Latina, Literatura
La traducción de textos latinos a los romances peninsulares estuvo presente desde el nacimiento mismo de éstos, como atestiguan las Glosas Emilianenses y las Glosas Silenses y, en buena medida, condicionó su desarrollo literario. Sin embargo, la naturaleza de las traducciones de los textos clásicos latinos en los siglos medievales difiere mucho de lo que hoy entendemos como tal, tanto desde el punto de vista de la técnica como de la intención y función de los textos traducidos. Resulta inútil buscar, como mínimo hasta el siglo XIV, traducciones de textos latinos clásicos hechas por el interés intrínseco y no instrumental de éstos; hay, sin duda, una actividad traductora pero esa actividad tan sólo busca poner los contenidos de los textos clásicos al servicio de nuevas obras literarias, a las que proporcionan temas y argumentos. Tal es el caso de la obra de Boecio, presente en el De consolatione rationis de Pedro de Compostela (siglo XII) o aún más del escritorio de Alfonso X, en el que se realizaron algunas traducciones de textos clásicos –bien a partir del latín, bien a partir de traducciones francesas– que sólo resultan evidentes cuando se leen las obras salidas de él, como la Grande e General Estoria o la Crónica General, en las que se contienen total o parcialmente versiones de la Farsalia de Lucano, de las Heroidas y de las Metamorfosis de Ovidio y quizás del Ab urbe condita de Tito Livio, al tiempo que se ofrecen muestras del conocimiento de otras más. También en el prólogo del alfonsino Libro de las formas se menciona la Historia Natural de Plinio el Viejo y en otros lugares, a san Agustín. Merece un interés especial la versión del De ira titulada Libro de Séneca contra la ira y la saña, efectuada en este siglo XIII, revisada y prologada en el XV por Nuño de Guzmán.
En general, tales versiones parecen haber sido efectuadas directamente desde los textos latinos, por más que contengan numerosos errores de intelección tanto lingüística como referencial y hayan sido realizadas con notable libertad, anteponiendo la presunta fidelidad al contenido sobre el respeto a la forma. Hay que esperar al siglo XIV para encontrar las primeras traducciones de textos clásicos latinos capaces de circular como productos literarios per se y sin formar parte de obras romances de contenidos más extensos, por más que aún se sigan utilizando los textos clásicos como fuentes indispensables de enseñanzas históricas o morales. Por ejemplo, en ese siglo abundaron versiones –ya directas, ya de comentarios a la obra– del De consolatione philosophiae de Boecio, tanto en catalán como en castellano. Del mismo modo, la gran obra de Livio –o mejor dicho, lo que en ese momento se conocía, a saber, las décadas I y III y parte de la IV– se tradujo primero al catalán, si bien desde la versión francesa de Pierre Bersuire, quizás por Guillem de Copons, al tiempo que Juan Fernández de Heredia incluía algunos capítulos de la III década en su Grant Crónica de Espanya y otros en la Crónica de los Conqueridores y, por su parte, fray Antonio Canals incorporaba la historia de Lucrecia en su traducción de Valerio Máximo titulada Del dits y fets memorables del Romans, y la III década en su Raonament entre Escipió e Aníbal, siguiendo ambos en cierto modo la metodología de trabajo de Alfonso X. Y, por su parte, Leomarte incluyó algunas Heroidas en sus Sumas de Historia Troyana. Por fin, se data en 1396 la primera traducción peninsular, en esta ocasión al catalán, de las Tragedias de Séneca, debida a Antoni de Vilaragut y de la que probablemente dependen algunas de las efectuadas en el siglo siguiente al castellano.
Sin embargo, el siglo XV amplió notablemente el abanico de autores clásicos latinos (y también griegos) conocidos y el interés directo por sus obras; algunas de las de san Agustín parecen ser ya bien apreciadas en ese siglo. Pero López de Ayala vertió en su La consolaçión natural el tratado filosófico de Boecio; Catulo es citado, y alguno de sus versos traducido por Enrique de Villena; Julio César fue trasladado por autor anónimo desde la versión italiana de Pier Candido Decenbrio y en 1498 Diego López de Toledo publicó la suya, que conoció varias ediciones en los siglos siguientes. Cicerón (y el seudo–Cicerón) comenzó, por fin, a ser conocido y valorado en tierras castellanas gracias a la importante labor difusora de Alonso de Cartagena (De Senetute, Los Deberes, De la Rethórica –es el De inuentione– y, quizás, el Pro Marcello) y de E. de Villena (Rhetorica ad Herennium o Rhetorica noua, no conservado, si es que, en efecto, existió alguna vez esa traducción); y en la Corona de Aragón, gracias a versiones aragonesas del De officiis y del De amicitia y catalanas del propio De officiis y de los Paradoxa stoicorum. Tito Livio fue traducido al castellano en el primer año del siglo por López de Ayala a instancias de Enrique III, también a partir de la versión de Bersuire pero cotejándola con algún manuscrito latino (tal versión fue, a su vez, reducida en 1493 por Rodrigo Alonso de Pimentel y ése es el Livio que primero vería la luz impreso).
También en el siglo XV Juan Rodríguez del Padrón llevó a cabo la traducción de las Heroidas ovidianas (a excepción de la XV: Safo a Faón) en su Bursario y se atrevió a añadir por su cuenta otras tres, mientras que Juan de Mena muestra buen conocimiento en su Tratado de amor de los Remedia amoris, algunos de cuyos pasajes tradujo; por su parte, Francesc Alegre vertió al catalán en Lo libre de les transformacions del poeta Ovidi el poema épico de Ovidio en la que resulta la primera traducción peninsular de las Metamorfosis. Plinio el Viejo siguió siendo usado en particular por los enciclopedistas (Juan Gil de Zamora) y Salustio –muy apreciado como historiador y moralista– fue objeto de varias versiones, como la de Vasco Ramírez de Guzmán, en la primera mitad del siglo, y la de Francisco Vidal de Noya (1493), editada repetidamente a lo largo del XVI, hasta convertirse en el Salustio que conoció ese siglo. El caso de Séneca es especial: en el siglo XV aún se pensaba que bajo ese nombre se ocultaban no menos de dos escritores distintos y, al mismo tiempo, se confundía al padre con el hijo; además, circulaban a su nombre diversos apócrifos. En Castilla se tradujeron sus obras en el círculo del marqués de Santillana y, una vez más, fue Alonso de Cartagena el principal divulgador en romance de su obra; sus traducciones, agrupadas con el título de Los cinco libros de Séneca, dan buena prueba de ello: editadas en Sevilla en 1491, vieron luego la luz en numerosas ocasiones. Merece también atención la anónima traducción –no directamente desde el latín sino desde el italiano– titulada Epístolas de Séneca (Zaragoza, 1496), varias veces reimpresa en el XVI. Para entonces el marqués de Santillana ya había encargado la traducción de las Tragedias, como hizo asimismo con la Eneida y las Metamorfosis, y esas mismas obras dramáticas se conservan anónimamente traducidas en varios manuscritos. Por último, a este siglo corresponde también la primera y anónima versión que, con el título de Juego de Claudio Emperador, se hizo de la Apocolocyntosis, sin duda –y como solía ser habitual– no desde el latín sino desde la traducción italiana de Decenbrio. Naturalmente, ocupa un lugar de excelencia entre todas las traducciones de clásicos latinos efectuadas en el XV la que hizo de la Eneida de Virgilio E. de Villena, en 1428, la primera a una lengua vulgar, cuyos indudables méritos no alcanzan a ocultar sus evidentes carencias; de ella depende, en buena medida, el conocimiento que sobre la épica latina tuvieron los escritores del XV y de principios del XVI. Más adelante Juan del Enzina vertió las Bucólicas (1496), que es preciso entender más como una recreación y emulación del texto latino que como una versión; obviamente, el esfuerzo realizado dejó evidentes huellas en el resto de su producción poética y, en particular, en la dramática.
Mas, al lado de todas estas versiones de grandes autores clásicos, el siglo XV se interesó, y mucho, por otros autores y otras obritas que satisfacían nuevas demandas y trataban de colmar el interés creciente por el viejo mundo romano. Así, los Disticha Catonis –como no podía ser menos, dados sus valores formativos y su carácter apotegmático– fueron trasladados por Gonzalo García de Santa María. Los Strategematon de Sexto Julio Frontino se conservan traducidos en un manuscrito de la Biblioteca Nacional de España, y las razones que impulsaron esa versión, de carácter práctico sin duda, tienen mucho que ver con las que llevaron a fray Alonso de San Cristóbal a trasladar el Epitome rei militaris de Vegecio. Al mismo tiempo, seducían los viejos mitos y las antiguas historias y se admiraban los hechos y dichos ejemplares, y por ello se dieron a conocer tanto la Iliada homérica pasada al castellano por Juan de Mena desde un original latino como los Factorum et dictorum memorabilium de Valerio Máximo, gracias primero al catalán Antoni Canals y luego, probablemente desde él, a Juan Alfonso de Zamora y Hugo de Urríes. Sin duda, ese afán por traducir a las lenguas peninsulares los clásicos latinos es un signo distintivo del primer humanismo hispano frente al de otras latitudes; de ahí que se le haya calificado como «humanismo vernáculo».
Entre los siglos XVI y XVII se produjo una verdadera explosión en el acceso, la lectura y el conocimiento de los clásicos latinos debida al desarrollo de la imprenta, a la creación de numerosas universidades y otros centros de enseñanza, a la formación de importantes bibliotecas y al aprecio generalizado por una formación cultural de base humanística. Esa formación se consideraba una herramienta útil para la administración de los Estados modernos, que en esos momentos emergían por toda Europa, y aún más de un gigantesco imperio, como era el caso de España. Consecuentemente, se dieron a conocer, se editaron, se tradujeron, se comentaron y se imitaron, tanto en latín como en las lenguas vulgares, los modelos venidos de la Antigüedad clásica. Si bien los reinos peninsulares no se caracterizan por haber construido una ciencia filológica basada en la edición de textos clásicos tan importante como la nacida en otros países europeos, no por eso deja de ser cierto que también aquí arraigó el humanismo y dio frutos señeros, entre los que no faltan relevantes traducciones de textos latinos, pronto multiplicadas y difundidas por la imprenta. Sin embargo, la técnica de la traducción oscilaba entre un libre respeto al original –del que se asume el contenido pero cuya forma, particularmente en el caso de los textos poéticos, se adapta a las convenciones estilísticas, métricas y rítmicas al uso– y una decidida emulación, de modo que en estos casos conviene más hablar de recreaciones o, simplemente, de nuevas creaciones en las que los originales son pretextos y contrapuntos literarios.
Los casos de los géneros lírico y epigramático –y consecuentemente los poemas de Catulo, Horacio, Estacio, Marcial o Ausonio, pero no sólo de ellos– son paradigmáticos a propósito de lo dicho. La fiebre versificatoria y poética del momento, además, provocó que los originales clásicos fueran tratados como sumas de elementos fraccionables, útiles por separado como puntos de partida y motivos de inspiración, con lo que quedó su valor de conjunto relegado a un plano de interés muy secundario. En definitiva, no interesaba traducir o dar a conocer las Odas de Horacio o los doce libros de los Epigramas de Marcial, por ejemplo, sino tan sólo aquellos poemas que provocaban la creatividad del traductor–poeta. Al mismo tiempo, se comenzaba a prestar atención no sólo a los escritores que proporcionaban enseñanzas morales o prácticas sino también a aquellos otros que resultaban útiles como modelos de expresión de los propios sentimientos (los líricos, los elegíacos, los epigramatistas) o como entretenimiento y deleite (los novelistas, los poetas épicos, los comediógrafos). Los grandes autores latinos clásicos que habían interesado en la edad anterior, naturalmente, siguieron interesando, mas a esa nómina se sumó otra no menos importante, descubierta, difundida y apreciada por los humanistas.
En cuanto a los poetas latinos clásicos, conviene subrayar que las obras de Catulo, Estacio, Horacio, Marcial, Propercio y Tibulo, así como las poesías contenidas en la Anthologia Latina –bien conocidas, imitadas y recreadas en versos tanto latinos como castellanos– no fueron objeto de atención global sino que, como ha quedado dicho, se tradujeron de manera fragmentaria en la medida en que alguno o varios de esos poemas podían servir como fuente de inspiración. No obstante, está fuera de duda la enorme influencia que la poesía lírica de un poeta como Horacio ejerció sobre la de fray Luis de León. Apenas se pueden considerar excepciones a tal proceder los casos del comentario parafraseado a la obra de Horacio debido a Juan Villén de Biedma (Granada, 1599), o de la treintena de odas traducidas por Francisco de Medrano y editadas en Palermo en 1617, o el caso de Marcial, cuyas composiciones fueron enormemente admiradas y utilizadas como estímulos creativos por muchos poetas castellanos, aunque fueron muy pocos los que se atrevieron a verter más de medio centenar de sus epigramas (Quevedo, Rodrigo Fernández de Ribera o José Morell). Los poetas épicos, por otra parte, gozaron quizás de mejor fortuna aunque se vieron vertidos con desigual acierto al castellano; así, Martín Laso de Oropesa tradujo elegantemente la Farsalia en 1535, mientras que Juan de Jáuregui prefirió hacerlo en unas octavas reales muy libres, que vieron luz póstuma en 1684; la Tebaida de Estacio, por su parte, fue traducida por Juan de Arjona y G. Morillo, y la Aquileida, por Alvarado y Cascales; de las Argonáuticas de Valerio Flaco hay traducciones debidas a Diego Girón y a Bendicho; de Claudiano hay traducción de Ramírez de las Casas y, en particular, del De raptu Proserpinae, de Faría, Herrera y Villegas. Pero, sin duda, gozaron de mayor interés y éxito las versiones de las obras de los grandes poetas épicos, en concreto la Eneida virgiliana y las Metamorfosis ovidianas. De aquélla, el siglo XVI regaló la espléndida traducción (en realidad, hay por lo menos tres versiones) de Gregorio Hernández de Velasco (Amberes, 1555), que inauguró la tradición mantenida hasta el siglo pasado de traducir a Virgilio en verso –frente a la prosa cuatrocentista de Enrique de Villena–: de su éxito hablan las numerosas reimpresiones que llegaron incluso hasta el siglo XX; mientras que el siglo XVII ofreció las versiones de Diego López en prosa (todo Virgilio, Valladolid, 1601), de Cristóbal de Mesa en verso (Madrid, 1615: la Eneida; 1618: las Églogas y las Geórgicas) y de Juan Francisco Enciso Monzón en octavas reales (Cádiz, 1698).
De las Metamorfosis se conservan debidas a este mismo siglo XVI una traducción anónima impresa (Libro del Metamorphoseos y fabulas del excelente poeta y philosopho Ovidio), otra muy conocida de Jorge de Bustamante (Metamorfosis, Amberes, 1551), varias veces reimpresa, otra de Antonio Pérez Sigler (Los Quinze Libros de los Metamorphoseos, Salamanca, 1580), también varias veces reimpresa, otra parafrástica de Pedro Sánchez de Viana (Valladolid, 1589) y otra incompleta de Felipe Mey (Tarragona, 1586), amén de resúmenes y versiones diversas de episodios concretos debidas a diferentes poetas. Las Heroidas y las Bucólicas, vertidas al castellano, influyeron no poco en la creación del nuevo lenguaje literario; a este respecto, es preciso recordar aquí las magníficas versiones –o recreaciones– que de las Églogas virgilianas hizo fray Luis de León, mas también Diego Hurtado de Mendoza, Cristóbal de Castillejo, Hernando de Acuña, Gutierre de Cetina, el capitán Aldana, Barahona de Soto, Farfán, Juan de Mal Lara, Herrera, Bernardo de Balbuena –por no citar sino a unos cuantos egregios poetas del XVI–, que aprendieron mucho de su técnica creativa haciendo versiones de unas o de otras. Y, por su parte, Juan de Guzmán fue el primero en verter al castellano, también en el siglo XVI, las Geórgicas (Salamanca, 1586).
Otros poetas latinos también fueron traducidos a partir del siglo XVI: el fabulista Fedro fue total o parcialmente vertido en varias ocasiones por Ferrer, Ángel Govantes, Tomás de Iriarte o Eduardo Mier. Entre los satíricos, aunque Persio no gozó de mucha fortuna en España, recibió traslado al castellano al parecer de las manos de Bartolomé Melgarejo, Luis Jerónimo de Sevilla, Quevedo y González de Salas, si bien se debe a Diego López la versión más conocida por completa y conservada, editada junto con la que hizo de Juvenal. A su vez, el bucólico Nemesiano fue traducido por Juan Gualberto González, y otros poetas aún menos conocidos, como Pentadio –el maestro de la poesía ecoica, de cronología muy incierta– o como el anónimo autor del Pervigilium Veneris, recibieron la atención de Salazar y Torres y de Meléndez Valdés, respectivamente. Más interés, sin duda, tienen las traducciones que sobre el tratado De agricultura del gaditano Columela salieron de la pluma de Cándido M.ª Trigueros y de J. Villamil. Y aún más, por el enorme atractivo que poseen algunas de sus composiciones –auténticas o atribuidas–, en particular el De rosis nascentibus (donde se contiene el famoso dístico que comienza Collige, virgo, rosas), las que se hicieron sobre originales de Décimo Magno Ausonio; conocido ya en la Península al menos desde Jeroni Pau, dan noticias de él numerosos humanistas como Antonio de Nebrija, Juan Luis Vives o Álvar Gómez de Castro, y con él se midieron –y no sólo con versiones de sus Epigramas–, entre otros, Juan de Mal Lara, Hurtado de Mendoza, Francisco de Medina, Francisco Cascales, Antonio Pérez Ramírez, Rodrigo Caro, Manuel Salinas, sor Juana Inés de la Cruz, Agustín de Salazar y Torres, Juan de Arguijo, Fernando Torre Farfán, Pablo de Céspedes, Quevedo, Francisco de Herrera, fray Luis de León, etc., en definitiva, buena parte de los poetas áureos castellanos; algunos de ellos, además –como Hurtado de Mendoza, fray Luis o Quevedo– lo hicieron con recreaciones de excelente factura, mientras que Francisco Sánchez de las Brozas dio a la luz (1599 y 1601) un comentario filológico a su Griphus y Esteban Manuel de Villegas desbrozó, según él, con sus comentarios la totalidad de su obra en sus Disertaciones críticas, lamentablemente perdidas.
Son también los siglos XVI y XVII los que dieron a conocer la obra traducida de los comediógrafos Plauto y Terencio, así como, en menor medida, las tragedias de Séneca. De todas esas aportaciones, merece la pena destacar aquí las muy diferentes traducciones que del Amphytruo plautino hicieron Francisco López de Villalobos (Zaragoza, 1515), Fernán Pérez de Oliva (Sevilla, 1525) y un traductor anónimo que –refundiendo estas dos primeras– publicó su versión en Toledo en 1554. Miles gloriosus y Menaechmi se dieron a conocer en versión anónima (quizás de Juan Verzosa) en Amberes en 1555; Juan de Timoneda, por su parte, adaptó con gran sentido escénico tanto la versión de Villalobos como el anónimo texto de Menaechmi (Valencia, 1559) añadiendo, quizás, materiales de otras fuentes. Con respecto a la obra de Terencio, maltratada por la ratio studiorum de los jesuitas, merece la pena recordar la existencia de una magnífica versión debida a Pedro Simón Abril (Zaragoza, 1577; reimpresa a menudo, incluso en el siglo XX), que comprende también un breve tratado sobre la tragedia y la comedia atribuido a Cornuto, amigo de Persio, y las Periochae que Sulpicio Apolinar hizo de tales comedias. Las Tragedias de Séneca influyeron, a su vez y de manera decisiva, en el desarrollo de ese género dramático en lengua vulgar, como acredita, entre las de otros autores, la Numancia de Miguel de Cervantes; sin embargo, apenas se señalan traducciones de ellas en este período salvo, ya en el XVII, la de Troades de José Antonio González de Salas. Las traducciones de los prosistas resultan igualmente numerosas y variadas. Conviene, ante todo, insistir en que los escritos de Cicerón iluminaron y condicionaron de manera casi absoluta la formación de la prosa literaria castellana, al tiempo que se vertían en el siglo XVI por vez primera algunas de sus Cartas y algunos de sus Discursos: Contra Catilina por Andrés Laguna (Amberes, 1557; reimpresos a lo largo del XVII), Cartas y Verrinas por P. Simón Abril (Zaragoza, 1572, 1583, 1589, con varias reimpresiones en el XVII), Cartas por fray Gabriel Aulón (Alcalá de Henares, 1574), discursos y cartas por Pedro Juan Núñez y por M. Laso de Oropesa (Burgos, 1588), mientras se seguían ofreciendo versiones de sus tratados filosóficos (por Francisco de Támara, Amberes, 1546; por Juan de Járava, Amberes, 1549) y retóricos.
Los historiadores romanos, por su parte, suministraban ya, desde la escuela y la universidad, modelos constantes de prosa artística y de hechos memorables. Nepote fue traducido por Oviedo Portal. De César se publicó en el siglo XVI la miscelánea de Diego Gracián de Alderete De re militari, que contenía un César renovado que son las observaciones militares, ardides y avisos de guerra que usó César (Barcelona, 1566); y en el siglo siguiente Carlos Bonyeres, barón de Auchy, dio un Epitome floreado de los Comentarios de César (Varsovia, 1647). Salustio fue objeto de traducción, varias veces reeditada, de Manuel Sueyro, que también vertió la obra de otros historiadores (Amberes, 1615). En cuanto a Tito Livio baste señalar la importancia de la versión realizada por Pedro de la Vega (Zaragoza, 1520), la primera que, entre otros méritos, numera correctamente las décadas; además, el descubrimiento reciente de nuevos libros permitió a Francisco de Enzinas completar esa excelente versión (Estrasburgo, 1552), habida cuenta de que ya había publicado el Compendio de las Catorce Décadas de Floro (Estrasburgo, 1550–1551). Quinto Curcio Rufo se conoció primero en catalán gracias a la versión que Luis de Fenollet realizó a partir de la italiana de Decenbrio; luego se pudo leer en castellano de la mano de Gabriel de Castañeda y de Ibáñez de Segovia. También se señala una traducción completa de la Historia Romana de Veleyo Patérculo debida de nuevo a Sueyro (Amberes, 1630, con reediciones posteriores) y algunos fragmentos de mano de Quevedo. Menor fue la presencia de la obra de Suetonio, que cuenta en el siglo XVI con la traducción de Jaime Bartolomé (Tarragona, 1596). En cuanto a Tácito, conviene subrayar que este historiador condicionó de manera decisiva la prosa artística en lengua vulgar a lo largo del siglo XVII, en el que además vieron la luz varias traducciones, algunas de gran éxito, como las de Sueyro (Madrid, 1614; Amberes, 1619) y Carlos Coloma (1629). Por fin, Bustamante vertió al castellano la recopilación que Justino hizo de la Historia de Trogo Pompeyo.
Y en cuanto a otros prosistas, no deja de prodigarse la atención de los traductores de los siglos XVI y XVII hacia ellos. Así, Apuleyo resultó especialmente afortunado gracias a la versión que Diego López de Cortegana hizo de sus Metamorfosis (Sevilla, 1513), reimpresa incluso en el año 2000 y cuya influencia fue constante en la formación de la prosa literaria castellana del XVI y del XVII. Aulo Gelio fue traducido por J. G. González y E. Mier. Villegas, en sus lamentablemente perdidas Variae Philologiae, sive Dissertationum Criticarum, se ocupó, además de los de otros, de los textos de Séneca el Viejo, de algunas epístolas de Símaco o de Marciano Capela, si bien es altamente improbable que su esfuerzo incluyera, más allá de los comentarios, las traducciones de aquéllos. La fortuna de las traducciones y comentarios a la obra de Petronio, de Plinio el Joven, de Plinio el Viejo y de Séneca epistológrafo y filósofo (en estos dos últimos casos, muy dilatada y de extraordinario interés para la historia del pensamiento, de la cultura y de la ciencia en tierras peninsulares), fue notabilísima. Por último, Pedro Benegas Quijada tradujo a Vegecio, y José F. Ortiz y Sanz, a Vitrubio.
También, como es natural, fueron objeto de interés los escritores latinos cristianos. Así, san Agustín, comentado por J. Luis Vives (1522), es un autor frecuentísimamente citado por ser fuente de inspiración de filósofos, teólogos, místicos, historiadores, etc., de modo que se datan en 1555 la primera traducción completa al castellano de las Confesiones, debida a Sebastián Toscano; en 1594, los Soliloquios, y en 1596, otras excelentes Confesiones, ambas de Pedro de Rivadeneira, repetidamente impresas hasta el siglo XIX; en 1614, además, vio la luz en Madrid la excelente versión de Antonio de Roys y Rozas de La ciudad de Dios en tres volúmenes, reimpresa luego en varias ocasiones. San Ambrosio se dio a conocer en traducciones de Alonso Carrillo, el canciller Ayala y Gracián de Alderete. Boecio fue trasladado, asimismo, en 1518 de manera eficaz por fray Alberto de Aguayo–tanto que aún se ha publicado su versión en pleno siglo XX– y recibió renovada atención a lo largo del XVII, de modo que abundan las versiones de su Consolatio, mientras que Tertuliano fue vertido por Juan F. Enciso.
Frente a la fiebre traductora y recreadora de los siglos anteriores, el XVIII y el XIX no se caracterizan precisamente por un esfuerzo similar, de modo que son escasos los textos clásicos latinos traducidos por primera vez, al tiempo que algunos de los vertidos en los dos siglos anteriores desaparecen del horizonte cultural; salvo muy honrosas excepciones, hubo que esperar a finales del XIX para que, a través del empeño de una editorial como la de la Viuda de Hernando, se desempolvara buena parte de los viejos textos clásicos latinos, poniendo las bases de lo que fue luego el esplendor del siglo XX, tanto en Cataluña, en la primera mitad del siglo, como en el resto de España, en la segunda mitad. En el siglo XVIII, en el que pesaron las limitaciones impuestas por la Compañía de Jesús, el interés hacia los clásicos se circunscribió a ciertos grupos eruditos e ilustrados, que hicieron gala de buena memoria y de amenos esfuerzos por verter o comentar pasajes contados, casi nunca la obra completa de ningún autor latino. Luego, la guerra de la Independencia y la subsiguiente aversión a todo lo venido de Francia supusieron un paréntesis en el conocimiento y aprecio por los clásicos.
Con todo, es preciso señalar que las preferencias de profesores de latinidad, traductores y eruditos ilustrados se decantan claramente por los prosistas latinos frente a los poetas, que habían dominado en buena medida las centurias anteriores: buen ejemplo de ello es lo que sucedió con Catulo, Estacio y Marcial. En el caso de Horacio, conviene apreciar que, junto al lírico (y epódico), comenzó por fin a aflorar el satírico y el epistológrafo, de modo que el indudable interés hacia la teoría poética que demuestra el siglo XVIII dio como fruto las sucesivas traducciones que de la Ars Poetica o Epístola a los Pisones dejaron T. de Iriarte (en silvas), Pedro Bés y Labet (en prosa), Fernando Lozano (en romance) y José Antonio de Horcasitas (en endecasílabos libres). Además, el siglo XIX ofreció la magnífica traducción en verso de todo Horacio realizada por Javier de Burgos (1819–1821, mejorada en 1844 y con varias reimpresiones), de la que conviene destacar, además de la excelencia del conjunto, el hecho de que por fin aparecieron traducidos todos los Sermones y todas las Epístolas; junto a ella, Felipe Sobrado tradujo en verso también, pero con menor fortuna, las Odas (La Coruña, Caja Tipográfica, 1813), mientras que siguieron abundando los poetas, incluso románticos, que tradujeron tal o cual poema. En este mismo siglo se siguió traduciendo el Ars Poetica por Rafael José de Crespo, Juan Gualberto González, Graciliano Afonso y Raimundo de Miguel. Por fin, Juan Valera recreó más que tradujo el Pervigilium Veneris.
Los otros satíricos, Persio y Juvenal, gozaron, si no en el XVIII al menos sí en el XIX, de especial suerte, pues fueron trasladados en meritorias versiones que van más allá de la simple traducción al tener en cuenta también los comentarios a éstos conocidos hasta esa fecha. Así, José María Vigil vertió, alternando endecasílabos libres con tercetos encadenados, Persio completo (México, 1879 y M., Vda. de Hernando, 1892), mientras que Juvenal había sido traducido –salvo los pasajes obscenos e inmorales que le eran vetados por sus escrúpulos– por Luis Folgueras y Sión en 1817, de manera irregular, para ser vertido de nuevo en verso y tampoco con excesivo acierto, a finales del siglo, por F. Díaz Carmona (M., Vda. de Hernando, 1892). En cuanto a los elegíacos Propercio y Tibulo, las noticias son menos relevantes, pues tan sólo merecieron traducciones esporádicas de algunos de sus poemas hasta que en 1874 (M., F. Peña) Norberto Pérez del Camino se atrevió por primera vez con la totalidad del poemario tibuliano. Y se debe a José Marchena la primera versión en letras castellanas del De rerum natura de Lucrecio, que hasta ese momento –y luego por muchos años– tan sólo había merecido atenciones fragmentarias; el manuscrito de su versión, realizada en endecasílabos blancos y calificada por Menéndez Pelayo de «desigual», data de 1791 pero no fue publicada hasta finales del XIX (Sevilla, Rasco, 1892–1896), si bien mereció numerosas reimpresiones, desde luego más que la que dio a la luz M. Rodríguez–Navas en las mismas fechas (M., Compañía de Impresores, 1892).
Los comediógrafos Plauto y Terencio tuvieron que aguardar a que pasaran muchos años del siglo XIX, tras su rechazo por los jesuitas, para volver a formar parte de la nómina de autores traducibles; con respecto al primero, es preciso señalar que Andrés Bello tradujo –pero no concluyó– el Rudens (1849), y que Menéndez Pelayo logró que se representara en el teatro Español su versión de Captivi (1879), mientras que Terencio sobrevivió con algo más de holgura, debido a su teatro menos procaz y, sobre todo, a la excelente versión que había hecho en el XVI P. S. Abril; apenas el Heautontimoroumenos de José Musso Valiente (1783) y algunas adaptaciones escénicas de Andria desmienten lo dicho hasta que Ángel Lasso de la Vega dio a la luz su versión de todo el teatro terenciano (Madrid, 1880).
En cuanto a los poetas mayores, Ovidio y Virgilio, conviene reiterar, a propósito del primero, que en el siglo XVIII Diego Suárez de Figueroa tradujo en prosa toda su obra (Madrid, 1727–1738), que Nicolás Fernández de Moratín y el padre Feijoo mostraron interés respectivamente por el Arte de amar y por los Remedios de amor, que los Fastos fueron vertidos en varias ocasiones en ese mismo siglo, que Ignacio Suárez de Figueroa dio a luz en 1728 (M., J. de Zúñiga) Tristia y Epistulae ex Ponto (y la Consolatio ad Liviam) y que, ya en el XIX, Francisco Crivell se atrevió de nuevo con casi toda la obra ovidiana (1819) y que su versión ha sido reeditada por Edaf en el siglo XX, mientras que el Arte de amar mereció varias versiones a lo largo del período romántico, entre las que destaca la que, junto a los Remedios del amor, hizo M. A. Rodríguez (1837), pues fue varias veces reimpresa.
En cambio, la fortuna de Virgilio fue, sin duda, mayor pues sus tres grandes obras vieron la luz juntas por primera vez en América (México, 1787), gracias al enorme esfuerzo de José Rafael Larrañaga, al que no acompañó, sin embargo, el éxito, al tiempo que T. de Iriarte, C. M.ª Trigueros y J. Meléndez Valdés (cuya versión se ha perdido) se afanaban de este lado del Atlántico por dar en verso algunos de los libros de la Eneida; y ya en el XIX hay nada menos que tres traducciones castellanas en verso de las Bucólicas, debidas a Félix M. Hidalgo (Sevilla, Llera y Cía., 1829), Francisco Lorente (M., s. i., 1834) y J. G. González (Madrid, 1844), y una en catalán debida a Antoni Febrer i Cardona (Mahón, 1808); otras tres se conocen de las Geórgicas, a saber, las de Benito Pérez (manuscrita; 1819), Norberto Pérez del Camino (Santander, J. M. Martínez, 1876) y Juan de Arona, seudónimo de Pedro Paz (Lima, 1867), y a todas ellas hay que sumar las de Miguel Antonio Caro, de las que se dirá un poco más adelante; la Eneida, por fin, mereció al menos cuatro traducciones completas, la del incomprendido Sinibaldo de Mas (M., Rivadeneyra, 1852), que pretendió calcar los hexámetros latinos con hexámetros acentuativos castellanos, influyendo no poco en la poesía de Rubén Darío, como reconoce el propio poeta; la de G. Afonso en romance endecasílabo (Las Palmas, 1853); la de Eugenio de Ochoa en prosa (M., Rivadeneyra, 1869) y la excelente y afamada traducción de las tres grandes obras virgilianas debida al colombiano M. A. Caro también en verso (Bogotá, 1873).
En cuanto a las traducciones de la obra de los historiadores, merece ser subrayado que en el siglo XVIII César fue traducido por partida doble, gracias a Manuel Valbuena, que incluyó el corpus cesariano además de útiles comentarios (M., Imprenta Real, 1789) y a José Goya Muniain (M., Imprenta Real, 1798), con gran éxito y varias reimpresiones en ambos casos, que se extenderán a lo largo del XIX. Por su parte, en el XVIII Todo el Salustio fue objeto de una espléndida traducción, debida al infante Gabriel Antonio de Borbón (ayudado por su preceptor, el erudito Francisco Pérez Bayer), bellamente editada por Ibarra, que logró una verdadera joya de bibliófilo, varias veces reimpresa a lo largo de los siglos XIX y XX; y en el siglo XIX vio la luz una nueva versión de la Conjuración de Catilina, obra de Vicente Fontán y Mera (Cádiz, Revista Médica, 1859), al tiempo que aparecían otras de pasajes concretos de alguno de sus escritos. Tito Livio, sin embargo, sobrevivió gracias a la antigua versión de fray Pedro de Vega–Francisco de Enzinas, pues siguió reeditándose hasta que, ya a finales del XIX, el canónigo granadino Francisco Navarro –que tradujo también a Séneca, la Historia Augusta, Aulo Gelio y Cicerón– dio a la luz de nuevo la totalidad de la obra, incluidas las períocas de los libros perdidos (M., Sucesores de Hernando, 1888–1889); de esta traducción se han hecho varias reimpresiones, de la totalidad o de algunas de sus partes, con fidelidad al texto del granadino o con algunas modificaciones, a ambos lados del océano y hasta hace bien poco. Suetonio tuvo que esperar hasta la nueva traducción de F. Norberto Castilla para que su obra se pudiera leer en castellano (Los doce Césares; M., Sucesores de Hernando, 1883). En cuanto a Tácito, sigue próspera su fortuna en el siglo XVIII, pues en 1794 Carlos Coloma tradujo Anales e Historias (M., Imprenta Real), mientras que B. Alamos vertió Germania y Agrícola, y Cayetano Sixto y Joaquín Ezquerra, el Diálogo de los oradores; y además José Mor de Fuentes y Diego Clemencín publicaron la traducción de la Germania y el Agrícola (M., B. Cano, 1798).
Cicerón gozó de especial fortuna, debido a su uso como modelo de latinidad en todo el sistema educativo y, en particular, en los colegios de la Compañía de Jesús, de modo que sus Cartas, sus Discursos –en especial las Catilinarias– y sus tratados filosóficos y retóricos son editados y traducidos, las más de las veces en antologías de interés escolar, a lo largo del XVIII y del XIX; y además, se siguieron reeditando traducciones antiguas como la de P. Simón Abril. Su holgada posición de preceptor de latinidad hizo que los eruditos españoles se interesaran por las novedades textuales que surgieron a lo largo del siglo XIX, como el descubrimiento del De Republica en palimpsesto editado por Angelo Mai, traducido al menos en dos ocasiones a lo largo del siglo, por Antonio Pérez García (M., Repullés, 1848) y por Antonio Zozaya (M., Biblioteca Económica Filosófica, 1885). Y ese mismo interés es el que, sin duda, motivó que se editara y tradujera la totalidad de sus obras nada menos que en diecisiete volúmenes (M., Hernando, 1879–1898). Finalmente, Plinio el Viejo, que sin duda conservaba el prestigio entre los ilustrados del XVIII y debió impulsar los afanes de los científicos de ese mismo siglo, perdió entre los filólogos el papel protagonista que había tenido en las centurias anteriores, hasta que M. Cortés y López inició la traducción y el comentario de los libros III–IV por su especial interés para la historia de España (M., Imprenta Real, 1835).
En cuanto a los escritores latinos cristianos, baste recordar que en el siglo XVIII las Confesiones de san Agustín fueron traducidas por Francisco Antonio de Gante (M., s. i., 1723) y Eugenio Ceballos (M., Vda. e Hijo de Marín, 1793), quien, además, trasladó una vez más al castellano los Soliloquios y realizó la primera versión de los Cuatro libros de la doctrina cristiana; tales versiones continuaron reimprimiéndose a lo largo del XIX. Por fin, de Prudencio traducido se conoce tan sólo la versión que M. Menéndez Pelayo hizo del himno a los mártires de Zaragoza.
En el siglo XX se produjo (y, a pesar de algunas dificultades, continúa en el siglo XXI) una verdadera explosión de traducciones de los clásicos, hasta el punto de que ya se puede decir sin temor a faltar a la verdad que casi todos ellos han sido vertidos a alguna de las lenguas peninsulares y muchos, varias veces, gracias al encomiable esfuerzo realizado por editoriales privadas y por los latinistas españoles. Muchas de esas iniciativas se han vehiculado a través de algunas colecciones de textos clásicos que han alcanzado, por su calidad y difusión, una importancia histórica dentro de las letras castellanas o catalanas; otras series nacidas en el siglo XIX o muy a principios del XX, ya fueran monolingües, como la «Biblioteca Clásica» de Luis Navarro y Menéndez Pelayo, o con el texto original, como la «Biblioteca de Autores Griegos y Latinos» de la Academia Calasancia, no tuvieron la misma continuidad o impacto.
Se debe mencionar en primer lugar la colección «Bernat Metge», creada en 1922 por la Fundació Bernat Metge bajo los auspicios de Francesc Cambó, en plena efervescencia del Noucentisme catalán. Tomando como modelo la colección «Guillaume Budé» en Francia (o la «Loeb» en el mundo anglosajón), su ambicioso propósito era prestigiar la lengua y la literatura catalanas con ediciones bilingües de los clásicos grecolatinos, que desde el siglo XV, con la decadencia de su literatura, apenas habían conocido traducciones al catalán. Se trata de la más antigua colección de textos bilingües en España todavía en activo y el principal medio de difusión de los clásicos en lengua catalana. A día de hoy, cuenta con un amplísimo catálogo de más de 400 volúmenes, que incluyen desde los grandes autores latinos hasta otros que pueden denominarse menores. Cabe destacar, por citar solo algunos, los volúmenes dedicados a Catulo (Joan Petit, Josep Vergés, Antoni Seva), Cicerón (Llorenç Riber, Eduard Valentí, J. Vergés, y muchos otros), Horacio (Isidor Ribas, L. Riber, J. Vergés), Ovidio (Carme Boyé, Miquel Dolç, Jaume Medina, Adela M. Trepat, Anna M. de Saavedra, Jordi Pérez), Plauto (Marçal Olivar), Tácito (Marià Bassols de Climent, M. Dolç, Ferran Soldevila, y otros.), Terencio (Joan y Pere Coromines) y Virgilio (M. Dolç). Como complemento a la admirable labor de la Bernat Metge, han aparecido otras colecciones de clásicos en lengua catalana; en particular, cabe citar algunas iniciativas recientes (de La Magrana, Adesiara, Quaderns Crema o Edicions 62) que, por lo general, tratan de ofrecer traducciones en una lengua más actual y accesible al lector no especializado.
Siguió la estela de la «Bernat Metge» la colección «Alma Mater», nacida en 1953 a iniciativa de M. Bassols de Climent e impulsada definitivamente por Francisco Rodríguez Adrados a partir de 1973, año en que se integró al CSIC. Se trata sin duda de la serie en lengua castellana de mayor ambición científica, pues presenta ediciones críticas originales (o, en su caso, textos revisados) acompañadas de traducción, introducción y notas. Se pueden recordar, a título ilustrativo, los volúmenes dedicados a Apuleyo (Juan Martos), la Eneida (Luis Rivero y otros), La ciudad de Dios (L. Riber, Joan Bastardas, Ana Pérez Vega, Pablo Toribio), Marcial (Rosario Moreno, Juan Fernández Valverde, Enrique Montero), la Obra amatoria de Ovidio (Francisco Socas, Antonio Ramírez de Verger), Petronio (Manuel Díaz y Díaz), Salustio (José Manuel Pabón) o Terencio (Lisardo Rubio). Por su parte, la editorial Bosch, además de una serie de comentarios escolares, publicó durante algunos años dos colecciones distintas de textos bilingües: una de orientación escolar con una traducción interlineal y otra libre; y la «Erasmo», de mayor valor científico, en que aparecieron algunas interesantes versiones de autores latinos (por ejemplo, el Horacio de Jaume Juan o los Carmina Rivipullensia de José Luis Moralejo). La editorial Gredos publicó asimismo una colección escolar bilingüe con traducción interlineal y otra literaria. Por su parte, Ediciones Clásicas cuenta con una colección de textos bilingües, la «Bibliotheca Latina», con casi treinta títulos y otra de traducciones, la «Colección de autores latinos», ambas algo irregulares en cuanto a alcance y calidad.
Con todo, la colección más completa en castellano es la «Biblioteca Clásica Gredos», que ha publicado desde 1977 (y hasta su adquisición por parte del grupo RBA en 2006, momento en que se fue reduciendo paulatinamente la publicación de nuevos títulos) alrededor de 400 volúmenes, incluyendo nuevas traducciones de obras ya vertidas al castellano y otras traducidas por primera vez, tanto canónicas como menores. La colección ha buscado en todo momento contar con excelentes filólogos para que elaborasen versiones fieles y al mismo tiempo de buen leer, sin olvidar introducciones y notas que combinasen el rigor con cierto carácter divulgativo. José Luis Moralejo se hizo cargo de la dirección de la sección de literatura latina de la colección. Entre la extensísima nómina de traductores, y solo a modo de ejemplo, cabe recordar Vicente Cristóbal (Eneida), J. Fernández y A. Ramírez de Verger (Marcial), Antonio Fontán (Plinio el Viejo), J. L. Moralejo (Horacio, Tácito), L. Rubio (Asno de oro), F. Socas (Lucrecio, Antología latina) o José Antonio Villar (Tito Livio).
En paralelo, Alianza cuenta con una colección de «Clásicos de Grecia y Roma» que presenta en ediciones asequibles, y frecuentemente reeditadas, traducciones por lo general de autores canónicos. Actualmente, su catálogo supera los cien títulos. Por su parte, Cátedra, en su colección «Letras Universales» cuenta con cerca de cuarenta títulos de autores latinos, en algunos casos en edición bilingüe, mientras que la colección «Clásica» de Akal suma cerca de un centenar; las tres colecciones destacan por su alto rigor filológico. De menor relevancia son las series de textos clásicos de Bruguera, Espasa, Planeta, Acantilado, Editora Nacional (1940-1985) o Edaf.
Las demás lenguas de España gozaron de sus primeras traducciones en el siglo siglo XIX, de forma fragmentaria y más o menos aislada. No fue hasta finales de ese siglo y, sobre todo, a partir de la primera parte del XX, cuando el afán de dotarlas de un mayor estatus literario y cultural impulsó la labor de los traductores. En euskera, como un momento culminante, se pueden destacar los años 1966 y 1967, en que vieron la luz la versión de todo el corpus virgiliano a cargo de Andima Ibiñagabeitia y Santiago Onaindia y las Confesiones de Agustín por Nicolás Ormaetxea (Orixe). A estos volúmenes siguieron traducciones de otras obras capitales de la literatura latina. En gallego, la principal colección de traducciones de clásicos («Clásicos en galego») es la de la editorial Galaxia, fundada en 1950, con un catálogo reducido, pero de buena calidad. En cambio, y a pesar de algunos esfuerzos, las traducciones al asturiano no han dejado de ser testimoniales.
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Antonio Alvar Ezquerra
[Actualización por Pere Fàbregas]