Loyola

Traducción y exilio en el siglo XIX

David Loyola López (Universidad de Cádiz)

 

Introducción

«Intolerable es carecer de la patria»; así describía Séneca en su Consolación a Helvia la sensación de orfandad y melancolía que puede invadir al desterrado ante la lejanía de su hogar. Estas emociones dolorosas y apesadumbradas sin duda expresan el sentir generalizado ante la realidad del exilio y se han convertido en lugares comunes dentro de las manifestaciones artísticas y literarias del destierro gracias, entre otros autores, al poeta latino Ovidio y sus Tristes y Pónticas (1992). No obstante, el propio Séneca reflejaba pocas líneas después otra postura totalmente contraria al afirmar que «estar lejos de la patria no es una calamidad […] el sabio en todas partes encuentra su patria» (Séneca 1884). Estas dos perspectivas representan los polos opuestos sobre los que oscila la experiencia del exilio, dos planteamientos que, con respecto al ámbito literario, Claudio Guillén define respectivamente como literatura en y desde el destierro:

He procurado distinguir […] dos conceptos polares: una «literatura del exilio», por un lado, en que el poeta da voz a las experiencias del exilio, situándose en él, directa o confesionalmente, y una «literatura de contra–exilio», por otro, en que el poeta aprende y escribe desde el exilio, distanciándose de él como entorno o motivo, y reaccionando ante las condiciones sociales, políticas o, en general, semióticas de su estado, mediante el impulso mismo de la exploración lingüística e ideológica que le permite ir superando esas condiciones originarias. (Guillén 1995: 31)

Las traducciones producidas en el contexto de las emigraciones españolas decimonónicas podrían responder a esta última vertiente y reflejan de manera taxativa un medio por el que transformar las adversidades del destierro en una posible oportunidad de prosperidad y negocio. La inestabilidad política, los conflictos bélicos y las constantes luchas de poder entre los diferentes bandos en liza durante la primera mitad del siglo XIX español –afrancesados, liberales, absolutistas y carlistas– provocaron una reiterada presencia del fenómeno del exilio a lo largo de este período. La mayoría de estos emigrados, con independencia de su condición y su ideología, buscaron refugio principalmente en dos países europeos, Inglaterra y Francia, que se convirtieron en esta época en los principales territorios de acogida para los desterrados del Viejo Continente (Simal 2014).

Ambos países contaban con una potente industria editorial y comercial, un factor que, unido al auge y la proliferación de las traducciones en Europa a finales del siglo XVIII y principios del XIX –fruto de la necesidad de dar respuesta a la creciente demanda de un público ávido por contar con nuevos textos y conocer las producciones que se realizaban más allá de sus fronteras–, favoreció enormemente la labor traductora en sus territorios y en el resto de Occidente.1 Ante esta coyuntura, los exiliados se presentaban como una figura clave para llevar a cabo estos proyectos. Para muchos de ellos, la traducción se convirtió en una de las actividades más beneficiosas y productivas en tierra extranjera, auspiciada, entre otras razones, por el conocimiento de al menos dos idiomas –la lengua materna y, con mayor o menor destreza, la del nuevo país de residencia–, así como por diversos motivos económicos, políticos y culturales.

Nuestra intención es analizar algunas de estas traducciones realizadas en Inglaterra y Francia durante los destierros políticos españoles del siglo XIX. Para ello, nos centraremos en los exilios del primer tercio de la centuria –concretamente en las emigraciones de 1813, 1814 y 1823– y dejaremos fuera de nuestro estudio los exilios de carlistas, progresistas (1866) y republicanos (1874), ya que es en este primer período del siglo donde se concentra el mayor número de traducciones producidas por los desterrados españoles. Como bien indica V. Llorens, el emigrado «es en principio un galeote condenado a traducir sin descanso. Quizá no hay para él camino más fácil o lucrativo, aunque su apresurada labor se resienta y desmerezca» (1979: 155). Por un lado, las necesidades pecuniarias de la vida en tierra ajena provocaron que muchos de ellos decidieran tomar la pluma y se dedicaran a la traducción para obtener una nueva fuente de ingresos económicos y, al mismo tiempo, los intereses de las diferentes empresas editoriales extranjeras –deseosas de lanzar nuevos productos al mercado– también facilitaron la aparición de numerosas ediciones sobre las que, en ocasiones, imperaba más el rédito económico que su calidad literaria. De un modo u otro, la actividad traductora realizada por los emigrados españoles durante esta época no es nada desdeñable, como así lo demuestra el catálogo elaborado por Vauchelle–Haquet (1985) sobre las publicaciones en español aparecidas en Francia entre 1814 y 1833, que cuenta con alrededor de cuatrocientas entradas. Esta intensa producción llevada a cabo en el país galo superó con creces la realizada en Inglaterra en estos mismos años, pero –según Llorens– dicha diferencia cuantitativa fue compensada por el nivel cualitativo de estas publicaciones: «En Inglaterra se tradujo mucho menos que en Francia, y quizá por eso mejor» (1979: 157).2

 

El exilio en Inglaterra

Gran parte de las traducciones producidas por los exiliados españoles en las islas británicas se llevó a cabo dentro del contexto de la emigración liberal de 1823 y se hizo a partir, fundamentalmente, de publicaciones inglesas.3 Pueden mencionarse como excepciones destacadas, procedentes del francés, La Gastronomía, o los placeres de la mesa, obra de Joseph Berchoux traducida por José de Urcullu (Londres, R. Ackermann, 1825), Las cuatro épocas de la vida del conde de Ségur, traducida por el coronel Sarabia (Londres, M. Calero, 1825) y la inédita versión de Antoni Puigblanch del Gil Blas de Lesage, o las Memorias de Napoleón por José María Torrijos (1825–1826) y las Memorias de Fouché, traducidas por «dos amigos emigrados» (Ocios de Españoles Emigrados, I, 1826), entre otras (Llorens 1979: 157–159).

La situación política en el mundo hispano a lo largo del primer tercio del siglo XIX promovió el desarrollo de estos productos editoriales en lengua española, dirigidos preferentemente al nuevo mercado americano que se abría a las potencias europeas tras haber conseguido la independencia de la antigua metrópoli. Ante este escenario, la presencia de los desterrados españoles en suelo extranjero permitía a las empresas editoriales inglesas y francesas disponer de una numerosa mano de obra que llevara a cabo los proyectos y publicaciones dirigidas al público hispanohablante al otro lado del Atlántico. Generalmente «se trata de obras de encargo que poco o nada dicen de las opiniones y creencias del traductor» (Llorens 1979: 161). Este es el caso, por ejemplo, de las obras religiosas traducidas por Joaquín Lorenzo de Villanueva Essays on the evidences, doctrines, and practical operations of Christianity de J. J. Gurney, publicada en español bajo el título Ensayos sobre las pruebas, doctrinas y operación práctica del cristianismo (Londres, John Hill, 1830); y Natural theology de Paley, titulada Teología natural, o demostración de la existencia y de los atributos de la divinidad, fundada en los fenómenos de la naturaleza (Londres, R. Ackermann, 1825), o por José Melchor Prat, Lo Nou Testament de Nostre Senyor Jesu Christ; traduhit de la Vulgata llatina en lengua catalana ab presencia del text original (Londres, Societat Inglesa y Estrangera de la Biblia, 1832), cuyas doctrinas protestantes no se corresponden con los ideales católicos de ambos liberales españoles.4» y otros textos inéditos como su versión de Lectures on the philosophy of the human mind, de Thomas Brown (Llorens 1979: 161–162). Por el contrario, las traducciones religiosas de José Muñoz de Sotomayor podían responder a un interés personal, teniendo en cuenta su vinculación con el protestantismo poco antes de su destierro en Inglaterra: Essay on the divine authority of the New Testament de David Bogue –Ensayo sobre la divina autoridad del Nuevo Testamento (1829)–, o Practical view of the prevailing religious system of professed Christians with real Christianity de William Wilberforce, vertida como Perspectiva real del cristianismo práctico, o sistema del cristianismo de los mundanos, en las clases alta y mediana de este país; paragonado y contrapuesto al nuevo cristianismo (1827).] Estas relaciones entre editor y traductor, por tanto, se desarrollaron casi siempre desde una perspectiva puramente comercial y no de mecenazgo, dentro del contexto de un incipiente capitalismo que se abría paso en estos comienzos del siglo XIX (Durán López 2015: 21–24).

Entre las diferentes empresas editoriales que desarrollaron su actividad en Inglaterra durante dicha época, la figura de Rudolph Ackermann se erige como el principal promotor este tipo de publicaciones y traducciones dirigidas al público hispanoamericano. Afincado en Londres, este emprendedor de origen alemán consiguió hacerse un hueco en el competitivo mercado inglés, dejando atrás sus comienzos como carrocero para convertirse en un destacado personaje de negocios dentro de la sociedad británica del momento. Desde su Repository of Arts –un establecimiento que abarcaba, entre otros ámbitos, una galería de arte, una escuela de dibujo y una tienda de materiales de pintura– apostó por el desarrollo de la litografía y su uso en la edición de diferentes revistas y libros, un negocio que le posicionó en la vanguardia del mundo editorial anglosajón.

El éxito cosechado en Inglaterra le sirvió a Ackermann de acicate e inspiración para sus futuros proyectos y decidió trasladar este modelo al público hispano con la intención de poder obtener similares resultados. Para ello, acudió a la pluma de diferentes emigrados liberales españoles que residían en aquel momento en la capital británica.5 El primero de estos nombres fue el de José María Blanco White, quien tras abandonar España en plena guerra de la Independencia (1810) y llevar a cabo la publicación de su periódico El Español en Londres (1810–1814), se consagró como escritor frente al público inglés con sus Lettres from Spain (1821). «Ackermann lo contrató para escribir una revista por su reputación antigua en América, por ser bilingüe y estar de moda en Gran Bretaña tras el éxito de las Lettres» (Durán López 2015: 38). Dicha revista fue Variedades o El Mensajero de Londres (1823–1825), publicación trimestral que tomó como modelo el formato de la revista ilustrada inglesa Repository of Arts, editada por Frederick Shoberl.6 En este sentido, podría pensarse que la publicación en lengua española fuera un trasvase directo de la versión inglesa pero el volumen de contenidos originales de la edición de Blanco White y su impronta personal hacen imposible hablar de una traducción stricto sensu (Durán López 2011: 127–131).

No obstante, la influencia del Repository of Arts en la publicación de Blanco White es notoria, dado el importante número de textos que, siguiendo las instrucciones de Ackermann, se incluyen en la revista en español: «Cada vez que se coloca una lámina –y estas son esenciales para el plan del Publisher– se puede asegurar que el texto que la escolta es un contenido forzado que Blanco White traduce, adapta o escribe con más o menos desgana» (Durán López 2015: 72). Además de estos textos propios del Repository, como los «Entretenimientos geográficos» y algunos artículos de viaje extraídos de la obra The world in miniature editada por Ackermann, y descripciones de lugares pintorescos de Inglaterra o Europa, a lo largo de los números de Variedades hay varios fragmentos literarios traducidos por Blanco White: pasajes de Hamlet o Richard II de Shakespeare y extractos de Ivanhoe de Walter Scott, entre otros: «Blanco no sólo contribuyó en su revista a la difusión de Shakespeare. Desde el primer número, enero de 1823, fue publicando varios fragmentos traducidos por él del Ivanhoe de Walter Scott, mientras animaba a emprender la traducción de esa y otras obras del novelista inglés» (Llorens 1979: 165).

Junto a Blanco White colaboró también en Variedades otro emigrado español, Pablo de Mendíbil, quien vivía en este exilio liberal su segunda experiencia lejos de la patria. El abogado vasco había prestado sus servicios al gobierno de José I y acompañó a los franceses en su retirada a Francia. En 1820 pudo regresar a España, pero su defensa de los planteamientos liberales durante el Trienio lo condenaron nuevamente al destierro, dirigiendo esta vez sus pasos hacia Inglaterra. En Londres, llevó a cabo una intensa actividad literaria y periodística,7 colaborando en diversas publicaciones como Ocios de españoles emigrados, Repertorio Americano o El emigrado observador, así como en otras revistas inglesas y francesas de la época: «está en todas partes, quizá por su perfil marcadamente literario y menos ideologizado, quizá acaso por ser de naturaleza afable: lo cierto es que Mendíbil es por sí solo el epítome del exilio literario londinense» (Durán López 2015: 59). Ante la negativa de Blanco White de ocuparse de algunas secciones de Variedades, sobre todo las relacionadas con la moda, Ackermann contactó con Pablo de Mendíbil para que se hiciese cargo de esos contenidos y poder así continuar con la publicación de esta primera review dirigida al público hispanoamericano.

En octubre de 1825, los desencuentros y tiranteces entre Blanco White y Ackermann precipitaron el final de Variedades o El Mensajero de Londres, pero Ackermann mantuvo su relación con Pablo de Mendíbil y acudió a él para elaborar diferentes proyectos, entre ellos las traducciones de Inglaterra, Escocia e Irlanda (1828), parte dedicada a las islas británicas que recoge la obra The world in miniature, escrita por Frederick Shoberl, hombre de confianza de Ackermann; y de Clave de conocimientos útiles o explicación breve y sencilla de las cosas más usuales en la economía doméstica (1829), basada en A key to knowledge de Maria Elizabeth Budden.

Además de estos trabajos, le encomendó a Mendíbil la edición de los No me olvides para 1828 y 1829. Estos almanaques literarios, de pequeño formato pero con gran calidad tipográfica y numerosas láminas, se inspiraban en modelos germanos y fueron comercializados en Inglaterra a partir de 1823 –principalmente como un presente para las damas que se regalaba a final de año– con una importante aceptación por parte del público. Una vez más, Shoberl fue el encargado de completar las páginas de estos Forget me not ingleses, mientras que, para las publicaciones en lengua española, el publisher decidió apostar en esta ocasión por el liberal José Joaquín de Mora, quien se convertiría en el principal escritor al servicio de Ackermann para el mercado hispano, tras el anterior intento fallido con Blanco White. El abogado gaditano se encargó de editar los primeros cuatro volúmenes de estos almanaques para los años de 1824 a 1827 y, tras su marcha a Hispanoamérica, Mendíbil continuó dicho cometido con los que serían los dos últimos números de la serie.

Al igual que había ocurrido en Variedades, los textos de los No me olvides que venían acompañados de litografías eran traducciones o adaptaciones de los contenidos que aparecían en los Forget me not ingleses, una tendencia que parece mantenerse en muchos de los textos en prosa recogidos en los diferentes almanaques en español. Entre estas traducciones y adaptaciones en los No me olvides editados por J. J. de Mora, se encuentran composiciones de Shakespeare o George Canning (1825), de Carl B. von Miltitz, William Cooke Stafford, Barbara Hofland o T. Harral (1826), de Sarah Bowdich, Henry Neele, W. B. Clarke o Elizabeth O. Benger (1827), entre otros. Del mismo modo, en los No me olvides de P. de Mendíbil se hallan textos en prosa de Sarah Wallis, Henry Neele, Bernard Barton o Emma Roberts en los que «a pesar de que la fidelidad al TO [tomo original] no es en todos los casos la misma, sí se logran cotas de aceptabilidad muy altas» (Pajares 2002: 79), así como poemas de diversos autores ingleses como Felicia D. Hemans, Thomas Campbell, Mary Russel Mitford, Letitia Elizabeth Landon o Thomas Hood (Pajares 2002). Las composiciones poéticas –cuya presencia en los No me olvides es notable– permitieron una mayor libertad a los editores, quienes llevaron a cabo una profunda reelaboración de los poemas originales ingleses, incluyeron textos de su propia creación y solicitaron la colaboración de autores españoles e hispanoamericanos residentes en Inglaterra para completar las páginas de estos almanaques.

A pesar de estas licencias de los editores, el formato de los No me olvides se mantuvo de manera homogénea, sin apenas modificaciones destacables entre las ediciones de Mora y Mendíbil en su estructura. Sin embargo, algunos investigadores han detectado diferencias en los contenidos y la labor traductora de ambos editores. En este sentido, Llorens afirma que Mendíbil optó por una línea continuista de la publicación, pero sus traducciones y adaptaciones fueron más numerosas que las de Mora y con un tipo de traducción más libre que la realizada por el gaditano (1979: 247–249). Pajares, en cambio, defiende una postura contraria y sostiene que las traducciones del liberal guipuzcoano son más fieles y próximas al original que las de Mora (Pajares 2002: 80–82). Durán López (2015: 114) no cierra el debate, pero considera que el planteamiento de Llorens se ajusta más a las características y cualidades de ambos autores y afirma que la calidad literaria de los No me olvides de Mendíbil es inferior a los editados por Mora.

La faceta literaria de Mora fue un aspecto que sin duda le ayudó a finalizar en tiempo y forma los diferentes números de estos almanaques que estaban a su cargo. Esta vertiente artística, unida a su enorme capacidad de producción y de trabajo y su predisposición a acatar las decisiones de Ackermann, hicieron que este le confiara gran parte de los proyectos dirigidos al público hispanoamericano: «durante unos pocos años, hasta su marcha a Argentina a fines de 1826, Mora fue el escritor español de cabecera de la casa Ackermann en periódicos, catecismos, traducciones y No me olvides» (Durán López 2015: 52). Además de los No me olvides, el liberal gaditano también completó los números del Museo Universal de Ciencias y Artes8 y el Correo Literario y Político de Londres,9 dos publicaciones periódicas en las que también se hallan traducciones de textos ingleses. El primero de estos magazines tenía una finalidad eminentemente práctica, con la intención de dar a conocer al público hispanoamericano los avances científicos y tecnológicos desarrollados en Europa y, especialmente, en Inglaterra (Ruiz Acosta 2016: 225–235): «la ciencia aparece, por tanto, en el Museo asociada a la tecnología, la industria, la agricultura, la educación, la economía y la política; y, en todo momento, unida a las ideas de aplicación, utilidad, progreso y riqueza» (Valera Candel 2007: 150). En cuanto a la procedencia de los contenidos del Museo Universal de Ciencias y Artes, poco se ha investigado al respecto, por lo que desconocemos el número de artículos que son obra del propio Mora o, por el contrario, traducciones de textos recogidos de otras publicaciones inglesas.10 Por su parte, el Correo Literario y Político de Londres, claramente con un tono más literario y cultural, cuenta con dos destacadas publicaciones seriadas: «Grecia en la primavera de 1825. Por el conde Pecchio», que parece recopilar ciertos fragmentos de la obra A picture of Greece in 1825 de James Emerson, y «Cartas sobre Inglaterra, por el barón de Stael Holstein», recogidas de las Lettres sur l’Anglaterre de Auguste–Louis de Staël–Holstein.

Uno de los principales proyectos de Ackermann fue sin duda The world in miniature, obra de F. Shoberl, una colección de carácter pintoresco y con tintes exóticos en la que se conjugaba lo visual y lo literario. De este modo, los distintos territorios y culturas que se describían en sus páginas se relacionaban con las distintas láminas y litografías que acompañaban al texto. Al igual que hizo Blanco White en sus Variedades, y haría más tarde Mendíbil con la publicación sobre Inglaterra, Escocia e Irlanda (1828), Mora también sumó su pluma al proyecto y tradujo un volumen sobre Persia (1825) dentro de esta Descripción abreviada del mundo que ideó Ackermann para el público hispano. A su vez, el emigrado gaditano llevó a cabo otras publicaciones como Ivanhoe (1825) y El Talismán (1826) de W. Scott –las primeras traducciones completas en español de las novelas históricas del escritor escocés–,11 Meditaciones poéticas (1826) –adaptación lírica del poema The grave de Robert Blair, a partir de los grabados realizados por William Blake– o la traducción de la obra Mexican Revolution de William Davis Robinson, bajo el título Memorias de la revolución de Méjico y de la expedición del general D. Francisco Javier Mina (1824). En estas Memorias, al igual que en otros proyectos del publisher alemán dirigidos al público hispanoamericano, se modificaron y adecuaron aquellos contenidos que pudieran ser polémicos entre los lectores –sobre todo en el ámbito religioso y político– con el fin de evitar un posible rechazo de la obra y favorecer su venta y difusión en el mercado hispano.

Otro de los principales proyectos de Ackermann fueron los catecismos, «libros de reducido formato, atractivos y manejables […] escritos según el modelo tradicional de preguntas y respuestas empleado en los catecismos religiosos o políticos, y se pretendía que fuesen utilizados siguiendo el sistema de enseñanza mutua o “lancasteriano”» (Valera Candel 2007: 155–156). El empresario germano decidió elaborar, siguiendo el exitoso modelo británico de William Pinnock, sus propios catecismos para las nuevas repúblicas hispanoamericanas. Nuevamente, acudió a los emigrados liberales españoles refugiados en Londres –Mora, José Núñez de Arenas, Joaquín Lorenzo Villanueva, Esteban Pastor o José de Urcullu, entre otros– para que estos se hicieran cargo de escribir, traducir o componer a partir de publicaciones inglesas estos catecismos en lengua española, cada uno de ellos dedicado a una determinada rama del conocimiento (Valera Candel 2007: 157). Entre estos emigrados que trabajaron al servicio de Ackermann, merece la pena destacar a José de Urcullu, cuyos textos contaron en términos generales con un importante éxito editorial en Hispanoamérica. Además de traducir la ya citada obra de Berchoux, publicó cinco de estos catecismos, una Gramática inglesa reducida a veinte y dos lecciones (1825), y la adaptación de tres obras: Cuentos de duendes y aparecidos, compuestos con el objeto expreso de desterrar las preocupaciones vulgares de apariciones (1825),12 La nueva muñeca, o el aguinaldo de la abuela (1826)13 y Lecciones de moral, virtud y urbanidad (1826).[14, Publicación inspirada en la obra Trésor des enfants de Blanchard, las Cartas sobre la educación del bello sexo de Mora, y otros modelos europeos.]

La empresa que llevó a cabo Rudolph Ackermann hacia el mercado hispanoamericano fue sin duda la más ambiciosa de las realizadas desde las islas británicas: «dominó las importaciones de libros extranjeros a México y la mayoría de los países hispanohablantes del continente durante la década de 1820» (Roldán Vega 2007: 188).14 No obstante, entre 1823 y 1833, aparecieron también en territorio inglés otras traducciones realizadas por emigrados españoles, lejos de la influencia y las directrices del publisher alemán. Personajes ilustres como Miguel del Riego –hermano del héroe de 1820 ajusticiado tras el fin del Trienio Liberal–, quien tradujo el Diálogo político de Cartwright (Londres, R. Taylor, 1825);15 Espronceda, con poemas como «La despedida del patriota griego de la hija apóstata», versión de una composición anónima publicada en The New Monthly Magazine and Literary Journal (Llorens 1979: 164);16 o el general Torrijos, quien tradujo las Memorias del general Miller, al servicio de la República del Perú (Londres, 1829), colaboraron en la labor traductológica de la emigración liberal en Inglaterra.

Esta actividad no cesó tras el fin del exilio en 1833, y en los años posteriores algunos de aquellos desterrados realizaron varias traducciones relacionadas con la cultura y la literatura británicas. De este modo, Mateo Seoane trasladó al español los Documentos relativos a la enfermedad llamada cólera espasmódica de la India (1831), García Villalta tradujo por primera vez Macbeth de Shakespeare, directamente del texto inglés en 1838 (Calvo 2002) y Telesforo de Trueba y Cosío, cuyas novelas consiguieron una enorme fama en la sociedad inglesa de la época,17 publicó la traducción de un fragmento de The Siege of Corinth de Byron en El Artista en 1835 (García Castañeda 2001: 31)18 y tradujo en 1824 otra obra inglesa –The rivals de Richard Brinsley Sheridan– bajo el título Amores de novela, pero esta finalmente no fue impresa (Llorens 1979: 164).

Todos estos títulos y autores citados son solo algunos ejemplos representativos de la intensa labor editorial, literaria y traductológica que la emigración liberal de 1823 llevó a cabo en Inglaterra y cuyos ecos pervivieron tanto en el país británico como en España tras la muerte de Fernando VII. El auge de las publicaciones inglesas en español durante esta década de 1820 vino propiciado por diferentes factores histórico–políticos, económicos y coyunturales: el desarrollo del comercio y su logística y de la propia industria editorial en las islas británicas a comienzos del siglo XIX coincidió con los procesos de independencia de las antiguas colonias hispanoamericanas y la llegada de un gran número de constitucionalistas españoles exiliados en Londres, tras la caída del régimen liberal en España. Estas circunstancias configuraron el escenario perfecto para que las empresas inglesas decidieran apostar por el mercado hispanoamericano e intentar hacerse con el control de las relaciones comerciales con estos nuevos estados al otro lado del Atlántico.

 

El exilio en Francia

Inglaterra no sería la única potencia europea en este intento por establecer y reforzar lazos políticos y económicos con Hispanoamérica a comienzos del siglo XIX. Francia fue sin duda su principal rival en esta empresa y dificultó enormemente las pretensiones británicas en el Nuevo Mundo, así como en Europa: «Francia juega, como es sabido, un papel hegemónico en la Europa del siglo XVIII en el ámbito cultural, y la irradiación de su lengua y de su cultura no sólo afecta a España, sino a todo el continente y a las islas» (Lafarga 1999: 12). Esta influencia política y cultural durante el Setecientos, unida a su fuerte industria editorial, favorecieron la proliferación de las publicaciones realizadas en Francia a lo largo del primer tercio del siglo XIX y permitieron al país galo obtener una posición ventajosa en el mercado durante esta época, un período marcado a su vez por el auge de la traducción como producto comercial: «Londres, no obstante los esfuerzos de Ackermann durante los años de la emigración española, no podía competir ventajosamente con París, en donde el costo de los materiales era menor y la “mano de obra” de los traductores más barata: diez francos por pliego impreso. Hasta se hicieron en París ediciones fraudulentas de las obras publicadas por Ackermann» (Llorens 1979: 157).

Si el empresario alemán acaparó gran parte de las publicaciones inglesas en español durante estas primeras décadas del siglo XIX, en Francia esta producción se diversificó y el número de imprentas y editores que se dedicaron a los textos españoles se multiplicó exponencialmente en este mismo período. Tomando como referencia el catálogo de Vauchelle–Haquet (1985), encontramos un total de cincuenta y cinco imprentas francesas que dieron a luz publicaciones en español entre 1814 y 1833, entre las que podemos destacar las imprentas parisinas Decourchant (con treinta y una obras), David (con veintiocho textos), Pochard (con diecinueve publicaciones), seguidas de las imprentas Bobée o Moreau (con catorce obras cada una), entre otras. Así mismo, es preciso destacar la labor de cerca de una veintena de editores galos que publicaron textos españoles durante esta época, casi siempre dirigidos al público del Nuevo Mundo. Entre ellos, merecen una especial atención las editoriales como Librería americana, con cincuenta y siete obras en español; Rosa, con cuarenta y tres; Bossange père y Bossange frères, con veintisiete textos entre ambos; o Masson & fils, con diecisiete. Junto a ellas, encontramos varias empresas que englobaron ambas facetas –la impresión y la edición– a la hora de publicar muchos de estos textos para el público hispano como las parisinas Smith, que imprimió y editó cerca de sesenta publicaciones, y Pillet aîné, con veinticinco obras; Lawalle jeune, radicada en Burdeos, con cuarenta y cuatro textos; o Alzine, empresa situada en Perpiñán que sacó a la luz diecisiete obras en lengua española a comienzos del siglo XIX.

En esta ferviente actividad de las imprentas y editoriales francesas también participaron, al igual que en Inglaterra, los desterrados españoles. Al otro lado de los Pirineos, la presencia de estos emigrados políticos se sucedió a lo largo de todo el siglo XIX, con especial intensidad entre la guerra de la Independencia (1808–1814) y los años posteriores al final de la primera guerra carlista (1833–1840), y muchos de ellos se dedicaron a la traducción como medio de vida: «cuando hablamos de traducciones de novelas de esta época, pensamos en traducciones impresas o hechas en España; nada más lejos de la verdad; una buena parte, casi la mitad […] de las novelas traducidas al español de 1790 a 1834, se imprimen en París, Burdeos, Perpiñán, Londres y hasta en Filadelfia» (Ferreras 1973: 81). La proximidad geográfica de España y Francia, y las relaciones políticas, culturales y comerciales que se desarrollaron durante el siglo XVIII entre ellos, situaron al país galo como el principal territorio donde buscaron asilo y refugio los exiliados españoles decimonónicos.

Las circunstancias políticas en las que se produjeron varios de estos destierros fueron sin duda argumentos de peso para justificar esta emigración hacia el país vecino. Este fue el caso de los afrancesados, quienes se vieron forzados a abandonar el país junto con las tropas galas al acabar la guerra de la Independencia.19 Su vinculación con el régimen de José I los situó en una tesitura muy comprometida; tildados de traidores a la patria por los defensores de Fernando VII, y ante las posibles represalias que pudieran sufrir por sus adversarios políticos, muchos decidieron cruzar la frontera. «Junto a quienes desempeñaban empleos oficiales se hallaban otros, los más, que tenían contratados sus servicios con personajes de mayor o menor rango […], o bien en colegios, editoriales, imprentas y otras instituciones privadas, como profesores, traductores, intérpretes, correctores de galeradas, etc.» (Vilar 2006: 120). Entre estos exiliados se encontraba una gran parte de los altos cargos, funcionarios de la administración pública española durante los reinados de Carlos III y Carlos IV, así como un número notable de intelectuales de finales del siglo XVIII como Alberto Lista, Juan Meléndez Valdés, Reinoso, Juan Antonio Llorente o Leandro Fernández de Moratín, entre otros. Para algunos, el destierro en Francia mantuvo viva la inspiración y supuso un nuevo motivo sobre el que escribir, en muchos casos con una literatura de justificación de sus acciones y decisiones durante la guerra de la Independencia, ya fuera como un intento de conseguir el perdón de Fernando VII o denunciar el trato injusto y la condena por un delito de traición que no habían cometido.20 no se trataba, pues, sólo de justificar una actuación, sino de hacer oír la voz de los que desde España se pretendía desterrar para siempre en el olvido, mostrando a la opinión pública, tanto española como francesa (de ahí las diferentes traducciones), las motivaciones que movieron a los que luego fueron calificados como traidores» (López Tabar 2001: 135).] En cambio, otros vieron reducida en el exilio la actividad literaria que habían desarrollado en la patria. Este fue el caso de Moratín, quien, además de cosechar un enorme éxito con su producción teatral y lírica, llevó a cabo varias traducciones de obras francesas como La escuela de los maridos y El médico a palos de Molière, además de una versión de Hamlet de Shakespeare (Cañas Murillo 1999: 463–475). Sin embargo, en su destierro, tanto él como Meléndez Valdés se muestran poco activos y, por ejemplo, Moratín, que murió en 1828, no publicó nada con posterioridad a 1814 (López Tabar 2007: 8).

El silencio de algunos de estos grandes escritores neoclásicos españoles durante su exilio se contrapone con la actividad que llevaron a cabo varios de sus compañeros de destierro. Uno de los principales traductores españoles josefinos al otro lado de los Pirineos fue José Marchena,21 ferviente defensor de las ideas revolucionarias y de la causa bonapartista en la Península: «el andaluz José Marchena es el primer español que de forma clara y rotunda se suma a cuanto representaba la Revolución francesa y su ideología, que explica, difunde, exalta y glorifica de palabra y por escrito con su entusiasta e infatigable ejecutoria personal, con innumerables discursos, folletos y tratados, y con sus no menos numerosas traducciones» (Vilar 2006: 41). El mal llamado «abate Marchena» ya había dado cuenta de su faceta traductológica a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, y el exilio no impidió que continuase desarrollándola en Francia mientras durase su emigración. En tierras galas, tradujo varias obras de ilustrados franceses como Emilio o de la educación de Rousseau (Burdeos, Beaume, 1817), las Cartas persianas de Montesquieu (Nîmes, Durand–Belle, 1818), o las Novelas de Voltaire (Burdeos, Beaume, 1819), así como el Manual de Inquisidores para uso de las Inquisiciones de España y Portugal o compendio de la obra titulada Directorio de Inquisidores de Nicolás Eymerico, Inquisidor General de Aragón, traducido del francés en idioma castellano (Montpellier, Avignon, 1819), La Europa después del congreso de Aquisgrán por el Sor abate de Pradt (Montpellier, F. Avignon, 1820), De la libertad religiosa, traducida del francés del Sor A. Benoit (Montpellier, Vve. Picot, 1820), Las ruinas, o meditación sobre las revoluciones de los imperios, de C. F. Volney (Burdeos, Beaume, 1820), o Julia o la nueva Heloísa de Rousseau, publicada en Francia a pesar de encontrarse ya de vuelta en España (Toulouse, Bellegarrigue, 1821).

También se dedicó a la traducción el militar de origen francés Jean–Baptiste Esménard. Exiliado en España durante la Revolución Francesa, prestó sus servicios a Carlos IV y más tarde a José Bonaparte –tanto con la pluma como con la espada– para regresar finalmente a su país al finalizar la guerra, tras permanecer en la Península dieciséis años y haberse integrado sin dificultad en la sociedad española del momento (Larriba 2010: 207–225). En París, llevó a cabo una intensa actividad en favor de sus correligionarios afrancesados, reseñando algunas de sus memorias y publicaciones y traduciendo textos como las Reflexiones sobre el discurso que pronunció Mr Clausel de Coussergues en la Cámara de diputados de Francia, el 28 de febrero contra los refugiados españoles (París, P. N. Rougeron, 1817). Entusiasta y admirador de la cultura y la literatura españolas, publicó varios artículos relacionados con las letras hispánicas y tradujo varias obras de Lope de Vega, Calderón, Cervantes o el propio Moratín (Larriba 2017: 69–80).

Pedro Bazán de Mendoza fue otro de los juramentados que durante su exilio se dedicó a tareas de traducción.22 El catedrático de Leyes de la Universidad de Santiago ocupó diversos cargos en la administración pública durante el reinado de José I en su Galicia natal, una estrecha relación con el régimen bonapartista que le llevó al destierro tras finalizar la contienda. En tierras galas, residió en diferentes ciudades como Toulouse, Montpellier, Auch o Alais, donde se estableció hasta su muerte en 1835 (Barreiro Fernández et al. 2018: 88). Entre sus traducciones, destaca la versión de La Henriada de Voltaire (Alès, Martin, 1816), una obra que guarda concomitancias simbólicas con la realidad de los emigrados afrancesados durante el Sexenio absolutista: «no es casualidad que en los rigores del exilio Pedro Bazán de Mendoza y José Joaquín Virués se esforzaran por traducir y publicar esta obra, auténtico cántico a la tolerancia personificada en Enrique IV de Francia, que constituye una llamada de atención hacia las autoridades españolas y su monarca» (López Tabar 2007: 11). Así mismo, Bazán de Mendoza llevó a cabo la traducción del Arte poética de Boileau (Alès, Martin, 1817) y dejó otras inconclusas o sin publicar como los Traités de Legislation de Jeremy Bentham (Barreiro Fernández et al. 2018: 92) y Británico y Ester de Racine.

Por su parte, Manuel Norberto Pérez de Camino, doctor en Leyes y antiguo fiscal de la Casa de Alcaldes de Casa y Corte durante el reinado de José Bonaparte, fijó su residencia en Burdeos y entre 1815 y 1819 llevó a cabo varias traducciones de obras clásicas como las Elegías de Tibulo, las Geórgicas de Virgilio o las Poesías de Cátulo (publicadas póstumamente), así como otras obras coetáneas como El mérito de las mujeres, los recuerdos, la sepultura, la melancolía de Gabriel Legouvé (Burdeos, Lawalle jeune, 1822) (Ballesté 2010: 61–83). «Traductores, como Pérez de Camino, fueron otros ilustres afrancesados, como Javier de Burgos, traductor de Horacio, o José Gómez de Hermosilla, protagonista con Miñano y Lista de empresas como El Censor o El Imparcial durante el Trienio. Helenista de fama merecida, su traducción de la Ilíada gozaría de justa fama durante décadas» (López Tabar 2007: 9). Entre estas publicaciones en Francia, encontramos también la novela Pablo y Virginia de Bernardin de Saint–Pierre, adaptada al castellano por José Miguel Alea (Perpiñán, Alzine, 1817), quien ya había desarrollado en España una intensa actividad en el ámbito de la traducción y contaba con una versión anterior de esta obra publicada en 1798, las Aventuras del Baroncito de Foblas escritas en francés por M. Louvet de Couvray y traducida por Eugenio Santos Gutiérrez (París, Rosa, 1820) o el Ensayo político sobre el reino de Nueva España de Alexander von Humboldt, traducción de Vicente González Arnao (París, Rosa, 1822), entre otros.

La presencia de los emigrados españoles en Francia durante el Sexenio Absolutista no solo se debió a los josefinos; junto a ellos también sufrieron los sinsabores del destierro los liberales, quienes, tras el golpe de Estado de Fernando VII y la restitución del absolutismo en España en 1814, compartieron el mismo destino que sus adversarios políticos durante la guerra de la Independencia. Sin embargo, su número fue sensiblemente inferior al de los afrancesados por varias razones: la gran mayoría de los liberales fueron apresados o desterrados a otros puntos del territorio español y, muchos de los que consiguieron escapar, se asentaron en Inglaterra, país aliado durante el conflicto bélico. El duro enfrentamiento entre liberales y franceses a lo largo de la guerra hizo que el país galo no fuera un destino aconsejado para los constitucionalistas españoles en su exilio, pero ello no impidió que un grupo de liberales –entre los que se encontraba personajes destacados como el conde de Toreno, el general Espoz y Mina o Pablo de Xérica– terminaran asentándose, por diversas circunstancias, en Francia hasta 1820.

No obstante, tal y como afirma Aymes, a pesar del importante número de josefinos y liberales españoles que emigraron a tierras galas durante el Sexenio Absolutista, las publicaciones producidas en este período fueron bastante reducidas en comparación con las llevadas a cabo durante el Trienio Liberal: «en contraste patente con los años 1818 y 1819 en que solo se han publicado en París un puñado de obras en castellano […] al año siguiente (1820), decisivo para el futuro del liberalismo en la Península, florece en París y en varias ciudades de provincia (Perpiñán, Burdeos) una ingente cantidad de obras en español, inéditas o traducidas» (Aymes 2008: 146). El pronunciamiento de Rafael de Riego a comienzos de 1820 y la posterior firma de la Constitución de 1812 por Fernando VII provocó una oleada de publicaciones españolas en Francia, superando con creces la cifra de ochenta y dos obras en español producidas durante el Sexenio hasta alcanzar las ciento setenta y tres publicaciones en el Trienio Liberal (Vauchelle–Haquet 1985).

Entre estas publicaciones, encontramos el Curso de política constitucional de Benjamin Constant (Burdeos, Lawalle joven, 1821), traducido por el diputado a Cortes Marcial Antonio López y que se había publicado con notable éxito en Madrid el año anterior, o el Comentario sobre el espíritu de las leyes de Montesquieu por Destutt de Tracy, con las observaciones inéditas de Condorcet (Burdeos, Lawalle joven, 1821) y los Tratados de legislación civil y penal por Jeremías Bentham (París, Bobée, chez Masson & fils, 1823) traducidos por Ramón Salas y Cortés, «uno de los padres del derecho constitucional español» (López Tabar 2007: 12). Salas, profesor de Leyes en la Universidad de Salamanca, se posicionó a favor de la causa josefina durante la guerra de la Independencia y emigró junto con los franceses al finalizar la contienda; sin embargo, sus planteamientos políticos cambiaron en el destierro hasta situarse del lado del liberalismo español. Este sin duda no fue un hecho aislado. La relativa proximidad ideológica entre afrancesados y constitucionalistas, las relaciones que se establecieron entre ellos en el exilio, el contacto con el liberalismo francés y la propia coyuntura política en España en 1820 provocaron que muchos de los antiguos josefinos se adscribieran al liberalismo tras el pronunciamiento de Riego. Así ocurrió con otros emigrados afrancesados como José María Carnerero (véase Rokiski 1987 y García Garrosa 2015 y 2016) o Manuel Eduardo de Gorostiza (véase Saura 1999 y Bélorgey 2002), quienes, además de su faceta política y literaria, llevaron a cabo a su vuelta a España diversas traducciones de obras teatrales durante el Trienio, esta vez ya como liberales: «los citados Carnerero y Gorostiza lo harían con frecuencia, adaptando al castellano numerosas obras francesas, el primero de ellos desde principios de siglo. Pedro Ángel de Gorostiza, hermano de Manuel Eduardo y afrancesado como él (fue asistente del Consejo de Estado), quien sería traductor de Casimir Delavigne» (López Tabar 2007: 11).

Los absolutistas tampoco quedaron al margen de la experiencia del exilio y un grupo destacado emigró a Francia mientras estuvo vigente el régimen constitucional entre 1820 y 1823. Así mismo, entre las traducciones publicadas en Francia en este primer tercio del siglo XIX, encontramos algunas firmadas por varios defensores del «altar y el trono» como Vicente Rodríguez de Arellano, traductor de Estela, poema pastoral en prosa y versos de Florian (Perpiñán, Alzine, 1817), Cecilio de Corpas y su adaptación de La moral en acción o lo más selecto de hechos memorables (París, Cosson, chez Masson & fils, 1823), o Antonio Gómez Calderón, con la Historia de la navegación, del comercio y de las colonias de los pueblos antiguos en el mar negro de Formaleoni (París & México, H. Seguin, 1828).

Si en 1820, el triunfo del constitucionalismo en España había permitido el regreso de muchos de los desterrados liberales y afrancesados a su patria, la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823 y el restablecimiento del absolutismo fernandino produjo una nueva oleada de emigrados españoles liberales al otro lado de los Pirineos. Este exilio en Francia supuso un renovado estímulo para las publicaciones y traducciones producidas en las imprentas galas, que aprovecharon la presencia de los exiliados para desarrollar y comercializar nuevos productos editoriales en lengua española. De este modo, de acuerdo con el catálogo de Vauchelle–Haquet (1985), encontramos dos momentos destacados durante la Década Ominosa: el primero en 1824, con la llegada y asentamiento de los emigrados liberales en territorio francés, y el segundo en 1826, en el que, según Aymes, tras «tres años de su llegada a Francia, los emigrados liberales van perdiendo la esperanza de volver pronto a su país, y su progresiva integración se traduce por el aumento de los libros publicados al norte del Pirineo» (2008: 130–131). Una vez más, los emigrados españoles participaron en este proceso y tuvieron un papel fundamental a la hora de adaptar y elaborar estas publicaciones para el público hispano.

Uno de los emigrados españoles que contribuyó a estas editoriales francesas fue el prior de la Colegial de Baza Mariano José Sicilia, quien –tras su expresa adscripción al liberalismo en el Trienio con la publicación del periódico El Observador Bastitano (1822)– emigró a Francia al año siguiente (Guillén Gómez 2005). Durante su exilio publicó el Manual diplomático o compendio de los derechos y funciones de los agentes diplomáticos del barón Charles de Martens (1826), el Diccionario analítico de economía política de Charles Ganilh (París, Librería americana, 1826) o Las aventuras del último Abencerrage (París, Librería americana, 1826) y Los Natchez de Chateaubriand (París, Librería americana, 1830). Por su parte, Joaquín Escriche, abogado y periodista liberal aragonés, había participado en la guerra de la Independencia y fue nombrado secretario del Gobierno Político de Aragón durante el Trienio, pero con la vuelta al poder de los absolutistas se vio forzado al exilio. En su emigración en Francia, realizó diferentes traducciones de obras legislativas como el Examen sobre los elementos del derecho romano según el orden de las instituciones de Justiniano de Jean–Anne Perreau (París, Librería americana, 1827), el Compendio de los tratados de legislación civil y penal de Jeremy Bentham (1828) o la Defensa de la usura o cartas sobre los inconvenientes de las leyes que fijan la tasa del interés del dinero por J. Bentham con una memoria sobre los préstamos de dinero por Turgot (1828), así como la traducción de la obra médica de J. A. Salgues, Higiene de los viejos o consejos a las personas que pasan de cincuenta años, en este mismo año de 1828 (París, chez l’éditeur).

Otro de los emigrados liberales que ejerció el oficio de traductor en su destierro francés fue el químico José Luis Casaseca. De familia afrancesada, vivió parte de su juventud en tierras galas y regresó a España en la etapa constitucional del Trienio, pero su relación con destacados liberales como Alcón Calduch, de quien fue ayudante de su cátedra de Química, le condujo de nuevo a cruzar los Pirineos en 1823. En este segundo destierro, tradujo diversas obras como el Formulario para la preparación y uso de varios medicamentos nuevos de François Magendie o las Recreaciones químicas de Friedrich Accum, ambas obras publicadas en 1826 (París, chez J. Renouard). En Francia también residió durante su exilio liberal el insigne político y literato Francisco Martínez de la Rosa, quien presentó en París su Traducción de la epístola de Horacio a los Pisones sobre el Arte Poético (J. Didot, 1828), que ya había aparecido en Madrid en 1819, y la traducción de su propia obra teatral Aben–Humeya, estrenada en la capital francesa el 19 de julio de 1830. Así mismo, el librero, bibliófilo y editor Vicente Salvá, además de dedicarse durante su exilio en Inglaterra y Francia a la compraventa de libros y la comercialización de obras originales y traducciones para Hispanoamérica, elaboró algunas de estas adaptaciones como El cementerio de la Magdalena de Regnault–Warin (1833), publicada por la Librería hispano–americana que él mismo regentaba en París (véase Ramírez Aledón 2014 y 2017). Por otro lado, Juan Florán, joven poeta y periodista liberal que, tras su paso por Londres, se asentó en Francia y se dedicó a las colaboraciones en la prensa, destacó a su vez como traductor con obras como The Adventures of a Younger Son de Edward John Trelawny, adaptada al francés bajo el título Mémoires d’un cadet de famille (1833), o las Costumbres familiares de los Americanos del Norte de Frances Tropolle (1835), entre otras (Saura 2000 y 2007–2008). Junto a ellos se encontraban otros emigrados como Ángel Vallejo Villalón, militar y ministro de Hacienda durante el Trienio, que tradujo en el destierro los Principios generales de la metalurgia de André Guenyveau (París, chez Parmantier, 1826) o el médico Ricardo Bernárdez con el Informe sobre el cólera–morbo, leído en la Academia de Medicina de París en su sesión general, los días 26 y 30 de julio de 1831 (Burdeos, Beaume, 1832).

A lo largo de la Década Ominosa fueron muchos los liberales que, ya fuera de forma puntual o como verdadero medio de vida, tomaron la pluma y se dedicaron al mundo de la traducción con el fin de obtener ingresos económicos, pero en este período los antiguos emigrados afrancesados que continuaban en tierras galas no quedaron al margen de este negocio editorial. Entre estas publicaciones, encontramos obras como La teneduría de libros facilitada de Edmond Degrange, traducida por José María Ruiz Pérez (Burdeos, Beaume, 1826), la Espagne poétique, antología de textos literarios españoles editada y traducida por Juan María Maury (1826–1827), o Memorias del Mariscal Suchet, duque de Albufera sobre sus campañas en España desde el año 1808 hasta el de 1814, escritas por él mismo cuyo traductor se esconde tras las siglas G. D. M. (París, chez Bossange père, 1829), de quien P. Rújula afirma que se apellidaba Masón y era de origen valenciano, vinculado a los círculos de emigrados en París:

Añadió a la obra un «Prefacio del traductor español» redactado expresamente para la ocasión en el que ponía de manifiesto su identificación con posiciones políticas afrancesadas y donde realizaba una relectura del pasado español muy acorde con la justificación que, en los años posteriores a la guerra de la Independencia, habían defendido otros muchos josefinos como Félix José Reynoso, José Antonio Llorente o Francisco Amorós (Suchet 2012: lxvi).

El uso de las iniciales de los traductores, cuando no el mero anonimato, era un recurso muy habitual en las publicaciones de la época, ya fuera por motivos comerciales, políticos o de cualquier otra naturaleza. De este modo, entre las cerca de cuatrocientas traducciones que Vauchelle–Haquet recopila (1985), más de la mitad se publicaron sin mención alguna al traductor y, del resto, en unas cincuenta solo aparecen las iniciales. Todo ello dificulta enormemente identificar a los responsables de muchas traducciones publicadas en el extranjero y conformar un panorama fidedigno y preciso de la actividad traductora desarrollada por muchos de estos emigrados durante su expatriación.

 

Conclusiones

A lo largo de este capítulo hemos intentado esbozar algunas de las relaciones entre la traducción y el fenómeno del destierro en el siglo XIX. Para ello, hemos tomado como marcos geográficos los dos principales países en donde se asentaron los emigrados españoles, Inglaterra y Francia, y hemos centrado nuestra mirada en las primeras décadas del siglo, período en el que se produjeron y concentraron los exilios políticos más importantes durante el siglo XIX.23 La presencia de los desterrados españoles en ambos países, unida a la situación política en España, el resto de Europa y América durante esta época, favoreció la aparición de numerosas publicaciones en lengua española, ya fueran obras originales o traducciones de textos extranjeros. Sin embargo, el fenómeno del exilio no solo significó un impulso editorial y comercial en tierra ajena; sus repercusiones a uno y otro lado de las fronteras fueron mucho más intensas y profundas tanto a nivel político como en el ámbito cultural: «La mayoría de la gente tiene conciencia principalmente de una cultura, un escenario, un hogar; los exiliados son conscientes de al menos dos, y esta pluralidad de miradas da pie a cierta conciencia de que hay dimensiones simultáneas» (Said 2013: 194).

La contraposición entre su España natal con la realidad político–social y cultural que encuentran en Inglaterra y Francia, las relaciones que establecieron en su exilio y sus experiencias en tierra ajena les permitieron ampliar sus conocimientos en diversos ámbitos y adaptar este aprendizaje a la cultura y la sociedad de su patria tras su regreso. De este modo, las emigraciones de esta época influyeron de manera determinante en el desarrollo y la evolución de planteamientos políticos, económicos, científicos y tecnológicos en España a lo largo de la primera mitad del siglo XIX. Así mismo, el contacto con los intelectuales y artistas europeos e hispanoamericanos en el extranjero permitió a estos desterrados conocer y asimilar nuevas ideas y preceptos filosóficos e interiorizar nuevas estéticas y corrientes artísticas como el Romanticismo, un movimiento que había tenido un escaso impacto en España debido a la fuerte censura y a una política de rechazo hacia nuevos postulados ideológicos y artísticos foráneos:

Esta situación [de censura] explica que todo exilio político signifique una culturización del exiliado y que toda vuelta del exilio signifique un resurgimiento cultural en España, como se puede ver sobre todo a partir de los años 30, años en los que la censura continuó en el poder, pero años que presenciaron la vuelta de Inglaterra y de Francia de muchos hombres de letras, de muchos intelectuales. (Ferreras 1973: 20)

Como afirma Kamen, «la experiencia del exilio […] los puso en contacto con la cultura europea, los obligó a empaparse de arte, música e idiomas extranjeros y los formó en ideas políticas desconocidas en España» (2007: 205). Este intercambio de ideas y la asimilación de nuevos conceptos e innovaciones en los diversos ámbitos de conocimiento también fueron posibles gracias a las traducciones de textos y obras extranjeras que se llevaron a cabo durante este período. El fenómeno del exilio favoreció el conocimiento y la recepción de la literatura inglesa y francesa en España e Hispanoamérica así como las obras de grandes autores románticos como Walter Scott, lord Byron, Victor Hugo o Alexandre Dumas, además de una caterva de publicaciones de enorme éxito por estos años pero que apenas han sobrevivido al paso del tiempo:

Las traducciones literarias realizadas tanto fuera como dentro de España abarcan un amplio elenco que iba desde obras fuertemente marcadas por las ideas neoclásicas hasta obras que apuntaban un cambio ético y estético que abocaría al romanticismo, pasando por un auténtico alude de obras –en mayoría novelescas y teatrales– que no se caracterizaban precisamente por el elevado estro de sus autores hoy totalmente caídos en el olvido más absoluto. Por ejemplo, ¿quién conoce o lee hoy las novelas de Mme Cottin, de Mme de Genlis, de Mme de Monlieu o de Mme de Graffigny, o los melodramas de Pixérécourt, Ducange, Caigniez, o las comedias y vodeviles de Bayard o Scribe? Fueron sin embargo éstos unos autores que, gracias a las traducciones de sus obras, gozaron de una popularidad realmente asombrosa. (Dengler 1999: 67)

Los emigrados españoles tuvieron un papel importante en estas interrelaciones e influencias de la cultura europea en el mundo hispano del XIX, pero el destierro no sólo afectó a quienes sufrieron, ya en edad adulta, los sinsabores de la expatriación; su impacto también dejó una profunda huella en las futuras generaciones, con autores e intelectuales como Eugenio de Ochoa o Mariano José de Larra, que vivieron junto con sus familias la experiencia del exilio josefino en sus propias carnes. Su etapa en tierras galas les permitió familiarizarse con la cultura y la lengua francesas, una vinculación que se prolongaría y afloraría en diferentes momentos de sus vidas y les permitió llevar a cabo una intensa actividad de traducción.24

Estos aspectos positivos que conllevaron y produjeron los destierros españoles decimonónicos no pueden desvirtuar la dura realidad a la que tuvieron que hacer frente quienes se vieron forzados a abandonar su hogar por motivos políticos durante esta época: «pensar en el exilio como algo beneficioso para las humanidades que informa esta literatura es trivializar sus mutilaciones, las pérdidas que inflige a aquellos que las sufren, el silencio con que responde a cualquier tentativa de entenderlo como algo “bueno para nosotros”» (Said 2013: 180). Sin embargo, ante la realidad de la expatriación, surgen diversas perspectivas y actitudes que, como afirmaba Claudio Guillén, pueden sintetizarse en dos planteamientos contrapuestos sobre los que oscila el emigrado: la vida en el exilio y la vida desde el exilio. Este vaivén entre una postura negativa y otra más optimista ante la emigración fue experimentado incluso por el propio Ovidio, el gran autor latino, paradigma de la literatura triste y nostálgica del destierro, como expresa en sus Pónticas: «Y convendrá que no te sorprendas, si tienen defectos los versos que compongo, casi como poeta gótico. ¡Ah!, me avergüenzo, pues escribí un librillo en lengua gótica y acoplé palabras extranjeras a nuestros metros; y agradé (¡felicítame!) y comencé a tener fama de poeta entre los salvajes getas» (Ovidio 1992: 542). La traducción guarda, por tanto, una estrecha relación con esa actitud vital desde el exilio y supone para el emigrado un medio por el que obtener rédito económico y con el que establecer un diálogo entre su cultura y su lengua natal con aquella que encuentra al otro lado de las fronteras. Las referencias y el análisis presentados en estas páginas dan muestra de ello y reflejan, de manera sucinta, las numerosas y profundas relaciones que existen entre el mundo de la traducción y la experiencia del exilio en el siglo XIX.

 

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  1. Para una mayor información sobre la traducción en España en este período de entre siglos y la concepción del Neoclasicismo y el Romanticismo, remito a los volúmenes editados por Lafarga (1999), Lafarga, Palacios & Saura (2002), y Lafarga & Pegenaute (2015, 2016).
  2. «Tampoco abundaban los traductores del inglés tanto como los del francés. Pero también de esta lengua aparecieron en Londres algunas versiones, por lo común de obras cuya buena acogida en lengua inglesa hacía esperar otra no menos favorable en español» (Llorens 1979: 157).
  3. Para la labor traductora de los emigrados españoles en Inglaterra, puede consultarse el estudio de Luis Pegenaute (2015).
  4. A. Puigblanch también llevó a cabo diversas traducciones durante su emigración en Londres, como «un tomo de sermones y otros discursos piadosos entresacados, según los fines que se propusieron los sujetos por quienes corrió la empresa, de los del Rev. Roberto Hall, ya impreso para enviarle a las Antillas, Caracas y Méjico [Opúsculos, I, cxxxviii
  5. Para una mayor información acerca de las publicaciones de Ackermann en lengua hispánica, remito al trabajo de Durán López (2015).
  6. «Variedades aparece por primera vez en enero de 1823 y, tras tener que esperar hasta enero de 1824 para ver el segundo número de la revista, se publica trimestralmente desde ese instante hasta octubre de 1825 con un total de nueve números recopilados en dos tomos» (Loyola López 2016a: 178).
  7. Esta intensa actividad de Mendíbil puede verse reflejado en los trabajos de Pajares (2002), Durán López (2015), Álvarez Barrientos (2016) o Loyola López (2017).
  8. El Museo Universal de Ciencias y Artes tenía como objetivo servir como revista complementaria del periódico Variedades o El Mensajero de Londres de Blanco White y se publicó de forma trimestral desde julio de 1824 hasta octubre de 1825 con un total de diez números recopilados en dos tomos.
  9. Ackermann ideó el Correo Literario y Político de Londres como continuación de Variedades, tras finalizar esta publicación en octubre de 1825. Pretendía mantener así el tándem que había iniciado con el Museo Universal –una cabecera sobre literatura y otra sobre ciencias– y con el que conseguía diversificar los contenidos según los intereses específicos de los lectores. Esta nueva publicación apareció de forma trimestral durante el año de 1826.
  10. Valera Candel (2007) lleva a cabo un interesante estudio sobre las referencias científicas, tecnológicas y económicas que se encuentran en el Museo Universal de Ciencias y Artes y la relación entre los emigrados liberales españoles con el clima científico en el que se encontraba Inglaterra en este periodo.
  11. Algunos fragmentos de Ivanhoe ya habían aparecido traducidos en las Variedades de Blanco White (I, 1–3, 1823–1824).
  12. Ghoststories collected with a particular view to counteract the vulgar belief in ghosts and apparitions, and to promote a rational estimate of the nature of phenomena commonly considered as supernatural. Illustrated with six coloured engravings (Londres, R. Ackermann, 1823).
  13. Traducción del cuento infantil The new doll, or Grandmamma’s gift (Londres, R. Ackermann, 1826).
  14. Roldán Vega (2003) ha llevado a cabo un intenso trabajo de investigación sobre las comercialización y distribución de publicaciones extranjeras en la Hispanoamérica independiente a comienzos del siglo XIX.
  15. Diálogo político entre un italiano, un español, un francés, un alemán y un inglés. Escrito en este último idioma por Juan Cartwright, y traducido del mismo al español por un apasionado suyo (Londres, R. Taylor, 1825).
  16. «The Patriot and the Apostate’s Daughter, or the Greek lover’s Farewell» (The New Monthly Magazine and Literary Journal X, 1824, 194–195).
  17. Para una mayor información sobre las novelas de Trueba y Cosío y Valentín de Llanos, remito a González Dávila (2021).
  18. Aunque solo unos fragmentos de las estrofas 16–19 ven la luz en 1835, se cree que Trueba y Cossío había traducido el poema completo hacia 1827, cuando estaba exiliado en Londres (Medina Calzada 2018: 73).
  19. Para una mayor información sobre los josefinos, remito a los trabajos de Barbastro Gil (1993), López Tabar (2001), Artola (2008) y Aymes (2008).
  20. «Paralelamente a las exposiciones manuscritas, que fueron dirigidas en continuo flujo hasta 1820, surgió asimismo una literatura afrancesada que vio la luz en forma de diferentes representaciones impresas a lo largo de estos años. Estas obras tienen desde luego mayor interés que las primeras, pues, aunque unas y otras presentaron razonamientos en buena medida coincidentes, la letra impresa y su posibilidad de difusión les otorgan una mayor notoriedad. Por otro lado, la presentación ante la opinión pública muestra una voluntad de la que carecían las representaciones manuscritas […
  21. Para una mayor información sobre la vida y obra de Marchena, véase Fuentes (1989), Cano (2010) o Romero Ferrer (2016), así como la revisión bibliográfica detallada de Loyola López (2016b).
  22. Trabajos como el de Barreiro Fernández et al. (2018) o Lafarga (2011) aportan numerosos datos sobre la vida y obra traductológica de Bazán de Mendoza.
  23. Para una visión general de las relaciones literarias y culturales de los exilios políticos españoles de la primera mitad del siglo XIX, véase Romero Ferrer & Loyola López (2017).
  24. Trabajos como los de Behiels (1993), Durnerin (1999) y Aymes (2002) en el caso de Larra, o de Ozaeta (2001) y Sánchez García (2014 y 2015) en el de E. de Ochoa, ejemplifican de manera sucinta su labor como traductores.