Figuerola

La traducción de la narrativa francesa en el siglo XIX

Carme Figuerola (Universitat de Lleida)

 

La traducción en la España decimonónica: contexto de un trasvase cultural

El siglo XIX prueba con creces que el análisis de la traducción puede arrojar una luz esencial para la valoración del trasvase cultural entre pueblos. Contribuye así a medir el entendimiento de sus respectivas poblaciones: por su naturaleza, las traducciones establecen un nexo entre un sistema de partida y uno de llegada, entre lo propio y lo extranjero, entre nacionalismo y cosmopolitismo. En la mayor parte de casos no solo generan relaciones bilaterales sino que crean un campo de intercambio, de mestizaje, de intertextualidad, de miradas especulares, de «hibridismo» (Hibbs 2015). El cambio que fundamentalmente singulariza a esta centuria reside en el factor económico que acompaña al proceso de la traducción y que determina su posicionamiento en un panorama editorial mucho más complejo. Conviene, por tanto, centrar la atención en el entorno histórico además de la evolución literaria y cultural: la avidez de buscar nuevos productos de consumo en una sociedad en la que la burguesía impone su tono convive con posturas ideológicas, voluntades reformistas, deseosas de lograr un progreso social colectivo, o políticas, como alcanzar un cierto protagonismo europeo (Botrel 2014: 69). Así lo ponen de manifiesto traductores como Eugenio de Ochoa o Emilia Pardo Bazán, sin olvidar a ciertos editores, José Lázaro Galdiano o Saturnino Calleja, por citar algunos ejemplos.

Conviene plantearse qué nuevos objetivos se atribuían a la actividad de traducción. no siempre bien recibida en tales fechas, puesto que en él se evidencian tensiones de muy variada índole. Hay que considerar las circunstancias que lo favorecen, los tipos de texto vertidos al español, así como los actores y destinatarios de los mismos: en el fondo mucha de la literatura importada se distinguía poco de la española ya que a menudo los traductores llevaron a cabo un notable esfuerzo de hispanización de los textos para adaptarlos al gusto de su público lector. Las habituales transformaciones de tipo político, religioso, moral o ideológico no hacen más que evidenciar la vulnerabilidad del sistema literario español de inicios de siglo, cuya crisis favorecía en mayor dimensión la importación de obras procedentes de otras latitudes.

A lo anterior se añade un aspecto sociológico. Pese al peculiar desarrollo histórico español, se va imponiendo una tendencia que en Europa había dado comienzo en la era ilustrada: las bibliotecas ya no eran privilegio único de cortes principescas o de nobles, sino que la burguesía las adoptó como un signo más de su condición de élite. Sin embargo, ¿de qué se nutrían? La reivindicación de Goethe en favor de una Weltliteratur incidió en la constitución de las fuentes que debían integrar dichos fondos bibliográficos: más allá de la literatura nacional, también la que sobrepasaba las fronteras se consideró digna de ser reconocida y por tanto, adquirida. A modo de ejemplo, al analizar el contenido de las bibliotecas de propietarios y rentistas madrileños Martínez Martín confirma la implantación del modelo francés:

Las bibliotecas de los rentistas no son pródigas en títulos extranjeros. Si aglutinamos estos títulos y traducciones suponen el 15 por cien. La mayoría de autores corresponden a la novela francesa. / Los títulos en idioma original extranjero estrictamente cubren un porcentaje ciertamente menor, 7,4 por cien. Por otro lado, el 70 por cien de éstos son franceses, repartidos en diversas materias con predominio del elemento literario nuevamente. (1991: 172)

La creciente demanda impulsó el auge de las traducciones. Vega Cernuda (1996–1997: 82) habla de un nuevo planteamiento por parte de los editores. El prestigio ya no se circunscribía únicamente a la Europa meridional, sino que se ampliaba el círculo de autores traducidos. En buena medida gracias a ello, el movimiento romántico cobró un vasto alcance pues las traducciones permitieron trasladar de forma considerablemente rápida la nueva sensibilidad nacida en Alemania. Además, el «contagio» cultural exportó esos ideales a Inglaterra y, posteriormente, Francia se convertía en el núcleo desde donde esa tendencia se exportaba a muchos otros países europeos, entre ellos España. Unos nuevos hábitos de comportamiento y de expresión fueron calando en la sociedad española y pasaron a ejercer de esta forma una transformación social.

Con todo, el predomino dieciochesco de lo francés había desatado ya ciertas críticas, al interpretarse como una muestra de la invasión que sufrían las costumbres autóctonas. Entre los más recelosos figura el padre Feijoo que no dudó en expresar sus reticencias en cuanto a los galicismos introducidos en la lengua española (Desjardins 2007: 65).1 Sin embargo, tales voces no consiguieron deslucir la contribución francesa, que siguió alcanzando niveles hegemónicos en cuanto a influencia intelectual en la España decimonónica. Aunque el volumen de obras incorporadas al acervo español esté sujeto a discontinuidades entre los años, la bibliometría permite corroborar su presencia masiva confirmando la dependencia española respecto a su país vecino: Pegenaute (2004b: 427–428) señala la profusión de autores extranjeros publicados en los medios de la prensa periódica española, entre los cuales predominan nombres galos.2 Pese a ciertas lagunas en la información, las cifras aportadas por Botrel (2006: 10–11) confirman tal supremacía: entre 1840 y 1859, esto es, en el momento de máxima efervescencia para la afirmación de la novela moderna, un 80% de las novelas importadas fueron traducciones del francés. Muchas de ellas se publicaban por entregas en la prensa a modo de folletines. El porcentaje continuó siendo elevado en las últimas décadas de siglo: entre 1880 y 1890 de unos 1500 volúmenes de narrativa, más de la mitad siguen procediendo de Francia. Dicha práctica se mantiene incluso en los primeros años del siglo XX (Botrel 2014: 64).

Por otra parte, cabe recordar que las editoriales españolas publicaban también obras en francés: la fama que aureolaba la cultura francesa, incluía su lengua, con lo que buena parte de la burguesía española conocía dicho idioma y alcanzaba una competencia suficiente para acceder a los textos en su formato original.3 Es conocido el caso de Les frères Zemganno de Edmond de Goncourt que en 1879 vio la luz simultáneamente en España y Francia en base a un acuerdo entre La España Editorial y Charpentier y Fasquelle.4

Francia constituía una referencia para cualquiera que deseara estar al tanto de las novedades literarias del momento. Se había convertido, asimismo, en una ventana a la cual asomarse para conocer otras literaturas foráneas, especialmente las europeas, pues las traducciones se realizaban a partir de versiones en francés, con lo cual, salvo una elite minoritaria, el gran público accedía a textos occidentales bajo el filtro francés. El modelo inglés trascendió solo tras haberse convertido en un elemento distintivo de las clases francesas más adineradas que, a su vez, lo transmitieron a sus pares españolas: las primeras traducciones de E. Allan Poe en la Península se basaron en la versión de Baudelaire de manera que «durante decenios enteros no se tradujo a Poe sino a Baudelaire» (Lanero 1993: 160). El mismo Eugenio de Ochoa recurría al francés cuando debía enfrentarse a escritores ingleses (Aymes 2002: 39). Inglaterra, pero especialmente Rusia, se conocieron a través de la intermediaria Francia: Pushkin, Turguénev, Gógol fueron los primeros en seducir a los lectores franceses y a sus vecinos, aunque Dostoievski y Tólstoi fueron los favoritos en la Francia finisecular y, por añadidura, en España puesto que las versiones españolas más antiguas proceden del francés (Pegenaute 2004b: 419). La literatura rusa vehiculaba ese gusto romántico por lo oriental, por lo exótico, instaurado en potencias como Inglaterra o Francia a causa de motivos geopolíticos, a la par que por el cosmopolitismo de algunos escritores amantes de los viajes, reales o imaginarios. Chateaubriand, De Maistre, Dumas, Gautier o Mérimée incluyeron en sus obras referencias a latitudes poco conocidas del gran público. En gran parte así se explica el fervor por la literatura rusa de Emilia Pardo Bazán que experimentó a través de la vía francesa. La autora sentía admiración por Crimen y castigo y no dudó en trasladar sus conocimientos a sus compatriotas. Las conferencias pronunciadas en el Ateneo de Madrid en 1887, que más tarde publicó bajo el título La revolución y la novela en Rusia, han permitido calificarla de «rusófila clarividente» (Patiño 2005: 127).

Señalábamos antes que las importaciones de lo francés no son una primicia del siglo XIX. Huelga subrayar que no existe una única causa para explicar ese desmesurado gusto por lo francés y que resulta demasiado simplista atribuirlo a un efecto de moda, de «galomanía», por usar un término utilizado frecuentemente. Varios factores favorecieron el intercambio con el país vecino: un mejor acceso a las lenguas extranjeras, promovido por el incremento y disponibilidad de herramientas de aprendizaje (gramáticas, diccionarios y manuales);5 mayor curiosidad por adquirir conocimientos, herencia de un siglo ilustrado que acababa de quedar atrás; incremento de relaciones culturales con una nación que cuenta todavía con un considerable prestigio a nivel cultural.6 Tampoco hay que menospreciar aspectos más pragmáticos como la similitud del francés con las lenguas peninsulares, circunstancia que parecía convertirlo en un idioma de fácil adquisición y que, a priori, presentaba menos dificultades a los traductores más osados.

Las tesis de E. Allison Peers (1973) y Montesinos (1966) dejan constancia de que en la década de 1840 la profusión de textos narrativos franceses se desprende en gran manera de la afirmación de un romanticismo tardíamente implantado en España. El retraso cultural, derivado de la represión que en su día ejerció Fernando VII, avivado por una implacable censura, motivó la demora de este movimiento cuya versión en España fue enormemente deudora de las influencias exteriores:7 el exilio al que se sometieron destacados intelectuales tuvo como consecuencia hacerlos partícipes de unas ideas renovadoras a las que se adhirieron y que no dudaron en importar en su país a su regreso al mismo. Cierto es que el Romanticismo no es una corriente monolítica, sino con varias tendencias en su seno (Pegenaute 2004: 323), diversidad que promovió un cierto eclecticismo en sus manifestaciones literarias españolas. Aunque se ha querido contrarrestar ese efecto con el argumento de que España contaba per se con un «espíritu romántico» o, aunque se le haya querido tachar de poco original, sin duda la emigración fue decisiva en la apertura cultural hacia nuevos horizontes (Zavala 1982: 11).

A la cuestión cultural que justifica la repercusión extranjera en la consolidación de los principios teóricos del Romanticismo, se añade otro factor histórico: el progresivo desarrollo de una de una industria editorial próspera que veía en Hispanoamérica un mercado por conquistar, libre, además, de los corsés ideológicos de Europa.8 Dicho impulso se benefició también de una mecanización en la fabricación del libro, que reducía sus costes, a la vez que instauraba una competencia empresarial: la rivalidad por obtener las novedades exitosas en la vecina Francia, más allá de enfrentamientos puntuales, redundó en una publicación casi simultánea de los grandes referentes literarios y favoreció el despliegue de estrategias varias para conseguir los objetivos económicos de las editoriales, como ilustra Solange Hibbs para el caso de las traducciones de Camille Flammarion (Hibbs 2015: 204–205).9 En esa senda, hasta la primera guerra mundial París supuso un polo de atracción para los intelectuales españoles que intuían en ese destino una doble oportunidad de progreso: tanto porque iban a intentar publicar ahí sus propias obras, como por la estima que merecían las que de allí procedían.

A lo anterior se añade el desarrollo sin precedentes de una prensa que también se benefició de la modernización tecnológica y cuya concepción determinó la actitud de los receptores. Con la progresiva especialización de los medios, se brindaba una singular importancia a las revistas culturales y literarias (Romero Tobar 1994: 49). Fue relevante la transformación socioeconómica que implicó dicha práctica. Concebida como un negocio empresarial, perseguía asegurar el máximo número de lectores y para ello, no dudó en transformar lo que había sido un vehículo de propaganda política. El periodista profesionalizaba su actividad. La literatura contribuyó a ese fin, con lo que la prensa pasó a convertirse en un instrumento más influyente que el propio libro. Muchos autores vieron en ella un potente altavoz para darse a conocer y acceder a un público más amplio.

Además, las publicaciones periódicas cobraron un papel muy destacado como vectores de transferencia de unos modelos importados que consolidaron la prosa narrativa, especialmente en los géneros de la novela de folletín, el cuento y el cuadro de costumbres. La primera se hizo extremadamente popular imitando la tendencia que se daba en Francia. El periodo álgido de la novela de folletín francesa se sitúa entre 1833 y 1866 (Santa (2012: 17–18). Una de sus bazas estribaba en abordar temas a menudo melodramáticos, que la literatura canónica no consideraba dignos de tratar pero que eran del gusto del público. Materialmente, el texto ocupaba una parte fija en el periódico, con lo cual resultaba fácil de coleccionar. Parecido es el caso de la novela por entregas que, transcurrida la primera mitad de la centuria, favoreció un importante incremento de lectores. Destinada sobre todo a una clase popular obrera –aunque no fue ni mucho menos la única receptora– permitía acceder a obras de consumo rápido por un precio mínimo, pero también ofrecía otro tipo de narrativa que, avalada por su éxito editorial en formato de volumen, se reducía o adaptaba al nuevo método de difusión.

 

Autores, obras y géneros traducidos

Las circunstancias anteriores llevan a considerar un segundo aspecto: la materia traducida en sí. Mientras que el Siglo de las Luces había concedido una atención relativa a los textos literarios, la narrativa decimonónica francesa alcanza cotas indiscutibles en cantidad y diversidad. ¿Cómo se seleccionaban las obras merecedoras de su versión al castellano? Un primer indicio era el éxito obtenido en Francia. Los editores daban por sentado que un texto triunfador en Francia debía agradar al público español puesto que, salvo algunas reservas, ambas clientelas compartían gustos y aficiones. Por ello los editores viajaban a París para escoger in situ lo más notable. Aprovechaban también para adquirir planchas puesto que estas constituían una fuente más de ingresos. Además de utilizar las litografías como ilustraciones de los volúmenes editados, las imágenes se adquirían para decoración de la vivienda. El materialismo del argumento, comprensible desde el punto de vista de un empresario, se solía disfrazar bajo los principios de calidad narrativa de la obra o de majestuosidad de estilo. Por consiguiente, en las obras importadas no se perseguía tanto un efecto de dépaysement, una búsqueda de ese exotismo tan apreciado por el espíritu romántico y que, en cambio, formaba parte de géneros como la literatura de viajes. Al contrario, aun mostrando una realidad, unas costumbres distintas, el lector debía sentirse cómodo con la mentalidad representada en las traducciones. Otros factores de corte ideológica influían también: intelectuales de prestigio, como Eugenio de Ochoa, llevaron a cabo una «mediación ideológica» (Saillard 1998: 158). Se hacía patente tanto en las variaciones incluidas en sus textos traducidos como en la propia elección de los mismos, que respondía a menudo al intento de contribuir a una apertura de su país. Esa intención resultó especialmente visible entre algunos traductores de Zola. Su progresismo manifiesto en convergencia en los principios del idealismo, positivismo y krausismo constituyó una voluntad común a la hora de dar a conocer una obra considerada polémica.

La masiva introducción de narrativa francesa en la primera mitad del XIX desencadenó un doble efecto: a la par que se difundían las novedades extranjeras, impulsó una evolución del género autóctono español que no habría cobrado la misma forma sin esa presencia extranjera. Montesinos (1982) distingue tres etapas de aproximación a lo francés. Entre los albores del siglo y 1834 sería destacable la repercusión de Chateaubriand, un autor que fue extremadamente apreciado por el público de la Península, en particular su Atala, cuya primera versión se publicó en París en 1801, el mismo año del original. Asimismo, el vizconde d’Arlincourt fue otro de los favoritos en este periodo. Ambos encarnaron a exponentes de esa nueva sensibilidad romántica que cautivaría tardíamente a los españoles.

La novela sentimental constituyó un género de importancia. Se diferenciaba de su predecesora, la novela moralizante, por su voluntad de no limitarse a ser mero vehículo didáctico, con el único objeto de transmitir una enseñanza moral. Destinada principalmente a un público lector femenino, a principios de siglo permanecían vigentes las novelas de Florian y de Madame de Genlis. El lustro que sigue a 1830 registró la mayor fecundidad en traducciones, de manera que las versiones al español seguían muy de cerca las publicaciones de los originales. Victor Hugo, Alexandre Dumas, Balzac y George Sand aseguraron el relevo y afianzaron también el gusto por la novela histórica. Importaba poco que algunos volúmenes relatasen episodios del país vecino puesto que las adaptaciones se encargaban de destacar los aspectos comunes a ambas naciones: asesinatos, procesos célebres y censura de la Inquisición. A partir de los años 1830 se crearon numerosas colecciones («Bibliotecas» o «Galerías») que confirman ese interés por la Historia al permitir esta que se proyectasen las preocupaciones del momento. Dicho interés se avivó muy probablemente a raíz de las consecuencias de la Guerra de la Independencia,10 a la vez que se reafirmó durante el reinado de Fernando VII, permitiendo una crítica desde una perspectiva histórica anterior. Ese auge no significa que se desatendiera la época contemporánea: la llamada «novela moderna» también persiguió dar a conocer las «costumbres domésticas» en una perspectiva que completaba la descripción de grandes episodios del pasado. Cuando Galdós publicó las series de Episodios nacionales, no dejaba de dar un primer paso hacia sus posteriores Novelas españolas contemporáneas, donde lleva a cabo un análisis socio histórico de su entorno.

Por su parte, Hugo constituía un verdadero acicate para los desplazados a París: representaba a uno de los artífices del Romanticismo. Ese fue uno de los motivos que explican el encuentro entre el escritor francés y Eugenio de Ochoa en 1837, antes de convertirse este último en uno de sus insignes traductores. Ochoa llevó a cabo dos traducciones de Nuestra Señora de París en 1836 y 1841, que fueron alabadas por la crítica. Años después Ochoa se presentará como el descubridor de Hugo en España, aunque con ello omita la imitación que López Soler, bajo el pseudónimo de Gregorio Pérez de Miranda, había llevado a cabo en 1834 de Notre Dame de Paris, con el título de La catedral de Sevilla. Posteriormente y hasta nuestros días han existido más de un largo centenar de versiones y adaptaciones de esta obra (Lafarga 2002). Aunque el conocimiento de la obra hugoliana en suelo español se viera retardado por las condiciones políticas impuestas por Fernando VII, no cabe duda que su acogida, que Lafarga ilustra con el término elocuente de «hugolatría» (Lafarga 2009: 538), contribuyó al afianzamiento del Romanticismo. La popularidad del autor se mantuvo en la memoria de los neorrománticos de la segunda mitad del XIX y fue mayor que su influencia real. Gran parte de su fama la debió a su escritura dramática. Por lo que a su corpus novelesco se refiere, su primera traducción corrió a cargo de García de Villalta que en 1834 tradujo El último día de un reo de muerte. También De orden del rey fue traducida por Carlos de Ochoa en 1869 y en 1897 por Luis F. Obiols. Además, contó con Nemesio Fernández Cuesta entre sus traductores de excepción, responsable de versiones de Los miserables (1862), Noventa y tres (1874) y una segunda versión de Nuestra Señora de París (1902). Por otra parte, los textos narrativos de Hugo fueron incluidos posteriormente por Jacinto Labaila en las Obras completas, publicadas en seis volúmenes de gran formato entre 1886 y 1888, cuando, a raíz de su fallecimiento en 1885, la prensa se hizo eco de la personalidad hugoliana. Hubo que esperar al siglo XX para que vieran la luz textos políticos relativos a su vertiente opositora que combatió a Napoleón III (Napoleón el Pequeño, Historia de un crimen, El año terrible).

En cuanto a George Sand, su fortuna en España se inició en 1836 con la versión en castellano de Leone Leoni, que era entonces su última novela publicada en Francia. Excepto Lelia y Rose et Blanche, entre 1836 y 1852 se importaron sus principales volúmenes –unos cincuenta títulos– en lo que J.–R. Aymes ha denominado la «fiebre Sand» (1997: 247). La escritora se convirtió en un clásico a ojos de un público a menudo escandalizado por su forma de vida (ni se le perdonaron sus numerosos amantes ni su empeño en vivir de la literatura siendo mujer). Prueba de su celebridad fueron los renombrados traductores que vertieron su obra (por ejemplo E. de Ochoa, Víctor Balaguer o P. Reynés Solá). Su fama se mantuvo durante el transcurso del siglo –aunque con menor intensidad tras el declive del Romanticismo– y, tras un período de olvido (1932–1958) experimentó un paulatino renacer. Si en su época contribuyó al auge del folletín, modernamente ha sido también protagonista en la literatura infantil, sin olvidar su aportación a la literatura de viaje gracias a Un invierno en Mallorca. Ha sido este objeto de varias traducciones desde 1932 y se ha convertido en un elemento publicitario de la isla a la cual se refiere (Santa y Figuerola 2020: 11-12).

Una segunda tendencia que compartió escenario con los géneros anteriormente mencionados es la de la novela popular, destinada a un público amplio y producida en un formato poco elaborado para mantener un precio asequible. Su impronta fue notable pese a transcurrir paralela a la corriente del realismo: E. Sue, P. Féval, P. de Kock, Erckmann–Chatrian, G. Ohnet, F. Soulié, P. Zaconne alcanzaron cotas semejantes a las de los autores «canónicos» consagrados. La obra de Sue, por ejemplo, fue traducida masivamente en el conjunto de España y a lo largo de todo el siglo. Su éxito entre 1843 y 1861 se benefició en gran medida del recientemente implantado sistema de entregas. Las 92 ediciones entre 1832 y 1850 (Jiménez 1997: 58) permiten adivinar hasta qué punto Sue fue objeto de disputa editorial entre empresarios e incluso entre traductores, deseosos de aportar su grano de arena a la obra del maestro. Además de brillar por su propia luz, Sue ejerció una notable influencia en autores como Wenceslao Ayguals de Izco (Elorza 1997: 124) que, a la par que lo tradujo y publicó, lo adoptó como referente, en particular en sus primeras obras. A través de Sue buscaba introducir una novela de corte social donde se defendía la democracia y el humanitarismo social. Incluso si rechazaba el modelo de la revolución francesa, Ayguals perseguía la modernización de las clases madrileñas, situándose en una postura progresista (Rabaté 2001: 120). Como muchos otros, puesto que se generó una verdadera moda, imitó en María o La hija de un jornalero (1845–1846) los Misterios de París de Sue. La difusión en España de esta última obra fue inmediata a partir 1843 (Martí–López 2002: 17) cuando El Comercio, periódico liberal gaditano, publicó su primera traducción, tras la que siguieron en los dos años siguientes otras diez ediciones en Madrid, Barcelona, Vitoria, Logroño, Valencia y Málaga. Fue este título lo más publicado junto a El judío errante, adaptados también al teatro y origen de un fenómeno literario, editorial e incluso político que pasó a denominarse el «suismo». La tendencia puso de moda los «Misterios» urbanos autóctonos, de manera que toda ciudad que se preciase (Sevilla, Madrid, Valencia, Barcelona) encontraba un autor que, a la imagen de su epígono, añadía un volumen a la serie, que dispuso incluso de versiones paródicas. Pese a lo anterior, la recepción de Sue no siempre se resolvió en términos elogiosos puesto que sus actitudes ideológicas chocaban con algunos sectores bien pensantes para los que sus doctrinas constituían un atentado contra los principios político–religiosos.

Otro de los predilectos fue Alexandre Dumas, cuya escritura novelística, aunque menos apreciada que sus obras de teatro, ha sido la que ha pervivido más en el tiempo, sobre todo en editoriales que buscan el favor de un público amplio. Los títulos con mayor suerte han sido El conde de Montecristo, Los tres mosqueteros, El collar de la reina y La reina Margarita pero también han alcanzado cierto éxito sus libros de viaje y prosa memorialista (Santa y Lafarga 2006). El elenco de sus traductores es variado y combina tanto a nombres desconocidos como a egregios escritores del orden de E. de Ochoa, W. Ayguals de Izco, V. Balaguer y, ya en el siglo XX, Mauro Armiño, Javier Albiñana o Jesús Moncada.

A caballo entre la centuria decimonónica y la siguiente, bajo la impronta dumasiana y aprovechando la senda heredada de Hugo y Féval, figura Michel Zévaco. Periodista de profesión, combinó su oficio con el ejercicio de la novela de capa y espada, concediendo un especial interés a su contenido histórico. Especialmente célebre en la primera mitad del siglo XX, de él se publicaron unos setenta volúmenes –es decir, gran parte de su obra– aunque su fama derivó principalmente del ciclo de Los Pardaillan. Ambientada en los siglos XVI y XVII, dicha serie gira en torno a un intrépido espadachín cuyas proezas al servicio de los desheredados cautivaron a un público infantil y juvenil, al que apuntaba en su momento la editorial barcelonesa Araluce.

La novela gótica tuvo menos suerte: L. Pegenaute (2004a: 338) atribuye ese resultado a motivos históricos. Mientras que en su país de origen, los aristócratas ingleses vieron cambiar su situación y trasladaron sus temores a una literatura oscura que se publicó en las postrimerías del siglo XVIII, el afianzamiento de esa clase en España hasta bien entrado el siglo convertía en menos urgente su expresión. En cambio, D. Roas (2000: 141) establece una diferencia entre las novelas más cercanas al género fantástico –que alcanzaron la fama desde los albores del Romanticismo a través de autores como Pigault–Lebrun, D’Arlincourt, Jules Janin, Frédéric Soulié, por citar algunos– y los relatos con perfil sentimental, más acordes con la ambientación gótica, representados por Madame de Genlis, Pierre Blanchard o Florian. Los primeros alcanzaron cierto eco en España, según confirman las traducciones de las novelas de Soulié o de Janin, que contaron incluso con varias ediciones. Asimismo, es de destacar que autores como Victor Hugo o George Sand, en cuya amplia producción figuran narraciones de corte gótico (Bug Jargal, Han de Islandia para el primero o Consuelo y La condesa de Rudolstadt para la segunda), también dispusieron de versiones en español, aunque no fueron estas las que les reservaran mayores favores entre el público.

En el marco de la literatura de viajes, bajo el sello de Sterne, aunque sembrada de excentricidades propias, se sitúa Xavier de Maistre. Exiliado en Rusia, por la repercusión que tuvo en Francia logró traspasar los Pirineos: El leproso de la ciudad de Aosta fue traducido por Joaquín Badué y Moragas en 1829, fecha cercana a su publicación original. También Viaje alrededor de mi cuarto vio la luz en 1846 y disfrutó de otras reediciones que ya no tuvieron mayor repercusión.

A partir de 1860 un cierto cansancio de la excesiva subjetividad romántica, aunque no de sus reivindicaciones liberales, impulsó la evolución hacia una estética realista que consolidó la novela como género. Dicha narrativa, fruto de una observación objetiva, alentaba un debate no solo ideológico, sino también histórico puesto que la verdad literaria contribuye a moldear la realidad histórica. También en ese caso la implantación realista se vio lastrada por el particular progreso social español, que sufría de un retraso respecto a los vecinos europeos: al no haberse producido una verdadera revolución burguesa, la clase media se sentía aún frágil y no se prodigaba en críticas exacerbadas al poder. Con todo, se acudió a modelos del exterior, especialmente de Francia, para beber de esa modernidad de la que estaban sedientos los intelectuales españoles. Aunque sujeto al formato folletinesco, el intento «a la Sue» de Ayguals de Izco por reflejar el contexto social es ya un signo de la orientación realista. En cambio, Stendhal fue un autor relativamente admirado en España, reducido a lectura de una élite puesto que su obra no fue realmente valorada hasta que el propio Zola le dedicó su reconocimiento. La intervención del autor de Le Rouge et le Noir en la polémica romántica prefiguraba un cambio hacia el realismo que ni siquiera los más progresistas, como Eugenio de Ochoa, alcanzaban a compartir en la primera mitad de siglo (Ballano 1993: 28). Por ello hubo que esperar a 1891 para disponer de una primera obra traducida, el tratado Del amor (1891) que superó en número de ediciones (en un formato barato y sin grandes pretensiones) a sus novelas más famosas (Ballano 1991: 322). La Cartuja de Parma fue, asimismo, traducida en 1899 por Luis de Montemar. Hubo que esperar al próximo siglo para leer en castellano Rojo y Negro (de María Martínez Sierra) incluso si entre ambos títulos se estima que se hubieran publicado versiones de sus otras novelas sin fechar, lo cual dificulta su correcta datación y valoración: es el caso de La abadesa de Castro, Armancia, La duquesa de Palliano, Vanina Vanini y Vida de Henry Brulard. Por otra parte, será ya en el período noventaiochista cuando el escritor francés disfrute de un reconocimiento alcanzado a través de las voces autorizadas de Azorín o de Baroja, sin olvidar el estudio que en 1927 Ortega y Gasset consagró a la teoría stendhaliana sobre el amor, manifiesta desde el título mismo, El amor en Stendhal.

En cuanto a Balzac, favoreció su éxito su crítica desde una perspectiva monárquica y católica contra una sociedad burguesa desequilibrada en vías de descomposición. Se convirtió en uno de los preferidos del momento y ha logrado vencer el paso del tiempo: L. Anoll (2009: 96) cifra en un millar de ediciones las versiones que se han publicado desde 1838 hasta inicios del siglo XXI. Entre las treinta versiones que se publicaron en la primera mitad del siglo XIX –la primera edición pertenece a 1838– destacan El padre Goriot (traducido por D. R. S. de G.), Eugénie Grandet y La piel de zapa. Aunque La comedia humana dispone también de una versión íntegra, sus volúmenes fueron traducidos individualmente, como lo fueron, gracias a la difusión en la prensa, otros títulos ajenos a la misma: La última hechicera (1840), Juana la pálida (1845), además de obras de teatro o tratados como la Fisiología del matrimonio, publicada en Barcelona por Oliveras, en 1841. Si bien la escritura de Balzac es contemporánea a la del romanticismo español, su influencia se ejerció en los novelistas del realismo: por delante de Flaubert, fue modelo de estilo para Clarín, a la vez que para Fernán Caballero, Galdós, Alarcón, Pereda y Pardo Bazán, quienes admiraron su propuesta de novelar la realidad humana y social desde una confianza en la perfectibilidad de la vida y la fe en el arte.

Mucha menor fortuna alcanzó el célebre autor de Madame Bovary, novela que eclipsó el resto de la producción de Flaubert tanto en Francia como en España. Su primera traducción en 1875 a cargo de Amancio Peratoner se publicó con el título de Adúltera, con el consiguiente juicio moral que ello conllevaba. Ya en el siglo XX, se restableció el nombre del personaje epónimo. La educación sentimental, Salammbô y La tentación de San Antonio y Tres cuentos fueron vertidos por H. Giner de los Ríos en sus primeras ediciones y retomadas más recientemente por otras editoriales.

Con todo, aunque las letras españolas imitaban las técnicas de Balzac o de Stendhal, muy pronto se reclamó un estilo autóctono, derivado de los cuadros de costumbres y que promocionó la novela de tesis, fuertemente impregnada de ideología moral. Por el contrario, fue distinta la percepción y acogida del naturalismo: Zola y los Goncourt fueron conocidos y traducidos sobre todo entre 1880 y 1890.11 La aceptación de los argumentos positivistas alcanzó, sin embargo, distinta intensidad en la Península y en Francia: las ideas del materialismo científico se interpretaban a modo de amenaza que se cernía sobre unos principios tradicionales considerados la esencia del alma española.12 Ni la estructura social peninsular coincidía con las transformaciones nacidas de la Revolución francesa, ni tampoco las ciencias de la naturaleza habían alcanzado la madurez suficiente para observar en el experimentalismo un instrumento de interés nacional (Caudet 1994: 508). Incluso entre los nombres de gran relevancia –Clarín o Pardo Bazán– que vertieron las obras naturalistas al castellano, se advertían ciertos reparos hacia la filosofía de Zola. Las tesis evolucionistas atribuían la fuerza del individuo al hecho de ser miembro de un colectivo. En esa tesitura, en una sociedad con un proletariado aún en vías de crecimiento, las implicaciones de dicha corriente podían convertirse en un riesgo para la estabilidad social. Elogiaban pues, la técnica del naturalismo, pero desestimaban su óptica determinista. Asimismo, censuraban su perspectiva fisiológica, que no dudaba en tratar aspectos escabrosos de la condición humana, atribuibles a una herencia genética o a la influencia del ambiente. En el determinismo estribaba, en definitiva, un polémico punto de divergencia que explica el fuerte rechazo de Pereda o Alarcón, la defensa de ciertos aspectos por parte de Clarín o la relativa admiración de Pardo Bazán.

Con todo, es obvio que a partir de 1880 Zola dio mucho que hablar entre la crítica literaria española, lo cual conllevaba la lectura de, al menos, sus principales obras (Lissorgues1997: 69-79). Entre las que suscitaron mayores comentarios figuran Nana, L’Assommoir, Pot–Bouille y Germinal. Nana y La taberna fueron traducidas ya en 1880. Se generó una importante actividad editorial puesto que, a partir de Germinal, sus novelas se traducían y publicaban casi a la par que los originales: su abundancia y la premura de lanzamiento influyen en su difícil catalogación. Tampoco pasaron desapercibidas las obras en las que Zola alcanza una evolución en su escritura. Estas últimas cuentan también con destacados traductores: Juan B. Enseñat, Agustín de Carreau y Leopoldo de Verneuil fueron los encargados de verter respectivamente al castellano Lourdes, Roma y París entre 1896 y 1898. Clarín hará lo propio con Trabajo en 1901 y Gómez de Baquero con Verdad al año siguiente. En cuanto a la polémica desatada en torno al asunto Dreyfus, al que Zola responde de forma clara, su Yo acuso fue difundido de inmediato por la prensa extranjera y también española. Su vigencia persiste, ya que en pleno siglo XXI sigue encontrando eco en producciones como la novela de Jaume Cabré, Jo confesso (2011). Por otra parte, no hay que olvidar que en algún caso los traductores utilizaron a Zola como punto de partida para sus propios intereses. Así sucedió con Amancio Peratoner, un autor popular que se acercó a Zola por su interés literario hacia el tema de la mujer marginal. La figura de la prostituta y el intento de divulgar tratados de sexualidad e higiene lo llevaron a traducir Nana, con cuyo autor mantenía cierta afinidad ideológica (Palacios 2015: 333).

De las fuentes naturalistas bebieron, con no pocas reservas, los partidarios del krausismo –que apelaban a la conciencia social para mejorar la sociedad a través de la educación–, los jóvenes librepensadores y quienes practicaban el costumbrismo en literatura. En una fase inicial Blasco Ibáñez se dejó seducir por el afán revolucionario de Zola, aunque en su madurez tendió a una postura más sosegada y mucho más influida por la lectura de Stendhal. Incluso Galdós, según Caudet (2002: 61), es deudor de los postulados naturalistas, y de Zola en concreto: ambos autores fijaron su mirada en una clase burguesa determinada por diversos desequilibrios y sujeta a una crisis de índole múltiple. Así lo sugieren las similitudes entre novelas como La desheredada y Nana o L’Assommoir, o Lo prohibido y Pot–Bouille.

No obstante, tal influencia tuvo que enfrentarse al auge de una percepción nacionalista por parte de escritores de primera fila (R. Altamira, U. González Serrano, J. Valera, M. Menéndez Pelayo, entre otros) que calificaban el realismo como un arte propio de la tradición española. Deseosos de liberarse de la influencia francesa, que interpretaban como un colonialismo intelectual, los partidarios de dicha tesis desestimaban cualquier deuda con respecto al país vecino. Si por un lado, la diversidad de ópticas fomentó el desarrollo de varios naturalismos en España, por otro, tal rivalidad explicaría que se prestase atención a la constelación de autores franceses que, partiendo del modelo zoliano, le proporcionaban su halo particular. Entre los escritores de la época que cultivaron la descripción de una infancia desafortunada se sitúa Alphonse Daudet. Sus cuentos vieron la luz a finales de siglo, mayormente en la prensa periódica (La España Moderna, Germinal, La Caricatura). En formato de libro se registraron alrededor de veinte traducciones entre 180 y 1900 y no sería descartable que hubiera ejercido cierta influencia sobre Galdós en su composición de Marianela (Bly 1988).13 Aunque su fortuna no fue comparable a la de un escritor de primera fila, su obra Safo, costumbres de París tuvo como traductor a Giner de los Ríos. También vertió esta obra Eduardo López Bago, uno de los partidarios del «naturalismo radical» o naturalismo de barricada que defendía a capa y espada los argumentos de un positivismo a ultranza, de horizontes cerrados. En cambio, Jules Vallès, escritor y periodista, intelectual refractario e insurrecto no exento de una cierta marginalidad, alcanzó escaso eco entre sus homólogos españoles y la trilogía de Jacques Vingtras no vio la luz hasta ya bien entrado el siglo XX.14

 En cuanto a los Goncourt, pese a no haber sido objeto de atención del gran público español (Pegenaute 2004b: 416), su obra era conocida por los novelistas (Aragon 2015: 39). Contaron con traductores de renombre como Pardo Bazán (traductora de Los hermanos Zemganno en 891) o Giner de los Ríos (Sor Filomena, 180). Asimismo, destacó La joven Elisa como texto programático de una corriente novelística con veleidades filosóficas que perseguía divulgar la fisiología femenina y que, a menudo, presentaba la sexualidad como causa de problemas sociales3

En otra senda el interés por lo sobrenatural que acompañaba al Romanticismo y la apertura cultural que se produjo tras el fallecimiento de Fernando VII dieron entrada a la narrativa fantástica. Procedente de Inglaterra o Alemania, llegó a España a través de autores franceses. Seguían la estela de Hoffmann y practicaron dicho género Nodier, Gautier, Erckmann–Chatrian o incluso los mismos Hugo, Sand, Dumas o Balzac en algunos de sus volúmenes (sobre las traducciones de relatos franceses fantásticos, véase Giné y Palacios 2005).

Las traducciones de novelas góticas a partir de los años 20 contribuyeron a su éxito. Si Pigault–Lebrun y el vizconde d’Arlincourt fueron pioneros en ese modelo variándolo con rasgos propios de la novela histórica –imitaban así a W. Scott– Frédéric Soulié marcó su impronta en España: sus tres novelas Carlos y Cromwell o Los dos cadáveres (1837), Las memorias del diablo (1837) o El vizconde de Béziers (1845) contaron con varias ediciones en la Península. Cabe también destacar a Jules Janin con El asno muerto, novela filosófica (traducida en 1845 y reeditada en 1855 y 1890) por el aspecto innovador que introdujo en el género de la escritura gótica al insertar el humor y la ironía incluso en las escenas más oscuras de su obra. A partir de 1837 Nodier fue el más destacado entre el público español. La mitad de sus relatos, los más populares, fueron vertidos al castellano y dieron cuenta así de las variaciones que constituyen su escritura (Roas 2001: 170–171). En cambio, ni la producción de Gautier ni la de Mérimée lograron alcanzar las cotas conseguidas en su país.15 Del primero, entre 1831 y 1865, solo se publicaron seis de sus quince narraciones fantásticas, dispusieron de contadas reediciones y la versión en español de su conocido relato «La morte amoureuse» (1836) no se llevó a cabo hasta 1884. Del segundo, únicamente La Vénus d’Ille fue incorporada al volumen Cuentos y novelas publicado en las postrimerías de siglo. Quienes ocuparon las primeras filas en la segunda mitad de siglo fueron Erckmann–Chatrian. Su combinación de los recursos de Poe o la influencia de Hoffmann unidos a las características de la novela popular encontraron eco primero en la prensa. Más tarde se reunieron principalmente en cuatro volúmenes: Cuentos de las orillas del Rhin (1864), Cuentos populares (1868), Cuentos fantásticos (1872) y Cuentos de los Vosgos (1883). Por el contrario, ni Henri Rivière, ni el maestro del cuento, Maupassant, tuvieron en esos momentos una gran suerte en el ámbito de la literatura fantástica: de la treintena de relatos de este último solo Le Horla logra cierta repercusión en España. Del mismo modo, habrá que esperar a 1919 para que Villiers de l’Isle–Adam tenga su oportunidad española de la mano de Ramón Gómez de la Serna.

Un caso distinto es el de Jules Verne, cuya suerte en la Península corre paralela a la que tuvo en su país y de la que disfrutó en muchas otras naciones. Convertido en un fenómeno editorial, aunque no siempre apreciado por los escritores «insignes»,16 desde 1863, la totalidad de volúmenes que componen sus Viajes extraordinarios ha contado con versiones en español. En 1900 la editorial madrileña Sáenz de Jubera Hermanos publicó sus Obras completas. Muy apreciado por un público popular que a través de su escritura divulgativa se familiarizaba con los avances científicos, ha pasado a formar parte del fondo bibliográfico que sigue nutriendo a las editoriales más renombradas; en muchos casos sus títulos se han incluido en colecciones donde se compilaban obras representativas de la literatura europea.17 Ha sido considerado como un autor apropiado para un público juvenil, con lo cual han sido numerosas las ediciones ilustradas o las adaptaciones. Asimismo, especialmente en vida del autor, abundaron las versiones teatrales o adaptaciones a otros tipos de espectáculo. Un ejemplo de ello lo supuso Miguel Strogoff que trascendió a los escenarios en forma de drama, de zarzuela (La Guerra Santa, 1879) convirtiéndose, más tarde, en éxito cinematográfico.

 

La práctica profesional: consideración y valoraciones de la figura del traductor

Otro aspecto clave para valorar el alcance de la práctica de la traducción se desprende de las posturas de los traductores, de su consideración social entre los contemporáneos, aspectos que reflejan múltiples factores culturales.

No puede obviarse el aspecto económico que en algunas ocasiones promovió en el siglo XIX la dedicación a la actividad traductora: sobre todo a principios de siglo, para los españoles que debieron desplazarse a París, dicha tarea se convierte en un medio de subsistencia. Con frecuencia ello explica la menor atención a la calidad del autor o de la obra si, en cambio, su número considerable de páginas representaba una buena fuente de ingresos. Con todo, ni muchos lograban obtener encargos cuando se trataba de editoriales con cierto prestigio (Garnier, Ollendorf, Bouret), ni las retribuciones percibidas bastaban siempre para poder vivir de las mismas. Entre 1900 y 1914 las casas Michaud, Bouret y Garnier pagaban un franco por página mientras que en Ollendorff la tarifa oscilaba entre 1,20 y 2,25 francos. Fischer estima que dichas cantidades podían llegar a ser superiores a las que percibía un escritor (Fischer 2001: 15–16) debido a que las tiradas de las ediciones traducidas eran mayores y ofrecían un margen más elevado a los editores, sin olvidar el valor añadido que conllevaba para el traductor el hecho de colaborar con una u otra editorial. La traducción contribuía a la proyección social de los traductores que eran también autores. El caso de Eugenio de Ochoa confirma esa hipótesis: intelectual polifacético, privilegió su faceta traductora. A ella consagró gran parte de sus esfuerzos al darse cuenta de que, dada la complejidad que suponía alcanzar un cierto éxito entre sus contemporáneos, «era más rentable traducir que escribir obras originales» (Cantero 2016: 257).

A lo económico se añade el componente ideológico: ante el letargo español, participar en la versión de textos franceses significaba permanecer atento a la introducción de novedades y alcanzar una consiguiente apertura de horizontes. A finales del XVIII el mismo Larra había considerado beneficiosa la actividad traductora. Permitía, además, participar y fijar posturas en debates de actualidad, circunstancia que en algunos casos fue determinante para el progreso social: como sucedió con el advenimiento del naturalismo, no solo eran importantes los textos teóricos, sino que la traducción de obras concretas suscitó una reflexión sobre el entorno cultural de origen y el de destino. Ochoa o Pardo Bazán dieron buenas muestras de ese polifacético cosmopolitismo (Lafarga & Pegenaute 2016).

Cabe una mención especial a las mujeres traductoras. Además de Pardo Bazán, la más conocida, hay que destacar los nombres de Carmen de Burgos, Joaquina García Balmaseda, Emilia Serrano de Wilson, Magdalena de Santiago Fuentes, Pilar Sinués de Marco, Faustina Sáenz de Melgar o Antonia Rodríguez de Ureta, entre otras (Lafarga & Pegenaute 2015: 74). Con frecuencia, para ellas, consagrarse a dicha actividad significaba un buen modo de legitimar su posición en el escenario profesional, particularmente si perseguían alcanzar una posición como autoras. Los inconvenientes que les planteaba el acceso a una vida pública se mitigaban con la traducción, tarea que podían compatibilizar con sus labores domésticas (Fernández & Ortega 2008: 327), las mantenía al abrigo de las críticas de su entorno (Simón Palmer 1989: 91–100) pero las aproximaba a la vez a ese escenario del que querían convertirse en parte activa. Al fin y al cabo, versionar a autores conocidos resultaba un incentivo para obtener la consideración de los lectores. No menos trascendentes eran las redes de intercambios que podían establecer a través de las traducciones y que repercutían en el asentamiento y evolución de la propia escritura: sin la amistad con Lamartine y Dumas padre, muy probablemente el compromiso de Emilia Serrano de Wilson con las letras habría sido distinto.

A nivel filológico, dos posturas caracterizaban la labor traductora decimonónica: la clasicista, heredada de la centuria anterior, que rendía fidelidad absoluta al original tanto en el contenido como en la forma, y la más innovadora, que optaba por modificar el texto si las transformaciones introducidas resultaban de interés para el público destinatario. Entre los partidarios de esta segunda opción constan nombres de primera fila (Ayguals de Izco, Oliva, E. de Ochoa): se suplían detalles, se ajustaban términos allá donde un sistema de comunicación distaba del otro renovando así la lengua, 18 o incluso se iba más allá con supresiones sustanciales y reelaboraciones del texto. La novela podía convertirse en cuento, o incluso en una imagen. La manipulación consagraba una particular atención al público al cual iba dirigida la obra a medida que se producía un proceso de especialización editorial. Con todo, en general, destacó el intento por españolizar las traducciones puesto que, al menos en la primera mitad del siglo, se veía con buenos ojos que el traductor hiciera gala de su cultura o bien a través de notas aclaratorias personales, o bien mediante modificaciones de la obra. Se manifestaba así el eterno dilema entre nacionalismo y cosmopolitismo: el sentimiento de humillación ante la vecina Francia se contrarrestaba con una consiguiente reacción nacionalista (Botrel 2014: 65) que fomentaba la españolización de las obras. No solo tal práctica se producía sin reparos, sino que se indicaba desde el paratexto mediante la expresión «arreglos libres». En este sentido fueron alabados Ventura de la Vega, Manuel Bretón de los Herreros, Jaime Tió o el mismo Clarín.19 El concepto de propiedad intelectual era aún muy incipiente, por lo que parecía natural inspirarse en obras de otros e incluso tomar prestado material de otros medios: Aymes (2002: 42) cita el caso de la revista El Artista que calcó a su homóloga francesa sin dejar constancia del préstamo.

A ese proceder contribuía también la fragilidad del estatus del traductor. La escasez de textos teóricos sobre los pormenores de dicha profesión y la falta de reconocimiento de la propiedad intelectual abrieron la puerta a una diversidad y desigualdad de prácticas. Los usos al respecto oscilaban entre el reconocimiento a la tarea del traductor y su más absoluta desconsideración, que llevaba a veces a ignorar totalmente el nombre quien realizaba dicha actividad. Por otra parte, el medio donde se publicaban las traducciones cobraba relevancia puesto que la consideración del mismo (publicación periódica, editorial) influía en la valoración de la figura del traductor. Asimismo, como es lógico, el origen de las reseñas marcaba la recepción de las versiones y ejercía un particular predominio cuando se escribían con un sesgo ideológico.20

Dichas circunstancias explicarían que los traductores más reconocidos fueron quienes cultivaban otras facetas además de la traducción y cosechaban en ellas su prestigio. No son pocos los escritores que se encuentran en tal postura: Eugenio de Ochoa, Aiguals de Yzco, Clarín, Emilia Pardo Bazán, Nemesio Fernández Cuesta, Amancio Peratoner, Eduardo Marquina o Joaquina García Balmaseda.

En contrapartida, conviene recordar que resonaron voces contrarias al aluvión de traducciones que inundaban el mercado editorial español. Es de sobras conocida la metáfora acuñada en 1842 por Mesonero Romanos al calificar a España de «nación traducida» para criticar esa supremacía de lo extranjero. En el mismo sentido se pronunció veinte años después F. Sáez de Melgar, lamentando, en su caso, que la abundancia de folletines franceses e italianos se debiera a una insuficiente producción autóctona. Y, si bien es cierto que en esa boga por las traducciones corría la idea de que una mala versión se debía también a un mal original, no faltaron las críticas a la calidad de las traducciones. Se censuraba a aquellos que, por no dominar con maestría la lengua meta, incurrían en deficiencias de lengua o estilo. Algunos comentarios atacaban la presencia de galicismos. Sin embargo, las diatribas más virulentas se producían a nivel ideológico. Solían apuntar contra la pretendida superioridad francesa, a la par que se enzarzaban en la defensa de una producción narrativa autóctona heredera de usos anteriores a los de movimientos como el romanticismo o el realismo.

 

  1. Conclusiones

La transformación sociocultural que se produjo en la España decimonónica, avivada por un desarrollo editorial sin precedentes e impulsada por el auge de una prensa más moderna favoreció el desarrollo de las traducciones, particularmente en la primera mitad de siglo.

Pese a las reservas contra la traducción, pese a un espíritu proteccionista que reivindicó el potencial de los escritores españoles, resulta innegable que los modelos importados de la vecina Francia hicieron mella, de forma consciente o inconsciente, en la producción narrativa decimonónica. Valiosos exponentes del movimiento romántico alcanzaron así, un sonoro eco en el panorama cultural de la Península, aunque también imprimieron su huella en el público español el Realismo y Naturalismo –con sus múltiples variantes- o incluso la denominada novela popular. Sin embargo, la figura del traductor adolecía todavía de cierta fragilidad en su estatuto oficial. A su afianzamiento contribuyeron tanto escritores reconocidos que la practicaban como actividad complementaria a su propia obra, como otros colectivos –fue el caso de las mujeres- que vieron en ella un medio para alcanzar reivindicaciones sociolaborales. Lo anterior explica que, lejos de constituir un efluvio pasajero, con sus más y sus menos, nombres como los de Hugo, Dumas o Verne, por citar unos pocos, supieran entonces despertar pasiones y sigan cosechando el favor de los lectores después de dos intensos siglos de vida.

 

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  1. Aymes (2002: 35) recuerda que en las postrimerías del XVIII el padre Isla, Feijoo, Mayans, Capmany, entre otros, habían levantado sus voces contra un excesivo afrancesamiento. Lo ponían de manifiesto las malas traducciones que, a su entender, constituían el origen de la corrupción de la lengua castellana por el uso indiscriminado de galicismos.

  2. Sobre la traducción en la prensa española del último tercio de siglo, véase Giné & Hibbs (2010).

  3. Martínez Martín presenta datos sobre los porcentajes de títulos extranjeros a los que accedía la burguesía madrileña isabelina; en ellos se ilustra la supremacía del modelo francés (1991: 345).

  4. Fruto de ese acuerdo entre editoriales, en Madrid y París se vendía el mismo volumen. La portada era idéntica e indicaba el nombre de ambas editoriales para no dejar lugar a dudas de la colaboración (Marín 2007: 323). La primera traducción de la obra no se publicó hasta dos años después y corrió a cargo de Emilia Pardo Bazán.

  5. Martínez Martín destaca la presencia en las bibliotecas madrileñas del Diccionario español–francés, considerado entonces un volumen esencial de toda biblioteca que se preciase. Era más frecuente incluso que otros diccionarios de español y respondía a una función de moda entre sus propietarios: no se usaba como instrumento traductológico sino como vehículo para conocer la pronunciación en francés. (1991: 172).

  6. Francia no era la única en ejercer su canto de sirenas en el territorio hispánico, puesto que también la presencia italiana se dejó notar de manera considerable, sin olvidar la incipiente anglofilia que, propiciada en gran parte por el éxito de los relatos de Walter Scott, se impondrá durante esa centuria.

  7. Desde el siglo XVIII la censura ralentizó la penetración de publicaciones novedosas. En concreto, bajo el reinado de Fernando VII, se prohibió imprimir cualquier texto que no procediera del gobierno o que escapase al control religioso. Muchas obras literarias se consideraban sospechosas –entre ellas las del propio Walter Scott– y no vieron la luz en España hasta avanzada la centuria, cuando la muerte del monarca permitió un cambio en la legislación editorial y abrió las puertas a obras que habían alcanzado el favor de los lectores al otro lado de los Pirineos.

  8. Editoriales parisinas como Frères Garnier disponían de sucursales en América del Sur de modo que podían garantizar a los autores publicados una difusión mucho más amplia y, aunque la suerte de los editores estuviera lejos de ser homogénea, los Garnier o los Lévy lograron construir imperios de alta rentabilidad económica (Mollier 2007).

  9. Por el estilo de su escritura, a caballo entre la ciencia y la literatura, Flammarion recibió un tratamiento más o menos riguroso según la interpretación que de ello realizaron sus editores Juan Oliveras o Gaspar y Roig. Este último, para quien el autor francés suponía un factor de atracción de público, ofreció una versión más fiel a los objetivos del escritor.

  10. La guerra de la Independencia suscitó reflexiones encarnizadas sobre el concepto de «nación» con lo cual se reivindicaron acontecimientos medievales donde, supuestamente, había dado inicio ese carácter autóctono. Así lo declara Estanislao de Cosca Vayo en La conquista de Valencia por el Cid (1831) cuando justifica su elección del héroe patrio como motivo literario y concluye el prólogo aduciendo el valor autóctono de su creación: «Por último, cualquiera que sea la opinión que la indulgencia del público imparcial forme de este escrito, no deberá echar en olvido el lector que esta novela es original española, y que en toda ella no hay ni un pasaje ni una palabra copiada de los novelistas extranjeros».

  11. Una primera alusión a Zola apareció en 1876 en un artículo publicado por la Revista Contemporánea donde Charles Bigot, corresponsal en Francia, aludía a una nueva estética «fisiológica». Más adelante, L’Assommoir fue una de las novelas zolianas que dio a conocer de forma clara las tesis naturalistas entre los intelectuales españoles.

  12. El catolicismo dominante en España se valió de la prensa para atacar con crudeza la novela naturalista. La consideraba un contagioso instrumento revolucionario que podía desencadenar en la Península acontecimientos y cambios similares a los de la revolución francesa en el plano social, sin menosprecio de otras metamorfosis psicológicas nefastas puesto que conducían a la decadencia del individuo (Hibbs 1988: 200).

  13. Se prefería su relato Voyage en Espagne (publicado por Calpe en 1920 en traducción de Enrique Mesa), texto que se ha convertido en un ejemplo clásico de la literatura de viajes, por el empeño del autor de reflejar el exotismo y el color local que en esos momentos se atribuía a la nación española. Por otra parte, el escritor Rafael del Castillo tradujo Mademoiselle de Maupin en 1901, aunque el estilo del autor francés poco tenía que ver con sus propias opciones estéticas. P. Méndez (2015: 287) interpreta esta elección por la oportunidad de explotar una trama sentimental que implicaba el triángulo amoroso establecido entre sus protagonistas.

  14. La primera traducción de Vallès corrió a cargo Andreu Nin que la vertió a la lengua catalana. Por afinidades ideológicas entre autor y traductor, el anarquista Nin escogió el tercer volumen de la trilogía que se publicó en 1935, año en que se rememora los cincuenta años de la muerte de Vallès. Habrá que esperar a finales del franquismo para que en 1970 sea traducido el primer tomo, El niño, por Victoria Bastos de Lafora.

  15. Sobre la traducción y recepción de Gautier en España, véanse Fernández (1983) y (2009) y Giné (1997); sobre Mérimée, véase Veloso (2009).

  16. En Francia Zola estimaba en él a un autor menor, Flaubert, Daudet y Maupassant tampoco le reconocían gran valía; en la Península, Maragall lo consideraba una lectura para el verano y Eugeni d’Ors no disimuló su menosprecio.

  17. En 1910 se incluyó en la «Biblioteca Nueva» del editor Ruiz–Castillo Franco. Entre 1926 y 1935 la editorial catalana Joventut lo publicó en su sección de clásicos universales.

  18. En 1884 Faustina Sáez de Melgar traduce Los dramas de la Bolsa de Pierre Zaccone y recorre a expresiones francesas que respeten el nivel coloquial de los personajes.

  19. Más allá de los diez citados por Montesinos, Aymes (2002: 41) menciona la existencia de treinta traductores para el período 1823–1843.

  20. En cierto modo era lógico que, si un periódico tradicionalista como La Censura reprochaba a una autora como George Sand sus argumentos en defensa de la mujer y condenaba sus supuestos ataques contra la religión, también su traductor –fuese cual fuese su valía intelectual– se viera vilipendiado. Así sucedió con Eugenio de Ochoa.