El estatus del traductor en el siglo XIX
Juan Jesús Zaro (Universidad de Málaga)
La figura del traductor a lo largo del siglo XIX
Podría decirse, como característica general, que el siglo XIX supone un paso adelante hacia la profesionalización de la figura del traductor en España, hecho que se irá alcanzando de modo muy lento, pero progresivo, a lo largo de estos cien años. Como veremos, el estatus del traductor en España se modificará sustancialmente desde el primer tercio de siglo al último, si bien la labor traductora seguirá considerándose secundaria y claramente subalterna a la escritura de obras originales durante todo el siglo.
El siglo XIX comienza, a este respecto, prolongando el estatus del traductor vigente en el siglo XVIII. Los traductores, casi todos ellos también autores, son agentes reconocidos y admirados de las élites intelectuales españolas: así, por ejemplo, el canónigo Juan de Escoiquiz (1747–1820) es preceptor real y traductor de obras que él mismo selecciona, e incluso su regio pupilo, el príncipe de Asturias que luego sería Fernando VII, tradujo al castellano el primer tomo de la Histoire des révolutions arrivées dans la République Romaine del P. René Aubert de Vertot (Voltes Bou 1985: 33), traducción que llegó a imprimirse pero cuya circulación fue prohibida por su padre Carlos IV. La estrategia traductora predominante busca procurar la mejora de los originales para adaptarlos a las normas racionales postuladas por el neoclasicismo; en consecuencia, el traductor puede ejercer legítimamente cierta creatividad en su labor, siempre orientada a los fines ya descritos. Esta manera de proceder, imitada de Francia, continuará en España hasta bien entrado el siglo XIX en ámbitos como la traducción teatral. Sin embargo, comenzará poco a poco a cuestionarse en Europa: como se sabe, en Alemania, Schleiermacher, justo a principios del siglo, aboga en su famoso tratado sobre la traducción por la actitud opuesta: es el traductor quien debe acercar a los lectores al autor y no al contrario. Esta tendencia alternativa forjará su discurso teórico en Alemania y se irá extendiendo poco a poco por todo el continente durante todo el siglo.
En la España de comienzos de siglo, se producirá un hecho sobrevenido que afectará a la consideración social del traductor: la guerra de la Independencia, que transcurre en la primera década del siglo, y que causará una inusitada demanda de información acuciada por los acontecimientos históricos que se suceden vertiginosamente en aquellos años. Como se ha dicho, a principios de siglo, antes de la invasión napoleónica, los traductores continúan en la esfera social y laboral en la que se situaban en las últimas décadas del siglo XVIII: suelen ser autores primero y traductores después y, a menudo, por no decir en todos los casos, se atribuyen el derecho a modificar los originales cuando, en su opinión, atentan contra postulados artísticos establecidos, sobre todo los neoclásicos, lo que convierte a la traducción en un acto de escritura «total» mucho menos dependiente o subordinada al texto de origen que en épocas posteriores. Se repite sin cesar la imagen de las belles infidèles: un buen ejemplo de ello es el famoso Hamleto (1772), traducción indirecta de Ramón de la Cruz de un texto de Ducis que difiere ya considerablemente del original de Shakespeare.
Recordemos, no obstante, que la aplicación de las normas neoclásicas a la literatura, tanto original como traducida, es señal de modernidad y reforma en la época. Leandro Fernández de Moratín, consumado neoclásico en sus obras dramáticas originales, casi no se atreve a modificar el Hamlet de Shakespeare en su traducción de 1798, aunque constate sus discrepancias en las famosas «Notas». Uno de los motivos que posiblemente le indujo a actuar de esta manera fue su viaje y estancia en Londres y el respeto y admiración que percibió por parte del público inglés hacia las obras de Shakespeare. Viaje, por cierto, que se originó en un encargo de Manuel Godoy para recorrer Europa y diseñar un plan para la reforma del teatro en España.
Pero volvamos a la guerra de la Independencia: el conflicto divide a los intelectuales de la época: mientras que unos deciden oponerse a la invasión y combatirla, otros saludarán con júbilo la instauración de la nueva monarquía de José Bonaparte por considerarla un avance hacia la libertad y el progreso. El ejemplo más representativo de los primeros se sitúa en el sitio de Cádiz, donde se elabora la primera Constitución española que, entre muchas otras novedades, establecerá la libertad de imprenta. Algunos intelectuales allí refugiados, como Antonio de Saviñón, traducirán escritos «revolucionarios» (recuérdese su versión de Roma libre de Alfieri publicada por la Imprenta Tormentaria), pertinentes en el contexto donde se desenvuelve la resistencia a la invasión. Una vez finalizada la guerra y restaurado el absolutismo en la persona del rey Fernando VII, Saviñón será detenido y morirá en la cárcel.
Parecida suerte correrán muchos autores–traductores simpatizantes de José I cuando se produzca este viraje político. Aunque algunos, como José María Carnerero, lograrán integrarse en el nuevo régimen, otros se dirigirán directamente al exilio para regresar de forma intermitente durante intervalos como el Trienio Liberal, que fue seguido de la Década Ominosa, o la regencia de María Cristina de Borbón, tras el fallecimiento de Fernando VII. Una vez más, retorna a la historia de la traducción en España la figura del traductor exiliado, esta vez por razones políticas más que religiosas. La nómina se compone de muchos nombres, pero podemos citar a José María Blanco White, Valentín de Llanos Gutiérrez, José de Urcullu, Pablo de Mendíbil, Joaquín Lorenzo de Villanueva, José Núñez de Arenas, José Joaquín de Mora y muchos otros, que traducen «en el exilio» según la clasificación propuesta por Ruiz Casanova (2011: 207).1 La diáspora de traductores españoles se asienta en ciudades europeas como Bruselas, París o Londres, donde el secretario británico de Relaciones Exteriores, George Canning, que ocupó luego el cargo de primer ministro en 1827, les facilitará la llegada. Estos exiliados traductores trabajan para imprentas no españolas como la de Rudolph Ackerman, que publicó revistas y almanaques como el conocido No me olvides, así como «catecismos» o tratados sobre disciplinas diversas como Gramática, Historia Natural o Música, obras literarias y manuales de divulgación (Durán 2015). Los exiliados traductores recibieron también encargos de traducción procedentes de las incipientes repúblicas americanas de habla española, como es el caso de Mora. Para la mayor parte de ellos, el acto de traducir supone una declaración política de rebeldía frente al régimen absolutista de Fernando VII.
En España, de nuevo José María Carnerero definirá la década de los treinta del siglo XIX como la del «furor traductoresco» en la escena española (González Subías 2006: 247). Está claro que tanto esta década como la de los 40 e, incluso, aunque en menor grado, la de los 50, son extraordinariamente prolíficas en lo que se refiere a la traducción de la novela serializada o folletín y a la teatral. Por ejemplo, los dramas y comedias traducidas, francesas casi en su totalidad, llegan a alcanzar en algunos años más del 50% del total de obras publicadas o estrenadas, cifra que desciende de modo llamativo a partir de 1860. El éxito de estos textos foráneos puede atribuirse, entre otras razones, a que en muchos casos son discursos de modernidad que atraen a la incipiente burguesía de las grandes ciudades.
González Subías (2006: 251) divide a los traductores de estos años centrales del siglo en dos grupos diferenciados: el primero, el grupo de 1835, se compone de nombres como los de Ventura de la Vega, Manuel Bretón de los Herreros, Isidoro Gil y Baus, Ramón de Navarrete, Gaspar Fernando Coll, Juan de la Cruz Tirado, Juan del Peral, Carlos García Doncel, Luis Valladares y Garriga, Narciso de la Escosura y Joaquina Vera. De ellos, solo Gil y Baus puede definirse exclusivamente como traductor y no autor, calculándose que tradujo más de sesenta y cinco piezas teatrales, todas de origen francés. Estos traductores trabajan en solitario o en colaboración, siendo frecuente que dos o tres firmen una traducción. En la siguiente generación, la de los 50, figuran, entre otros, Juan Belza, Vicente de Lalama, Laureano Sánchez Garay, Ramón de Valladares y Saavedra y Manuel Tamayo y Baus.
En las décadas centrales del siglo asistimos a cierta degradación del estatus del traductor. La consabida proliferación de traducciones –España es definida como una «nación traducida» por Mesonero Romanos en el artículo «Las traducciones o emborronar papel» (1842)–, la escasa preparación de los traductores y los exiguos plazos que se les exigen tendrán como consecuencia la publicación de textos mal traducidos que empañan la labor del buen profesional, hasta el punto de que algún crítico, como el escritor argentino Julio Cortázar, atribuirá la supuesta escasa calidad de la prosa española de los siglos XIX y XX directamente al pésimo dominio de la lengua que caracterizaba a los que traducían al español (Rest 1976: 194). Por otra parte, también se achaca a la proliferación de traducciones la escasa publicación de obras originales y la incapacidad de escribirlas: obsérvese el comentario de un crítico anónimo (Aymes 2002: 39) aparecido en la Revista Española (n.º 400, 23–11–1834) al reseñar la comedia traducida Mi empleo y mi mujer: «Comedia en tres actos. Traducción, por supuesto, del francés. Los teatros de París son la inagotable mina de los nuestros. Esto significa que traducir es harto más fácil que componer originales».
La condena o desconfianza en las traducciones ejercida por determinadas instancias de la crítica literaria más tradicional explica, además, ciertos hechos repetidos y curiosos, relacionados con el estatus del traductor en la época: en múltiples ocasiones, este oculta su identidad tras la inicial de su apellido (por ejemplo, Marqués de G.) o tras las iniciales de su nombre de pila y apellidos (por ejemplo, J. de la R., José de la Revilla). Es también frecuente la simple y llana omisión del nombre del traductor o, en casos menos frecuentes, la utilización de pseudónimos (por ejemplo, Siro García del Mazo, traductor de finales de siglo, que usa el de Narciso Sevillano). Este anonimato deliberado es un caso extremo de «invisibilidad» buscada del traductor, relacionada con el escaso valor intelectual o capital simbólico que se otorga a la labor de traducción, pero que en ocasiones también podría responder a otros motivos como la censura. Prueba de ello son algunos comentarios derogatorios sobre la figura del traductor, que aparecen de vez en cuando en la prensa de la época: Aymes (2002: 47) recoge así la descripción de un traductor efectuada por un misterioso «Bachiller Galaón» en El Liberal Barcelonés de 1841:
el personaje es «parlanchín y atrevidillo», ignorante, nada escrupuloso, enemigo de la cultura española clásica, orgulloso por ser constantemente alabado por sus amigos, deseoso de figurar, exclusivo en su preferencia por la traducción de comedias y deslumbrado por la cantidad de dinero, nada despreciable (600 reales) que le ofreció el impresor.
Con todo, hacia la mitad de siglo, la traducción como actividad literaria y el papel del traductor empezarán a ser reconocidos por figuras destacadas de la literatura, como Hartzenbusch. Por otra parte, los vaivenes políticos de la España del siglo XIX, que en el ámbito de la publicación de libros sufrirá de modo intermitente la instauración de mecanismos de censura, seguirán llevando a sucesivos exilios a intelectuales que, como ya se ha descrito, verán en la labor de traducción un instrumento para sobrevivir, pero también para la propagación de ideas progresistas y la difusión de avances científicos, sector en el que la traducción jugará un papel decisivo. De nuevo, hablamos de traductores que no se dedican a la traducción como medio de vida exclusivo, sino que se ubican en otros ámbitos profesionales como la literatura, el periodismo, la abogacía, la ciencia o la medicina. Un aspecto que está por investigar es el del origen social de los traductores, pues, por ejemplo, entre ellos hay hijos e hijas de matrimonios mixtos o bilingües, como es el caso de Inés Joyes, Pedro Alonso O’Crowley o Guillermo Macpherson, lo que les permitirá desempeñar determinadas profesiones además de la de traductor: así, O’Crowley, de familia irlandesa establecida en Cádiz, será profesor de inglés mientras que Macpherson, hijo de escocés y española, ejercerá como funcionario del cuerpo consular británico en Cádiz, Sevilla y Madrid.
En las últimas décadas del siglo asistimos a una progresiva dignificación del estatus del traductor, alentada por el mayor respeto hacia la labor traductora mostrada por intelectuales de la talla de Benito Pérez Galdós, Juan Valera, Marcelino Menéndez Pelayo, Emilia Pardo Bazán o Clarín, algunos de los cuales son también traductores. Según Senabre (1987: 72), algunas traducciones provocan incluso un giro en la trayectoria artística de los escritores españoles: el caso más llamativo es el de Galdós, quien, fuertemente influido por las novelas traducidas de Zola, aplica el naturalismo a su novela La desheredada, hecho que no pasa desapercibido para Clarín o la Pardo Bazán. Hechos históricos como la definitiva desaparición de la censura editorial con la Constitución de 1868, el Congreso Literario Internacional celebrado en Londres en 1879 o el convenio de Berna para la protección de obras literarias y artísticas de 1886 elevarán también la consideración social de la labor traductora.
El auge de la traducción en España coincide lógicamente con el crecimiento de la producción bibliográfica que, si bien es menor que en países como Alemania o Francia (Charle 2000: 11), aumentará de forma considerable con respecto al siglo anterior. Es imposible saber con exactitud el número de libros traducidos en España durante el siglo XIX, si bien hay aproximaciones bastante certeras. Según Botrel (2003b: 627),
en la producción editorial española, las obras traducidas tuvieron por mucho tiempo una notable relevancia; si en 1801–1820, según Nicanto, un 15% de los títulos son traducciones […] entre 1840 y 1859 se publican más de 700 traducciones de novelas, el 80% de ellas francesas (Montesinos 1966) y una parte importante de las obras científicas en español tienen fuentes francesas.
En el último tercio del siglo la publicación de traducciones, si bien todavía alta, parece que comienza a menguar, si bien «bajo el reinado de Alfonso XII, las dos terceras partes de las obras (novelas) impresas en la prensa madrileña son todavía traducciones, con un 73% de autores franceses» (Cazottes 1989 y 1989a). Lo mismo ocurrirá en las últimas décadas del siglo (Botrel 2003b: 627):
en 1880, época del llamado boom de la novela en España, la mitad de las novelas publicadas en libro son traducciones del francés, y una casa como El Cosmo editorial tiene una visión del universo reducida a Francia… En 1907, el 17,60 de los 2.141 títulos corresponden a traducciones o son de origen extranjero (con un 70% de origen francés), pero se observa un aumento constante de las obras traducidas del inglés y del alemán en vísperas de la Primera Guerra Mundial.
La traducción como trabajo y profesión
Poco sabemos acerca de las condiciones de trabajo de los traductores del siglo XIX, pero, como ya se ha apuntado, parece ser que en la mayoría de los casos se exigía un trabajo muy rápido, que a veces estaba plagado de errores al no aplicarse revisión en ningún momento. Algunos son los calcos del francés, lengua de la que se traduce mayoritariamente, lo que irrita a ciertos críticos puristas que no cesan de denunciar la contaminación de la lengua española por parte de las traducciones. Por otro lado, la preparación lingüística de los candidatos a traductores no era demasiado rigurosa. En su libro Impresiones y recuerdos, el periodista y dramaturgo Julio Nombela (1910: 120–121) confiesa sus sensaciones al enfrentarse a su primer encargo de traducción:
Por la tarde, al reunirnos de nuevo me entregó un pliego en francés de 32 columnas y aquella misma noche me puse manos a la obra. Al comenzarla me convencí de las dificultades con que iba a luchar. Lo que yo sabía del idioma francés no bastaba, y además se trataba en aquellas páginas de agricultura, asunto para mí completamente desconocido […] con auxilio de un buen diccionario que me prestó mi amigo pude traducir en la primera sesión un par de columnas que por conducto de su sobrino sometí al día siguiente al examen del traductor titular.
En el mismo sentido, Bretón de los Herreros señalaba que «Se pagaban entonces tan mal las obras originales que […] basta decir que a Madrid me vuelvo […] solo me valió 1.300 rs […]. Poco menor era la remuneración de las traducciones, trabajo harto más fácil y en que muy débilmente se empeñaba la reputación del que las hacía» (1850: I, xiv), mientras que José del Milagro, personaje de Galdós en Mendizábal, confiesa que «yo me defiendo con las traducciones; traduciendo a destajo visto y calzo a la familia» (Pérez Galdós 1898: 127). En cualquier caso, también hay traductores respetadísimos que hoy podríamos considerar «canónicos», entre los que figurarían Eugenio de Ochoa, Ventura de la Vega y Manuel Bretón de los Herreros, elogiados casi unánimamente por la crítica. Casi todos los traductores son, también, autores: en 1836, Mariano José de Larra (1836: 180) llega a proclamar que «por lo regular, no puede traducir bien comedias quien no es capaz de escribirlas originales». Por lo que se refiere a las políticas o estrategias globales de traducción, Aymes (2002: 52) señala que la valoración de traducciones
corresponde con la intervención ad libitum del traductor–adaptador que, si no tiene, como las tenía Ochoa, las dotes suficientes para mejorar el texto original, darle más fuego o arreglarlo a las costumbres españolas (expresión corriente) […] Por cierto, son los periodistas de la (bien nombrada) Censura los defensores más acérrimos de estas salutíferas amputaciones. Pero ningún comentarista se opone por principio a estos cortes cuando se destinan a «acomodar» la obra al público español.
Esto parece evidenciar que una orientación estratégica hacia el polo de aceptabilidad (Toury 1995) incluyendo la intervención directa del traductor por medio de notas aclaratorias, omisiones o enmiendas de cualquier tipo, sigue siendo la opción más valorada por público y crítica hasta bien entrado el siglo. Alguna observadora extranjera, como por ejemplo Frances Erskine Inglis, Madame Calderón de la Barca (1856: 88), describe, algo sorprendida, el procedimiento en 1853:
I saw her the other day in a play taken from Adrienne le Couvreur, a system of adapting from the French much used here. A new piece comes out in Paris. Rubi, and other celebrated Spanish dramatic writers, will not run the risk of translating it, but they adapt the story to the Spanish stage, with a change of names, scenery and places.
De este modo, adaptaciones como la españolización de los nombres propios –el mismo Eugenio de Ochoa (1853: 73) califica aquellas traducciones en las que se conservan los nombres de los personajes como «serviles»– y de diversos elementos culturales (topónimos, títulos, tratamientos, pesas y medidas, etc.) son prácticamente constantes en las traducciones realizadas en el siglo XIX. El escritor y crítico literario Manuel de la Revilla (1878: 126) aboga incluso por «despojar a las ideas, sentimientos, usos, costumbres y dichos de los personajes de todo sabor extranjero. De otra suerte, el contraste entre el nombre español y el carácter extranjero del personaje será de todo punto insoportable».
Además, el retrato del traductor en la prensa de la época parece también contaminarse del mal concepto de parte de la crítica con respecto a las traducciones. Aymes (2002: 42) señala a este respecto: «La todavía confusa naturaleza del acto de traducir se refleja también en los títulos con que los traductores denominan a sus traducciones. Y así, se leen descripciones como “drama arreglado a la escena española por D. José Andrew de Covert–Spring” o “La traducción y arreglo del drama son de D. Ventura de la Vega”».
Recordemos el subtítulo de Macbeth «drama histórico en cinco actos compuesto en inglés por William Shakespeare y traducido libremente al castellano por Don José García de Villalta» que acompañaba a la edición impresa de esta conocida traducción.
Por otra parte, la falta de normas legales sobre lo que hoy en día llamamos «derechos de autor» provoca que la misma pieza dramática o novela sea traducida o copiada por otros traductores y publicada en ciudades diferentes, sin que los autores reciban ninguna compensación económica. Y así, además de Madrid y Barcelona, en otras ciudades españolas de tamaño medio como Bilbao, Valencia, Sevilla, Granada, Málaga o La Coruña se publican traducciones de manera asidua. Las tiradas, sin embargo, son cortas, y la distribución, local y defectuosa. Las traducciones se venden en librerías, y el librero es una profesión que a veces coincide con la de impresor y editor, aunque también existen establecimientos «ambulantes» paralelos a las librerías.
La inmensa mayoría de los traductores españoles del siglo XIX son hombres. Investigadores como Lafarga (2005), Hibbs (2015) y Establier (2015) han recopilado los nombres de las pocas traductoras reconocidas y las obras que tradujeron. Además de escritoras–traductoras famosas como Gertrudis Gómez de Avellaneda, Cecilia Böhl de Faber y, sobre todo, Emilia Pardo Bazán, hay otras traductoras que han recibido recientemente cierta atención investigadora, como Inés Joyes y Blake, traductora de Samuel Johnson, Magdalena Fernández de Córdoba, marquesa de Astorga, que tradujo uno de los textos precursores de la Revolución francesa, los Derechos y deberes del ciudadano del abate Mably en el Cádiz de las Cortes, Joaquina García Balmaseda, Notburga de Haro, Josefa Amar y Borbón o, sobre todo, Joaquina Vera, que pasó de actriz secundaria a escritora y traductora (Gies 1996: 286, Thion 2015) y cuya obra no ha sido investigada todavía con la atención que merece. En todo caso, por el número de traducciones realizadas, parece que Vera fue una de las escasas traductoras del siglo XIX que pudo ganarse la vida gracias a su trabajo.
Los traductores españoles no difieren en su educación de otros intelectuales contemporáneos. Y, como se ha dicho, la mayoría no vive sólo de la traducción, sino del pluriempleo: los traductores son autores, críticos literarios, políticos o diplomáticos, abogados o juristas, religiosos, profesores, periodistas y, en menor grado, médicos o científicos. Además, en ciertos traductores de la segunda mitad del siglo es imposible desvincular su labor de traducción de su posición vital e ideológica. Es el caso de determinados personajes «desviacionistas» como Melitón Trejo, primer traductor del Libro de Mormón al español, Lorenzo Lucena Pedrosa, traductor de textos anglicanos y revisor de la Biblia del Oso y la Biblia del Cántaro, o los traductores «ocultistas» como José Xifré o Francesc Montoliu, apasionado primer traductor del tratado teosófico Isis Unveiled de Hellene Petrova Blavatsky. Finalmente, cabe mencionar el recurso a la pseudotraducción para expresar ideas estrafalarias o cómicas (caso de Fernando Garrido y sus Viajes del chino Dagar–Li–Kao por los países bárbaros de Europa, España, Francia, Inglaterra y otros) o para evitar la censura (caso de Amancio Peratoner y sus textos eróticos).
Conclusiones
Estudios históricos como el de Cruz Valenciano (2014) ponen de relieve que, a pesar de su debilidad numérica al compararla con otros países de Europa, la burguesía española del siglo XIX respondió a los desafíos de la modernidad en un contexto comparativamente normal y no excepcional, como a veces se ha querido describir. El «giro cultural» aplicado a los estudios históricos lo está demostrando en sucesivos estudios de carácter antropológico y sociológico. De este modo, las ideas sobre la traducción en la España del siglo XIX y la consiguiente consideración de la figura del traductor no se alejan demasiado de los patrones europeos, sobre todo de los franceses. Su capital simbólico, dentro del campo social de la literatura, será escaso en las primeras décadas del siglo, pero irá ganando terreno poco a poco, a medida que se asiente la industria editorial y aumenten en el país los índices de lectura. En este sentido, la traducción en la España del siglo XIX pasará de ser una labor ejercida por determinadas élites intelectuales a principios de siglo, a ser realizada y consumida por un público muchísimo más amplio, la burguesía urbana, concentrada, sobre todo, en Madrid y Barcelona, a partir de la segunda mitad del siglo. La literatura, tanto original como traducida, irá adquiriendo el carácter de bien de consumo y con él ganarán visibilidad, y también prestigio, los respectivos agentes del campo social literario, incluyendo, gradualmente, a los traductores.
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