La traducción del latín en los siglos XX y XXI
Francisco Javier Bran García (Universidad Complutense de Madrid)
Introducción: la posición del latín en el contexto internacional
Hasta el siglo XVIII el latín había permanecido con relativa comodidad arrellanado en su trono de lengua franca, que comienza a verse disputado en el siglo XIX con el triunvirato formado por el inglés, el francés y el alemán.1 Bajo el influjo de diversos avatares históricos y políticos, sabemos cuál acabará por imponerse como medio de comunicación internacional hasta nuestros días. El neolatín, que se había empleado en la universidad y que continuaba mostrándose productivo en diversas esferas, veía cómo su uso se reducía y, en el siglo XX, quedaba restringido al ámbito científico y a la liturgia, más allá de un empleo erudito marginal. En cuanto a lo primero, la botánica continuó exigiendo una descripción en latín de cada nuevo hallazgo hasta que en 2012 se dejó de contemplar como obligatoria: subyacía la idea de que pocos serían los científicos capaces de elaborarla y ni siquiera cualquier filólogo clásico podría acometerla. El detrimento del latín dejó en mejor posición, como era de esperar, al inglés. La taxonomía, empero, seguirá recurriendo a étimos grecolatinos. La liturgia, por su parte, se celebró en latín hasta mediados del siglo XX de manera generalizada en territorio español, y de forma más pertinaz en ámbitos rurales. Sin embargo, se trataba de una cuestión de hábito y apego que no impedía que el castellano, el catalán, el gallego o el euskera fueran permeando cada vez más por las rendijas de los sermones. Como embate adicional contra el latín en medio de este proceloso mar, el papa Francisco, en su carta apostólica de 16 de julio de 2021, impuso que «his in celebrationibus, lectiones proclamentur lingua vernacula, adhibitis Sacrae Scripturae translationibus ad usum liturgicum ab unaquaque Conferentia Episcoporum approbatis» (art. 3, 3), es decir, que la lectura bíblica se haría en lo sucesivo en lenguas vernáculas y no en el original latino.2 Los dudosos intentos por redemocratizar el latín en el siglo XX con variantes simplificadas (latino sine flexione en 1903, interglossa en 1943) cayeron en terreno baldío.
Salvo contadas excepciones, la lengua del Lacio, que ya llevaba largos siglos sin contar con hablantes nativos, deja de utilizarse de forma productiva. Algunas ediciones de clásicos latinos (y griegos) respetaron la costumbre erudita de ir encabezadas por introducciones en latín. Entre ellas, son especialmente célebres las sacadas a la luz por la editorial Teubner, en el marco de su «Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum». Esta convención se mantuvo hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX,3 pero es un desierto dentro del panorama general al que dirigimos la mirada.
Características generales de la traducción latina al castellano en los siglos XX y XXI
La traducción de los clásicos latinos a partir de 1900 viene marcada por la existencia previa de numerosas traducciones de los mismos textos que se vuelven a abordar. Este hecho conlleva la necesidad de alcanzar un resultado relevante con respecto a lo preexistente. Tal y como ha señalado Crespo (2006: 1-4), la versión de textos antiguos a lenguas modernas comparte numerosos elementos básicos con la traducción en general, pero, como sabemos, añade factores propios que pueden justificar el abordaje de tan ardua tarea: por una parte, estamos hablando de textos cuyos originales, en la inmensa mayoría de los casos, no nos han llegado. Raras, por poco frecuentes, son las ocasiones en las que el manuscrito más antiguo conservado dista de la mano original menos de tres siglos. El caso de Plinio el Viejo, de cuya obra se conservan materiales que datan del siglo IV, como el llamado palimpsesto Chatelain, es uno de los más tempranos. Por lo demás, los casos en que se puede operar con codices unici constituyen una cifra verdaderamente exigua.4
El trabajo de crítica textual, imprescindible para la reconstitución de este tipo de textos, se atisba con timidez en el siglo XVI, cuando algunos humanistas recurren a varios manuscritos para enmendar las ediciones incunables, pero la idea de una edición crítica no queda firmemente establecida hasta el siglo XIX, y hay que entrar en el siglo XX para leer a autores centrales de la época clásica en volúmenes derivados de una colación y un establecimiento sistemático del texto. La propuesta de nuevas variantes textuales o su mismo descubrimiento (sobre todo en autores cuyo caudal manuscrito es muy amplio, como Cicerón o Virgilio) continúan produciéndose y generando cambios de sentido que deben reflejarse en las nuevas traducciones. Los hallazgos de gran calado no se habían detenido en los siglos XVI y XVII, a pesar de que en ellos se produjeran descubrimientos esenciales en autores de primer orden. Valga como ejemplo ilustrativo el texto de Tito Livio, que se completa con el contenido de un manuscrito hallado en el siglo XVI. Además, la versión de los clásicos, a diferencia del resto, lleva aparejado el trabajo de investigación de los filólogos: este hecho, vinculado con el texto clásico como un elemento especialmente hermético por la distancia temporal y, por ende, cultural, ha encontrado su eco en la abundancia de estudios que sirven de apoyo al texto desnudo. Es habitual, mucho más que en otras lenguas, la inclusión de prolijos apartados introductorios y notas al pie, que han engrosado a más del doble de su extensión traducciones como las ofrecidas en Les Belles Lettres («Collection Budé»), Artemis Verlag o las españolas Gredos y Alma Mater (del CSIC). La traducción de los clásicos, por tanto, reclama una exégesis profunda que guíe al lector contemporáneo y lo introduzca de lleno en su contenido. Al hilo de lo anterior, el aparato crítico es un elemento recurrente en las ediciones bilingües, y en él se ha de dar cuenta de las omisiones y disensiones más relevantes que se manifiestan en la tradición manuscrita.
Más allá de las importantes consideraciones antedichas, la actualización del texto traducido –una «traducción modernizada»– puede ser suficiente motivación, partiendo de la base de que, ante un original inmutable (¿quién va a modificar un verso de Ovidio?),5 la versión queda sujeta a cambios. Con la evolución propia de las lenguas, las traducciones envejecen, y un lapso de cincuenta años es suficiente para que la sonoridad del texto nos resulte marcada por el tiempo. A ello hay que sumar la consideración cambiante del estilo más apropiado e incluso la aplicación de nuevas sensibilidades que nos acercan más el texto. Acaso huelga recordar que los propios clásicos castellanos, ante la distancia del tiempo, han recibido actualizaciones, una suerte de reinterpretación en que se adaptan grafías, morfología y léxico.6
La elección de una traducción versificada, así como el tipo mismo de verso con el que se reproducirá la métrica cuantitativa latina, es otro de los puntos que han generado reacciones diversas frente a un mismo original, y ante el cual se añade la particularidad de que el traductor ha de ser él mismo escritor. Catulo, Horacio, Ovidio y Virgilio han sido los autores más favorecidos por esta corriente, con recentísimas adaptaciones, como la de la Eneida que se publica en la editorial Hiperión, obra de Vicente Cristóbal en hexámetros castellanos (el libro IV vio la luz en 2021). La dificultad añadida de esta clase de empresas radica en la adecuación al contenido a la vez que se atiende a los rigores estilísticos del metro. Otros traductores habían optado por formas en prosa respetando la apariencia externa del verso, como Antonio Ramírez de Verger en su edición de Catulo (Alianza, 1988), aduciendo la falta de correspondencia de los metros latinos. La elección de adaptar la métrica latina, relegada a un segundo plano a principios del siglo XX (por criterios filológicos histórico–positivistas), ha sido más corriente unas décadas después y ha abarcado la práctica totalidad de los versificadores clásicos, incluido Lucrecio (por Agustín García Calvo, Zamora, Lucina, 1997; reeditado en 2019).
Un factor añadido al analizar el panorama de la traducción latina es común con la traducción de otros idiomas y textos más recientes. Hablamos de la censura, con unas trabas que desaparecen formalmente en 1931 (cf. Gallego 2004: 482), pero que en los clásicos parece operar a partir del propio deseo del traductor, como si nos encontráramos ante autores que no podrían haber producido versos soeces o en exceso procaces. La autocensura es especialmente visible en el caso de Catulo. Su Carmen XVI se resiste a estar incluido en las colecciones de poemas, y después recibe tibias aproximaciones hasta que aparece la versión mencionada de A. Ramírez de Verger.
En el ámbito particular de los textos latinos se ha producido paulatinamente una adaptación en los títulos mismos, de acuerdo con un argumento de corte traductológico y que asiste en la superación de convenciones eruditas: así, encabezamientos que en el original estaban señalados mediante un sintagma preposicional que indicaba el tema (De rerum natura, De finibus bonorum et malorum) se habían vertido al castellano con gran literalidad hasta el siglo XX, para ser poco a poco sustituidos por aproximaciones que, en rigor, se ajustan al uso etiquetador de los mismos. La literalidad excesiva se ha visto igualmente traicionada al eliminar elementos superfluos, lo que ha desembocado en títulos más corrientes, menos ajenos. En el caso de Lucrecio, aproximaciones como «La naturaleza» (Francisco Socas, en Gredos, 2003) se han difundido más recientemente que «De la naturaleza de las cosas» o «De la naturaleza». A pesar de estas divergencias con respecto al uso previo, o quizás como resultado de las mismas, comienza a hacerse acusada la distinción entre dos tipos de traducciones, ya no solo en la poesía: aquellas que respetan el contenido y las que buscan una mayor adecuación a la forma. Conjugar ambas aspiraciones resulta una tarea que entraña gran complejidad y no siempre parece posible.
Hay, por otro lado, un fenómeno particular que se produce en la traducción de clásicos a mediados del siglo XX, y es la aparición de publicaciones escolares. En ellas la selección que se hace tiene en cuenta factores diversos que en ocasiones favorecen pasajes más sencillos en virtud de su público potencial. Además, encontramos el fenómeno de las traducciones yuxtalineales, que pretenden servir de ayuda a los discentes. Estas tuvieron difusión en autores como César, Cicerón, Tito Livio o Salustio, más dados a aparecer entre los textos seleccionados para la educación secundaria y, después, en la universidad: hablamos específicamente de la colección «Gredos bilingüe, y hallamos en tal formato traducciones de Valentín García Yebra (De amicitia de Cicerón, en solitario; los libros I–III de la Guerra de las Galias de César, en tándem con Hipólito Escolar), Julio Calonge (libros I–III de la Guerra civil de César), Francisco Campos (Catilinarias), Manuel Díaz y Díaz (Conjuración de Catilina), Víctor José Herrero (libro XXI de Tito Livio, dos primeros libros de la Eneida), Sebastián Mariner (libro XXII de Livio), Áurea María Martín Tordesillas (libro XXV del mismo libro) y Joaquín García Álvarez (Conjuración de Catilina). Todas estas obras aparecen a partir de la década de los sesenta del siglo XX y, en virtud de su cuidado y su utilidad, conocen reimpresiones y revisiones hasta los años noventa. La traducción escolar, por lo demás, ya fue defendida por Ortega y Gasset como un «camino hacia la obra», por más que no fuera la obra misma, en un razonamiento que se aplicaba en especial a la poesía (cf. Gallego 2004: 486).
Especificidades de la traducción de clásicos latinos a otras lenguas peninsulares
Por ahora nos hemos referido a las traducciones en castellano. Sin embargo, al tiempo que estas abundan, lo hacen también aquellas a otras lenguas peninsulares: al catalán, gallego y vasco se han sumado recientemente el aragonés y el asturiano con especial pujanza. La idiosincrasia del fenómeno se encuadra en los parámetros que hemos ido estableciendo, con una salvedad: en muchos casos no se trata de traducciones con precedente en la propia lengua, con lo cual no se busca en ellas una novedad de tal clase. Al ser más recientes, asimismo, han podido contar con la preexistencia de estudios codicológicos de la gran mayoría de las obras, y ello ha permitido que se libraran de una cadena de pequeños errores que se habían ido puliendo en otras lenguas. Este tipo de producción, con germen universitario, se ha beneficiado de múltiples ayudas autonómicas en los últimos tiempos y, de manera análoga a como había sucedido antes con otra suerte de textos,7 vienen a llenar un vacío que puede servir de impulso para la propia consideración del idioma y, a la vez, divulgar el texto entre un público nuevo. Sea cual sea su lengua, la presencia de títulos clásicos sigue considerándose un factor de prestigio para la editorial que los lanza y, a nivel venal, se supone que constituyen un fondo con ventas que, aun sin ser elevadas en el contexto librero actual, se suponen estables: como hemos mencionado antes, los alumnos de varios niveles educativos podrán tener asignada su lectura, y un público amplio conocerá, al menos, a sus autores y podrá sentir la curiosidad de hojearlos.
La singladura de las traducciones latinas al catalán, gallego, vasco y asturiano tuvo un germen común en la «Biblioteca de Autores Griegos y Latinos» (BAGL) a partir de 1910. Esta colección, dirigida por Lluís Segalà y Cosme Parpal, hermanaba dichas lenguas con el castellano y el portugués, en una empresa unitaria que encuentra su punto final en el año 1917. En paralelo se había conocido un empeño similar, la «Bibliotheca scriptorum graecorum et romanorum cum ibericis versionibus»: se trataba de un encargo del Institut d’Estudis Catalans, con su novedosa Secció Filològica (Quer 2013: 35), para el mismo Segalà en 1914, pero únicamente produce un fragmento de Nepote en latín, español, catalán y portugués (González Delgado 2009: 3). Radicada en Barcelona, la Academia Calasancia, entidad cultural responsable de la BAGL, ofreció un soporte de primer orden para traducciones gallegas y vascas.
Transitando a la senda separada de las versiones catalanas, estas suelen anteceder a las gallegas y vascas y, en algunos casos, a las castellanas. Cataluña vivió un clasicismo humanista mediterráneo que se expandiría en una noción imperialista y encontraba sus raíces en la Renaixença decimonónica (cf. Torné 2010: 443–446). Con Eugeni d’Ors como uno de los teóricos destacados del momento, ese ímpetu temprano que acudía a los clásicos vio su reflejo en la obra de Joan Maragall y Carles Riba en el caso de las letras griegas. Las latinas florecen de la mano del horacianismo, con versiones parciales de Lluís Gispert (1904–1905), Alfons Maseras (1905), Gabriel Alomar (ed. en 1911), Isidre Vilaró (1922) y Jeroni Zanné (1926). Virgilio recibe una traducción en verso de Llorenç Riber (1918). El salto cuantitativo se da, sin embargo, con la Fundació Bernat Metge, institución prolífica que se propone publicar en catalán los clásicos grecolatinos, a la manera como se hacía en otros países con sus propias lenguas. Dicha fundación tuvo un prestigio y una trayectoria que no encontraba parangón en su momento. Con la Loeb Classical Library y, sobre todo, la «Collection Budé» como modelos fundamentales, fue desplegando sus obras en seis series que incluyeron autores patrísticos y técnicos, con edición crítica de los originales. Hemos de lamentar únicamente la interrupción de la colección entre 1938 y 1946, bajo los efectos colaterales de la Guerra Civil (González Delgado 2009: 5). La colección sigue viva como «La Casa dels Clàssics» desde 2017, cuando el grupo cooperativo Som releva al Institut Cambó en su gestión. Más recientemente, la editorial Adesiara se viene ocupando de sacar a la luz nuevas traducciones de los clásicos.
Buena cuenta de los esfuerzos en territorio catalanoparlante la tomaron varios traductores vascos. A pesar de ello, no hubo un núcleo unitario como el que representa la Fundació Bernat Metge, sino que, a lo largo del siglo XX, las traducciones se presentan, en gran medida, como contribuciones en publicaciones periódicas (Euzko Gogoa, Euskal Enalea y otras; Ruiz Arzalluz 1988: 270–274). Tal y como veremos, en algunos casos se eligen específicamente segmentos de textos que se refieren a la realidad del pueblo vasco o que tienen una aplicación directa para el mismo, algo particularmente notorio en el caso de los historiadores. Nicolás Ormaetxea (conocido como Orixe), Jokin Zaitegui y Santiago Onaindia son nombres que han de resonar, entre otras cosas, por haberse aplicado a trasladar los metros latinos al euskera en verso (Ruiz Arzalluz 1987: 389).
También la traducción al gallego, lengua que durante siglos se había visto reducida al ámbito familiar, se produce de manera mucho más marginal que la catalana. La Revista Gallega de Florencio Vaamonde será el primer soporte para las versiones gallegas de los clásicos latinos y griegos, con un gusto particular por Horacio en el caso de los primeros. Más allá, tenemos la mencionada «Biblioteca de Autores Griegos y Latinos», y a partir de 1916 cobra vigor el movimiento nacionalista que, a través de varias organizaciones, promueve la lectura de todo tipo de textos en la lengua de la región. En tal contexto aparece la publicación periódica Nós, en la que se expresan los intelectuales del momento con la motivación de engrandecer Galicia (Amado 2010: 477). Además de Vaamonde, con traducciones horacianas a caballo entre los siglos XIX y XX, descuella en esa primera época Avelino Gómez Ledo, quien traslada las Églogas de Virgilio y fragmentos de las Geórgicas, las Tristes de Ovidio y De rerum natura de Lucrecio (1930–1933) a través de los soportes mencionados. Desde Galicia y el País Vasco los hombres de letras siguen prestando atención al modelo catalán, que ya cuenta con más de cien títulos clásicos publicados por la Fundació Bernat Metge en 1951, pero en el caso gallego los avances derivan de iniciativas personales. Conviene destacar aquí los empeños de Aquilino Iglesia (con versiones de Horacio y Plauto), Ramón Cabanillas y, de nuevo, A. Gómez Ledo.
Las versiones asturianas son las más recientes: las causas que explican este descuadre son variadas y hay que bucear en la mayor marginalidad del asturiano como lengua de cultura, además de grandes diferencias políticas y sociales con respecto a la realidad catalana, gallega o vasca (véase González Delgado 2008). El Surdimentu asturiano se produce con posterioridad a sus homólogos peninsulares y, aunque tiende a los clásicos de la misma manera que hicieron aquellos, aún no ha producido un caudal comparable de traducciones. Encontramos, en su lugar, esfuerzos fragmentados que parten del caso excepcional de Horacio y transitan fugazmente por otros autores. Se echa en falta, no obstante, su empuje, un apoyo institucional semejante al que se vivió en Cataluña con la Fundació Bernat Metge. Antes de la democracia solamente hay noticia de versiones de Horacio, que arrancaron en el siglo XIX, y a las que se sumaron en el siglo XX las de Ricardo García Rendueles (1925) y Francisco Manuel Balbín de Villaverde (1926): se trata, sin embargo, de la adaptación de una oda en cada caso. Hay que esperar luego a 1984 para ver el epigrama xxxiv de Ausonio en asturiano (obra de Xuan Bello en la revista Lletres Asturianes 11); Nel Caldevilla vuelve a Horacio un año más tarde y añade a Tibulo, en la misma revista; y, de forma inesperada, se añade a esta nómina Sulpicia en 1987 (por Xilbertu Llano, en Lletres Asturianes 26). El mismo Caldevilla publicó seis poemas de Catulo (Lletres Asturianes 28, en 1988).
La traducción latina en el ámbito editorial
Como hemos ido señalando, las traducciones de los clásicos son, por lo general, obra de latinistas que colaboran con empresas privadas y fundaciones (Akal, Alianza, Fundació Bernat Metge, «Biblioteca Clásica Gredos», Cátedra, Edaf, Ediciones Clásicas). En ciertos casos, además, cumple un papel insoslayable la financiación pública, máxime cuando hablamos de editoriales universitarias y de investigación (colección Alma Mater, del CSIC, o la editorial Verbum, que se ha propuesto la publicación de opera selecta de los clásicos en breve plazo). Este esfuerzo combinado surge tanto en España como en países de Latinoamérica, con ciertas diferencias de planteamiento. El salto digital está permitiendo una difusión extraordinaria, sobre todo de autores considerados menores y cuyas obras circulaban en pequeñas tiradas. Sin embargo, el detrimento causado a la empresa del libro habrá de calibrarse con cuidado: recientemente asistimos a cómo algunas editoriales abandonan por completo la producción en papel o, en el mejor de los casos, la dejan relegada a una tirada mínima dirigida exclusivamente a bibliotecas estatales. Es el caso de RBA, que ha asumido la colección «Nueva Biblioteca Clásica Gredos», cuyos ejemplares más recientes han visto la luz exclusivamente en formato digital.
La mayor parte de editoriales que cuentan con colecciones dedicadas a verter obras clásicas al castellano son de aparición tardía si lo comparamos con el florecimiento de las traducciones de vernáculas en la posguerra (Vega 2004: 538). Solo se adelantan la Editorial Católica, con cuya colaboración surge la «Biblioteca de Autores Cristianos» (1943), y Gredos, fundada en 1944, pero que no abre su «Biblioteca Clásica» hasta 1977. Alianza (1966) y Cátedra (1973) son otras de las casas que ponen sus tipos móviles al servicio de esta clase de empresa. El panorama de la producción de libros en España en la primera mitad del siglo XX era hasta tal punto insuficiente que hubo iniciativas en otros países, como es el destacado caso de la editorial Garnier en Francia y su «Biblioteca de Autores Célebres». En ella aparecieron autores españoles junto a traducciones de Horacio y Petronio (Tomás Meabe), Marcial (José A. Insúa), Séneca (Nicolás Estévanez, Cristóbal Rodríguez) o Virgilio (Manuel Machado), por mencionar las que salen a la luz entre 1913 y 1923 (Castro 2010: 221). Habría que incluir a autores cristianos, aunque de época algo posterior a la que entendemos por clásica, como Jacobo de Vorágine o san Jerónimo.
En cuanto a su formato y su contenido, las traducciones previas a la guerra civil adolecen de una falta de ambición artística que queda patente, y sus traductores no siempre las abordaban desde el latín: en no pocas ocasiones parten del francés (Castro 2010: 236). Tal práctica, la retraducción, venía siendo censurada en España desde el siglo XIX cuando se trataba de clásicos grecolatinos, mas podía recurrirse a ella e incluso defenderse en casos en que mereciera la pena sacrificar la exactitud siempre y cuando una obra consiguiera la difusión merecida (Hualde 1998: 374–375). Las traducciones no académicas y no excesivamente fieles, plagadas de galicismos, no eran desconocidas en la época. Varios factores inciden en el gran cambio que se produce después, entre ellos la instauración de los estudios de Filología Clásica en España y la influencia de las colecciones alemanas y francesas, que sirven como modelo. Así, las revisiones de los aparatos críticos y los añadidos de lecturas inéditas, con la inclusión de nuevos materiales, favorecen las publicaciones que combinan traducción con edición crítica y anotaciones (Alma Mater), algo que sigue siendo más frecuente en editoriales alemanas y francesas. De cualquier manera, incluso en aquellos casos en los que no se incluye una edición crítica como tal, contamos con referencias explícitas a la edición que ha servido de base e indicaciones sobre cualquier desvío de la misma (así ocurre en Gredos, Cátedra y Alianza). Todas ellas incluyen importantes actualizaciones bibliográficas.
Casi todos los autores clásicos de primer orden han conocido más de una traducción en el siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI. La profusión de las versiones hechas en España, mayor que en cualquier otra época, hace complicada la tarea de resaltar traductores concretos sin incurrir en desdoro de otros. Vamos, por tanto, a hacer una exposición sumaria de los hitos principales. Una observación común que podemos hacer desde los primeros autores enumerados es, como veremos, el contraste entre la sequía de traducciones nuevas en los siglos XVIII y XIX y el panorama con el que se abre el siglo XX, generalmente desde sus primeras décadas.
Prosa
En prosa, y siguiendo un orden alfabético, hemos de comenzar con Apuleyo. A. Ruiz de Elvira saca a la luz El asno de oro (Madrid, Gredos, 1958), que después retoman Lisardo Rubio (Gredos, 1978, con una nueva edición en 2008), Francisco Pejenaute (Madrid, Akal, 1988) y Juan Martos (Madrid, CSIC, 2003). Varios de estos nombres serán recurrentes en esta rápida relación de autores, en manifestación clara de aquel vínculo entre lo académico y las traducciones latinas que ya hemos mencionado. Al catalán vertieron la obra Marçal Olivar (Fundació Bernat Metge, 1930) y Joan Carbonell i Manils (Barcelona, La Magrana, 1999). Gidor Bilbao incluye la obra en su Latin–literaturarako sarbidea: idazleak eta idazlanak (Bilbao, Udako Euskal Unibersitatea, 2002).
El texto de César se benefició de su inclusión en el currículo de la educación secundaria en el siglo XX y, en virtud de ello, florecieron sus traducciones con una profusión incomparablemente mayor que en los siglos precedentes. Esto se hace patente, sobre todo, en la segunda mitad del mencionado siglo, y no cesa hasta nuestros días. A versiones más normativas, como las de la Guerra civil llevadas a cabo por J. Calonge (Gredos, 1947), S. Mariner (CSIC, colección Alma Mater, 1959–1961) y José Antonio Enríquez (Alianza, 1985), o las de la Guerra de las Galias de Vicente López Soto (Juventud, 1971), Alfonso Cuatrecasas (Espasa–Calpe, 2000), José Joaquín Caerols (Alianza, 2002) y A. Ramírez de Verger (Cátedra, 2017), se añaden traducciones parciales y las famosas versiones acompañadas de traducción yuxtalineal, que tanto uso han tenido en ámbito educativo hasta el nivel universitario. En catalán encontramos toda su obra editada por la Fundació Bernat Metge entre 1973 y 1988, con nombres como Joaquim Icart, Josep Maria Morató y Miquel Dolç. En euskera se ha emprendido una traducción del Bellum Gallicum (Guadalupe Lopetegi, Vitoria–Gasteiz, UPV–EHU, 1999), a la que se suma la versión gallega de Alfonso Blanco (Santiago de Compostela, Laiovento, 2019).
En su reconocimiento como horma del clasicismo latino, Cicerón recibió numerosísimas ediciones y reediciones, de las que no sería posible dar cuenta en este espacio. Solo en el siglo XXI hay más de una treintena de publicaciones con parte de su obra, la cual casi toda editorial académica cuenta con uno o varios volúmenes. Alberto Medina, Álvaro d’Ors, Víctor José Herrero, Ana Isabel Magallón y V. García Yebra, han publicado parte de su obra en Gredos; Antonio López Fonseca, María Esperanza Torrego, Eustaquio Sánchez Salor y José Miguel Baños aparecen en Alianza; para Cátedra han prestado su inestimable esfuerzo A. Ramírez de Verger, Alejandro García González; Antonio Tovar, Aurelio R. Bujaldón y Manuel Marín y Peña han hecho sus aportaciones para la colección Alma Mater. En muchos de estos casos hay reediciones posteriores. El nombre de Ll. Riber, tan presente en el entorno de la Fundació Bernat Metge, traduce para ella los Discursos (1923). Xosé Carballude y Xosé María Liñeira se encargaron de presentar Sobre a vellez y Sobre a amizade (Vigo, Galaxia, 1995), si bien la frecuencia en la que se ha visto la obra de César trasladada a las lenguas peninsulares cooficiales ha sido notablemente menor que en el caso del castellano.
El Satiricón de Petronio ofrece una pluralidad de traducciones engañosa, pues en muchos casos se trata de adaptaciones de la versión francesa y, en otros, actualizaciones de versiones preexistentes. Manuel C. Díaz y Díaz (Madrid, Alma Mater, 1968–1969) y Lisardo Rubio (Madrid, Gredos, 1978) señalan el camino a seguir en lo que a traducciones filológicas respecta. Posteriormente hacen valiosas aportaciones Carmen Codoñer (Madrid, Akal, 1996), Bartolomé Segura (Cátedra, 2003) y José C. Miralles (Alianza, 2014). Esta obra cuenta con adaptaciones al resto de lenguas peninsulares cooficiales: en catalán, Josep Maria Pallàs (Barcelona, Quaderns Crema, 1988), Albert Berrio y Romà Giró (Barcelona, Columna, 1988) y Sebastià Giralt (Martorell, Adesiara, 2017); en gallego, Xosé Antón Dobarro y Dolores Gómez Quintas (Santiago de Compostela, Xunta de Galicia, 1993); el euskera, por el momento, se conforma con una traducción parcial de Miguel de Arruza (en Euzko Gogoa n.º 7, 1956).
Las cartas de Plinio el Joven encuentran su primera versión del siglo XX en catalán por M. Olivar (Fundació Bernat Metge, 1927–1932). Julián González Fernández se encarga de la traducción castellana de las mismas (Gredos, 2005), que aparecen con el Panegírico en Cátedra (por José Carlos Martín, 2007). Este último se había vertido al castellano en más ocasiones, a cargo de A. d’Ors (Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1955), V. J. Herrero (Madrid, Aguilar, 1963), Daniel López–Cañete (Sevilla, Junta de Andalucía–Universidad de Sevilla, 2003) y Rosario Moreno (Madrid, Alma Mater, 2010).
Lo más frecuente, como hemos visto, es que las traducciones de los clásicos no sean las primeras que se acometen. Queda, sin embargo, algún autor que, desde el siglo XVI, carece de una versión completa unitaria. Hablamos de la empresa enciclopédica de Plinio el Viejo, con una envergadura y dificultad particulares que la distancian de otras obras clásicas. Sus treinta y siete libros continúan siendo objeto de una traducción anotada en curso que, coordinada por Ana María Moure, aspira a cubrirlos de manera íntegra. Iniciada en la «Biblioteca Clásica Gredos», el último volumen hasta la fecha, con los libros xvii–xix, ha conocido su primer lanzamiento digital en el año 2020 a través de RBA. No podemos dejar pasar por alto otros esfuerzos parciales, como la traducción de los libros viii–xi y xxviii–xxxii (Josefa Cantó, Isabel Gómez Santamaría, Susana González Marín y Eusebia Tarriño, Cátedra, 2002), la selección de textos de Historia del Arte que hizo M.ª E. Torrego para Visor (Madrid, 1988) o el Lapidario (esto es, los libros xxxvi y xxxvii) que Alianza (1993) sacó a la luz, por obra de Avelino Domínguez y de Hipólito Benjamín Riesco.
Salustio es uno de los autores que se beneficiaron de su uso escolar y universitario, ámbito para el que se prepararon las traducciones antes mencionadas de M. C. Díaz y Díaz y Joaquín García Álvarez, ambas editadas por Gredos. Más allá de estas, se repiten en este caso las editoriales que han ido apareciendo mencionadas con mayor consistencia: Alianza (traducción de Mercedes Montero, 1988), Gredos (esta vez en la colección de la «Biblioteca Clásica», con la obra íntegra a cargo de B. Segura, 1997) y Cátedra (por J. Martos, 2018), entre otras. En catalán nos encontramos la obra completa en la Editorial Selecta (por Ll. Riber, 1949). En euskera se produjo la Guerra de Yugurta (Bilbao, UPV–EHU, 1995, por G. Bilbao), mientras que en gallego ha aparecido hace pocos años dicha obra junto con La conjuración de Catilina en un volumen único (por Xosé Martínez, Vigo, Galaxia, 2006).
La recepción de Séneca, como corresponde frecuentemente a los autores nacidos en suelo hispano, conoció un impulso fuerte en la Edad Media y el Renacimiento (Blüher 1969). Después de siglos de cierto abandono en el mundo de las traducciones, la obra de Séneca se revitaliza en el siglo XX. Como podíamos esperar a la vista de la naturaleza y volumen de sus trabajos, nos encontramos con ediciones de variado contenido, entre las cuales se tiende a una agrupación temática. Así, los diálogos han aparecido bajo selecciones distintas en virtud del contenido. Las traducciones que los contienen en conjunto son las de C. Codoñer (Madrid, Editora Nacional, 1984), Juan Mariné (Gredos, 1996) y Matías López (Universitat de Lleida, 2000). Nombres como los de Fernando Navarro Antolín (Alianza, 2010), Enrique Otón (Alianza, 2017) y F. Socas (Madrid, La Esfera de los Libros, 2011) aparecen entre aquellos de quienes se han ocupado de una parte de la obra senequiana. Si queremos consultar las obras completas en un único volumen, tendremos que recurrir a las empresas de Ll. Riber (Aguilar, 1943) y Juan Azagra (Madrid, Edaf, 1964). Entre las demás lenguas peninsulares, solamente en catalán encontramos la edición bilingüe completa. A nadie extrañará que aparezca en la Bernat Metge (Barcelona, 1925–1954, en once volúmenes, a cargo de Carles Cardó). A pesar de las consideraciones que puedan hacerse acerca del carácter de las tragedias de Séneca, catalogadas en no pocas ocasiones como «no representables»,8 las trataremos en su propio espacio un poco más adelante.
Las Vidas de los Césares de Suetonio han venido tradicionalmente acompañadas de voluminosas introducciones y abundantes notas al pie para dar cuenta de un contenido histórico igualmente copioso. Es difícil hacer una selección de traducciones entre los siglos XX y XXI. Se han convertido en obras de referencia las realizadas por Mariano Bassols de Climent (Barcelona, Alma Mater, 1964–1970, aparecida en cuatro volúmenes), Rosa María Agudo (Gredos, 1992, con introducción a cargo de A. Ramírez de Verger en la edición primera, de Vicente Picón en la de 2001) y V. Picón (Cátedra, 1998), a las que se ha sumado la más reciente a cargo de David Castro (Alianza, 2010). J. Icart es el artífice de la versión catalana completa (Fundació Bernat Metge, 1966–1971). No tenemos constancia de empresas similares en gallego, euskera o asturiano, y ni siquiera hay constancia de traducciones parciales de esta importante obra.
Como había sucedido con otros autores, también con Tácito se da el salto al siglo XX después de un estiaje de traducciones, en una tendencia que se revierte con vigor hacia mediados de siglo. A pesar de sus dimensiones, las obras completas aparecieron en la editorial Aguilar (Madrid, 1946), a cargo de un grupo de traductores con Vicente Blanco como editor literario de sus más de mil páginas. Los Anales, ya por separado, han recibido la atención de José Luis Moralejo (Gredos, 1979–1980), Crescente López de Juan (Alianza, 1993) y Beatriz Antón (Akal, 2007); las Historias fueron versionadas por José María Requejo (Madrid, Coloquio, 1987), J. L. Moralejo (Akal, 1990), Juan Luis Conde (Cátedra, 2006) y A. Ramírez de Verger (Gredos, 2012–2013). Tampoco las obras consideradas menores han escapado de esta afortunada revisitación y, así, encontramos el Agrícola a cargo de J. L. Conde (Cátedra, 2013) o la Germania, elaborada en castellano por Juan Luis Posadas (Cuenca, Alderabán, 2011). La Fundació Bernat Metge ha terminado acogiendo, en distintas fases, la totalidad de la obra de Tácito, con los Anales vertidos al catalán por F. Soldevila y M. Dolç (entre 1930 y 1970), y las Historias a cargo de M. Bassols de Climent, Josep Maria Casas y M. Dolç (entre 1949 y 1962). Xabier Amuriza se encargó de la traducción en euskera conjunta de los Anales y las Historias (Bilbao, Klasikoak, 2004–2005).
Tito Livio contaba, desde finales del siglo XIX, con la traducción completa de Francisco Navarro y Calvo, un esfuerzo que no encontraba parangón hasta entonces. Dicha traducción proporcionó material para sucesivas reediciones, y solo halla rival a partir de 1990, con la versión de José Antonio Villar para Gredos, en nueve volúmenes. Antonio Fontán, A. Ramírez de Verger, Juan Fernández Valverde, José Solís, Fernando Gascó y María Dolores Gallardo pueden citarse entre aquellos que se aplicaron a un segmento específico de la gruesa obra de Livio. El panorama en el resto de lenguas peninsulares no ha sido, por ahora, tan fructífero: la Fundació Bernat Metge ha publicado únicamente tres libros a día de hoy (el i, xxi y ii, aparecidos en ese orden, entre 2007 y 2011, a cargo de Antoni Cobos, Jordi Avilés y Victòria Bescós, respectivamente), mientras que en el País Vasco se ha atendido particularmente al contenido tocante a dicha región (Koldo Larrañaga, Bilbao, UPV–EHU, 1993).
Poesía
El ámbito de la poesía se abre con las traducciones de Catulo, que han vivido un goteo incesante, muchas de ellas en verso, empleando distintos metros. A pesar de lo conocido y leído del autor, la censura (ya moral, ya oficial) que rigió durante siglos impidió que hubiera una sola versión con todos los poemas y sin omisiones o variadas adaptaciones que se desviaran del original. Esta falla en tan gran autor latino fue cubierta por A. Ramírez de Verger (Alianza, 1988), que se sumaba a más de una decena de traducciones parciales y se vio, a su vez, sucedida por otras totales: Juan Manuel Rodríguez Tobal (Hiperión, 1991), Arturo Soler («Biblioteca Clásica Gredos», 1993), Rafael Herrera (Ediciones Clásicas, 1997), Ana Pérez Vega (Fundación El Monte, 2005) y Juan Antonio González Iglesias (Cátedra, 2006). A esta amplia nómina sumamos las traducciones catalanas de José Ignacio Ciruelo y Jaume Juan (Barcelona, Edhasa, 1981), y la gallega de Xosé Manuel Otero (Santiago, Xunta de Galicia, 1988).
En el caso de Estacio, la primera traducción íntegra al castellano de las Silvas se produjo a finales del siglo XX, a cargo de Francisco Torrent para Gredos (1995), antecedida en cuarenta años por la catalana de Germà Colón y M. Dolç (Fundació Bernat Metge, 1957–1960). La Aquileida cuenta, por su parte, con una edición bilingüe a cargo de Antonio Manuel Bernalte (Padilla, 2012).
La mayoría de las traducciones de Horacio en el siglo XX aparecen bajo la forma de la prosa. Así sucede con las dos versiones completas, de Ll. Riber (Valencia del Cid, 1941) y A. Cuatrecasas (Planeta, 1986). A estas se añaden otras parciales, entre las cuales mencionamos la autoría de V. Cristóbal (Epodos y Odas, en Alianza, 1985), Manuel Fernández–Galiano (Odas y Epodos, Cátedra, 1990, con reproducción del ritmo original horaciano) y Aníbal González Pérez (Artes poéticas, lanzado con el texto aristotélico y reeditado por Visor en 2003). No son, empero, las únicas, pues, como en el caso de Cicerón, nos encontramos ante un autor en quien se ha volcado un elevado número de estudiosos.
Como en el caso anterior, Juvenal ha visto su obra vertida al castellano revistiéndose de prosa. No es un hecho aislado que la adaptación catalana anteceda a las demás en el siglo XX (a cargo de Manuel Balasch, 1961–1962, en la Fundació Bernat Metge). En razón de la extensión de su obra, ha aparecido en varias ocasiones publicada con la de Persio. Esta costumbre, fomentada por sus lazos temáticos, se ha visto cultivada desde que a finales del siglo XIX apareciera el volumen de Francisco Díaz Carmona (Madrid, Viuda de Hernando, 1892).
Lucano, después de la traducción parcial de Manuel Guallar (César frente a Afranio y Petreyo en la campaña del Segre, Lérida, La Editora Leridana, 1952), ha conocido seis traducciones completas de su Farsalia al castellano. La forma preferida ha sido, de nuevo, la prosa, en una labor acometida por V. J. Herrero (Alma Mater, 1967–1982), S. Mariner (Editora Nacional, 1978), Antonio Holgado (Gredos, 1984) y Dulce Estefanía (Akal, 1989). Puede incluirse en esta nómina a Jesús Bartolomé (Cátedra, 2003), quien, a pesar de la disposición visual en verso, presenta la hechura de la prosa. Solamente Mariano Roldán (U. de Córdoba, 1995) la adapta en verso, optando por los alejandrinos. A la espera de que se publique su continuación, por ahora no anunciada, la lengua catalana se conforma con la traducción de los libros I–III a cargo de Joan Carbonell (Bernat Metge, 2014).
La primera traducción de Lucrecio que sale de los tipos móviles se publica en las postrimerías del siglo XIX, obra de Manuel Rodríguez–Navas (Madrid, Agustín Avrial, 1892). La edición más difundida a lo largo del siglo XX sería, sin embargo, la de Eduardo Valentí Fiol, sacada a la luz en 1961 por Alma Mater y que recibiría reediciones con composiciones diversas (texto latino, prólogo). A esta se suman las obras de Ismael Roca (Akal, 1990), Miquel Castillo (Alianza, 2003) y F. Socas (Gredos, 2003). Por estar en verso, mencionamos al final los hexámetros de A. García Calvo (Lucina, 1997). De rerum natura ha visto su traslado, asimismo, al catalán (Joaquim Balcells, F. Bernat Metge, 1923–1928; M. Dolç, Barcelona, Laia, 1986) y al euskera (X. Amuriza, Bilbao, Klasikoak, 2001).
Marcial cuenta con un volumen de traducciones de las que sería imposible dar cuenta en este espacio. A pesar de su posición preponderante en la literatura latina y de sus múltiples adaptaciones, no fue hasta el siglo XX cuando se publicó su obra completa traducida. Entre antologías que no han dejado de aparecer, podemos mencionar a título ilustrativo las versiones íntegras de José Guillén (Zaragoza, CSIC, 1986), D. Estefanía (Cátedra, 1991), J. Fernández Valverde y A. Ramírez de Verger (Gredos, 1997). Han sido abundantes las adaptaciones en prosa, mientras que las métricas han quedado como esfuerzos puntuales. Enrique Montero (CSIC, 2004–2005) y R. Moreno y Alberto Marina (Akal, 2019) nos proporcionan las versiones más recientes hasta la fecha. No podía faltar una traducción catalana en la Fundació Bernat Metge (por M. Dolç, 1949–1960), a la que se añaden una gallega (deAmable Veiga, Xunta de Galicia, 1999, «Clásicos en Galego») y otra vasca (por Jon Gotzon Etxebarria, Gernika, 1965).
La cantidad de traducciones de Ovidio hace imposible que pueda presentarse una selección justa con respecto a los necesarios ausentes. Igual que sucede en el resto de poetas, la preferencia clara ha sido por la prosificación del texto. A. Ramírez de Verger ha publicado una traducción de la obra completa, acompañada del original latino, recurriendo a traducciones propias y de otros especialistas (Espasa–Calpe, 2005). Los nombres del mismo A. Ramírez de Verger, V. Cristóbal, Juan Luis Arcaz y A. Pérez Vega se repiten como traductores de varias de las composiciones ovidianas, entre muchos otros que se dedican a la versión de un libro concreto. Las traducciones catalanas, en la Fundació Bernat Metge, han recogido casi la totalidad de la obra, con la salvedad del Ibis, y a ellas se ha sumado la reciente traducción gallega de las Metamorfoses (José Antonio Dobarro y Estrella Fernández Graña, Santiago de Compostela–Vigo, Consellería da Cultura–Galaxia, 2005).
La primera traducción de Persio en el siglo XX es la catalana, a cargo de un nombre que aparece en otras empresas similares, M. Dolç, para la Fundació Bernat Metge (1954). Las castellanas son, en el caso más temprano, de un par de décadas después: Salvador Villegas (Akal, 1975), José Torrens (Barcelona, Iberia, 1981), M. Balasch (Gredos, 1991), J. Guillén (Akal, 1991), Rosario Cortés (Cátedra, 1988) y, más reciente, B. Segura (Madrid, Alma Mater, 2006).
La suerte de Propercio ha sido un tanto reducida, en contraste con otros poetas. A pesar de ello, jalonan el siglo XX varias traducciones castellanas, a cargo de Germán Salinas (Madrid, Biblioteca Clásica, 1914, en Líricos y elegíacos latinos, vol. 2), A. Tovar y María Teresa Belfiore (Barcelona, Alma Mater, 1963), José Luis Cano (Barcelona, Bosch, 1984), Hugo Francisco Bauzá (Alianza, 1986), A. Ramírez de Verger (Gredos, 1989) y A. Cuatrecasas (Barcelona, Lumen, 1990). Joan Mínguez preparó la traducción catalana para la Fundació Bernat Metge (1925). Hay, por supuesto, otras ediciones menores de obras seleccionadas.
A pesar de lo que podríamos sospechar a tenor de ciertos elementos temáticos, Tibulo no sufrió la misma censura que Catulo, y sus obras completas se han editado, sin ausencias ni retoques, en verso y, con mucha mayor frecuencia, en prosa. De estas últimas, y sin pretender una exhaustividad que no cabría en este trabajo, no podemos dejar sin mención las versiones íntegras de E. Otón (Bosch, 1979), H. F. Bauza (CSIC, 1990), J. L. Arcaz (Alianza, 1994) y, nuevamente, J. L. Arcaz con A. Ramírez de Verger (Cátedra, 2015). Muchas más son las traducciones parciales, entre las que afloran los nombres de F. Navarro, Luis Alberto de Cuenca, Antonio Alvar o Antonio Moreno. En catalán, J. Mínguez es autor de la traducción publicada por la Fundació Bernat Metge en 1925, mientras que Xosé Antonio García Cotarelo hizo lo propio en gallego, ofreciendo una edición bilingüe que apareció originalmente para el Servizo Central de Publicacions en 1989 (Santiago de Compostela).
Con Virgilio se cierra el apartado referido a la poesía, un broche que ha dejado una estela de múltiples traducciones. Como hemos venido notando, la prosa ha sido el vehículo preferido para ellas, aunque en este caso el balance con las realizaciones en metros castellanos es más notable que en los autores precedentes. Las Obras completas en bilingüe se han lanzado en España hace pocos años, gracias a la reedición que Pólux Hernúñez hizo de los endecasílabos de Aurelio Espinosa (Cátedra, 2003). Si hacemos una selección (necesariamente incompleta e injusta), observamos nombres que se repiten: B. Segura, A. Cuatrecasas y V. Cristóbal se han ocupado, en distintos momentos, de diversas obras virgilianas. La Eneida cuenta con versiones de D. Estefanía (Barcelona, Bruguera, 1968), B. Segura (Barcelona, Círculo de Lectores, 1981) y A. Cuatrecasas (Espasa–Calpe, 1998). Estos dos últimos repiten con las Bucólicas y Geórgicas, para la editorial Alianza (1981) y Planeta (1998), respectivamente. A ellos se suma V. Cristóbal con las Bucólicas (Alianza, 1996), además de su rendición de otras obras (Virgilio, Ediciones Clásicas, 2000) y las traducciones de la Eneida en hexámetros castellanos que se encuentra en proceso de elaboración para la editorial Hiperón (libros II y IV, en edición bilingüe, de 2018 y 2021). Al catalán, las traducciones más alabadas siguen siendo la de Ll. Riber en decasílabos (Barcelona, Editorial Catalana, 1917–1918) y, en prosa, la emprendida por M. Dolç (Barcelona, Fundació Bernat Metge, 1956–1984). Bucólicas y Geórgicas aparecen en un volumen unitario en euskera (Íñigo Ruiz Arzalluz, Vitoria–Gasteiz, EHU, 1997). Aunque en gallego no hay unas «obras completas» de Virgilio, han aparecido las Geórgicas (A. Gómez Ledo, Instituto Padre Sarmiento de Estudios Gallegos, 1964), las Bucólicas (Fernando González Muñoz, Santiago de Compostela, Xunta de Galicia, 1993) y, en recentísima edición bilingüe, la Eneida (Xoán Fuentes, A Coruña, Toxosoutos, 2013, col. «Esmorga»).
Teatro
En la Edad de Plata de la cultura española se da un fuerte impulso a la traducción de comediógrafos latinos, y Plauto y Terencio conocen nuevas traducciones, por más que estas no vieran su reflejo en los escenarios (Blanco 2010: 213). En particular, Plauto recibe la atención de José Velasco y García (1924–1927), Agustín Bravo Riesco (1924) y Pedro Antonio Martín Robles (1932), mientras que Carlos Ría–Baja se ocupa del Eunuchus terentino. Las traducciones completas plautinas llegan de la mano de P. A. Martín Robles (Madrid, Hernando, 1932–1945), tras cuya adaptación veremos la de Juan Román (Madrid, Cátedra, 1989–1995) y Mercedes González–Haba (Madrid, Gredos, 1992–2002). En catalán aparece completo solamente en la Fundació Bernat Metge (por M. Olivar, 1934–1960). Terencio, que tuvo menos suerte en sus representaciones teatrales contemporáneas, fue objeto, en cambio, de más versiones completas, entre ellas la de L. Rubio (Barcelona, Alma Mater, 1958–1966), José Román Bravo (Cátedra, 2001), Concepción Cabrillana (Ediciones Clásicas, 2006) y Gonzalo Ceferino Fontana (Gredos, 2008). En otros casos encontramos selecciones de obras (con la autoría de J. L. Arcaz y A. López Fonseca). Como no podía ser de otro modo, en la Fundació Bernat Metge tenemos la traducción completa al catalán (por Joan y Pere Coromines, 1936–1960).
Cabe añadir aquí las múltiples ediciones de las tragedias de Séneca, entre las cuales podemos mencionar las de Joaquín Luque (Gredos, 1979) y Leonor Pérez Gómez (Cátedra, 2012), junto con las reediciones de Ángel Lasso de la Vega. A ellas se sumarán muchas más, también de obras seleccionadas.
La otra cara de las traducciones: las versiones al latín
No queremos cerrar este estudio de la traducción del latín sin dar breve cabida a un fenómeno que surge como respuesta a la desaparición definitiva del latín como lengua materna. Nos encontramos con una creciente tendencia de contar con cursos específicos y una pedagogía de latín vivo, y consecuencia de ello es un fenómeno paralelo al de las traducciones desde el latín: las traducciones al latín. De nuevo estamos ante un campo más transitado entre autores extranjeros de calado y éxitos de ventas (Edgar Allan Poe, Edward Bulwer–Lytton, Lewis Carroll, Antoine de Saint–Exupéry, J. K. Rowling), a quienes se han sumado Miguel de Cervantes (Historia domini Quixoti a Manica, traducción de Antonio Peral para el Centro de Estudios Cervantinos, 1998) y Camilo José Cela (De familia Pascual Duarte, edición bilingüe de Bárbara Pastor, Ediciones Clásicas, 1990). Está por ver si esta tendencia quedará como algo anecdótico o representará el inicio de una labor académica ligada a la docencia, y acaso también a un deseo erudito de reavivar la lectura en latín.
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