Pegenaute 2

El pensamiento sobre la traducción en el siglo XX: época franquista1

 Luis Pegenaute (Universitat Pompeu Fabra)

 

Introducción

La aportación española más importante de esta época a la teoría de la traducción fue, sin duda, la de Francisco Ayala, presentada de forma seriada en el diario La Nación de Buenos Aires, en forma de cuatro artículos en 1946 y 1947, y más tarde publicada en forma de libro en El escritor en la sociedad de masas y Breve teoría de la traducción (1956) y reeditada, ya de forma independiente, como Problemas de la traducción (1965). Resulta curioso que diez años antes se hubiera publicado en el mismo diario y también de forma seriada el que probablemente es el ensayo español más conocido sobre esta materia, al menos si atendemos a su difusión internacional: Miseria y esplendor de la traducción, de José Ortega y Gasset, que apareció en aquellas páginas entre junio y julio de 1937 (véase Ordóñez López 2009: 95), y que tres años más tarde fue incluido, junto a otros dos ensayos, en El libro de las misiones.2 También resulta curioso que no aludiera a él en su ensayo, a pesar de la admiración que Ayala sentía por Ortega, según queda testimoniado en sus memorias, y a pesar de que ambos habrían nutrido sus propios convencimientos teóricos con las mismas fuentes, como por ejemplo Schleiermacher, durante sus respectivos periodos de estudio en Alemania. La ausencia de esta referencia bien pudo ser debida a algunas discrepancias importantes con Ortega sobre esta materia (Alonso Jiménez 2010, Sabio & Fernández Sánchez 1999-2000: 39).

Tras aquellos dos hitos, publicados por españoles desde el exilio, durante las tres siguientes décadas fueron escasos los trabajos dedicados en España al tratamiento de los aspectos teóricos de la traducción, si bien cabe rescatar algunos, hoy olvidados, y de los que nos ocuparemos aquí. Se tratan, en su mayor parte, de apuntes que versan sobre aspectos lingüísticos de la traducción, con clara preponderancia de los que se acercan a ella como herramienta de aprendizaje de las lenguas clásicas y que hacen alusión a cuestiones metodológicas en el aula. Nuestro propósito es realizar una modesta excursión arqueológica que sirva para recuperar las aportaciones que se presentaron antes de que, a mediados de los años 70, coincidiendo con la apertura de los primeros centros universitarios dedicados a la formación de traductores e intérpretes, se iniciara una producción científica mucho más sistemática y consistente.

 

Algunas aproximaciones históricas

Si bien aquí no nos ocuparemos de ellas con detenimiento, cabe señalar que, además de estas contribuciones que podríamos denominar «teóricas», hubo en los años 40, 50 y 60 algunas otras relevantes, de corte histórico. Así, por ejemplo, J. F. Montesinos publicó en 1955 un catálogo de traducciones, precedido de un estudio en el que se presta atención a la influencia extranjera en el desarrollo de la novela decimonónica española (Introducción a una historia de la novela en el siglo XIX. Seguida del esbozo de una bibliografía de traducciones de novelas). De todos, modos el grueso de los estudios históricos se centra en el análisis de la época medieval. Así, tenemos los que a la (mal) llamada Escuela de Traductores de Toledo dedicó el historiador Gonzalo Menéndez Pidal desde las páginas de la Nueva Revista de Filología Hispánica en un trabajo de 1951 que llevaba por título «Cómo trabajaron las escuelas alfonsíes». Por su parte, Ramón Menéndez Pidal presentó en 1952 –como conferencia de clausura del «Curso para extranjeros en Segovia»– un texto titulado «España y la introducción de la ciencia árabe en Occidente» y que después publicó en la Revista del Instituto Egipcio de Estudios Islámicos (1955) y más tarde en la obra España, eslabón entre la cristiandad y el Islam (1956) y también en el primer volumen de España y su historia (1957).

Son igualmente destacables los trabajos firmados por José María Millás Vallicrosa, historiador y filólogo arabista y hebraísta, además de traductor. Este estudioso, que desarrolló su carrera profesional en la Universitat de Barcelona, es autor de una treintena larga de libros, en los que se ocupó de investigar las influencias de la poesía andalusí en la literatura medieval, la historia de la ciencia en al–Andalus (principalmente, en el espacio catalán) y la influencia de las matemáticas y la astronomía andalusíes en el panorama científico europeo. Tradujo a numerosos autores medievales de expresión andalusí, hebrea o latina, pero también a escritores contemporáneos como Hayim Nahman Bialik, que se convirtió en el poeta nacional de Israel. Sus aportaciones en el ámbito que a nosotros nos incumbe se centraron en el estudio de la traducción de textos árabes de temática científica en la Baja Edad Media, que presentó a lo largo de una dilatada carrera que abarca desde los años 40 a los 60 (pero que cuenta ya con una temprana contribución en 1933 sobre el «Literalismo de los traductores de la corte de Alfonso el Sabio») y que fue publicando en revistas como Al–Andalus o Sefarad.3 En forma de libro contamos, por ejemplo, con La poesía sagrada hebraicoespañola (1940), Las traducciones orientales en los manuscritos de la Biblioteca Catedral de Toledo (1942) o Selomó Ibn Gabirol como poeta y filósofo (1945). También encontramos contribuciones puntuales interesantes para la historia de la traducción en algunas recopilaciones de trabajos suyos, como son Estudios sobre historia de la ciencia española (1949) y Nuevos estudios sobre la historia de la ciencia española (1960).

Cabe referirse también a José Llamas, erudito hebraísta, que ejerció numerosos cargos en la Basílica del Escorial entre 1930 y 1958, antes de verse forzado a trasladarse a México. Entre 1959 y 1966 desarrolló su habitual labor de enseñanza de las Sagradas Escrituras en el Seminario agustiniano de San Luis Potosí. A su regreso a España, continuó ejerciendo como profesor en El Escorial hasta 1973. Destacan sus aportaciones sobre las traducciones bíblicas al castellano, publicados a lo largo de los años 40 y primera mitad de los 50 en revistas como Estudios Bíblicos, Sefarad y La Ciudad de Dios y que culminaron en 1950–1955 con la edición de Biblia medieval romanceada judeo–cristiana. Versión del Antiguo Testamento en el siglo XIV, sobre los textos hebreo y latino a partir de un manuscrito preservado en la biblioteca de El Escorial.

Por su parte, la hispanista italiana Margherita Morreale, que se especializó en el estudio del Humanismo, el erasmismo y las relaciones italoespañolas en el Renacimiento, publicó en 1949 una monografía sobre el humanista y traductor Pedro Simón de Abril. En su obra Castiglione y Boscán: el ideal cortesano en el Renacimiento español (1959) también trató, evidentemente, la traducción que el segundo hizo del primero. En forma de artículo publicó numerosos trabajos a finales de los años 50 y comienzos de los 60 sobre las traducciones bíblicas medievales al castellano y al catalán, sobre Enrique de Villena, etc. (véanse, por ejemplo, Morreale 1961 y 1963).

El ámbito de la traducción bíblica se mantuvo bien vigente en las décadas de los 60 y 70, gracias a las numerosas aportaciones de quien probablemente ha sido su mejor conocedor español, Luis Alonso Schökel, profesor en el Instituto Bíblico de Roma, que complementó su labor investigadora con la práctica traductora, preparando, en colaboración con Juan Mateos, Salmos y Cánticos del Breviario (1966), además de la Nueva Biblia Española (1975). Sus conocimientos sobre las exigencias de la traducción bíblica y sobre su historia quedan condensados en la obra La traducción bíblica. Lingüística y Estilística (1977), preparada en colaboración con Eduardo Zurro.

 

Francisco Ayala

Como hemos señalado, Francisco Ayala publicó en el suplemento literario de La Nación de Buenos Aires entre diciembre de 1946 y febrero de 1947 cuatro artículos bajo el título genérico de «Breve teoría de la traducción»: así, «Sobre el oficio del traductor» (15 de diciembre), «Los dos criterios extremos» (29 de diciembre), «Las obras de pensamiento» (12 de enero) y «Las obras de creación literaria» (9 de febrero). Estos trabajos se reunieron en forma de libro como Breve teoría de la traducción (México, Obregón, 1956) y más tarde como Problemas de la traducción (Madrid, Taurus, 1965). Posteriormente, el ensayo, con el título original, se ha presentado acompañando a diversos estudios de crítica literaria y se ha incluido en el tercer volumen de sus Obras completas.4 Aunque no nos referiremos a ellos aquí, cabe también señalar –como apunta Ordóñez López (2010: 157)– que Ayala también disertó sobre la traducción en el prólogo a su traducción de Carlota en Weimar (1941), El tiempo y yo o El mundo a la espalda (1978-1992), «Extensión del idioma» (en Cuadernos Hispanoamericanos, 1980), Recuerdos y olvidos 1 (1982) y Recuerdos y olvidos 2 (1983).

Ayala abre su trabajo aludiendo al desarrollo experimentado por la industria editorial en Argentina y cómo éste ha venido acompañado de una demanda de abundantes traducciones, que, lamentablemente, muchas veces se han realizado con patente ineptitud. Desde España se ha querido desplegar un veto que disimuladamente ha pretendido hacer bandera de la pureza de la lengua, cuando en realidad lo que esconde son aviesos intereses económicos. Ayala desmonta la tesis de que «para ser buenas, las traducciones al español, han de ser hechas por españoles» (141) y demuestra cómo en ese aserto se agazapa una duplicidad de significados –que engloban tanto el hecho político como lingüístico–, ninguno de los cuales es sostenible dialécticamente, pero que se han venido manteniendo imperturbables como consecuencia de concepciones románticas que entendían la cultura –y, en particular, la lengua– como la expresión más característica del «espíritu del pueblo». Ayala defiende una aproximación democrática y no excluyente al hecho lingüístico y así, desde una perspectiva panhispanista, mantiene que «no es legítimo hablar de sectores geográficos privilegiados de la lengua española» (145).

En su opinión, el requisito fundamental para hacer buenas traducciones es que el que las haga sea escritor, pues es necesario superar la expresión confinada al ámbito vulgar para hacer uso de un léxico cultivado y habilidad de construcción. El traductor, además de su formación previa, ha de estar dispuesto a asumir no sólo los aciertos del autor traducido sino también sus errores. Según Ayala, y aquí coincide claramente con Ortega, la suya es una labor «exigente e ingrata», pero también «desesperada», pues «la meta de su perfección resulta inasequible […] por una suerte de imposibilidad inherente a la materia misma de que se trata» y que es consecuencia del intento de «operar una transferencia entre dos mundos sutilmente incomunicables» (148-149). En su opinión, la traducción es «un escamoteo, un truco ilusionista, un engaño, tanto mayor cuanta más destreza se ponga en ejecutarlo» (149), lo que nos recuerda a la afirmación hecha años más tarde por Javier Marías de que uno de sus aspectos más característicos es «su artificialidad, su radical carácter de fingimiento, su ineludible condición de impostura, su vocación de representación» (1993: 195).

A la hora de cumplir su cometido, el traductor oscila entre los dos polos que se había ocupado de señalar Schleiermacher en la conocida conferencia que «Sobre los distintos métodos de traducción» impartió ante la Academia Real de las Ciencias en Berlín en 1813 y que pasaría a convertirse en uno de los estudios seminales en la teoría hermenéutica de la traducción. Ayala parafraseando a Schleiermacher, sostiene que estas dos opciones serían la de «conducir a los lectores hacia el original traducido, trasladando con la máxima fidelidad su estructura externa» y la de «acomodar el sentido ínsito en dicho original a las modalidades cultuales propias del medio idiomático al que se vierte» (150), siendo la primera, en su opinión, la predominante en los tiempos en que redacta su propio ensayo.

Al seguir esta opción, el traductor debe forzar la elasticidad lengua de destino, sacándola de quicio, con el fin de crear en el lector de la traducción una experiencia estética similar a la experimentada por aquellos que pueden leer el texto en el original, tras haber aprendido la lengua en que está concebido y que, de algún modo, inevitablemente –aunque sea de forma inconsciente–, habrán de transportar a su propia lengua los contenidos expresados en la otra. Ayala señala como ventaja de esta opción que «ofrece el mejor instrumento para acercarse a [círculos culturales distintos] tales cual son, y sin que su auténtica fisonomía quede sacrificada» (152).5

Por el contrario, el seguimiento de la otra posibilidad respondería al hecho de que el lenguaje se encuentra inscrito en un entorno cultural y está mediatizado por una serie de costumbres sociales, lo que obligaría a «dar a los elementos cardinales de la obra original una nueva organización acorde con las condiciones generales del ambiente cultural a que la traducción se destina» (153), para lo cual es necesario que el traductor se dote de una libertad que, en algunos casos, trasciende al hecho meramente léxico y gramatical para comprender también el modo de organización textual e, incluso, el argumento, caracterización de los personajes y puesta en escena de la obra.6

Al presentar esta dicotomía, Ayala se está haciendo eco, claro está, del que probablemente es el criterio clasificatorio de la traducción más habitual –el metodológico–, que hunde sus raíces en el propio nacimiento de la reflexión sobre la traducción, pero que continúa bien vigente hoy en día.7 Ayala advierte sobre el hecho de que llevados al extremo ambos métodos «conducen al absurdo y niegan la traducción misma»(153): puede ocurrir que la versión resulte tan libre «que para ella el original sea un mero pretexto o estímulo» o puede que llegue a ser tan literal que «nada le quedase de tal traducción» (154). El traductor se verá abocado a una tarea «inalcanzable» y «desesperada», dado que cada cultura y cada uno de sus productos resultan exclusivos e intransferibles. Con esta afirmación, Ayala parece hacerse eco de los postulados de otro teórico alemán perteneciente a la época romántica, W. von Humboldt, quien en su prólogo a su traducción del Agamenón de Esquilo (1816), alertaba de la dificultad de la traducción, habida cuenta del modo particular en que cada lengua formula los diferentes conceptos.8 Coincidiendo con el filósofo alemán, Ayala caracteriza la función del traductor como «indispensable […], por más que sea penosa y desagradecida» (158).9

Ayala alerta sobre la necesidad de seguir diferentes criterios de traducción dependiendo del género textual, disertando sobre los problemas específicos presentados por la traducción de cartas comerciales, textos filosóficos o literarios. Según señala, «en la obra literaria de imaginación es donde el problema de la traducción se plantea con toda su plenitud y con todas sus dificultades» (169), por lo que se detiene en el análisis de las circunstancias específicas de la traducción de obras poéticas y dramáticas y también narrativas, cuando éstas presentan algún modo de expresión idiosincrático, para acabar su ensayo volviendo a reiterar que «la única condición de fondo […] para traducir bien es que quien lo realice sea un hombre de letras, y no un improvisador audaz o inconsciente» (180).

Es apreciable el hecho de que Ayala habla sobre la traducción con auténtico conocimiento experiencial: recordemos que en los años inmediatamente precedentes había traducido, por ejemplo, Carlota en Weimar (1941) y Las cabezas trocadas (1941) de Thomas Mann, además de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rainer Maria Rilke (1944). La suya es una visión construida sistemáticamente y que se propone como conciliadora; en ese sentido resulta mucho más posibilista y moderada que la de Ortega, pues defiende que el método de traducción empleado no puede llegar a forzar la horma de la lengua que se usa.10 Ayala retoma el pensamiento idealista, subrayando lo inefable en la creación artística, pero lo hace desde una perspectiva práctica, defendiendo la labor del traductor y presentando un discurso que, aunque se propone como divulgativo, viene acompañado de hondura intelectual.

 

Otras aproximaciones teóricas

Desde un punto de vista teórico –esto es, no aplicado, como podría ser un contexto didáctico– no son muy abundantes –ni tampoco relevantes, si exceptuamos la de Ayala– las contribuciones españolas en esos años, pero aun así, podemos rescatar, por ejemplo, la de Nicolás González Ruiz,11 que en el ensayo «Doctrina de la traducción» (1942) señala que tal «doctrina», ha de reunir cuatro condiciones, por este orden: «(a) saber el castellano, (b) tener sentido estético, (c) tener sentido común, (d) saber [la lengua extranjera]» (1942: 41). En su opinión, muchos de los desaguisados que se pueden encontrar en tantas traducciones proceden de la idea desatinada de priorizar la última condición sobre las demás. González Ruiz defiende la tesis, tantas veces presentada, de que «meta ideal de la traducción es que el texto produzca en el nuevo idioma a los lectores que en él lo lean, un efecto en todo semejante al que producía el texto original a los lectores que en el idioma original lo conocieron» (1942: 41), insistiendo en que esto es aplicable no solo a la idea sino también al estilo. Considera que «la tarea de traducir, como toda labor literaria, es fundamentalmente creadora» (1942: 42), por lo que el traductor literario ha de ser, por necesidad, un literato dotado de buen sentido. Desestima la dicotomía tradicional entre literal y libre, por entender que ninguna buena traducción puede ser alguna de las dos: «no es literal, porque es puro disparate seguir los textos a la letra. No es libre, porque está fielmente sometida a las calidades de fondo y forma de la obra que se traduce» (1942: 43). Según opina, es por ello que las grandes obras maestras pueden someterse a renovadas traducciones, con el fin último de acercarlas al gusto de la época, lo que equivale a decir que «la traducción definitiva no existe» (1942: 43), si bien ello no impide que, en ocasiones, una determinada traducción pueda erigirse en auténtica obra de creación, como ocurre con la que Boscán hizo del Cortegiano de Castiglione o el padre Isla con el Gil Blas de Lesage. En términos generales, se puede decir que el ensayo supone a, medidas iguales, tanto una invectiva en contra de los malos traductores, por no respetar las condiciones antes apuntadas, como una apología en favor de los excelentes, a los que considera auténticos creadores.

Por su parte, Josep Alsina i Clota,12 en su obra Literatura griega: contenidos, métodos y problemas (1968), incluye, como capítulo final, uno titulado «Teoría de la traducción», en el que defiende que la traducción es «un difícil arte», pero también «una obra necesaria de divulgación cultural» y, por lo tanto, «socialmente importante», hasta el punto de considerarla «la más elemental, la más necesaria misión del filólogo» (1968: 426). En las primeras páginas hace un breve recorrido por la historia del pensamiento sobre la traducción, deteniéndose en los principales hitos en época clásica (Cicerón), la Antigüedad (san Jerónimo), el Renacimiento (Sébillet, Dolet), la época clasicista (Tende), el Romanticismo (Goethe) y siglo XX (donde destaca lo que denomina «escuela rusa» y «la de París», con nombres como los de Fedorov, Cary y Mounin). Según Alsina, Fedorov (en Introducción a la teoría de la traducción, 1953) defiende una aproximación exclusivamente lingüística a la traducción, mientras que Cary (en La traduction dans le monde moderne, 1956, o en Comment faut–il traduire?, 1958) aboga por no subordinarla a ninguna ciencia. Aunque Alsina no lo explicita, tenemos en estos dos autores dos ejemplos antitéticos de entender la traducción como ciencia y como arte, respectivamente, según señala Mounin en Les problèmes théoriques de la traduction (1963). De hecho, es muy probable que Alsina llegara a Fedorov y a Cary a través de esta obra de Mounin, pues en el capítulo titulado «¿Debe ser una rama de la Lingüística el estudio científico de la operación traductora?» éste se detiene en contrastar el pensamiento de ambos autores, centrándose en las críticas que el segundo hace al primero. A la hora de tratar la cuestión de la relación entre Lingüística y traducción, Alsina presenta como ejemplo los problemas de trasvase planteados por una breve cita de Jenofonte, para llegar a la conclusión, acudiendo a Saussure y Bloomfield, de que una obra literaria no puede traducirse a «un nivel socio–cultural–espiritual subdesarrollado históricamente» y presentar, por el contrario, la visión, un tanto elitista, de que «las grandes lenguas de cultura pueden traducirlo todo». En el epígrafe sobre los «requisitos para traducir» alude a la necesidad de traducir no solo el contenido sino también lo que Bloomfield denomina «valores suplementarios del significado», que Alsina identifica como el estilo y la dimensión cultural–espiritual de la obra, asociada a su propio tiempo histórico. Arremete contra el ensayo de Ortega y Gasset Miseria y esplendor de la traducción (1947) por defender la consideración de que la traducción ha de mantener el «carácter exótico y distante», tal y como había sugerido Goethe. Es aquí cuando Alsina propone su propia definición de lo que supone traducir: «trasladar el significante de una lengua al significante de otra sin alterar el significado –y ello aún en los casos en los que los significantes particulares no se correspondan exacta y gramaticalmente–, y trasladar, además, como sea, los valores suplementarios que acompañan al enunciado de cada signo lingüístico, es decir, al enunciado de cada unidad doble significante–significado» (434). Finalmente, en el último epígrafe, dedicado a «¿Cómo hay que traducir?», presenta una seria de ejemplos, en prosa (Tucídides, Aristóteles) y verso (Homero, Cirilo, Esquilo, Píndaro), contrastándolos, según el caso, con sus correspondientes traducciones, en castellano, catalán y francés para ilustrar determinadas dificultades de transferencia estilística y métrica.

También puede considerarse una aportación eminentemente teórica la de Miguel Cordero del Campillo,13 en su ensayo «Sobre la traducción», publicado en la revista Las Ciencias en 1969: defiende que en la traducción técnica –la que él ha practicado– «si bien debe preservarse la gracia del original, la exactitud debe adquirir una vigencia primordial». En su opinión, conviene que «la ecuación pensamiento/expresión sea lo más equilibrada posible», lo que hace necesario que el traductor «penetre radicalmente en el espíritu del autor para actuar, como si dijéramos, desde dentro del mismo, y ser, de algún modo, coautor» (273). Las cuatro competencias asociadas a su ejercicio serían las de dominar la lengua propia y tener amplio conocimiento de la extranjera, contar con amplio bagaje sobre la materia tratada y tener gusto estético. Apoya sus opiniones en diversos artículos publicados pocos años antes por otros autores en diversos contextos y aprovecha también para presentar una caracterización, muy somera, de los contextos profesionales en los que se inscriben los traductores de textos especializados, así como para aludir –de forma muy tangencial– a los avances de la traducción automática y a la relación entre traducción y desarrollo científico, todo ello con el fin último de destacar la labor desarrollada por los traductores, muchas veces insuficientemente reconocida.

Al final del periodo que ahora nos incumbe, Horst Hina,14 a lo largo de cinco años consecutivos, entre 1971 y 1975, publicó en los cinco primeros números de ES (English Studies, revista del Departamento de Inglés de la Universidad de Valladolid) otros tantos estudios, que sumados alcanzan las ciento veintitrés páginas, por lo que constituye, en su conjunto, la aportación teórica más extensa. En el primero de ellos, titulado «Hacia una teoría de la traducción» (1971), llama la atención sobre la sintomática discrepancia entre la importancia de la práctica de la traducción a lo largo de la historia y el escaso estudio sistemático al que ha sido sometida, a pesar de algunas aportaciones recientes de valía, como las de G. Mounin o Mario Wandruzska. Tras buscar algunos paralelismos entre los ensayos «Die Aufgabe des Übersetzers» de Walter Benjamin (1923) y Esplendor y miseria de la traducción de Ortega y Gasset (1940), pone en valor las aportaciones del idealismo alemán, con autores como Herder, Goethe, Schiller, Humboldt, Schelling, Hegel, Schleiermacher y que llegan hasta Schopenhauer, para detenerse en particular en las que Goethe presenta en Noten und Abahandlungen zu bessern Veständnis des west–östlichen Divans (1819), pues considera que el tercer tipo de traducción que éste propone –y que se correspondería con el tercer estadio de su modelo histórico de la actividad traductora– se encontraría el modelo ideal de traducción perseguido por Benjamin y Ortega. En las páginas finales de su estudio bosqueja algunos hitos principales de una historia de la traducción, presentando la tesis de que la traducción es el rasgo diferenciador de las obras de la literatura universal.15 Por otra parte, contrapone a diversos teóricos norteamericanos que han estudiado el contacto de lenguas, con teóricos franceses que se han ocupado de caracterizar lo que en cada lengua hay de constante y permanente. Finaliza su trabajo refiriéndose al problema que la connotación plantea para la estructuración global de la Semántica y, por tanto, para la posibilidad de la intertraducción a gran escala, sugiriendo que constituye el campo de investigación donde confluyen las perspectivas lingüísticas y literarias y donde se puede descubrir «a través de las lenguas en su multiplicidad, la permanencia de lo humano» (1971: 194).

En «Presente y futuro de la traducción» (1972) Hina defiende que no cabe concebir una ciencia de la traducción si a la traducción se la considera únicamente como acto racional, describible en términos exclusivamente unívocos, aunque es posible «si se propone aclarar metódicamente la profunda problemática que domina la traducción, [y que] se puede hacer comprensible y transparente» (1972: 34–35). En su opinión, el punto de partida de la futura ciencia de la traducción se encuentra en la traducción automática (que denomina «la máquina de traducir»). Hina considera que si la traducción despierta renovado interés en el ámbito de la Lingüística ello se debe a que su estudio puede proporcionar mejores respuestas sobre el modo de funcionamiento del lenguaje que las que proporcionan escuelas lingüísticas como el estructuralismo o el generativismo, así como también por el acercamiento entre la Lingüística y la Crítica literaria. A lo largo de sus páginas, se refiere a teóricos como Wandruska, Eugenio Coseriu o Katharina Reiss, para después presentar una breve panorámica histórica sobre la traducción, con el fin de demostrar de qué modo son fluctuantes las consideraciones sobre la misma. Se trata de una reflexión que, heredada de Barthes y tamizada por Octavio Paz (Traducción: literatura y literalidad, 1971), se sostiene aún hoy como plenamente vigente desde presupuestos postestructuralistas y que es el cuestionamiento de la propia originalidad del supuesto original, lo que le lleva a postular que «la distinción entre original y traducción es superflua, [por lo que] cada creación es de veras traducción, y cada traducción se hace creación» (1972: 62). Como consecuencia de esta convicción, y en consonancia con los principios rectores de la aproximación descriptiva a la traducción que empezaba a configurarse en los Países Bajos en aquellos años, aunque Hina no alude a ella, considera que «no es lícito atribuir a la traducción un nivel inferior al original. Al contrario, no es imposible que la traducción sea superior en rango al original» (1972: 63). Por otra parte, también introduce una idea que se mantiene hoy en día vigente, como es el hecho de que el cotejo entre el texto original y sus diferentes traducciones puede servir para poner de manifiesto los rasgos poéticamente destacables en él.

En el artículo titulado «La traducción vista desde el estructuralismo» (1973) Hina apunta que, en términos de Barthes, la traducción se trataría de «la re–estructuración de un texto a través de sus principios de escritura, de la reconstitución de la riqueza de las relaciones y conexiones, la armonía de las proporciones internas, de sus leyes de expresión» (1973: 56). Señala que no existe una sola reescritura posible y que son precisamente las traducciones las que nos permiten percibir las diferentes interpretaciones que un texto puede admitir. Tras una sucinta presentación del pensamiento de Barthes y de su posible aprovechamiento desde la perspectiva de la traducción, presenta tres traducciones tempranas (en inglés, francés e italiano) de un pasaje de El Criticón de Baltasar Gracián y analiza sus rasgos principales, para llegar a la conclusión de que su interés radica en sus infidelidades respecto al original.

En «La traducción como actividad transformadora» (1974) Hina efectúa una serie de reflexiones sobre la reciente publicación de un número monográfico de la revista Change (1973) dedicado a la traducción con el título de Transformer, traduire.16 En él se pueden encontrar un buen número de aportaciones de teóricos procedentes de Europa del Este, además de autores brasileños adscritos a la escuela de encabezada por H. de Campos y colaboradores propios de la revista. Se trata de un conjunto de escritos caracterizado, como es de esperar, por su heterogeneidad metodológica y por la variedad de temas tratados, que implican el uso de combinaciones lingüísticas muy dispares.

Finalmente, en «Intertexto. Hacia una teoría de la traducción literaria» (1975), Hina presenta algunos de los postulados teóricos de R. Barthes en los que cuestionaba las nociones tradicionales de autor y lector y subrayaba el carácter relacional del texto. Hina se detiene a explicar el modo divergente en que conceptualizan la intertextualidad el propio Barthes y otros miembros del grupo Tel Quel, como Philippe Sollers y Julia Kristeva, para poner de manifiesto el modo en que este concepto puede definir nuestra manera de entender la traducción, en cuanto que ésta es, en primer y último extremo, el resultado de un diálogo con otro texto. Según sus propias palabras, «la dificultad evidente de reescribir un texto –dificultad que explica que no habrá nunca una traducción totalmente igual que el original– proviene, entre otras razones, del hecho de que en el acto de reescritura influyen otros textos, además del intertexto principal que es el original» (Hina 1975: 78).

 

Traducción, lexicografía y lexicología

Maurice Legendre17 en «Diccionarios y traducciones», publicado en el Boletín de la Real Academia Española en 1948, tras un recorrido histórico por las causas que han motivado –supuestamente– una mayor riqueza léxica en castellano que en francés, se detiene a examinar el problema de traducción que plantea la desigualdad de los recursos en el vocabulario. Así, se fija en el caso de objetos o conceptos (lo que hoy denominaríamos términos culturales) existentes en España y no en Francia, para cuyo tratamiento aboga por la conservación; también el de aquellos que, aun careciendo de un equivalente exacto, pueden traducirse con una pequeña diferencia de matiz o adaptarse fonológica y gráficamente; también, el caso, más complicado, de conceptos que son universales, pero que en una de las lenguas implicadas no se ha visto cubierto formalmente, por lo que se ha de recurrir a la perífrasis, con lo que se pierde brevedad y concentración del sentido. Sin abandonar todavía la cuestión del vocabulario, Legendre llega a la conclusión de que «las obras más dignas de traducirse son también las que menos se pueden traducir» (1948: 60), para pasar a tratar las diferencias semánticas entre los términos «traducción» y «versión» a partir de su origen etimológico. Si bien alude al hecho de que hay muchas otras cuestiones que pueden dificultar la traducción, y en mayor grado, lo cierto es que no menciona a cuáles se refiere. En el campo específico del vocabulario (aspecto al que, en cualquier caso, consagra su estudio) se hace necesario, en su opinión, desarrollar diccionarios bilingües completos, los cuales habrán de dar «además del inventario de lo traducible, el inventario de lo intraducible, que es lo característico de las lenguas» (1948: 63). Su pensamiento cristiano, en el que parece posible percibir ecos de los planteamientos espiritualistas de autores como H. Bergson, queda manifiesto en consideraciones como la siguiente: «nuestro proyecto de diccionario hispano–francés completo, delineando la actual frontera entre lo traducible y lo no–traducible, es una vindicación del espíritu de paz y del humanismo» (1948: 67) o cuando afirma que «no habrá humanismo perfecto en el mundo hasta que todos los hombres puedan entenderse directamente, hasta que termine la era babélica» (1948: 66).

Manuel Fernández Galiano18 en 1966 publica en la Revista de Occidente el artículo «Sobre traducciones, transcripciones y transliteraciones», donde comenta precisamente estas tres opciones a la hora de incorporar a un idioma un vocablo extranjero, junto a la conservación en sus mismos términos. Cabe señalar que, previamente, en 1961 había publicado un extenso estudio, de centenar y medio de páginas, sobre La transcripción castellana de los nombres propios griegos. En su artículo dice no querer ocuparse de la transliteración, pues es cuestión que incumbe a los planes de racionalización de organismos extranjeros. Sí define con precisión los otros dos conceptos: si la transcripción supone «incorporar una palabra a los esquemas y tipos lingüísticos del castellano, hacerla adoptar nuestra fonética o nuestras terminaciones, ponerla en condiciones de perdurar sin riesgo de nuevos cambios, pero ateniéndonos a la letra del original y no a su significado», la traducción «lleva consigo el paso a un vocablo español que nada puede tener que ver etimológicamente con el traducido, aunque signifique poco más o menos lo mismo» (1966: 97). A la hora de observar el tratamiento de los vocablos extranjeros, distingue entre los nombres propios y comunes, y dentro de los primeros hace consideraciones especiales para los antropónimos. Según opina, cuando se trata del griego o latín es absurdo traducir un onomástico, excepto en contadas ocasiones. La cosa cambia en las lenguas modernas, y dependiendo de si se trata de nombres o apellidos. En general, encuentra que en los nuevos campos de conocimiento se ha de «canalizar y españolizar todo lo posible: traduciendo, cuando se pueda y deba; transcribiendo cuando la traducción sea inviable; pero limitando a los casos extremos la conservación ‘en bruto’ del material» (1966: 103). Para acabar, defiende la tesis de que con el paso del tiempo la lengua tiende a una correcta sustitución en detrimento del uso del extranjerismo, tal y como ha ocurrido en numerosos vocablos ingleses –muchos procedentes del ámbito del deporte– cuyos ejemplos presenta con gran sarcasmo.

 

La traducción en la enseñanza de lenguas clásicas

Son relativamente frecuentes, aunque no muy interesantes desde un punto de vista teórico, las contribuciones que destacan el papel de la traducción en la enseñanza de las lenguas clásicas, lo que no es de extrañar pues la traducción, junto al estudio gramatical, ha constituido tradicionalmente la herramienta de aprendizaje por excelencia de estas lenguas. Así, Eduardo Valentí i Fiol19 en «La traducción en la metodología del latín», publicado en Revista de Estudios Clásicos en 1950, hace una serie de consideraciones sobre el papel del latín (y más en particular de su traducción) en la formación humanística de los estudiantes de bachillerato, para pasar después a distinguir los tres grados de la traducción en el aula: traducción oral preparada, oral improvisada y escrita, deteniéndose en todos ellos. En su opinión, el ejercicio de traducción debe servir para ejemplificar las reglas gramaticales que se vayan aprendiendo. También se refiere al valor de la traducción inversa o lo que él denomina «retroversión», practicada como ejercicio de control en los primeros grados, en los que se han de fijar nociones elementales.

También es destacable el artículo de Luis Gil Fernández20 «La enseñanza de la traducción del griego», publicado en Estudios Clásicos (1954). En la parte introductoria de su trabajo, defiende como hizo Ortega, al que alude que la traducción es una utopía. De ahí, que, en su opinión, «las traducciones nunca puedan suplantar a la lectura de los textos en el original, y de ahí también la necesidad de renovar constantemente las versiones de los clásicos» (1954: 325). El grueso del trabajo está dedicado al tratamiento de las condiciones que rigen una correcta comprensión del sentido del texto original y su expresión en la lengua de destino.

De José Jiménez Delgado21 me constan dos aportaciones suyas en este ámbito de la traducción. En la primera de ellas, «La traducción latina», recogida en Revista de Educación (1955) se refiere a las consabidas dos fases en la que supuestamente consiste la traducción: la inteligencia del texto y la redacción en la propia lengua. La primera implicaría la lectura, el análisis y el manejo del diccionario. En lo que respecta a la traducción propiamente dicha del texto, Jiménez Delgado alerta sobre la diferente naturaleza de la lengua latina (sintética) frente a la española (analítica), subrayando que «la cualidad de toda traducción es la fidelidad» (1955: 105) e insistiendo que esta fidelidad no debe estar reñida con la elegancia. Así, con buen criterio, Jiménez Delgado apunta que «el traductor se mueve entre dos barreras: la fidelidad al texto y la pureza o casticismo del propio idioma» (1955: 106). Por otra parte, en el artículo «El latín y su didáctica: metodología de su traducción», publicado en la revista Enseñanza media en 1963, se lamenta de la baja consideración que ha tenido el aprendizaje del latín en los últimos años y urge a una renovación profunda de su enseñanza a base de la implementación de métodos didácticos más modernos, con el fin de desechar las connotaciones asociadas al hecho de que se trata de una lengua muerta. En el apartado dedicado propiamente a la metodología de la traducción latina Jiménez Delgado se hace eco de las indicaciones presentadas por Jacques Perret en Latin et culture (1947) y por Jules Marouzeau en La traduction du latin (1943) y recupera algunas de las ideas presentadas previamente por él mismo en el estudio al que antes hemos aludido. Su conclusión es que «el ideal de toda traducción debe ser llegar a una traducción tan perfecta y ajustada que el juicio que se emita sobre el texto traducido sea idéntico al que se emitiría a base del original» (1963: 152).

Miquel Dolç22 incluye en Didáctica de las lenguas clásicas (1966) el capítulo «Técnica y práctica de la traducción», que se inicia con una afirmación provocadora y categórica: «La traducción sigue siendo la esencia, el impulso y el fin de la enseñanza de las lenguas clásicas. Pero también sigue siendo su primer fracaso» (1966: 65). Analiza las diferentes fases del proceso, en un contexto didáctico. En lo que respecta propiamente al trasvase interlingüístico previene severamente contra la improvisación y alerta de la posible presencia de falsos cognados y falsas etimologías, así como de la ocasional imposibilidad de traducir un término conservando su forma gramatical o sin recurrir a perífrasis. Particularmente exigente se le antoja el conservar la estructura sintáctica del texto, con el de fin de mantener el estilo, si bien opina que «el buen traductor debe interpretar todos los estilos y reproducir su tono, color y personalidad» (1966: 74). Por último, se cuestiona si el traductor, sometido a la tensión básica en la que consiste el ejercicio de traducción, ha de admitir, como mal menor, someterse a la fidelidad al texto o a la calidad de la forma. Su respuesta es tajante: ni una ni otra opción, pues «la literalidad no debe excluir la literariedad».

Gonzalo Maeso,23 en su contribución a las Actas del III Congreso Español de Estudios Clásicos (1968), titulada «La regla de oro de toda traducción», afirma que «traducir es sencillamente expresar con la máxima fidelidad de fondo y forma en una lengua lo dicho o escrito en otra » (1968: 420). La regla de oro a la que alude en el título del trabajo consistiría en «captar íntegramente el sentido del texto o expresión original con todos sus matices ideológicos y estilísticos y trasladarlo fielmente con la máxima exactitud posible a otro idioma, en su forma actual, con toda corrección y la adecuada elegancia, de fondo y de forma, imitando hasta donde sea posible todas las características del original» (1968: 421).

Pere Pericay i Ferriol,24 en «Sociología de la traducción de textos clásicos», aportación al mismo volumen de actas que Maeso, señala que la teoría de la traducción está estrechamente relacionada con la sociología de la literatura. En su opinión, el problema de la traducción ha de abordarse desde un punto de vista comparatista, si bien la sociología de la traducción literaria es un tema que apenas se ha tratado. De modo un tanto inconexo y poco estructurado, sin una verdadera herramienta argumentativa, Pericay alude a la necesidad de actualizar al lenguaje de la obra original y a la posible caducidad de la traducción, lo que llevaría a la necesidad de una retraducción.

José Sánchez Lasso de la Vega,25 en su extensa conferencia –ocupa medio centenar de páginas–, titulada «La traducción de las lenguas clásicas al español como problema», y también incluida en el mismo volumen de actas, manifiesta estar interesado por la traducción literaria, fenómeno que, en su opinión «pertenece no tanto a la lingüística o a la antropología […], o a la psicología y sociología, cuanto a la literatura» (1968: 94). En el epígrafe titulado «Traducción y tradición» plantea alguna idea que hoy en día estaría probablemente desestimada, por responder a una noción un tanto anticuada del concepto de fidelidad y por entender, a mi modo de ver, la traducción como actividad teleológicamente dirigida. No en vano afirma que, «aquí no hay diálogo, sino transmisión. La traducción es repetición, eco y resonancia, desdoblamiento misterioso. Es arte de reflejo en que se retrata y duplica el original. Su naturaleza es reflexiva, no inspirada» (97). En el epígrafe titulado «Non ut interpres sed ut orator?», hace una encendida defensa de la literalidad en la traducción, abogando por preservar «la forma nacional e individual del modelo» (102). En su opinión, «el secreto de la traducción fiel es el resultado de un feliz ayuntamiento –probablemente, de máximos y mínimos– entre la entrega al original y la renuncia a uno mismo» (101). A la hora de abordar lo que denomina «el drama del lenguaje», defiende que lo traducible en una obra es aquello que no tiene valor, mientras que lo verdaderamente valioso permanece intraducible, para afirmar que «la traducción perfecta, la Traducción, pertenece al reino de los buenos deseos, es una utopía» (109). Según Lasso de la Vega, las pocas traducciones ejemplares de que disponemos son obra de poetas, pensadores y grandes teólogos, no de gramáticos y eruditos. Así, por ejemplo, destaca el Cantar de fray Luis de León, el Platón de Schleiermacher, las traducciones griegas de Hölderlin, el Agamenón de Humboldt y Browning, las versiones latinas de Pascoli y Pound, la Biblia de Buber, las Bucólicas de Valéry. A modo de ejemplo sobre la gran dificultad implícita en el ejercicio de la traducción, hace una serie de consideraciones sobre los retos que acechan a quien se enfrente al hexámetro de Homero, para sugerir que «cuanto más lúcidamente sentimos la exigencia de fidelidad, más problemática, por lo desesperada y desesperante se nos hace la traducción» (123) y subrayar la indivisibilidad de la unidad entre forma y contenido. En el tramo final de su largo estudio, Lasso de la Vega trata lo que denomina «eterno dualismo» entre fidelidad y libertad.

 

Hacia una nueva etapa

A comienzos de los 70, coincidiendo con la apertura de las primeras escuelas universitarias dedicadas a la formación de traductores e intérpretes, llegaron las contribuciones de estudiosos como Valentín García Yebra o Emilio Lorenzo y, un poco más tarde, las de Julio–César Santoyo, todos ellos con una dilatada producción (orientada tanto a las cuestiones históricas como teóricas y, en el caso de los dos primeros, también contrastivas), además de alguna muy esporádica, como la efectuada por Agustín García Calvo, con sus Apuntes para una historia de la traducción (1977). Se aprecia, por tanto, una transición desde una aproximación hermenéutica, filosófica, eminentemente teórica, hacia una histórica (retomando la tendencia inaugurada por Menéndez Pelayo tiempo atrás), en la que tuvieron una participación particularmente activa los ámbitos de la traducción bíblica y las lenguas clásicas –en este caso, con particular atención al uso de la traducción como herramienta didáctica–, para llegar finalmente a otra de carácter más amplio y diversificado.

 

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  1. Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación Portal digital de Historia de la Traducción en España, PGC2018-095447-B-I00 (MCIU/AEI/FEDER, UE). Una versión preliminar fue publicada en La Main de Thôt: Théories, enjeux et pratiques de la traduction 7 (2020), con el título de «Un fragmento poco conocido de la historia del pensamiento español sobre la traducción: años 40, 50 y 60 del siglo XX».
  2. Parece ser que las colaboraciones de Ortega en La Nación fueron auspiciadas por Victoria Ocampo; en el caso de Ayala, cabe señalar que, gracias a la invitación de Eduardo Mallea, director del suplemento literario del diario, se había convertido en colaborador habitual desde su llegada a Buenos Aires.
  3. Esa contribución se incluía, precisamente, en el primer número de Al–Andalus, revista de las Escuelas de Estudios Árabes de Madrid y de Granada, que se mantuvo operativa hasta 1978. Tanto estas Escuelas como la propia revista estaban dirigidas por dos de los principales arabistas de la época, Miguel Asín Palacios y Emilio García Gómez, con los que comparte espacio Millás Vallicrosa en este número fundacional.
  4. Sobre la actividad traductora de Ayala y sus reflexiones sobre la traducción, véanse De la Calle Martín (1992), Sabio & Fernández (1999-2000), Sabio et al. (2000), Fortea (2007) y Alonso Jiménez (2010 y 2015).
  5. Según había indicado Schleiermacher, «el traductor se esfuerza por compensar mediante su trabajo el conocimiento de la lengua original de que carece el lector. Intenta comunicar a los lectores la misma imagen, la misma impresión que ha obtenido él a través del conocimiento de la lengua original de la obra, desplazándolos así hacia el lugar que él ocupa y que en realidad le es ajeno» (1996: 315).
  6. Según había indicado Schleiermacher, «si la traducción pretende, por ejemplo, hacer que su autor romano hable del modo en que hubiera hablado y escrito como alemán para alemanes, entonces no desplaza al autor sólo hasta el lugar que ocupa el traductor, pues tampoco a él le habla en alemán sino en la lengua de Roma; antes bien, le introduce de inmediato en el mundo de los lectores alemanes y le convierte en uno de ellos» (1996: 315-316).
  7. Fue Cicerón quien en primer lugar formuló esta distinción, al diferenciar en De optimo genere oratorum (46 a. C.) entre la traducción practicada como intérprete o como orador. En tiempos actuales, esta dicotomía ha sido caracterizada por L. Venuti (1995) en términos de «extranjerización» y «domesticación». Desde su perspectiva, claramente política, la traducción extranjerizante es una forma de resistencia contra el etnocentrismo y el racismo, el narcisismo cultural y el imperialismo, al primar las diferencias culturales y lingüísticas del texto extranjero, permitiendo que el lector acceda a otra cultura; mientras que la domesticación es una reducción etnocéntrica del texto extranjero a los valores culturales de la lengua de llegada, propiciando el acercamiento del autor a esta cultura.
  8. Según Humboldt, «exceptuando las expresiones que designan simples objetos materiales ninguna palabra de una lengua equivale perfectamente a otra de otra lengua» (1996: 355).
  9. Según Humbodt, «ello no debe hacernos desistir de traducir. Antes bien, traducir, especialmente a los poetas, constituye uno de los trabajos más necesarios para una literatura, de una parte para transmitir a quienes no dominan esas lenguas formas del arte y de la humanidad que les serían totalmente desconocidas, de lo que la nación siempre obtiene un beneficio, y de otra parte, y ante todo, a fin de ampliar la significación y capacidad de expresión de la propia lengua» (1996: 357).
  10. Para una comparación entre el pensamiento de Ortega y el de Ayala, véanse Mesa Villaba (2004) y Ordóñez López (2010).
  11. Nicolás González Ruiz (1897–1967) fue escritor, crítico literario, periodista y también traductor (véase García González 1977). A partir de 1939 colaboró como editorialista en el diario Ya hasta su muerte. De su prolífica producción como ensayista cabe destacar las obras biográficas que constituyen la colección Vidas paralelas. Dio numerosas traducciones, entre ellas Stello y Servidumbre y grandeza militar (1921) de a Vigny, María Estuardo (1943) de Schiller, Romeo y Julieta y la tragedia de Macbeth (1944) y el Sueño de una noche de verano (1964) de Shakespeare y las Obras completas (1956) de Dante.
  12. Josep Alsina i Clota (1926–1993) fue catedrático de Filología Griega en la Universitat de Barcelona (véanse VV. AA. 1993 y Jufresa & Gilabert 2011). Se ocupó de desarrollar un programa muy ambicioso de modernización de los estudios griegos y formó a numerosos discípulos en la materia. Tradujo al catalán, para la Fundació Bernat Metge, los Idil·lis de Teócrito (1961 y 1963), Alcestis (1966) de Eurípides y los Tractats mèdics (1972, 1976 y 1983) de Hipócrates. En castellano preparó Antología de poesía griega moderna (1962), Historia de la guerra del Peloponeso (1976) de Tucídides, La Orestía (1987) de Esquilo, Poética (1987) de Aristóteles, Epinicios (1988) de Píndaro, Diálogos (1988) de Luciano de Samósata, etc. Entre sus obras propias destacan Comprender la Grecia clásica (1983), Problemas y métodos de la literatura (1984), Los grandes periodos de la cultura griega (1988) o Teoría literaria griega (1991). Si bien centró su atención en la literatura griega clásica, también se ocupó de autores griegos modernos, como Seferis, Cavafis o Elitis.
  13. Miguel Cordero del Campillo (1925) fue catedrático de Parasitología en la Universidad de León, donde ejerció como docente durante cuarenta años y donde ostentó el cargo de Rector (véanse Cubillo de la Puente 2011 y Poy Castro 2016). Cabe señalar que realizó una veintena de traducciones de textos especializados en veterinaria, a partir del francés, inglés y alemán, y que en 1969 –coincidiendo con estos años de actividad– publicó el artículo al que aquí nos referimos. Cordero del Campillo ha sido una persona polifacética, no sólo un hombre de ciencias sino también de intereses humanísticos, como lo demuestra su labor desarrollada como cronista.
  14. Horst Hina (1941) cursó estudios en Tubinga, Heidelberg y París. En 1974 se incorporó a la Universidad de París IV; sus investigaciones han girado en torno de la literatura francesa moderna y, más principalmente, sobre las relaciones ideológicas y culturales entre la España castellana y catalana. Gracias a la amable indicación del profesor Juan Miguel Zarandona, de la Universidad de Valladolid, he sabido que Hina publicó otros dos artículos sobre traducción en la revista Brispania, de aquella universidad, aunque no versan específicamente sobre teoría: «Octavio Paz como traductor de poesía inglesa» (n.º 1, 1992) y «Traducción y crítica en la Cataluña de comienzos de siglo (Joan Maragall, Josep Carner, Carles Riba)» (n.º 2, 1993).
  15. Se trata de una idea que ya había sido sugerida por el filólogo alemán Fritz Stritch en un ensayo de 1930 («Weltliteratur und Vergleichende Literaturgeschichte»), si bien no hace referencia a él, y que en nuestros días ha vuelto a postular David Damrosch, el principal adalid contemporáneo del concepto de literatura universal, en obras como What Is World Literature? (2003).
  16. Change fue una revista que estuvo activa en París entre 1968 y 1983 y que nació por iniciativa de Jean–Pierre Faye tras la escisión de algunos miembros del comité de redacción de Tel Quel. Este número en particular de Change está coordinado por el poeta y traductor brasileño Haroldo de Campos y por el eslavista y traductor Léon Robel.
  17. Maurice Legendre (1878–1955) fue un intelectual católico e hispanista francés, que dirigió la Casa de Velázquez, centro cultural francés en Madrid (véase Gómez Mendoza 2015). Entre sus obras se cuentan Portrait de l’Espagne (1923) o Nouvelle histoire d’Espagne (1938), traducidas al castellano. Un interés inicial por Ganivet le llevó a descubrir a Unamuno, quien ejerció gran influencia sobre él.
  18. Manuel Fernández Galiano (1918–1998) ejerció como catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense de Madrid entre 1947 y 1970, año en que se trasladó a la Autónoma, y en la que permaneció hasta 1984. En 1987 fue elegido miembro de la Real Academia Española, aunque falleció antes de leer su discurso de ingreso. Fue director, entre 1949 y 1980, de la revista Estudios Clásicos. Es autor de numerosas traducciones, ediciones críticas y comentarios de textos clásicos griegos: Discursos (1946) de Lisias, Los caracteres morales (1956) de Teofrasto, Las leyes (1960), Defensa de Sócrates (1980) y La república (1981) de Platón, El misántropo (1963) de Menandro, La Odisea (1982) de Homero, Tragedias (1985) de Sófocles; Tragedias (1986) de Esquilo, Tragedias troyanas (1992) de Eurípides, etc. También se ocupó de Odas y épodos de Horacio (1990). Entre sus numerosos estudios destaca su monografía sobre Safo (1958).
  19. Eduardo Valentí i Fiol (1910–1971) fue profesor de latín en diversos institutos españoles y, en los últimos años de su vida, en la Universitat Autònoma de Barcelona (véanse Cano 1993, 2015 y Bilberry 2011). Tradujo al castellano, desde el alemán y el inglés, buen número de obras de filosofía, derecho y literatura. Así, en este último ámbito, dio volúmenes de cuentos de J. Grimm (1955), H. C. Andersen (1958) y E. T. A. Hoffmann (1962). Con todo, su mayor actividad traductora se centró en los autores clásicos, principalmente Cicerón, de quien vertió al castellano Discursos contra Catilina (1947) y De la vejez (1967) y al catalán Dels deures (1938 y 1946) y Tusculanes (1948–1950). Es igualmente destacable su traducción De la naturaleza (1949) de Lucrecio o la del libro primero de Guerra civil (1941) de César. También revisó, para la Fundació Bernat Metge, la segunda edición del Brutus (1936) de Cicerón y de Obres menors (1936) de Tácito, traducidas por Gurmersind Alabart y por Miquel Ferrà y Llorenç Riber, respectivamente. Entre sus estudios destacan Ensayos críticos acerca de la literatura europea (1959) y Gramática de la lengua latina. Morfología y nociones de sintaxis (1965); como compilador se le debe una Antología de prosistas latinos, que en 1967 había alcanzado ya su décima edición. Se publicaron póstumamente El primer modernismo literario catalán y sus fundamentos ideológicos (1973) e Introducción a la lengua y cultura latinas (1977).
  20. Luis Gil Fernández (1927) ha sido catedrático de Filología Griega en las universidades de Valladolid, Salamanca y Complutense de Madrid. En 2007 fue galardonado con el Premio Nacional de Historia por la obra El imperio luso–español y la Persia safávida (2006), de la que ofreció un segundo tomo en 2009. Otras importantes contribuciones suyas han sido Censura en el mundo antiguo (1985), Aristófanes (1996), Panorama social del humanismo español, 1500–1800 (1997), La cultura española en la edad moderna (2004), Sobre la democracia ateniense (2009) o De Aristófanes a Menandro (2010). En 1999 recibió el Premio Nacional por el conjunto de su obra como traductor. Ha editado, traducido y comentado numerosos textos griegos: de Sófocles, Antígona. Edipo rey. Electra (1969); de Aristófanes, dos volúmenes de comedias (1995 y 2011); de Luciano de Samósata, Antología (1970); de Platón, El banquete. Fedón. Fedro (1969). También ha firmado una traducción de la Divina Comedia (1991) de Dante y se ha ocupado de dos obras del pensador rumano Eliade Mircea, con sendas versiones de Lo sagrado y lo profano (1967) y Mito y realidad (1968). También ha traducido diversas obras sobre el mundo clásico, de autores como C. M. Bowra, W. C. Forrest, F. van der Meer o Herman H. Scullard.
  21. Jiménez Delgado (1909–1989) fue un sacerdote que, tras concluir sus estudios de Teología en Roma y de licenciarse y doctorarse en Filología Clásica en la Universidad de Barcelona, ejerció como profesor de latín entre 1949 y 1972 en la Universidad Pontificia de Salamanca. Fue director de las revistas Palestra Latina y Helmantica. Entre sus publicaciones pueden mencionarse diversas gramáticas dedicadas al aprendizaje del latín y la obra Latine scripta (1978), en la que reúne muchas de sus contribuciones, además de la edición y estudio del Epistolario (1978) de Juan Luis Vives.
  22. Miquel Dolç (1912–1994), crítico literario, poeta, filólogo y traductor (véanse Bosch 1984, Seva 1995 y 2011), fue catedrático de Filología Latina en diversas universidades entre 1955 y 1982. Publicó varios libros de poesía y numerosos estudios sobre literatura latina y catalana. Tradujo al castellano a Séneca (De la brevedad de la vida, 1944), Marco Aurelio (Soliloquios, 1946), Persio (Sátiras, 1949), Marcial (Epigramas, 1949) y Catulo (Poesías, 1963), pero su actividad traductora se concentró en el catalán, principalmente para la Fundació Bernat Metge, a la que dio versiones de Virgilio (Bucòliques, 1956; Geòrgiques, 1963; L’Eneida, 1972–1978), Marcial (Epigrames, 4 vols., 1949–1959), Persio (Sàtires, 1954), Tácito (vols. III y IV de Històries, 1957, 1962), Estacio (Silves, 1960) u Ovidio (Amors, 1971). Para otras editoriales tradujo, por ejemplo, a Luis de Camões (Els Lusíades, 1964), Lucrecio (De la natura, 1986) o san Agustín (Confessions, 1989). Entre sus estudios, cabe mencionar las obras Hispania y Marcial (1953), Retorno a la Roma clásica: sobre cultura y sociedad en los albores de Europa (1972), Estudis de crítica literària: de Ramon Llull a Bartomeu Rosselló (1994) o Assaigs sobre la literatura i la tradició clàssica (2000). En 1987 recibió el Premio Nacional de traducción por su versión de Lucrecio, y en 1990, el premio Serra d’Or por la de S. Agustín.
  23. Gonzalo Maeso (1903–1990) fue catedrático de Lengua y Literatura Hebraicas de la Universidad de Granada durante treinta años, pero también estudió a los clásicos grecolatinos. Entre sus obras destacan Manual de historia de la literatura hebrea, bíblica, rabínica y neojudaica (1960), Legado del judaísmo español (1972) y sus ediciones y traducciones de Guerra del Peloponeso de Tucídides (1969) y Guía de perplejos (1983) de Maimónides.
  24. Pere Pericay i Ferriol (1911–1984) fue sucesivamente profesor de instituto, de la Universitat de Barcelona y de la Autònoma (véase Velaza 2011). Autor de obras como Gramática griega (1946), Mitología general (1960) o Diccionario de la mitología griega y romana (1966), además de varios tratados de bachillerato para la enseñanza del griego clásico.
  25. José Sánchez Lasso de la Vega (1928–1996) fue discípulo de Fernández–Galiano y ejerció desde 1954 como profesor de Filología griega en la Universidad de Madrid (luego Complutense). En 1971 fundó la revista Cuadernos de Filología Clásica y obtuvo el premio Miguel de Unamuno (premio Nacional de Literatura de ensayo) por De Sófocles a Brecht. Entre sus aportaciones científicas más destacadas se encuentran Héroe griego y santo cristiano (1962), Ideales de la formación griega (1966), Helenismo y literatura contemporánea (1967), Sintaxis griega I (1968) o De Safo a Platón (1976), además de sus estudios sobre Homero y sus prólogos sobre Sófocles o Tucídides.