Recursos para la traducción en el siglo XIX: diccionarios1
Carmen Cazorla Vivas (Universidad Complutense de Madrid–Instituto Universitario Menéndez Pidal)
Introducción
Los traductores, para poder realizar correctamente su labor, necesitaban de un taller del traductor, compuesto de diferentes herramientas que, junto al necesario conocimiento de las lenguas con las que tenían que trabajar, les sirvieran como apoyo indispensable para poder identificar y seleccionar las voces más adecuadas y las estructuras lingüísticas más precisas. Aprovechaban su propio bagaje cultural, el necesario dominio de las lenguas que manejaban, las traducciones previas que se hubieran realizado, el trabajo de campo con el que podían informarse directamente de los nombres de vocabulario científico o técnico y, por supuesto, las herramientas lingüísticas: gramáticas y, sobre todo, diccionarios. Los repertorios lexicográficos seguirán siendo un apoyo básico para conocer tanto el significado de las voces como sus posibles traducciones.
En este sentido, en el siglo XIX, la lexicografía derivada de la Real Academia Española que partió del Diccionario de Autoridades (1726–1738) ya gozaba de un prestigio asentado y sus repertorios lexicográficos funcionaban como referentes. Pero, además, en esta época circulaban también otros diccionarios, los llamados no académicos, que solían incluir informaciones extensas y valiosas y una nomenclatura abundante. No olvidemos que además de los vocabularios generales, esta centuria se va a caracterizar también por la eclosión de los repertorios enciclopédicos, a semejanza de los que circulaban ya con éxito en la lexicografía francesa. Por otro lado, los diccionarios bilingües, también muy abundantes en estos años, se convirtieron en buenos aliados de los traductores, ya que son obras concebidas como si fueran diccionarios monolingües, pero en dos lenguas. Es decir, que en esta época contenían, generalmente, amplias explicaciones, y no solo una sucesión de equivalentes, e incluían definiciones extensas, informaciones sobre fraseología, ejemplos o refranes que ayudaban, precisamente, a la comprensión de los textos literarios (véase Bruña 2008, Cazorla 2008 y 2014). La lexicografía del español con el francés, el italiano, el inglés o el alemán ya disponían de grandes obras de este tipo a las que recurrir.
Durante el siglo XIX las traducciones seguirán en ascenso, en primer lugar las de obras literarias, que no van a perder interés; en segundo lugar los avances de todo tipo, que en este siglo serán muy relevantes, darán pie a que las traducciones de obras científicas sigan siendo, más que nunca, necesarias, y en tercer lugar, hay que pensar también que las segundas lenguas entrarán en los currículos oficiales de los centros escolares a partir de mediados de siglo, y las traducciones como herramienta didáctica cobrarán gran importancia.
Así, en el presente trabajo, después de un breve acercamiento a la situación de las traducciones del siglo XIX, nos detendremos en las diferentes herramientas lingüísticas que tenían a su disposición los traductores, especialmente los diccionarios. Realizaremos un repaso por los repertorios predominantes en este siglo, y analizaremos los prólogos para mostrar si los traductores podían emplear estas y otras herramientas, como las gramáticas.2
Las traducciones en el siglo XIX
El siglo XIX supone un cambio importante en cuanto a las lenguas traducidas. El francés sigue siendo lengua preponderante, pero Pegenaute nos explica detalladamente cómo el estudio de la lengua y cultura inglesas en España «experimentan en España un auge decisivo» (2003: 99) y se observa interés por promover el conocimiento de esta lengua. Véase también Martin Gamero (1961). Algunas de las publicaciones didácticas dedicadas al arte de la traducción más destacadas se debieron a escritores e intelectuales cuya actividad se desarrolló en países como Estados Unidos o Inglaterra: tal es el caso de, por ejemplo, Blanco–White, Alcalá Galiano, Espronceda o el duque de Rivas. Por ejemplo, el capitán de infantería José Urcullu, a quien debemos la Gramática inglesa reducida á veinte y dos lecciones (Londres, 1825) o Mariano Cubí, quien desarrolló una interesante labor docente en Estados Unidos y fruto de su docencia y sus investigaciones publicó, entre otras obras didácticas, dos tratados prácticos de traducción español e inglés, El traductor español or a Practical System for Translating the Spanish (Baltimore, F. Lucas Jr., 1825) y el Traductor inglés o Sistema práctico i teórico para aprender a traducir la lengua inglesa por medio de la española (Cambridge, Mass., s. i., 1826), en los que planteaba la traducción como herramienta didáctica para el aprendizaje de lenguas (véase Marco García 2002).3
En cualquier caso, a pesar del auge de otras lenguas, el francés seguirá siendo la mayoritaria, entre otras cosas porque también se empleaba como mediadora: obras escritas originalmente en alemán o italiano, que se traducían al francés y desde esta lengua al español. Por ejemplo, Antonio Villaseca y Francisco Carbonell tradujeron Arte de recetar conforme de los principios de la química farmacéutica o Diccionario manual portátil para los médicos, cirujanos y boticarios (Barcelona, Manuel Tejero, 1807), compuesto originalmente en alemán por Johann Bartholomäus Trommsdorff y que estos autores (ambos médicos) vertieron desde el francés.
En el ámbito de la educación, recordemos que las lenguas vivas alcanzaron un importante empujón, primero con el duque de Rivas, que en 1836 abogó por su inclusión en la Enseñanza Secundaria, y especialmente con la conocida como Ley Moyano de 1857, que consiguió dar un gran impulso al constituir las lenguas modernas como asignaturas obligatorias (Cazorla Vivas 2014: 34).4
Respecto a los traductores, cada vez se va a apreciar más que pertenezcan al ámbito de estudio que van a traducir. Es decir, escritores que traduzcan obras literarias o médicos que traduzcan obra de esta disciplina. Es interesante en este sentido el testimonio que encontramos en una «Carta al Sr. G. M. B.», firmada por cierto Taranilla, aparecida en el Diario de Madrid (n.º 363, 29/12/1802, 1460–1461):
¿Y debería en conciencia el traductor haber corregido el original? Sí, señores, en caso de que este lo admitiese. […] Así hacen todos los que saben que un traductor del teatro debe ser un poeta, no un principiante de la lengua francesa que con el auxilio de Sobrino o Gattel estropea en español lo que deletrea en francés: que los dramas que en una nación son aplaudidos en virtud de su gusto y sus costumbres, en otra por la misma razón son detestados.5
Cuando cita a Sobrino y Gattel se refiere, precisamente, a importantes y exitosos diccionarios bilingües español–francés publicados en el siglo XVIII.6
Así, buena parte de los traductores del siglo XIX serán escritores que también traducen. Y, en general, los investigadores que se centran en la figura de algún escritor–traductor, presentan la segunda faceta como ejercicio y formación para su actividad literaria. En muchas ocasiones, se añade también la labor de periodista. Por ejemplo, Benito Pérez Galdós, a la vez escribe novelas, realiza traducciones, redacta críticas de otras obras literarias y su labor traductora le sirvió como ejercicio de formación literaria, ya que tenía interés por mejorar el lenguaje literario.7 También Emilia Pardo Bazán realizó una importante labor de traductora, y en uno de sus escritos introductorios deja interesantes referencias sobre la profusión de malas traducciones que circulaban.
Además de estos y otros escritores, encontramos traductores multidisciplinares que junto a estas facetas más literarias, ejercen como científicos, como Alfredo Opisso y Viñas, que era médico y tradujo algunas obras relevantes de su ámbito, sobre todo de autores ingleses, además de traducciones literarias; o como Luis Monfort, que fue un religioso que realizó labor de traductor, con traducciones como Gramática francesa simplificada (1812) y Principios de lengua francesa para el uso de los españoles (1815) (Lafarga & Pegenaute 2015: 156).
Como colofón a este apartado, que nos ayuda a comprender el contexto de las traducciones en esta centuria, el nombre de Nemesio Fernández–Cuesta reflejará de manera clara esa labor multidisciplinar de muchos de los autores del siglo XIX: traductor, escritor, periodista y lexicógrafo. Tradujo a Julio Verne a la vez que preparaba su monumental diccionario bilingüe español–francés, francés–español, y ambas facetas, la de traductor y la de lexicógrafo, estarán fuertemente interrelacionadas (volveremos a este autor más adelante).
Los diccionarios como herramientas de traducción
Los diccionarios seguirán siendo obras de referencia para los traductores, como base o apoyo fundamentales, aunque las necesidades respecto al vocabulario científico–técnico que se volvieron acuciantes en esta época no se vieran del todo resueltas. S. Martín Gamero llama la atención sobre la importancia que empiezan a tener los diccionarios llamados de bolsillo, adecuados para aquellas personas que viajaban y tenían que manejarlos con facilidad, frente a los diccionarios más tradicionales y voluminosos que «tienen su lugar adecuado en las bibliotecas públicas de los centros culturales o en las mesas de trabajo de estudiosos y traductores» (Martín Gamero 1961: 210).
En la segunda mitad del siglo XVIII, pero sobre todo a lo largo del siglo XIX, los diccionarios irán acogiendo entre sus páginas un buen número de voces técnicas y científicas, muchas de ellas porque iban apareciendo, precisamente, en las traducciones científicas que se venían haciendo en muchas materias. Como muestra podemos comentar el caso del campo de la química, que junto a los términos tradicionales que venían de tiempo atrás conoció la introducción de numeroso vocabulario novedoso:
Las discusiones terminológicas ocupan un lugar destacado en el surgimiento de las nuevas propuestas, y los traductores que vierten los textos al español suelen mostrar una cierta preocupación por la lengua que utilizan. Además, la química experimenta durante el siglo XIX un proceso de institucionalización semejante al de otras ciencias […] y el uso generalizado de algunos términos químicos lleva a su fijación en los repertorios lexicográficos. (Garriga Escribano 2003: 36)8
El Diccionario académico no será ajeno a la cuestión de la inclusión de términos científico–técnicos, pero no será hasta más o menos la mitad del siglo XIX cuando la corporación empiece a ser consciente, de manera más sistemática, de esta necesidad.
Pero es importante llamar la atención y distinguir entre la ausencia de esas voces en el diccionario, y su inexistencia en castellano. Ya se dio cuenta de esto Terreros, posiblemente el más importante lexicógrafo del siglo XVIII, y por eso parte de su método de trabajo consistía en recorrer talleres y fábricas anotando los nombres de los objetos. Otro testimonio interesante es el del traductor de la Química aplicada a las artes (1816–1821) de Jean–Antoine Chaptal , F. Carbonell, quien indica en el «Aviso del editor» que «Entre nuestros españoles, que no han dedicado sus plumas y sus observaciones a la descripción y enseñanza de las artes mecánicas, es más desconocido, misterioso, y recatado el idioma de ellas, retraído anda en los talleres y oficinas, y allí lo ha de buscar el sabio, para trasladarlo a los Diccionarios técnicos y facultativos, como lo han hecho los extranjeros» (cit. en Garriga 2004: 188).
Encontramos más testimonios sobre esta inclusión del léxico de especialidad en los diccionarios. Es el caso del Diccionario Universal de Física (1796–1802) de Brisson, traducido por Cladera:
No hay Obras más a propósito para instruir al Público, […] deleytarle, y suministrarle los medios de satisfacer su innato deseo de saber, que los Diccionarios, pues proporcionan aun a los menos iniciados en las Ciencias, el poderse enterar muy en breve de las qüestiones que más les interesa saber. Así es que en este siglo se han multiplicado casi sin término en todos los ramos de las Ciencias. (Brisson 1796: IV)9
Si bien Cladera, como hemos dicho, contribuye con su traducción a la incorporación de léxico científico–técnico, al mismo tiempo se queja de «las lagunas de las nomenclaturas científicas en su propio idioma, y achaca a éstas la existencia de versiones a veces poco acertadas. […] En esa situación, el traductor no tiene otra opción que consultar los diccionarios clásicos, siempre insuficientes, evidentemente destinados a otros fines que la traducción técnica, y las obras de los especialistas» (Lépinette & Sierra 1997: 70).
Todo esto nos muestra cómo la necesidad de fijar todo este léxico científico en su mayoría novedoso, será una cuestión candente a lo largo del siglo XIX: el léxico científico–técnico no cesaba de crecer, al ritmo de los grandes adelantos de esta centuria, y era evidente la necesidad de crear diccionarios de las diferentes especialidades para dar a conocer este vocabulario y su definición a los interesados y, que a la postre, servirían de ayuda y referencia para los traductores.
Por ejemplo, José María Moralejo publicó en 1835 unos Dialogues faciles, incluidos en un Manuel de conversations françaises et espagnoles, que tuvonumerosas reimpresiones. En la de 1862 (pp. 6–7) el editor comenta precisamente que están siendo tantos los progresos y el avance en las relaciones entre España y Francia, que ha decidido aumentar el volumen con diferentes nomenclaturas de términos de marina, comercio, enfermedades y remedios, instrumentos y otros elementos referidos a monedas o transportes en España.
Así, como acabamos de comentar, se crea el caldo de cultivo perfecto para la profusión de diccionarios plurilingües de distintas especialidades que se publicarán en este siglo (arte militar, botánica, comercio, economía, marina, medicina o química).10
Al consultar la bibliografía sobre las traducciones en el siglo XIX o al acudir directamente a los escritos de muchos autores de la época, aparecen recurrentemente alusiones al empleo de diccionarios en la labor traductora. Hay testimonios en los que se evidencia que los traductores tenían a mano algún repertorio lexicográfico, e incluso se citan nombres, generalmente de algunos de los lexicógrafos más exitosos de la época, como Sobrino, Gattel o Núñez de Taboada.
Más arriba hemos citado a Taranilla, que menciona a Sobrino o Gattel. En Larra (2022) encontramos también alguna de estas alusiones; así, cuando dice en su artículo «De las traducciones» (1836): «careciendo de suficiente número de composiciones originales, hubo de abrirse la puerta al mercado extranjero, y multitud de truchimanes con el Taboada en la mano y valor en el corazón se lanzaron a la escena española».
En el trabajo de Aymes (2002) se recogen los interesantes intentos de definir lo que eran malas y buenas traducciones en el siglo XIX y los requisitos que debía cumplir un buen traductor, y ahí aparecen de nuevo los diccionarios:
Las propuestas publicadas en la prensa se dividen entre unas cuantas exigencias empíricas y las enumeraciones de requisitos [para una buena traducción] sumamente difíciles de cumplir. Entre las exigencias de la primera clase viene la obligación de valerse de más de un diccionario bilingüe (no bastan el Sobrino y el Taboada), de dedicar a la tarea un tiempo suficiente y de consultar unas obras especializadas en relación con el texto por traducir. (Aymes 2002: 53)
Vemos que de nuevo es citado Sobrino, nombre fundamental de la lexicografía bilingüe del XVIII, junto con Gattel, también nombrado, y cita a Núñez de Taboada, uno de los más grandes lexicógrafos del siglo XIX, de quien hablaremos un poco más adelante.
Es decir, en estos testimonios citados se manifiesta con claridad la misión que podían cumplir los repertorios lexicográficos, y efectivamente los diccionarios podían servir de modo eficaz como herramienta de traducción, pero siempre que el traductor dominara las lenguas de su trabajo, porque empleados de manera aislada, con poco dominio por parte del usuario, los vocabularios solían llevar a errores de empleo incorrecto o fuera de contexto de las diferentes voces.
Lexicografía monolingüe académica y no académica
Por lo que se refiere a la Real Academia Española (RAE), las diferentes ediciones del Diccionario (DRAE) desde 1780 prestan atención al léxico científico–técnico.11 En la edición de 1817 se incluyen numerosas denominaciones de especialidades, y se aumenta con un notable número de voces de historia natural, especialmente, y de otros ámbitos como la química (Clavería 2018: 44). Los prólogos de estas primeras ediciones (Alvar Ezquerra 1993) no se detienen a tratar el tema del vocabulario científico–técnico sino a partir de la 7.ª edición, de 1832, en la que la institución muestra su preocupación por mejorar las definiciones y hacerlas más claras, o en la siguiente, de 1837, en la que aclara que será prudente con muchas de las voces que han ido surgiendo en las ciencias, en gran parte nomenclatura de origen griego:
La Academia se ve por tanto en la precision de advertir, que tales nombres pertenecen ménos al caudal de los idiomas vulgares, que al lenguaje técnico peculiar de las ciencias á que se refieren. Por lo mismo no se juzga autorizada para darles lugar en su Diccionario, hasta tanto que el transcurso del tiempo los va haciendo familiares, y el uso comun los adopta y prohija. (2)
Los prólogos de las siguientes ediciones dejarán constancia de que, efectivamente, la cuestión del lenguaje científico–técnico se sentía como un problema que había que resolver. Así, puede leerse en el de la edición de 1843:
Así hemos visto lamentarse algunos de no hallar en él las palabras comité (por comisión), secundar (por cooperar), y otras muchas extranjeras de que están infestados la mayor parte de los escritos que diariamente circulan y que todo el mundo lee por la importancia de los asuntos sobre que versan. Otros echan menos en el Diccionario de la lengua castellana la multitud de términos facultativos pertenecientes a las artes y a las ciencias, de las cuales solo debe admitir aquellos, que saliendo de la esfera á que pertenecen, han llegado á vulgarizarse, y se emplean sin afectación en conversaciones y escritos sobre diferente materia. […] Si el naturalista se quejase de no encontrar en él las voces todas conque de dia en día se va aumentando el caudal de su profesión predilecta, con igual motivo se quejaría el astrónomo, el químico, el anatómico, el farmacéutico, el veterinario, y en suma los aficionados á cuantos ramos del saber componen hoy el inmenso tesoro de los conocimientos humanos. (1–2)
Sigue justificando la Academia la inclusión de voces científicas o técnicas que se han extendido al lenguaje común, que «se encuentran incorporados en el lenguaje general» y que van aumentando el caudal de la lengua. Pero ni pueden incorporarse todas las voces técnicas, ni pueden emplearse definiciones técnicas en un diccionario común» (2). Y justifica también la necesidad y pertinencia de los vocabularios técnicos, cuando expone que este léxico es desconocido por la generalidad de las gentes:
Hay también una inmensa nomenclatura de las ciencias, artes y profesiones, cuyo significado deben buscar los curiosos en los vocabularios particulares de las mismas: tales voces pertenecen a todos los idiomas y a ninguno de ellos, y si hubieran de formar parte del Diccionario de la lengua común, lejos de ser un libro manual y de moderado precio, circunstancias que constituyen su principal utilidad, sería una obra voluminosa en demasía, semienciclopédica y de difícil adquisición y manejo. (2)
Según avanza el siglo y adelantan cada vez más los conocimientos, la corporación irá siendo más consciente de esta situación, especialmente en las tres últimas ediciones de esta centuria (1869, 1884 y 1899). En la advertencia de la de 1884 leemos:
Otra novedad de la duodécima edición es el considerable aumento de palabras técnicas con que se la ha enriquecido. Por la difusión, mayor cada día, de los conocimientos más elevados, y porque las bellas letras contemporáneas propenden á ostentar erudición científica en símiles, metáforas y todo linaje de figuras, se emplean hoy á menudo palabras técnicas en el habla común. […] Aunque sin proponerse darle carácter enciclopédico, ni acoger en él todos los tecnicismos completos de artes y ciencias. (v)12
Con todo, uno de los principales problemas que supone la inclusión de léxico científico–técnico radica en situar los límites de qué se considera especialidad: puede seguirse el criterio nocional, como «pertenencia temática desde el punto de vista semántico», o bien un criterio de uso lingüístico, entendido como uso pragmático, como nivel de lengua (Torruella & Huertas 2018: 255). La RAE habitualmente se ha guiado más por este segundo criterio, considerando incluir aquellas más conocidas y extendidas. Pero hay que tener presente que conseguir que la recogida de este tipo de voces en un repertorio lexicográfico sea homogénea, objetiva y con criterios razonados, es prácticamente una tarea imposible, porque con determinados términos sería difícil delimitar, por ejemplo, lo que se considera de uso común de lo que está restringido a los especialistas. Asimismo, la consideración de la especialización no es una concepción totalmente fijada, sino que: «El ámbito de lo especializado es algo que va cambiando con el tiempo y que la Academia determina siguiendo la organización onomasiológica de las ciencias, las artes y la técnica, en sus versiones teóricas, aplicadas y profesionales» (Battaner 1996: 101).
Además, es importante tener presente que en los repertorios académicos podemos encontrar numerosas voces de especialidad, pero también es cierto que la inclusión de estas no es homogénea entre los distintos ámbitos, y el mayor o menor número de léxico de las diferentes especialidades en ocasiones no se realiza por cuestiones objetivas sino por razones como «los tipos de textos y autoridades que se utilizaban como base en la elaboración del diccionario» (Torruella & Huertas 2018: 256), lo que ocurrió, por ejemplo, con la náutica o con la historia natural.13
En los últimos años se están realizando estudios pormenorizados de las ediciones decimonónicas del DRAE y eso nos permite ir conociendo en detalle las incorporaciones de voces de especialidad, y las mejoras en las definiciones, que se fueron dando. Así se puede comprobar cómo se fueron introduciendo voces de diferentes especialidades que se iban desarrollando exponencialmente en esta centuria, como la electricidad, la química, la botánica, la medicina o la economía, pero siempre con el objetivo de incluir solo aquellas que ya se habían introducido y permanecido, y siempre sin perder la idea de que los diccionarios de especialidad son los que deben incluirlas masivamente.14
Junto a esta fundamental línea lexicográfica académica, el siglo XIX va a conocer lo que se ha dado en llamar corriente no académica, con una serie de grandes diccionarios que se sucedieron a lo largo de esta centuria, impulsados con la idea de ofrecer un enciclopedismos motivado por la influencia de la lexicografía francesa y por los importantes acontecimientos históricos, políticos y con los avances científicos que se dieron, con grandes diccionarios generales que se publicitaban con el hecho de que contenían una amplísima macroestructura, que iba mucho más allá del léxico común, y una también amplia microestructura, con informaciones extensas de las voces definidas. En general, intentan diferenciarse de la RAE, que sigue un criterio más restrictivo a la hora de introducir voces, especialmente del léxico científico–técnico y también de voces dialectales.
Lexicografía de especialidad
Ya en el siglo XVIII se publicaron decenas de diccionarios de especialidad. En el siglo XIX siguieron aumentando, de manera acorde con el avance de las ciencias; muchas de ellas porque continuaban en boga, como la marina o la historia natural, y otras porque se empezaron a desarrollar enormemente, como la economía política.
Entre los que proliferaron en el siglo XIX, podemos hablar, por ejemplo, del ámbito de la marina. Existían repertorios plurilingües que contenían entradas y sus definiciones en la misma lengua e iban acompañados de varios vocabularios en otras lenguas como inglés, francés o italiano. Tenemos la reedición de Neuman (en inglés, con equivalentes en cinco lenguas, entre ellas el español, editado en 1799 y con reedición en 1808), o la Cartilla práctica de la construcción naval dispuesta en forma de vocabulario con algunos apéndices, y las nomenclaturas francesa, inglesa e italiana, con su correspondencia en castellano, de Timoteo O’Scanlan, de 1829 (Madrid, Miguel de Burgos).
Entre los repertorios marítimos bilingües, tenemos el de Lorenzo de Navas (Cádiz, 1810, manuscrito), Diccionario manual español y francés de los nombres de pertrechos y efectos de armamento de los navíos de guerra; así como el bidireccional español–francés, de Charles Marie L. Lhuillier y C. J. Petit, Dictionnaire des termes de Marine français-espagnols et espagnols-français: auquel on a joint un traité de prononciation pour chaque langue (París, 1810).
En 1831 (Madrid, Imprenta Real) se publica el repertorio más conocido de todos ellos: el Diccionario marítimo español que ademas de las definiciones de las voces con sus equivalentes en frances, ingles e italiano, contiene tres vocabularios de estos idiomas con las correspondencias castellanas. El director de esta obra fue el marino y miembro de la Real Academia Martín Fernández de Navarrete, que además incluyó un extenso e interesante prólogo. Con todo, Fernández de Navarrete se valió de glosarios y vocabularios anteriormente publicados, para confeccionar uno, y en este sentido, T. O’Scanlan fue pieza clave como redactor. Por tal motivo, se encuentra en ocasiones su nombre como autor u organizador de la obra, y en otras, el de Fernández de Navarrete (véase Ahumada 2008: 35–41). La obra contiene las entradas y definiciones en español con las equivalencias en francés, inglés e italiano y además tres vocabularios con las entradas en esas tres lenguas y las equivalencias en español. Similar a este será el Diccionario marítimo español de José de Lorenzo, Gonzalo de Murga y Martín Ferreiro, publicado en Madrid en 1864.15 O la obra más específica aún de José de Carranza y Echevarría, Tratado de las máquinas de vapor, aplicadas a la propulsión de los buques (Madrid, 1857), también con glosarios en varias lenguas.16 no se propuso escribir particular y exclusivamente un diccionario de Marina, sino comprender las voces de esta profesión en su Diccionario castellano de ciencias y artes, merece no obstante nuestra consideración, ya por el conato que puso en reunir y acopiar las de este lenguage, que es como de una nación totalmente extrangera, ya por el influjo que ha tenido su autoridad para algunos escritores que le han seguido sin examen ni discernimiento» (xx).]
En el ámbito militar podemos hablar también de varios repertorios interesantes. Uno de los primeros fue el Diccionario militar de Federico Moretti, de 1828 (Madrid, Imprenta Real), con lemas y definiciones en español, pero con el añadido de las equivalencias en francés y un vocabulario francés–español. El siguiente en aparecer fue el de Pedro de la Llave, Vocabulario francés–español de términos de Artillería, y de los oficios y Artes militares y civiles que tienen relación con ella (Segovia, 1848). En 1853, en París, se publica un trilingüe Vocabulario militar francés, inglés, español, de José María Enrile; con la misma estructura del de Moretti y el añadido de un vocabulario alemán–español, apareció en 1869 el Diccionario militar, etimológico, histórico, tecnológico, con dos vocabularios francés y alemán, redactado por José Almirante. En 1883 Édouard Gille publica el Vocabulaire militaire en las lenguas francesa, alemana, italiana y española. El Vocabulaire militaire espagnol–français de Henri Trépied se publicó en París en 1889 y en la misma ciudad apareció el Diccionario militar, con un vocabulario español–francés–alemán (1897) de Nicolás Estévanez.17 Y para finalizar el siglo otro de los repertorios importantes, el Diccionario de ciencias militares de Mariano Rubió y Bellvé, aparecido en Barcelona en 1895. La mayoría de los autores de estos repertorios eran militares que se vieron en la necesidad de redactar repertorios que pudieran ayudarles a ellos mismos y a otros a traducir obras de especialidad.
Los diccionarios militares monolingües, aunque con equivalencia en una (generalmente francés) o más lenguas, tienen como objetivo «décrire le lexique militaire mais aussi faire connaître les lexiques équivalents, français surtout. Ce sont des outils qui servent pour la description mais aussi pour la traduction des termes militaires» (Sierra Soriano 2015: 399).
En el ámbito de la agricultura pueden citarse varios diccionarios enciclopédicos traducidos: de autor desconocido, Agronomía o diccionario manual del labrador por Pedro Chamorro de Lorenzana (1817); de François Rozier, el Curso completo o Diccionario universal de agricultura (1797–1802) por Juan Álvarez Guerra, así como el Nuevo diccionario de agricultura (1842); de Félix–Édouard Guérin y otros autores, Dios y sus obras. Diccionario pintoresco de historia natural (Barcelona, J. Verdaguer, 1841–1843, 4 vols.), traducido y ampliado por Agustín Yáñez.18. Álvarez Guerra fue abogado y miembro de la Sociedad Económica de Madrid, institución que le encargó la traducción. Yáñez fue farmacéutico y médico; estudió a lo largo de su vida diferentes disciplinas científicas y trabajó en varias de ellas (Ibáñez Rodríguez 2015).]
Esto son solo muestras de dos ámbitos; podríamos continuar con otros muchos, con lo que podemos deducir que los traductores disponían de un buen número de repertorios para poder traducir las obras científico–técnicas.18
Lexicografía hispano–francesa
Por lo que se refiere a la lexicografía bilingüe hispano–francesa, la más extensa con el español de entre las lenguas europeas, vamos a hacer un recorrido por los repertorios generales más interesantes de este siglo XIX que pudieron servir como herramienta a los traductores. Hemos analizado la figura de los lexicógrafos y hemos repasado los prólogos, que en no pocas ocasiones ofrecen interesantes aspectos metodológicos. Queremos hacer mención a la profusión de los llamados diccionarios de bolsillo que proliferaron, como hemos comentado unas páginas más arriba, en esta época; pero no nos detenemos en ellos porque no eran la herramienta más adecuada para el traductor, sino especialmente, por su comodidad y fácil manejo, para viajeros.19
Jean–Luc Barthélemy Cormon es autor de un Dictionnaire portatif et de prononciation espagnol–français et français–espagnol (Lyon, 1800). Cormon se encuentra entre los numerosos autores que publicaron un conjunto de obras para ayudar al aprendizaje de lenguas. Además de estel diccionario publicó un Dictionnaire portatif de la langue française (Lyon, 1801) y Le maître d’espagnol, ou éléments de la langue espagnole, à l’usage des Français (Lyon, 1804).
Le maître d’espagnol incluye varios apartados relacionados con el estudio del lenguaje, como gramática, ortografía, prosodia, pronunciación, versificación y diálogos en francés y en español, y –a partir de la segunda edición de 1808– un pequeño vocabulario de las palabras más usuales. En el prólogo no hay especiales indicaciones sobre la traducción, se centra especialmente en la importancia de la pronunciación, aunque hace hincapié en separar convenientemente las diferentes acepciones, de modo que el lector advierta claramente «que c’est celui qu’il doit employer habituellement en parlant ou en traduisant» (III), y va a incluir ejemplos para poder distinguir los diferentes usos. El vocabulario geográfico y el de nuevas palabras introducidas en los últimos años en el ámbito de las leyes podían ser útiles igualmente en la labor traductora.
Antonio de Capmany (Nuevo diccionario francés–español, Madrid, Sancha, 1805) fue una importante figura de la segunda mitad del siglo XVIII y los primeros años del XIX. Fue político, militar, historiador, filólogo y académico (véase García Bascuñana 2017b y Peña Arce 2019). Son numerosas las obras de corte lingüístico que publicó (véase Cazorla 2021) y su preocupación por el español y el francés fue continua, pero no uniforme: en sus primeros años profesionales (últimas décadas del siglo XVIII) se acercó al francés, lo alababa, admiraba lo que él consideraba superioridad lingüística respecto al español, y así consta en sus primeras obras; pero los acontecimientos históricos que se sucedieron en los primeros años del siglo XIX, con la invasión de las tropas napoleónicas y parte de su quehacer profesional lo hicieron cambiar de opinión.
Capmany llegó a ser muy consciente de los problemas lingüísticos que estaban trayendo las traducciones del francés: gracias a su conocimiento de esta lengua, trabajó como censor de textos franceses y por esto pudo conocer de primera mano muchas de las malas traducciones, a las que en esta época culpaba de la decadencia del español (Checa Beltrán 1989: 139): «Algunos han creído que gran parte de la dificultad que sentían en la traducción de los libros franceses, procedia de la pobreza del castellano; quando debian atribuirlo á su pereza, ó impericia, antes que echar la culpa á su lengua, por no confesar su ignorancia» (XIV).
Para aquellos que consideran que la lengua francesa es más exacta y copiosa para materias científicas, Capmany opina que: «Sentenciando que no hay tal ó tal voz, porque no la hallan. ¿Y como la han de hallar, si no la buscan, ni la saben buscar? Y dónde la han de buscar, si no leen nuestros libros? Y como los han de leer, si los desprecian? Y no teniendo hecho caudal de su inagotable tesoro, cómo han de tener á mano las voces de que necesitan?» (XV).
¿Nuestra lengua escasea en nombres de las nuevas voces acuñadas por los adelantos técnicos? Es cierto, pero fácilmente los puede adoptar o formarlos por analogía, como han hecho los mismos franceses, tomándolos del latín o del griego. Sobre los neologismos, Capmany pensaba que lo ideal era incluir solamente aquellos estrictamente necesarios, y aún sería mucho mejor si estos se adaptaban a la grafía y pronunciación castellana. De esta preocupación general por la evolución del español deriva también su interés por ir incluyendo en su repertorio lexicográfico voces nuevas, especialmente del ámbito científico–técnico.
Capmany interesa especialmente porque su obra resulta de gran ayuda para los traductores, al introducir nuevo vocabulario empleando diferentes fórmulas: utilización del vocabulario griego y latino, adaptación del vocabulario de lenguas extranjeras o formación mediante prefijación, sufijación o composición. Estas reglas suponían una interesante herramienta para los traductores, ya que siguiéndolas podrían traducir con voces creadas a partir de las reglas del español, y así se evitarían numerosos galicismos.20
Se refiere asimismo a los traductores, generalmente mal preparados y con pocos medios a su alcance, culpables del empobrecimiento del español por las malas traducciones que producían: u época: «Esta obra era de absoluta necesidad, y más en estos últimos tiempos, en que la moda, o la manía de traducir del francés hasta el Arte de ayudar a bien morir, hacía más indispensable el verdadero conocimiento de aquella lengua, para no desfigurar, o descastar la nuestra» (II).21
Capmany no decide a la ligera (o al menos ese es su objetivo) el equivalente de cada voz; presta atención al nivel de uso y del estilo, circunstancia esencial en un diccionario bilingüe. Es decir, si la voz francesa es culta, busca una correspondencia española igualmente culta; el mismo método sigue si la voz si es vulgar, poética, familiar o jocosa (VIII).
Dedica un amplio espacio a las dificultades de la traducción, considerando que hay varios puntos que se deben tener en cuenta a la hora de elegir las equivalencias. Por ejemplo, a muchas voces que en francés van en plural les corresponde un singular en español (les saintes huiles / el santo óleo) o al contrario; a una voz simple del francés puede corresponderle una compuesta en español (globe / globo terráqueo); muchas veces a una misma voz en una lengua le corresponden varias equivalencias en la otra lengua, dependiendo de los usos y circunstancias, etc.; a esto se une que, debido a las diferentes costumbres y modas, «muchos de los nombres de estas cosas no tienen una correspondencia simple de una a otra» (XIII) y otras muchas voces son intraducibles, por lo que en estos casos debe suplirse el equivalente por una explicación o definición aproximada. Especial atención, en lo que a traducción se refiere, merecen las expresiones figuradas y proverbiales, que la mayoría de las veces representan en ambas lenguas una misma idea con distintas imágenes (yeux d’aigle / vista de lince):
Por consiguiente, no debemos guardar una rigurosa identidad de palabras en las correspondencias, supuesto que muchas veces se han de trocar unas por otras, para corresponder á la idea, ó pensamiento general, con voces de cosas conocidas y usuales entre nosotros. […] Se leen también voces francesas en los diccionarios, que no solo no tienen exacta correspondencia en español, mas ni tampoco una equivalencia; porque, no existiendo en España las cosas, los usos, los establecimientos, ni las instituciones, mal podremos tener sus nombres peculiares. (XII–XIII)
El autor ofrece diversas informaciones contextuales que dicen mucho a favor del didactismo que persigue. Se advierte su preocupación por ofrecer a los traductores una ayuda válida a la hora de elegir un equivalente concreto, puesto que estas indicaciones especifican, por ejemplo, campos semánticos a los que se puede aplicar una voz, adjetivos que suelen acompañar a un sustantivo, etc.
Por lo que a la traducción se refiere, es importante hablar del Apéndice que añade Capmany a continuación de lo que es propiamente el diccionario: es un suplemento de 36 páginas que contiene voces del ámbito científico y técnico que, o bien que salen del uso común y corriente y no quería incluirlas en el cuerpo de su diccionario general, o bien son de creación reciente. Hablamos de un número elevado de artículos, concretamente 1518 según el recuento que realizó Fernández–Díaz (1987: 531), con voces de, sobre todo, el ámbito de la medicina.22 Y además del cuerpo del repertorio propiamente dicho, incluye algunos apéndices que sin duda podían servir de ayuda a las traducciones: un diccionario geográfico y una lista de voces familiares y refranes.
Melchor Manuel Núñez de Taboada, que en 1812 publicó un Diccionario español–francés y francés–español (París, Brunot–Labbé), fue director del Établissement d’Intérpretation Générale des Langues en París y tradujo de este idioma una obra marítima. Dentro del ámbito lingüístico, además de este diccionario bilingüe, publicó un Diccionario de la lengua castellana (París, 1825), una Grammaire de la langue espagnole à l’usage des Français, reduite à ses plus simples éléments (1822), y un par de guías de conversación en varias lenguas. Incluye también, como hizo Capmany, una lista de voces familiares y refranes. En el prólogo de su Diccionario monolingüe, da muestras de esta preocupación:
Todo lo daré por bien empleado si de algún modo puede contribuir a que no se descaste y desfigure la incomparable lengua de los Cervantes en estos tiempos, para ella calamitosos, en que la manía de traducir del francés cuanto se presenta bueno o malo, ha cundido hasta cierta clases de hombres, verdaderos vándalos de la lengua, dispensados por estado y condición de toda especie de luces y conocimientos, y en que una cáfila de traductores à destajo hacen gemir la prensa con un diluvio de producciones en jerigonza castellana, con que ciertos contrabandistas de la lengua española de esta capital inundan la Península y el Nuevo Mundo. (VIII)
En el prólogo de su diccionario bilingüe, a diferencia de Capmany (a quien, sin embargo, toma de guía en otros muchos aspectos), considera importante incluir las voces de oficios, ritos, costumbres, etc. de países exóticos y lejanos, y por supuesto un buen número de términos científicos. También menciona que prefiere incluir asimismo voces relativas a la revolución francesa, porque ayudarán a entender las obras que traten este tema.
Los sucesivos editores del diccionario bilingüe de Taboada insisten en que se han preocupado mucho por ofrecer la distinción del sentido propio y el figurado, así como los diferentes estilos (poético, irónico, burlesco, familiar, etc.); cuestión esta importante para el uso de los traductores. Fue una obra que alcanzó gran éxito y difusión (buena muestra son las numerosas reediciones que tuvo) y también destaca porque parece el primer lexicógrafo que mejora y sistematiza el sistema de marcación de las voces técnicas, señaladas por él siempre con la abreviatura de la especialidad (náut., med., mús.), lo que ayudaba bastante al usuario en su consulta.
Dos importantes obras lexicográficas redactadas ambas por dos autores, fueron la de Domenico Gian Trapany y A. de Rosily, revisada por Charles Nodier, Nouveau dictionnaire français–espagnol et espagnol–français avec la nouvelle ortographie de l’Académie Espagnole (París–Nueva York–México, 1826) y la de Pedro Martínez López y François Maurel, Dictionnaire français–espagnol et espagnol–français, édition économique à l’usage des maisons d’éducation des deux nations (París, 1839–1840).
Casi todos estos autores redactaron también otras obras lingüísticas, como gramáticas y otros diccionarios. En el primer caso, Nodier expone en el prólogo la importancia de la buena labor que cumple la traducción, para lo que hace falta algo más que el conocimiento profundo de una de las dos lenguas, o incluso de las dos (Cazorla 2002: 466): «[la traduction] exige un étude réfléchie des classiques des deux nations, une grande habitude de deux sociétés nécessairement très–diverses, un sentiment exquis de bienséances relatives et de convenances locales» (V). Además, clama contra de las traducciones literales. En el caso del diccionario de Martínez López y Maurel, el editor Charles Hingray expone en el prólogo que recoge, además de las voces comunes y literarias, «un choix de mots techniques, les termes d’historie naturelle, de médecine, de chimie, de physique, de marine, y sont traités avec un soin particulier» (III).
Nos detenemos un poco más en el siguiente repertorio, el Dictionnaire français–espagnol et espagnol–français avec la nouvelle ortographie de l’Academie Espagnole, rédigé d’après Gattel, Sobrino, Nuñes de Taboada, Trapani, etc. (París, 1840) del portugués José da Fonseca, que fue profesor de lengua española y portuguesa, y autor también de diccionarios francés–portugués y francés–italiano.
Además del cuerpo de la obra propiamente dicha, incluye un diccionario de nombres de países, otro de nombres propios y una serie de frases metafóricas e idiotismos con el título: «Choix de phrases métaphoriques, élégances, idiotismes, proverbes, etc., indispensables aux espagnols qui désirent composer ou traduire en français et même aux français qui veulent écrire purement et correctement leur idiome, extrait des classiques et des écrivains modernes français les plus estimés». Y lo mismo en la parte español–francés. Añade también una «Table alphabétique des abréviations les plus usitées en Espagne, avec la traduction française en regard, pour faciliter aux étrangers la lecture des anciens livres espagnols, des manuscrits, des lettres familières, etc.».
Incluye un prefacio muy interesante, desde el punto de vista de la lexicografía en general, y de la traducción en particular. Al inicio, comenta que de entre los repertorios existentes, unos ofrecían una nomenclatura demasiado árida; otros estaban llenos de explicaciones inútiles para el traductor (V). Precisamente se queja de la inclusión de largas explicaciones y definiciones de las voces que más bien pertenecen a un repertorio monolingüe, puesto que cuando un traductor necesita un término no puede parar su trabajo y detenerse a leer extensos artículos, sino que necesita encontrar la voz adecuada rápidamente (V).
Continúa refiriéndose elogiosamente al trabajo de traducción, en el que los traductores, antes de decidirse por una u otra expresión, meditan largamente el sentido que quiso darle el autor original. Esto es casi imposible trasladarlo a la lexicografía, a causa de la incompatibilidad del discernimiento y paciencia que se necesitan en la traducción con la improvisación que se aplica actualmente en la redacción de los diccionarios: «Ces traducteurs distingués, pour conserver le sens propre de la phrase étrangère, et traduire élégamment, ont médité long–temps l’expression de l’auteur original. Un lexicographe, quelque instruit qu’il soit, atteint rarement ce but» (V).
A lo largo de este prefacio se observa la preocupación del autor por ofrecer un repertorio útil, claro y cómodo que facilite la comprensión y traducción de los escritores, por lo que la gente interesada en la literatura se verá beneficiada con una obra de estas características: «Les articles sont classés de telle façon que l’étudiant et le traducteur trouveront facilement, et dégagé de toute définition superflue, le mot ou l’expression qu’ils désireront» (VI).
Su diccionario es, en buena parte, fruto de su lectura de «traductions françaises le plus élégantes», que va cotejando con los textos españoles y de ellas escoge diferentes frases que incluye en su repertorio, marcándolas con dos asteriscos (**). Es un repertorio, por tanto, que ha sido preparado con mimo para ser útil a los traductores de obras literarias. Sin embargo, no hallamos en él comentarios sobre la inclusión de léxico científico–técnico. No parece que sea un diccionario concebido con la voluntad de inclusión de este tipo de voces. Sin embargo, en el análisis lexicográfico que en su momento realizamos (Cazorla Vivas 2002: 508–510) comprobamos que incluye un buen número de léxico de especialidad, especialmente de marina o botánica, pero también de agricultura, medicina, anatomía, química o cocina.
Ramón Joaquín Domínguez, responsable de un Diccionario Universal español–francés, francés, español, compuesto por una sociedad de profesores de ambas lenguas (Madrid, Vda. de Jordán e Hijos, 1845–1846, 2 vols.), fue un personaje interesante de la primera mitad del siglo XIX, profesor de francés y uno de los lexicógrafos más reconocidos de esta centuria (véase García Bascuñana 2017a y Alvar Ezquerra 2019b). Por lo que se refiere a la lexicografía monolingüe, publicó un Diccionario Nacional o Gran Diccionario Clásico de la Lengua Española (Madrid, 1846–1847). Ambos repertorios son inexcusables referencias para cualquiera que se acerque a la historia de la lexicografía. Son obras voluminosas, paralelas a la labor de la Real Academia, y dentro de lo que se ha dado en llamar diccionarios no académicos, que, en general, seguían la estela de los grandes diccionarios franceses (como el de Bescherelle, de 1843), caracterizados por su enciclopedismo, tanto en la macroestructura como en la microestructura. En el caso de Domínguez, además de esta característica acumulativa, destacan también sus obras por la subjetividad que imprimió en ellas, al incluir consideraciones personales en las definiciones.23
El propio subtítulo de su repertorio bilingüe indica que se va a incluir numeroso léxico de diferentes disciplinas.24 Se encuentra asimismo en el título de su diccionario monolingüe el interés por todo este léxico, pues se indica que «contiene más de 40.000 voces usuales y 86.000 técnicas de ciencias y artes», que justifica en el prólogo, pues «las ciencias se han enriquecido con millares de descubrimientos, cada uno de los cuales ofrece al hombre otros tantos objetos nuevos que debe conocer y clasificar, necesitando para esto darles una nomenclatura que los distinga entre sí» (I, p. 5). El asunto de la necesidad de conocer y transmitir las nuevas voces aparecidas gracias a los adelantos científicos y técnicos es la razón que impulsó al autor a redactar su diccionario bilingüe:
Tanto en Francia como en España se resienten las traducciones de la falta de un Diccionario como el que publicamos, que responda a todas las dificultades que se ofrezcan al traductor, no solo acerca de la significación y definición de una voz y de las diversas acepciones y uso que esta puede tener en diferentes locuciones, sino también del tecnicismo de ciencias y artes. Nos ha parecido conveniente expresar la pronunciación figurada de cada voz, sin omitir los plurales, femeninos, y las distintas personas de los verbos de formación irregular, a fin de que el traductor encuentre vencidas todas las dificultades que le pueda presentar cualquiera voz o frase. (I: 5)
En el prólogo de la segunda edición (1853–1854) añade:
Satisfacíase por primera vez una necesidad por todos sentida, la de un diccionario francés–español y español–francés que no sólo resolviera las consultas, por decirlo así, de escuela, sobre lo más vulgar de ambos idiomas, sino que se estendiera a muy amplios pormenores en lo relativo al uso y propiedad de las voces, a la traducción recíproca de frases e idiotismos y a la significación de los términos técnicos, abrazando todo aquello con que las ciencias y las artes han enriquecido las lenguas modernas. (I)
Y este objetivo no se queda en la indicación en el título o en el prólogo, sino que realmente lo cumplió. En el cuadro de abreviaturas, al final del último tomo, se cuentan más de cien ámbitos de especialidad, resultado de la fragmentación establecida por el autor; baste decir que incluye siete divisiones para la historia o cuatro para la economía (Cazorla Vivas 2002: 557).
Otros dos repertorios bilingües generales son los de Marie–Jean Blanc Saint Hilaire (Novísimo diccionario francés–español, español–francés con la pronunciación figurada, París–Lyon, el autor, 1850) y de Domingo Gildo (Dictionnaire espagnol–français, français–espagnol augmenté de plus de 20.000 mots usuels de sciences, arts et métiers et de la prononciation figurée de chaque mot dans les deux langues, Madrid, Gaspar y Roig, 1850). No encontramos en ninguno prólogo interesante desde el punto de vista de la traducción. Si acaso, podemos mencionar que proponen incluir las voces que han ido apareciendo debido al progreso, tanto referidas a la vida común como a los ámbitos de las ciencias, las artes y el comercio. Aunque los preliminares no sean tan interesantes como otros, son amplios diccionarios generales que pueden servir de herramienta en la labor de traducción.
Francisco Corona Bustamante, autor de un Diccionario francés–español y español–francés basado en la parte francesa sobre el gran diccionario de E. Littré y en la parte española sobre el diccionario de la lengua castellana (París, Hachette, 1882–1901, 2 vols.), fue traductor, dramaturgo y autor de varias obras para la enseñanza de lenguas. Escribió numerosos manuales de conversación en varios idiomas (inglés, italiano, francés, italiano o portugués), y dos diccionarios, uno bilingüe español–francés y otro también bilingüe español–inglés (1869). Los prólogos no son relevantes para el tema de la traducción, pero en el título del diccionario español–inglés se dice explícitamente que contiene «A copious selections Scientific and Technical terms» y «la nomenclatura moderna comercial e industrial».
A Nemesio Fernández–Cuesta (véase García Bascuñana 2017c y González Corrales 2019) se debe un Diccionario de las lenguas española y francesa comparadas, redactado con presencia de los de las Academias española y francesa, Bescherelle, Littré, Salvá y los últimamente publicados (Barcelona, Montaner y Simón, 1885–1886, 2 vols.); en la propia portada se especifica que contiene, entre otras cosas, «Los términos de ciencias, artes y oficios». Ya se ha citado a Fernández–Cuesta al inicio de este capítulo al tratar de la labor multidisciplinar de muchos autores en el siglo XIX: es una muy buena muestra de eso, pues fue militar, lexicógrafo y traductor, colaboró en diferentes periódicos y tuvo cargos políticos.
García Bascuñana señala la estrecha relación entre su labor traductora y el resto de su obra escrita. Tradujo varias obras históricas y otras literarias con trasfondo histórico.25 En su Diccionario «intentará transmitir una información lo más rápida y completa posible sobre cada una de las palabras, que pueda evitar las dificultades y escollos que acechan al traductor» (2015: 115–116). Fernández–Cuesta va a volcar su amplísima experiencia como traductor en la redacción de su repertorio lexicográfico, prestando especial atención a la inclusión de numerosos ejemplos de uso que claramente facilitan y agilizan la labor traductora. Su diccionario sigue la estela de los grandes y enciclopédicos diccionarios franceses que tanto proliferaron a lo largo del siglo XIX, como el de Littré, que aparece en el título. Así, la preocupación por la información amplia y cultural estaba presente, y también esta información podía ser importante para los traductores, si bien a veces los artículos lexicográficos resultaban demasiado prolijos como para ser siempre igualmente útiles.
Su Diccionario se enmarca entre los diccionarios enciclopédicos de los que ya tenemos algunas muestras anteriores (como el de Domínguez) y encara el final de siglo con una perspectiva más delimitada en el contenido:
si los primeros [los diccionarios bilingües del pasado] solo pretendían acumular sin más equivalentes de la palabra de la entrada, el suyo trata de ofrecer los límites de esos equivalentes, tanto por lo que se refiere al contenido como al empleo, dándonos con frecuencia ejemplos puntuales del uso de la palabra consultada, ya que no hay que olvidar que Fernández Cuesta no dejaba de interesarse por ese lado práctico de los diccionarios al no ser solo lexicógrafo sino también traductor. (García Bascuñana 1992–1993: 53)
El prólogo es sumamente interesante respecto al tema que estamos tratando, y refleja claramente la preocupación que siente por facilitar las traducciones:
Todavía se acrece la dificultad en una obra del género de la que presentamos al público en que se hace necesario poner armonía y correspondencia las palabras de dos lenguas, que, aunque hijas de una misma madre, tienen distinto carácter y han modificado con leyes propias la significación etimológica, siendo necesario expresar, además de la traducción fiel y exacta, todas aquellas acepciones que en la diferencia de los giros de una y otra lengua hacen variadísimo el número de voces por que puede traducirse una sola palabra. […] Hemos cuidado especialmente de comenzar este trabajo adicionando muchos términos de tecnología, que facilitarán seguramente la traducción de obras útiles en España. Respecto de las ciencias, hemos tenido gran cuidado en acomodar los términos franceses á los españoles, pretendiendo huir de los graves errores que en este punto contienen no sólo los diccionarios, sino las obras traducidas y aún los libros de texto. (I–III)
Carlos Soler Arqués publica una obra lexicográfica que en el mismo título ya indica para quién puede ser útil: Novísimo Diccionario manual franco–español e hispano–francés. Comprende etimologías indiscutibles. – Nuevo y fácil estudio de los giros especiales de la frase española y francesa. Procedimiento racional dirigido a presentar, en menor volumen, mayor utilidad y mejores datos para el traductor, el hablista o el que aspire a serlo (Madrid, Vda. de Hernando, 1893). Compuso un buen número de obras, entre ellas varios manuales para la enseñanza del francés.
En su método de trabajo, los editores consideran más útil omitir las palabras de expresión y significación idéntica en ambas lenguas, aunque se incluyen todas aquellas que tienen cualquier irregularidad. Todo el espacio ganado frente a otros repertorios, les ha servido para consignar una buena cantidad de modismos e idiotismos. Y añaden un Suplemento con dichos, refranes y su correspondencia, que podría ser útil para los traductores. Si bien por el contenido es una obra que podría funcionar como herramienta de trabajo para traductores, en la práctica debió tener poca difusión, si nos atenemos en su escasa aparición en diferentes catálogos y repertorios.
Felipe Picatoste publica en 1886 en Madrid (G. Estrada) su Diccionario español–francés y Diccionario francés–español. Estos dos vocabularios aparecieron de manera independiente en la «Biblioteca Enciclopédica Popular Ilustrada», conjunto de manuales de artes y oficios, y también de otros repertorios, como el Diccionario popular de la lengua castellana (1882), obra asimismo de Picatoste. El editor de todas estas obras argumenta en el prólogo su objetivo de «dotar á nuestro pueblo de libros de ciencias y artes […], sin incurrir en los galicismos y en las teorías inaplicables á nuestra patria que contienen las obras traducidas». Por su parte, en el prólogo del Diccionario francés-español, Picatoste da cuenta de la importancia de la lengua española y de sus traducciones: «Después del Diccionario de la lengua castellana, el que se usa con más frecuencia y por mayor número de personas, es indudablemente el francés–español, ya á causa de la importancia que hoy tiene la lengua francesa y de lo mucho que en España se traduce, ya porque el número de jóvenes que aprenden esta lengua es crecidísimo» (VI).26
Citaremos por último tres repertorios: el de Vicente Salvá Pérez, Juan Bautista Guim y F. P. de Noriega, Nuevo diccionario español–francés y francés–español, con la pronunciación figurada en ambas lenguas (París, Garnier, 1856); el de Pedro Freixas y Sabater, Nuevo diccionario francés–español y español–francés con la pronunciación figurada en ambos idiomas (Barcelona, El Porvenir, 1864), y el de Casto Vilar y García, incluido en sus Elementos de fonética y Lexicología seguidos del vocabulario franco–español y español–franco (Sevilla, Torres y Daza, 1894). Estas tres obras no mencionan nada específico sobre la traducción en sus preliminares, pero son diccionarios con amplia nomenclatura, que contienen abundantes voces técnicas y, como las restantes que estamos comentando, herramientas útiles para los traductores.
Conclusiones
Durante el siglo XIX continúa la profusión de traducciones que ya venía desde el siglo XVIII. En este siglo continúan las traducciones literarias y, sobre todo, se desarrolla la traducción de obras científico–técnicas, debido a los considerables adelantos que se dieron en muchas diciplinas.
El traductor va a tener en los diccionarios una herramienta de trabajo fundamental, aunque estos no consiguieran resolver todas las dificultades que surgían en la labor traductora, entre otras cosas, porque era muy complicado que todo ese nuevo vocabulario científico–técnico pudiera incluirse en los repertorios lexicográficos.
Durante este siglo, la Real Academia Española publica diez ediciones de su DRAE. Aunque el repertorio académico era más bien restrictivo en la inclusión de léxico científico–técnico, no dejará de incorporar aquellas voces más comunes de distintas disciplinas y, en cualquier caso, en muchos de sus prólogos dejará constancia de que este problema era candente por la razón, como hemos dicho, de los grandes avances científicos que conllevaban un amplio y nuevo vocabulario. Por otra parte, de manera paralela a la labor académica, se publican grandes diccionarios generales, de estilo enciclopédico, que contienen una amplísima nomenclatura, con muchos términos científico–técnicos, y definiciones extensas y explicativas.
Hemos podido darnos cuenta, en los prólogos de muchos de estos diccionarios, en los prólogos de muchas traducciones que se hicieron y en otras publicaciones, de cómo el problema de los galicismos era algo que preocupaba enormemente, porque en no pocas ocasiones se realizaban traducciones defectuosas, y cuán necesarias eran las traducciones de obras científico–técnicas.
Al hilo de estas necesidades, se desarrolla enormemente la lexicografía de especialidad, con interesantes repertorios de muchos ámbitos (marina, milicia, medicina, historia natural). Además, los diccionarios bilingües español–francés serán también abundantes en esta centuria, y muchos de ellos muestran en sus prólogos la preocupación por la labor traductora y porque sus repertorios puedan contribuir a ayudar al traductor. Aunque no nos hemos detenido en ello en este trabajo, conviene recordar que también se va a desarrollar la lexicografía biblingüe del español con otras lenguas modernas, como el inglés, el italiano o el alemán.
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