de los monjes y frailes la responsabilidad de su transmisión. La península Ibérica, con su singularidad histórica y geolectal, aportó un buen número de traductores y una enorme experiencia en todas las ciencias reconocidas de la época, y no solo eclesiásticas, sino filosóficas, astrológicas, médicas, etc., fruto de la colaboración en el territorio de tres poderosas culturas (cristiana, musulmana y judía). Ciudades como Córdoba, Toledo, Valencia y muchas otras aportaron valiosos modelos de convivencia de las artes y se erigieron en centros estratégicos del conocimiento en Europa y catedrales, monasterios y universidades en reductos de sabiduría. Del monje altomedieval al eclesiástico del Renacimiento se percibe una gran distancia en el comportamiento y en su relación con el Evangelio, pero, desde el punto de vista de la traducción, trasciende en ellos un mismo compromiso, el de trasladar la comunicación en otras lenguas a través de una experiencia personal fundamentada en la fe.
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