Arcaz

La traducción de las letras latinas en el siglo XVIII

Juan Luis Arcaz Pozo (Universidad Complutense de Madrid)

 

Introducción

La actividad traductora que se llevó a cabo a lo largo del siglo XVIII en relación con los textos latinos supone un pequeño avance en la configuración de un cada vez más amplio abanico de autores y obras versionadas, aunque, en realidad, no son excesivas las novedades que con respecto al siglo anterior van a publicarse a pesar de que algunas obras serán traducidas ahora por vez primera. Las condiciones favorables para el conocimiento del mundo clásico que trajo consigo en la primera mitad de siglo el neoclasicismo y la existencia, en el ámbito literario, de distintas escuelas poéticas que se inspiraron en el legado grecolatino, fueron, entre otros motivos, como la creación de distintas sociedades culturales para el fomento del estudio de los autores clásicos, caso de la Academia Latina Matritense fundada en 1755 (Hualde Pascual & García Jurado 2004), algunos de los acicates que contribuyeron decisivamente a que muchos poetas u hombres de letras (pero también traductores, por así decir, profesionales con cierta competencia en la lengua del Lacio) se lanzaran a la tarea de la traducción sin más horizonte –de acuerdo al ideario ilustrado– que el del mero hecho de servir a los lectores contemporáneos o de traducir unos textos que se sentía necesario conocer por muy distintos motivos (Lafarga 2004: 213–228).

A todo ello hay que añadir que la reforma de los planes de estudio que se pergeñó en la segunda mitad de siglo trajo consigo una renovación –y vuelta, por tanto, a los clásicos latinos cuyo conocimiento se había resentido por la censura– del canon de autores a estudiar en las escuelas secundarias y en la universidad. Y aunque en la primera mitad de la centuria no se dejaron de traducir autores latinos por las obvias necesidades escolares (por más que estas fueran de signo e intereses muy distintos a los que ahora las animaban), la nueva situación educativa y cultural obligaba a editar y a traducir textos apropiados, por su naturaleza y su materia, para la formación de los estudiantes y, sobre todo, para el aprendizaje de lenguas como las clásicas, circunstancia que, además, favorecía el conocimiento y dominio de la propia, como algunas traducciones se encargan de recordar en sus prólogos. Por otro lado, se sentía la necesidad de ofrecer nuevas versiones que sustituyeran poco a poco a las antiguas traducciones que no contaban con los criterios –ahora más filológicos– de traducción o que eran prácticamente ininteligibles, por la lengua usada en su momento, para un lector de la época.

En este sentido, también las nuevas traducciones dieciochescas sirvieron para animar el debate, de alcance europeo y con buena representación hispana (y así lo demuestra, aunque aplicado al francés, el Arte de traducir de Antonio de Capmany de 1776), sobre los principios que debían regir una buena traducción: si esta había de ser más o menos literal, algo indispensable para los textos latinos destinados a la enseñanza de la lengua y no tanto para lectores sin intereses escolares, o si tenía que hacerse en prosa o en verso, conforme se lee también en algunos de los prólogos con que los traductores precedieron sus versiones para justificar el acertado o no acertado trabajo que habían llevado a cabo.

El mayor número de traducciones se concentra fundamentalmente, según se ha señalado, en la segunda mitad del siglo XVIII y su apogeo, que en un principio responde a impulsos personales y particulares, y no a un plan preconcebido para la difusión de la literatura grecolatina (si se exceptúa la labor que algunos jesuitas expulsados llevaron a cabo en Italia con ese propósito) anuncia la eclosión en la centuria siguiente de distintas colecciones de textos clásicos pensadas para la divulgación, en su más amplio sentido, del legado antiguo (Castro de Castro 2005).

En el ámbito específico de la poesía, los autores más importantes de la latinidad (Virgilio, Horacio y Ovidio) están bien representados en el catálogo de traducciones realizadas en la España del XVIII, tanto por lo que respecta a las versiones anteriores que se siguen reimprimiendo (a lo que habría que sumar las ediciones críticas que también se sucederán en esta centuria) como al hecho de que son objeto, al menos en el caso de Virgilio y Ovidio, de traducciones completas de su obra. En cuanto a Horacio, omnipresente a lo largo de todo el siglo en lo que atañe a su vertiente lírica (imponiéndose así a otros poetas del género, que serán objeto de imitaciones literarias pero apenas serán traducidos), se empieza a tener en consideración aquella parte de su obra poco antendida en épocas anteriores, esto es, las Sátiras y las Epístolas.

Mientras que otros poetas no conocerán casi ninguna traducción o la tendrán de forma selectiva y puntual, como es el caso de los dramáticos, los épicos –salvo Virgilio y Ovidio–, los elegíacos –salvo de nuevo Ovidio–, los bucólicos –excepto el mantuano– o los epigramáticos –excepción hecha de Marcial–, en el siglo XVIII se darán a conocer las nuevas e importantes versiones de las obras de Lucrecio y de Fedro que hasta entonces no habían sido traducidas en su totalidad.

Al igual que en el caso de la poesía, los principales autores de los géneros en prosa estuvieron bien representados en la España del siglo XVIII, bien fuera por necesidades escolares, algo que obligó a publicar ediciones críticas y traducciones adaptadas al contexto educativo, bien por los nuevos condicionantes que aconsejaban ofrecer nuevas versiones más acordes a los tiempos que corrían. Parece que la historiografía fue el género que más actividad e interés suscitó, pues todos los historiadores latinos cuentan con reimpresiones de traducciones anteriores o con nuevas versiones de distinto interés y calado, y no tanto lo hizo, por ejemplo, la novela. También los discursos de Cicerón fueron objeto de distintas traducciones de carácter fundamentalmente escolar, al igual que el conjunto de cartas, muy útiles para conocer la vida del autor y para extraer de ellas ideas aprovechables, y algunas de sus obras de contenido filosófico, que concitaron más interés que la prosa de Séneca, aunque su obra de teoría retórica solo logró ser conocida a través de las citas y referencias insertas en las poéticas que se escribieron en la centuria.

A pesar de la profusión de literatura científica en el siglo XVIII y del interés por los saberes útiles que caracteriza este período, las obras latinas de contenido técnico no despertaron tanta fascinación como para ser traducidas directamente del latín, si bien alguna de ellas sí fue conocida y traducida al castellano a partir de la versión que se había realizado en otra lengua moderna.

 

Teatro

Aunque el teatro es un género que gozó de una gran vitalidad en el siglo XVIII, buena parte de los textos representados –y, por tanto, traducidos– procedían fundamentalmente de Francia (Lafarga 1997a; 2013; Ríos Carratalá 1997). Poco fue, en consecuencia, el interés que la comedia latina, con toda su suerte de pasajes y personajes poco decorosos para el lector del siglo XVIII, suscitó en la escena dieciochesca y escasa resultó la actividad traductora en este género. Nada interesó Plauto, del que no se hizo ninguna traducción a lo largo de la centuria (aunque suele citarse una del Anfitrión a cargo del censor Santos Díez González que, más que del comediógrafo latino, parece, si es que realmente puede serle atribuida, una versión de la homónima comedia de Molière  (Lafarga 1997b: 238; 2013: 317; Blanco López 2015: 74), y algo más Terencio, que siguió leyéndose a partir de la versión de Pedro Simón Abril de 1538 que fue reimpresa en 1762 (Valencia, B. Monfort) por un Gregorio Mayans convencido, como indica en el prólogo, de los males que su desconocimiento había traído a la Universidad y contó, como refuerzo del interés por rescatar la lectura de su obra, con la edición que en 1775 (Madrid, Antonio de Sancha) salió a la luz, con los comentarios del humanista Juan Minelio, bajo el cuidado de Rodrigo de Oviedo (Gil Fernández 1984: 118–125; Miralles Maldonado 2006: 595–596). No obstante, también del autor africano se hicieron algunas versiones parciales de distintas comedias y solo consta la completa de la Andria de 1786 (Madrid, Imprenta Real) a cargo de Manuel Dequeisne, realizada en verso y destinada a sustituir a la ya antigua versión de Simón Abril (López Fonseca 2016). De los trágicos latinos arcaicos (Nevio, Pacuvio y Accio) más el comediógrafo Cecilio Estacio son testimoniales las traducciones de un pequeño puñado de versos de los fragmentos conservados que, por haber sido transmitidos en las obras filosóficas de Cicerón De officiis, De senectute y De amicitia, fueron versionados por los traductores dieciochescos del arpinate: el P. Francisco José de Isla y Manuel Blanco Valbuena (véase infra).

En cuanto al Séneca trágico no es mucho más lo que puede decirse; solo consta una traducción anónima de dos pasajes de Las troyanas (el diálogo entre Andrómaca y Ulises a propósito de la suerte que habrá de correr Astianacte y el lamento de esta cuando el mensajero le refiere cómo ha muerto su hijo) que se publicó en una Miscelánea instructiva, curiosa y agradable (Alcalá, 1796, pp. 37–49). La atención que el siglo XVIII presta a los personajes del mito presentes en la tragedia clásica vino, más que de las traducciones de los autores antiguos del género, de las piezas que se inspiraron fundamentalmente en los clásicos griegos, una veces de forma directa y otras con la mediación de los autores franceses que habían fijado su mirada no tanto en las historias de las Metamorfosis ovidianas como en el ciclo troyano, cuyos temas y polémicas, tan caras a los dramaturgos galos de los siglos XVII y XVIII (Karsenti 2012), pasaron de Francia a España a través de la tragedia y, asimismo, a través de las múltiples recreaciones musicales –óperas, zarzuelas y también melólogos– que se suceden a lo largo de la centuria, especialmente a finales de siglo (Río Sanz 2007).

De los mimógrafos Publilio Siro y Décimo Laberio se publicó en 1790 (Madrid, Imprenta Real) una traducción a cargo de Juan Antonio González de Valdés, ortologista y director de la Academia Latina Matritense. Esta traducción no solo engloba las sentencias de ambos, sino que también incluye algunas más –dispuestas todas ellas en orden alfabético– bajo la autoría de Séneca y otros autores latinos. El autor indica en el prólogo, donde traza una breve biografía de los dos principales autores traducidos, que ha seguido la edición de Abraham Preyger (Leiden, 1727).

 

Épica

El género épico latino sigue teniendo en Virgilio su principal valedor, pues a lo largo de la centuria se van a suceder varias ediciones de sus opera omnia, en ocasiones –sobre todo las realizadas por jesuitas– para el necesario uso escolar, que denotan el interés que siguió concitando su obra. Entre ellas, cabe citar la salmantina de J. González de Dios de 1739, que parte de la del agustino Antonio Moya del siglo anterior y que fue reimpresa en varias ocasiones (García Armendáriz 1999: 266), las del jesuita José Petisco de 1758 para las Bucólicas, 1759 para la Eneida y 1760 para las Geórgicas (todas ellas en Villagarcía de Campos, Imprenta del Seminario), también con sucesivas reimpresiones, o la de Enrique Cruz Herrera de 1790 (Madrid, Raimundo Ruiz).

La única traducción completa de la Eneida –incluido el resto de la producción virgiliana– es la que publicó, en endecasílabos romanceados con rima asonante en los versos pares y el texto latino enfrentado, José Rafael Larrañaga entre 1787 y 1788 (México, Herederos de J. de Jáuregui) en cuatro volúmenes: el segundo contiene los libros I–IV, el tercero los libros V–VIII y el cuarto los libros IX–XII más el suplemento o libro XIII de la Eneida del humanista italiano Maffeo Vegio. También parece que el franciscano Antonio Oliver llevó a cabo con anterioridad a 1751, año en que partió a su misión apostólica en las Indias, una traducción completa de la Eneida de la que no se sabe su paradero, si se tiene en cuenta la información aportada por Joaquín M.ª Bover en su Biblioteca de escritores baleares (Palma, P. J. Gelaber, 1868) que recogen y citan Menéndez Pelayo (1885: I, 123) y Poli (2008: 292).

El resto de versiones de la epopeya sobre Eneas –aparte de los fragmentos ocasionales que aparecen dispersos por distintas obras– son traducciones parciales que, en algunos casos, resultan de una tarea inacabada por parte de su autor; así, Tomás de Iriarte realizó una traducción, también en endecasílabos romanceados con rima asonante en los versos pares y con el texto latino en la parte inferior de cada página, de los cuatro primeros libros que no gustó en exceso a un crítico como Quintana, razón que podría haber motivido, como apunta Menéndez Pelayo, que no continuase con su idea de traducir el resto de la obra. Esta traducción fue incluida en el tomo III de sus obras completas (Madrid, B. Cano, 1787). Por su parte, Cándido María Trigueros hizo una traducción, realizada en alejandrinos pareados y conservada en la Biblioteca Colombina de Sevilla (ms. 84–2–24), que solo contiene los tres primeros libros y un fragmento del cuarto; Francisco Vargas Machuca publicó una versión de los dos primeros libros, sin prolegómeno alguno, en octavas y con el texto latino en la parte inferior de la página, en 1792 (Alcalá, Real Universidad); el jesuita José Arnal llevó a cabo una traducción de la que solo se tiene noticia indirecta, según indica Menéndez Pelayo, y se desconoce su exacto paradero; y, por último, Juan Meléndez Valdés inició una traducción de la Eneida que hubo de tener muy adelantada –los seis primeros libros– cuando, a causa de la guerra de la Independencia, se perdió, como él mismo anuncia en el prólogo a la edición póstuma de sus poesías de 1820 (Demerson 1962). En 1778 (Valencia, José y Tomás de Orga) publicó Gregorio Mayans una amplia Vida de Virgilio (previa a su intención de editar, como luego hizo, las obras completas del poeta en traducción castellana «para instrucion [sic] de la Juventud estudiosa», p. 116) en la que, aparte de los datos biográficos del poeta, hacía una meticulosa valoración de las traducciones que habían aparecido hasta la fecha. Esta Vida fue incluida en los opera omnia virgilianos que en ese mismo año, ciudad e imprenta, dio a la luz, según hemos dicho, el propio Mayans en cinco volúmenes que reproducían el Virgilio concordado del agustino Antonio Moya publicado el siglo anterior y que presentaban, con los errores y dolosas atribuciones señaladas por Menéndez Pelayo (1950–1953a: III, 403–409), las traducciones virgilianas de fray Luis de León.

De las Metamorfosis de Ovidio se publicó la traducción de Diego Suárez de Figueroa en los volúmenes VII a X (aparecidos entre 1735 y 1737) de su versión casi completa del poeta latino (véase infra) y que, de alguna manera, vino a sustituir a la ya antigua traducción íntegra que Jorge de Bustamante había realizado en prosa a mediados del siglo XVI y que había tenido una amplia y larga difusión al ser reimpresa en numerosas ocasiones (así, por ejemplo, la que se publicó en 1718 en Pamplona por Francisco Picart). En cierto sentido, aunque el mito como argumento, sobre todo el procedente de la obra ovidiana, siguió siendo cultivado por los poetas neoclásicos de la primera mitad del siglo, la verdad es que el espíritu de la Ilustración hizo que poco a poco se abandonara este contenido considerado intranscendente en favor de otros temas más acordes con la nueva sensibilidad utilitarista, filosófica y didascálica de la época que se desarrolló a partir del último tercio del siglo (Palacios Fernández 1981) y favoreció, por tanto, que el interés literario por la materia de las Metamorfosis fuera menguando y sedujera menos que otras obras y géneros de procedencia clásica más cercanos al gusto de finales de la centuria. Sin embargo, aún en el conde de Noroña, cuya poesía personal –aunque algo desmayada– está hondamente vinculada a los modelos antiguos, podemos encontrar tres versiones de otros tantos mitos ovidianos (Dédalo e Ícaro, Píramo y Tisbe, y Venus y Adonis) incluidas en sus Poesías líricas (Madrid, Imprenta de Vega, 1799, vol. II) que no recibieron un juicio muy favorable por parte de Menéndez Pelayo por sus «impertinentes añadiduras».

No hay en el siglo XVIII ninguna versión, amplia y significativa, de la Farsalia de Lucano desde que fuera vertida al castellano en las centurias anteriores por Martín Laso de Oropesa (siglo XVI) y, sobre todo, por Juan de Jáuregui (siglo XVII), de cuya traducción se hará una nueva reimpresión en 1789 (Madrid, Imprenta Real). Aparte de la paráfrasis de los versos 544–586 del libro IX en endecasílabos blancos que Cándido M.ª Trigueros publicó en 1776 (Sevilla, Manuel Nicolás Vázquez y Cía.) bajo el pseudónimo de Mechor Díaz de Toledo –supuesto poeta del siglo XVI– y algunos breves fragmentos publicados en la prensa, solo cabe señalar que José Antonio de Armona, corregidor de Madrid en la época de Carlos III que apoyó activamente a la Academia Latina Matritense, tradujo en 1782 (según consta en el ms. 12939/15 de la Biblioteca Nacional de España/BNE) los versos 509–762 del pasaje del libro III en el que se narra la batalla naval de Marsella.

Nada significativo hay de las Púnicas de Silio Itálico en el siglo XVIII más allá de alguna breve traducción de pasajes sueltos aparecidos en la prensa y de la referencia de la que Menéndez Pelayo se hace eco, a partir de los datos facilitados por J. M.ª Bover en su Biblioteca, acerca de una traducción, desconocida para nosotros, que el P. Ramón Rialp había llevado a cabo de la obra del épico latino. Poco puede decirse de las Argonáuticas de Valerio Flaco, de la que se editan en esta centuria las eruditas notas del humanista toledano del XVI Lorenzo Balbo al texto de Flaco en las ediciones de Burman (Leiden, 1724) y Harles (Altemburgo, 1781), y menos aún de la Tebaida y la Aquileida de Estacio, epopeyas de las que, en el caso de la primera, aún seguía inédita la traducción que en el siglo XVI habían realizado Juan de Arjona y Gregorio Morillo.

 

Didáctica

Dentro de los géneros en verso, quizá sea en el de la poesía didáctica en donde podemos encontrar la mayor novedad que aportaron los traductores de textos latinos al siglo XVIII. En 1791 está fechado un manuscrito que contiene la primera versión íntegra de una obra de difícil comprensión y delicado contenido que no había recibido ninguna atención significativa –más bien todo lo contrario– a lo largo de su transmisión en España (Traver Vera 2009): el poema filosófico Sobre la naturaleza de las cosas de Lucrecio. Esta versión, realizada en endecasílabos blancos, fue publicada por vez primera (y luego lo ha sido muchas veces más hasta bien entrado el siglo XX) en la edición de las obras de José Marchena (Sevilla, E. Rasco, 1892–1896, 2 vols.) preparada por Menéndez Pelayo, que le adjudicó sin dudarlo la traducción porque en la portada de la misma aparecen las siglas J. R. M. C. que, a su juicio, escondían el nombre del escritor sevillano (José Marchena Ruiz de Cueto), al que el no tenía en mucha estima y a quien consideraba lo suficientemente osado como para emprender la tarea de traducir una obra de esas características. Recientemente se ha puesto en duda tal atribución y se ha planteado la posibilidad de que no sea él el traductor en atención a diversos argumentos que, en su conjunto, invitan a considerarlo así (Asencio 2013; Arcaz 2016: 459–462). La versión fue plagiada por Matías Sánchez en 1832 (ms. II 646 de la Biblioteca del Palacio Real, Madrid) para ser publicada con su correspondiente comentario, aunque no contó con los permisos necesarios para ello (Molina Sánchez 2018; Traver Vera 2019). Unos años antes (1785)  se llevó a cabo otra traducción en prosa por Santiago Sáez, que permanece inédita (BNE, ms. 5828).

Por su lado, las Geórgicas de Virgilio conocieron, merced al utilitarista y práctico espíritu de la Ilustración, una notable revitalización que contrasta con la poca atención recibida en centurias anteriores. Su influjo, como modelo del género, se deja notar también en la literatura del XVIII, en Europa y en España, como demuestran El arte de la caza de Nicolás Fernández de Moratín (Cristóbal 1991a) o La música, poema de Tomás de Iriarte, obras de temática muy distinta a la de Virgilio pero escritas sobre el patrón de su poema didáctico (Herreros Tabernero 2003: 405–406 y 2005: 24–34). Entre las traducciones de las Geórgicas realizadas en esta época puede citarse la que el hispano–mexicano José Rafael Larrañaga publicara en 1787 en verso dentro del tomo I de las obras completas de Virgilio (México, Herederos de J. de Jáuregui) ya señaladas; la que menciona Menéndez Pelayo –y de la que no se tiene mayor noticia– basándose en la referencia del Diccionario de escritores catalanes de Félix Torres Amat como una versión realizada en verso libre por Leonardo José Ferrer en una fecha indeterminada del siglo XVIII (Menéndez Pelayo 1950–1953b: IX, 26); la anónima, fragmentaria y en verso de los versos 100–117 del libro I que Luzán cita en su Poética (Madrid, A. de Sancha, 1789, I, 377–378) y que Menéndez Pelayo valora con entusiasmo (considerando que, acaso, incluso pudiera ser del mismo Luzán); los breves fragmentos del libro I que Francisco Sánchez Barbero versionó y fueron incluidos en la traducción de José Luis Munárriz de las Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras de Hugh Blair (1798), así como  en los Principios de Retórica y Poética del propio Sánchez Barbero (1805), o los salteados pasajes publicados en algunos discursos del semanario El Censor.

No hay, sin embargo, en esta centuria versión alguna del Arte de amar ovidiano, que, desde su primera traducción en el siglo XVI a cargo de Melchor de la Serna, no volverá a ser traducido hasta el primer cuarto del siglo XIX. Con todo, la censura inquisitorial que impidió la difusión de este vademécum amoroso no fue óbice para que la obra fuera imitada por Nicolás Fernández de Moratín en su Arte de las putas escrito en torno a 1770 (Cristóbal 1986) y para que, de la misma forma, los Remedios de amor, su antídoto, pudieran resonar en las reflexiones racionalistas sobre la pasión amorosa incluidas en el tomo VII del Teatro crítico universal (Madrid, Francisco del Hierro, 1736) de Benito Jerónimo Feijoo (Cristóbal 1991b).

 

Lírica

La poesía de Catulo habrá de esperar a 1878 para ser objeto de una traducción completa –o casi completa– de su texto, la de Manuel Norberto Pérez del Camino. Hasta ese momento, la obra del poeta solo había recibido traducciones parciales de algunos de los poemas más significativos de su liber y una generosa lista de recreaciones por parte de distintos poetas de los siglos XVI y XVII. La misma tónica se va a mantener en el siglo XVIII y esta centuria no va a traer consigo un incremento sustancial de versiones de los carmina catulianos. Sin embargo, gracias al mayor conocimiento e interés que va despertando su obra (sobre todo en las escuelas poéticas del XVIII más activas e interesadas por la literatura grecolatina, la de Salamanca y la de Sevilla) algunos poemas, inusitados en los siglos precedentes y que tendrán una mayor aceptación en esta centuria, van a recibir un tratamiento especial, tanto en el ámbito literario como en el de la traducción. José Cadalso hizo una traducción parcial del poema 3 –el de la muerte del passer– que incluyó en el Suplemento a Los eruditos a la violeta (Madrid, 1772) así como en Ocios de mi juventud o Poesías líricas (Madrid, A. de Sancha, 1773).

La poesía epitalámica, muy cultivada en este período, tendrá muy presentes los poemas catulianos de este subgénero lírico y, entre las muchas composiciones que recrean versos sueltos de los poemas 61 y 62, se encuentran las traducciones parciales de este último carmen, famoso por contener un hermoso debate entre un coro de jóvenes y otro de doncellas a propósito del matrimonio, realizada por Nicolás Fernández de Moratín (e inserta en un epitalamio dedicado a las bodas de María Luisa de Borbón y el archiduque de Austria Pedro Leopoldo) y publicada en 1764. Esta traducción volvió a ver la luz en 1821 retocada por su hijo Leandro y lo hizo con significativas variantes con respecto a la primera. También Manuel José Quintana tradujo parcialmente el poema 62 en una composición dedicada a Dolores Fajardo que sigue muy fielmente, y más que en el caso anterior, los versos del poeta latino. Asimismo, el poema 66 dedicado a la cabellera de Berenice, y que ya era en Catulo una traducción de Calímaco, será comentado por Esteban de Arteaga –aunque tal comentario se ha perdido– y traducido por José Antonio Conde en 1796 (ms. M–300 de la BNE, transcrito por Menéndez Pelayo en 1950–1953b: II, 33–37). Finalmente, solo cabe apuntar la presencia, siempre a medio camino entre la paráfrasis, la adaptación o la traducción a medias, de pocos versos más de Catulo (especialmente de los poemas 2, 3, 5 y 51 de la parte lírica del liber) dispersos por las muchas composiciones que en este período prestaron atención a su obra (Arcaz 2010).

Pero la lírica de Horacio es, sin lugar a dudas, la parcela de la poesía latina que más interés va a seguir suscitando y la que más traducciones –muchas de ellas parciales– va a cosechar a lo largo de la centuria. En efecto, el propio Menéndez Pelayo indicaba que «casi ninguno de los líricos [del siglo XVIII] dejó de poner en verso alguna oda ó fragmento de Horacio» (1885: I, 114), lo que evidencia que su obra, parte esencial de la poesía clásica, cosechó un gran predicamento entre los traductores ilustrados y, por supuesto, entre los poetas que se sentían llamados a rivalizar con él. Es la centuria ilustrada, sobre todo su segunda mitad, una época en la que señorea con luz propia la poesía de Horacio a tenor de la notabilísima presencia de versiones, imitaciones y elogios que se van a publicar en la prensa (Lama Hernández 1990: 300) y de la simpatía intelectual y literaria hacia su obra que moverá a algunos poetas sevillanos, encabezados por Manuel M.ª Arjona, a fundar en la Sevilla de 1788 la tertulia de la Academia de los Horacianos destinada a la lectura y discusión de su obra (Durán López 1999: 146).

En la larga lista de traductores ocasionales de la obra lírica de Horacio, con más interés por las Odas que por los Epodos, Menéndez Pelayo (1885: I, 111–144) menciona, entre otros, a Ignacio de Luzán, Nicolás Fernández de Moratín y su hijo Leandro, José Cadalso, Vicente García de la Huerta, Juan Meléndez Valdés y José Marchena.1

También el franciscano Antonio Oliver hizo una traducción en verso, que no llegó a ver la luz, aparentemente de Odas y Epodos, pues el título que consta es Poesías líricas de Quintiliano [sic] Horacio Flaco, puestas en verso castellano; Menéndez Pelayo, al igual que hace con otra versión de Marcial y sendas de la Eneida y de las Selectas de Cicerón, da noticia de ella a partir de la información de J. M.ª Bover en su ya mencionada Biblioteca indicando su existencia en un manuscrito de la biblioteca del convento de San Francisco de Asís de Palma (Menéndez Pelayo 1885: I, 123; Poli 2008: 292).

De la que pudo haber sido la primera traducción publicada, completa y en verso, de la obra de Horacio desde la que Juan Villén de Biedma sacó a la luz en prosa en 1599 y aparte del expurgado Horacio español, también en prosa, reeditado en varias ocasiones a lo largo del XVII y del XVIII para uso escolar que llevó a cabo el P. Urbano Campos en 1682 (y que volvió a editarse en 1783 revisado y corregido por el P. Luis Mínguez), solo conservamos el tomo manuscrito que contiene la traducción, con texto latino, notas e introducción al género, de las Sátiras (ms. 95 de la Biblioteca Menéndez Pelayo y ms. 3120 de la BNE). Esta traducción es la que, por complejas y diversas vicisitudes, el jesuita aragonés Vicente Alcoverro no pudo sacar a la luz a pesar de tenerla ya dispuesta para ser editada, incluidas las Odas y los Epodos, en la imprenta de Sancha a finales del siglo XVIII (Durán López 1999).

 

Elegía

No fue tampoco la elegía latina, con toda su gama de elementos y motivos amatorios que penetraron desde el Renacimiento en la literatura amorosa occidental, un género que interesó en exceso a los traductores del siglo XVIII, aunque la poesía erótica encontró un buen caldo de cultivo en la literatura española de la centuria, unas veces apoyándose en la tradición grecolatina (al objeto de ensayar una poesía moderamente sensual y hedonista, con el espíritu anacreóntico por bandera) y, otras –las más–, en las corrientes de pensamiento, más permisivas y tolerantes, procedentes de Francia e Italia (Galván González 2001). Asimismo, si el interés por los poetas elegíacos latinos no se reflejó claramente en la esfera de la práctica traductora, ello no fue óbice para que algunos autores bien imbuidos de clasicismo los hubieran leído e imitado en su poesía personal; es el caso, entre otros ejemplos, de Juan Meléndez Valdés, un poeta muy proclive a la lírica horaciana –como traductor y como imitador, según se ha dicho antes– y frecuente recreador, por añadidura, de la sensualidad y suave erotismo de la obra de autores como Catulo (aunque más en su faceta lírica que en la elegíaca o epigramática) y Tibulo hasta el punto de que Alberto Lista llegará a considerarlo el «Tibulo español» a tenor del sustrato poético de este elegíaco que puede adivinarse en algunas de sus composiciones juveniles (Arcaz & Ramírez de Verger 2015: 65–66).

Sin embargo, no son muchas las muestras de traducciones de elegías de Tibulo que pueden espigarse en la España del XVIII hasta la versión completa que, como en el caso de Catulo, apareció a cargo de Pérez del Camino en 1874: solo puede citarse la versión de los versos 19–27 de la elegía II 6 que Cadalso publicó en el Suplemento a Los eruditos a la violeta (1772) y las traducciones completas que J. Marchena hizo de las elegías I 2 y II, 1 y que fueron presumiblemente realizadas a finales de la centuria (quizá la primera antes de 1792 y la segunda, una vez Marchena partió al destierro, con posterioridad a 1793), aunque ambas aparecieron publicadas ya en el siglo XIX (Fuentes 1988, Arcaz 2013b).

Propercio, del que no se hará una traducción completa hasta el siglo XX, tampoco despertó interés alguno en esta centuria, si bien, como en el caso de Tibulo, su obra fue leída e imitada discretamente por algunos poetas neoclásicos. Es, de nuevo, José Cadalso el único que ofrece una versión parcial de los versos 1–12 de la elegía II 1 incluida, al igual que los casos de Catulo y Tibulo, en el mencionado Suplemento.

De Ovidio contamos con la traducción casi completa de su obra, acompañada de texto latino y de un prolijo comentario, que Diego Suárez de Figueroa publicó a lo largo de varios años y en doce volúmenes y que Juan de Iriarte consideró demasiado apegada al original (Salas Salgado 1998). 2 Pero el Ovidio elegíaco fue también objeto de traducciones puntuales que demuestran que, a pesar de la censura ejercida sobre su obra, despertó el interés de algunos otros traductores además de Suárez de Figueroa. De una versión anónima de la elegía I 5 de Amores –la del encuentro amoroso entre el poeta y su amada Corina– incluida en un volumen de poesías varias del siglo XVIII recopiladas por Juan de Dios Gil de Lara (BNE, ms. 8127) da noticia Menéndez Pelayo (1950–1953a: I, 93), indicando que alguien, movido tal vez por el marcado erotismo del poema, arrancó las páginas correspondientes a la traducción dejando solo el título de la misma (como se aprecia en el fol. 42r, a cuyo encabezamiento «Traduccion libre de la Elegia V Libro Iº de los amores de Ovidio, que empieza Aestus erat etc.» no le sigue traducción alguna). José Cadalso, que en los Eruditos a la violeta aconsejaba a sus ignorantes discípulos con aspiraciones doctas y con respecto a Ovidio no meterse «en los Metamorfoseos, ni Fastos: id a lo elegíaco que es más florido y gustoso» (1772: 13), tradujo consecuentemente algunos versos sueltos de las Tristes en el ya citado Suplemento.3

Más fortuna tuvieron las abundantes versiones parciales e individualizadas de las Heroidas (Moya 1986: lii–liii; Alatorre 1997: 38–45), pues a lo largo de la centuria, y siguiendo una suerte de tendencia ya vista siglos atrás, se jalonan diversas traducciones que dejan entrever la existencia en esta época de una cierta moda del texto ovidiano y del género epistolar, respaldada acaso por la difusión a través de la versión al francés de Colardeau de la traducción que Pope había hecho de la correspondencia entre Abelardo y Eloísa: así, las de Agustín Eura, José Zeñún, Esteban Antonio Pietres, Eugenio Gerardo Lobo, Ignacio Luzán, V. García de la Huerta, Juan Ignacio González del Castillo, Luis Bado, José María Blanco White o J. Marchena.4), José Zeñún (anagrama de Núñez) lo hizo con la VII de Dido a Eneas en 1708, E. A. Pietres con la X de Ariadna a Teseo en 1732, E. G. Lobo con la V de Enone a Paris y la VII de Dido a Eneas en 1758, I. Luzán y V. García de la Huerta con la XII de Medea a Jasón en 1778, J. I. González del Castillo con la X de Ariadna a Teseo en 1795, L. Bado o, según Alatorre (1997: 45), J. M.ª Blanco White con la XIV de Hipermestra a Linceo también en 1795 y, por último, J. Marchena con la V de Enone a Paris, traducción realizada posiblemente a finales de siglo pero aparecida en la edición de su obra que llevó a cabo Menéndez Pelayo en 1892 (Arcaz 2016: 473–475).]

 

Epigrama

Sobre la vertiente epigramática de poesía de Catulo puede señalarse lo mismo que se ha indicado antes para su faceta lírica: poca actividad traductora aunque cierto grado de imitación por parte de algunos poetas que conocían bien su obra y que, a la hora de imitarlo, recurrían no de forma infrecuente a la paráfrasis de algunos de los poemas de la última parte del liber o de cualquier otra composición en la que estuviera presente la vena mordaz del poeta; Juan de Iriarte, más proclive al epigramatismo de Marcial y de la Antología Palatina (Ruiz Sánchez 2008) que al de Catulo, es un buen ejemplo de ello, como se atisba en algunos de sus epigramas que parafrasean, con cierta distancia del original que no permite verlos como traducciones, algunos versos punzantes del poeta latino (Arcaz 2010: 211–212).

Sin embargo, de la obra de Marcial, el más importante representante del género epigramático en la literatura latina y en su continuación literaria posterior (Cristóbal 1987), contamos con varias traducciones casi completas, aparte de las muchas imitaciones debidas a poetas que lo conocieron y leyeron de primera mano como Juan y Tomás de Iriarte, Félix M.ª Samaniego, José Iglesias de la Casa, Juan Pablo Forner, Nicolás y Leandro Fernández de Moratín, Francisco Gregorio de Salas, Pablo de Xérica, Juan Bautista Arriaza, Juan Interián de Ayala o León de Arroyal (Moreno Soldevila 2006) y de las traducciones ocasionales que aparecieron bajo autoría anónima en la prensa diaria, que fue también un importante vehículo transmisor y difusor de los autores clásicos a lo largo de todo el siglo XVIII, además de los breves fragmentos incluidos por Cadalso en el ya citado Suplemento a Los eruditos a la violeta.

En cuanto a las traducciones más o menos amplias de Marcial puede decirse que, al margen de su influencia en su propia obra poética y del peso de la obra de este en su concepto sobre el género (Ruiz Sánchez 2014), Juan de Iriarte tradujo más de doscientos epigramas del poeta latino entre otros autores del género (Obras sueltas de D. Juan de Iriarte publicadas en obsequio de la literatura, a expensas de varios caballeros amantes del ingenio y del mérito, Madrid, F. M. de Mena, 1774, I, 249–310).

Por su lado, Pedro Toro y Almansa, presbítero de la Villa de Arahal (Sevilla), no pudo culminar su proyectada traducción de la obra completa de Marcial que se encuentra recogida en tres volúmenes (mss. 179–181 de la BNE); como se indica al comienzo de esta versión (I, fol. 6r) y se documenta al final de la misma (III, fol. 27r), la traducción, que incluye el Liber de spectaculis, solo llegó hasta el epigrama 57 del libro IV (y de este solo incluye el texto latino, no la traducción) por haber muerto el autor el día 11 de octubre de 1778, según indica en ese lugar el historiador y presbítero de la misma villa Patricio Gutiérrez Bravo (quien informa, además, de que Toro tradujo también las Fábulas de Esopo y las tres heroidas escritas por Aulo Sabino a imitación de Ovidio).

También casi completa es, aunque conservada solo en manuscrito, la traducción, mencionada por Menéndez Pelayo (1950–1953b: VII, 133) a partir de los datos ya señalados que recoge J. M.ª Bover, que realizó el franciscano Antonio Oliver con anterioridad a 1751, fecha de su marcha a Perú, y que se conservaba en el convento de San Francisco de Asís de Palma y fue adquirido por compra –si es que se trata del mismo manuscrito y no de otro ejemplar– para la que fuera biblioteca particular del profesor J. Sánchez Lasso de la Vega (su descripción y contenido concreto puede verse en García Romero 1987). Además de las propias, Oliver incluye versiones de otros autores difíciles de identificar en la mayor parte de los casos, pues solo los registra con sus iniciales, aunque otros son de sobra conocidos (como Juan de Mal Lara o Francisco de Quevedo).

 

Sátira y epistolografía en verso

La mayor aportación del siglo XVIII a estos dos géneros tiene que ver con las traducciones que se van a llevar a cabo de la otra vertiente poética de Horacio: si los Epodos y, sobre todo, las Odas van a ser objeto, como se ha dicho, de innúmeras traducciones parciales, será ahora cuando se empiece a tender la vista al resto de la producción horaciana representada por las Sátiras y las Epístolas. El porqué de tal diferencia ya lo había señalado de alguna manera el propio Menéndez Pelayo, indicando que, frente a la amplia y sostenida frecuencia en traducir las Odas y la Epístola a los Pisones, eran pocas las relativas a «sus Sátiras y restantes Epístolas; bastante obscuras por estar escritas en un lenguaje modelo de concisión y llenas de alusiones a costumbres e ideas de la época» y no exentas de «pocas dificultades» (Menéndez Pelayo 1950–1953b: IV, 105).

De la primera obra se van a hacer, aunque ni mucho menos con tanta profusión como en el caso de las Odas, versiones parciales o fragmentarias como las que el jesuita hispano–mexicano Francisco Javier Alegre (autor también de una versión del Epodo II, el del Beatus ille, que no se conserva) incluyó en su traducción, la primera al castellano, del Arte poética de Boileau (realizada en Padua en 1776) o las que de la Sátira I 1 dedicada a Mecenas llevaron a cabo Manuel M.ª de Arjona y Tomás de Iriarte (quien la intercaló en su obra Donde las dan, las toman de 1778 con la que respondía a Sedano a propósito de la polémica, que ahora referiremos, en torno a la traducción del Ars poetica de Horacio). Completas fueron la ya señalada de Vicente Alcoverro, que quedó sin ser publicada y se encuentra en los manuscritos y bibliotecas antes indicados (Durán López 1999: 142–143), y la que emprendió, aunque no se sabe si la acabó o quedó perdida, el jesuita Andrés Forés que también incluía las Epístolas.

Con todo, es la tercera carta añadida al libro II de las Epístolas de Horacio, la conocida como Epistola ad Pisones o Ars poetica, la que mayor atención despertó entre los traductores horacianos del siglo XVIII y la que, además, con más virulencia suscitó el debate acerca de la calidad del ejercicio de la traducción en su tiempo (Salas Salgado 2007). En efecto, T. de Iriarte publicó en 1777 (Salas Salgado 1999) su versión en silvas de la epístola horaciana, de la que, entre otros, Menéndez Pelayo, con más moderación que la mostrada por Javier de Burgos, traductor de Horacio en la centuria siguiente, no tiene una buena opinión: «en ella se hallarán desleídos los pensamientos del original» (Menéndez Pelayo 1885: I, 118).  La dura crítica que dirigió Iriarte a las versiones anteriores de Vicente Espinel y del jesuita José Morell molestó sobremanera a J. J. López de Sedano que, sitiéndose atañido por haber incluido él con juicio muy favorable la versión de Espinel en su Parnaso español, replicó sin cortapisas provocando, a su vez, una airada respuesta que ocupó todo un volumen (Donde las dan, las toman. Diálogo joco–serio sobre la traducción del Arte Poética de Horacio, y sobre la Impugnación que de aquella obra publicó D. Juan Joseph López de Sedano al fin del tomo IX del Parnaso Español, Madrid, Imprenta Real, 1778) en el que arremetía contra el compilador y defendía su traducción. Pero la versión de Iriarte no solo es digna de ser mencionada por la polémica en la que se vio envuelto con Sedano –y que alcanzó también a otros eruditos y humanistas de finales del siglo XVIII y del XIX– sino sobre todo por incluir en sus preliminares reflexiones teóricas sobre el hecho de traducir, aunque estas se hicieran únicamente desde el punto de vista de las propias (Salas Salgado 2007: 56–74).

Aparte de la traducción de Iriarte y de la polémica que la acompañó, el Ars poetica horaciana conoció otras varias versiones a lo largo del siglo, de las que unas se han publicado y otras permanecen en copias manuscritas o desaparecidas: de poca calidad, según Menéndez Pelayo, es la que en 1730 realizó el presbítero Juan Infante y Urquidi; Pedro Bés y Labet realizó una en prosa en 1768 extremadamente atada –quizás en exceso, a juicio de Menéndez Pelayo– al original latino; Miguel Pascual, catedrático de Retórica en la Universidad Luliana de Palma, hizo lo propio en una traducción que quedó manuscrita en una copia fechada en 1777 y guardada, según información dada por J. M.ª Bover, en la Biblioteca Episcopal de Mallorca (Menéndez Pelayo 1885: I, 124); también manuscrita quedó la que hizo Francisco de Paula Fernández de Córdoba, marqués de Aguilar, en fecha indeterminada; de 1777 es asimismo la versión en romance, con casi 1.400 octosílabos de «escasos méritos», en opinión de Menéndez Pelayo (1885: I, 122), que publicó en Sevilla Fernando Lozano, maestro de latinidad en el Colegio Mayor de Santo Tomás.

Hacia mediados de siglo Juan Pablo Forner tradujo también la obra horaciana que está recogida en Traducciones de Horacio por varios autores en verso castellano (BNE ms. 3745, pp. 267–304) (Pérez Pastor 2010: 12) y que quizá se trate del volumen II de la colección de traductores de Horacio realizada por Juan Tineo que mencionaba Menéndez Pelayo sin más explicitud y de la que dice ignorar su paradero (1885: I, 126–127; 1950–1953a: II, 96); por último, antes de la fecha de su muerte, ocurrida en 1794, José Antonio de Horcasitas hizo una nueva traducción, en endecasílabos libres, que tiene como curiosidad más significativa el hecho de estar realizada, sin que falte nada que esté en el original, con menos sílabas que el texto de Horacio y que fue publicada por José Castro y Orozco en Barcelona en 1865.

Poco se puede decir con respecto a los otros dos representantes del género de la sátira, Persio y Juvenal, que ya habían conocido una traducción completa y en prosa en la centuria anterior (la de Diego López de 1642). Salvo la edición del texto latino de ambos satíricos que publicó Rodrigo de Oviedo en 1775 (Madrid, Imprenta Real), ni uno ni otro fueron objeto de traducciones relevantes más allá de las parciales y muchas veces anónimas que aparecieron intermitentemente en la prensa ilustrada, especialmente en algunos de los tomos del semanario El Censor.

Para el resto de la producción epistolográfica en verso, véase lo dicho a propósito de las Heroidas, las Tristes y las Pónticas de Ovidio en el apartado dedicado a la elegía. No obstante, cabe mencionar aquí la edición que en 1759 (Villagarcía de Campos, Imprenta del Seminario) publicó el jesuita Juan Andrés Navarrete de las Pónticas ovidianas, aunque solo sea por el hecho de tratarse de texto pensado exclusivamente para la enseñanza, como evidencian las notas que siguen a cada epístola y que ofrecen a los estudiantes información sobre cuestiones varias y la traducción de fragmentos complejos. La opinión del censor Manuel González Romero acerca de la obra editada por Navarrete, la única salvable de Ovidio –dice él–, no dejaba lugar a dudas de los reparos que suscitaba el poeta latino en los ámbitos escolares de la Compañía de Jesús.5

 

Bucólica

El prestigio de Virgilio como poeta clásico y la exaltación en el período de la Ilustración de los valores del campo –aunque tocaran de soslayo los que representan las Bucólicas y tuvieran más que ver con el agrarismo de su poema didáctico– contribuyeron a que se siguiera leyendo con interés, y también por las obvias necesidades escolares, la primera de sus obras. Dicho interés se materializa, asimismo, en algunos autores neoclásicos que, como Meléndez Valdés o Iglesias de la Casa, adoptaron el modelo eglógico del mantuano para sus propias composiciones hasta el punto de que, en el caso del segundo, algunas de las bucólicas que escribió, incluidas en Poesías póstumas de D. Joseph Iglesias de la Casa, presbítero. Tomo primero, que contiene las poesías serias (Salamanca, Francisco de Toxar, 1793), son realmente traducciones de las de Virgilio, como la primera de ellas, que versiona la II del latino (Menéndez Pelayo 1950–1953a: II, 242) o incluyen fragmentos tomados de ellas, como la cuarta de Iglesias de la Casa con respecto a la VIII de Virgilio (Menéndez Pelayo 1950–1953b: IV, 209).

Las églogas virgilianas se leyeron fundamentalmente sobre traducciones anteriores, en especial la de fray Luis, que apareció reimpresa, como ya se ha dicho, dentro de las obras completas que Mayans sacó a la luz en 1778 (Valencia, J. y T. de Orga) a partir de los opera omnia de Virgilio publicados en el siglo anterior por el agustino Antonio Moya y fue antologada también por López de Sedano (en el caso de las bucólicas III, V, VII y VIII), junto a las traducciones de Gregorio Hernández de Velasco (para la I y la IV) y Cristóbal de Mesa (para la VI, IX y X), en el tomo I del Parnaso español publicado en 1768 (Madrid, Joaquín Ibarra). Como puede verse, tuvo sus prevenciones para no incluir la bucólica II relativa a los amores pastoriles de Alexis por Coridón (García Armendáriz 1999).

Con todo, también aparecieron nuevas versiones del conjunto de las églogas virgilianas: la que poco antes de 1771 Pedro Best y Labet realizó en prosa y fue publicada en torno a esa fecha (Gerona, Miguel Bro), la realizada en verso por José Rafael Larrañaga que apareció en el tomo I de su ya citada traducción (México, Herederos de J. de Jáuregui, 1787) o, por último, las traducciones que el teólogo, poeta y jesuita mexicano Diego José Abad hizo de algunas bucólicas de Virgilio en Italia en el último cuarto del siglo XVIII, según se informa en la Gazeta de México del 6 de noviembre de 1785 a propósito de estas versiones y de una inconclusa traducción suya de la Eneida (Paniagua Blanc 2018: 144); es especialmente significativa la que realizó de la VIII, publicada en 1787 por José Antonio de Alazete (Observaciones sobre la Física, Historia Natural y Artes útiles, México, J. F. Rangel, pp. 79–86) y alguna vez más a lo largo de los siglos XIX y XX. Por último, cabe citar la paráfrasis de la Bucólica I de Virgilio que se hace en la obra del poeta Bruno Francisco Larrañaga titulada América socorrida (México, F. de Zúñiga y Ontiveros, 1786) en la que, bajo la máscara de los pastores virgilianos Títiro y Melibeo, se contrastan las situaciones de hambruna que padecieron entre 1785 y 1786 varias localidades de la Nueva España (Paniagua Blanc 2018: 145). Nada hay de los otros poetas bucólicos latinos posteriores a Virgilio, Calpurnio Sículo y Nemesiano, que tendrán que esperar a mediados de la centuria siguiente para contar con la que será la primera traducción completa de su obra, la de Juan Gualberto González.

 

Fábula

El género de la fábula conoce su más amplio desarrollo en España a lo largo del siglo XVIII, especialmente en el último tercio de la centuria, tanto en lo que respecta al interés que suscitó entre críticos literarios y lectores como en lo concerniente al predicamento que tuvo entre un buen número de autores (así, entre otros muchos, Samaniego e Iriarte) que, inspirándose en los fabulistas clásicos, compusieron sus obras al abrigo de los modelos de Esopo y Fedro, principalmente, pero también de otros autores modernos como La Fontaine, que será traducido al castellano en 1787 por Bernardo María de Calzada años después de que Samaniego popularizara la obra del francés en nuestro suelo (Palacios Fernández 1998). Igualmente, el hecho de que se llevara a cabo una amplia y continua tarea de edición y traducción de textos de toda la tradición fabulística –continuadora, bien es verdad, de la que se había venido haciendo desde tiempo atrás– movió a una profunda reflexión crítico–literaria sobre el género y sus característidas que fue recogida en las varias poéticas y retóricas que jalonan la centuria (Talavera Cuesta 2007).

Aparte de las ediciones de Esopo en latín y sus correspondientes traducciones de los siglos precedentes que se van a reeditar en el XVIII (como la que llevó a cabo Pedro Simón Abril en 1575, reimpresa hasta en seis ocasiones a lo largo de este siglo), la principal novedad será la aparición de la primera edición española en latín, con traducción y notas, de la obra de Fedro a cargo de Juan de Serres en 1733 (Madrid, Gabriel del Barrio). La edición es marcadamente escolar, pues, según indica Serres en el prólogo «a los señores maestros de grammatica», tiene por objeto «quitar de las manos de los que empiezan à estudiar la Lengua Latina, la mala traduccion de las excelentes Fabulas Griegas de Esopo» y dispone la traducción de cada uno de los cinco libros de fábulas (traducción en prosa que el propio autor considera que no ha sido siempre literal) justo después del texto latino que recoge y que presenta algunas notas marginales relativas fundamentalmente a variantes textuales. La edición no ofrece el añadido de las treinta y una fábulas recopiladas por Niccolò Perotti, humanista italiano del siglo XV, que se conoce con el nombre de Appendix Perottina y que no aparecerá en las ediciones críticas del texto de Fedro hasta después de 1809.

Además de las varias ediciones del texto latino que se van a suceder en España a lo largo de todo el siglo, a esta primera traducción de Fedro le siguen otras, destinadas en su mayor parte a los que se inician en el estudio del latín. La que se atribuye al jesuita Francisco Javier de Idiáquez, rector del Colegio de Burgos el año en que apareció esta versión (Burgos, Imprenta de la Santa Iglesia, 1755), ofrece una breve introducción al autor y presenta el texto latino enfrentado a la versión castellana y las notas colocadas a pie de página.6

A pocos años de distancia, Alfonso Gómez Zapata, director de la Academia Latina Matritense, publica en 1789 una nueva edición corregida de las Fábulas (Madrid, José de Urrutia), mientras que el gramático y también director de dicha Academia, José Antonio González de Valdés, saca a la luz en 1792 (Alcalá, Oficina de la Universidad) otra traducción de estas acompañada de las «fábulas» de Horacio, es decir, de aquellos pasajes de las Sátiras y las Epístolas en que también aparecen fábulas utilizadas como exempla. También Rodrigo de Oviedo publica la suya, en verso, ese mismo año de 1792 (Madrid, Blas Román), traducción escolar –con análisis morfológico de algunas palabras al final de cada uno de los dos volúmenes de que consta– que conocerá varias reimpresiones posteriores hasta bien entrado el siglo XIX. Francisco de Cepeda, profesor de los Reales Estudios de San Isidro y miembro de la Academia Latina Matritense, publicó de igual modo en 1799 otra nueva edición corregida (Madrid, P. Barco López) que se reimprimió en 1817. Por último, cabe mencionar la traducción en verso que Tomás de Iriarte hizo de catorce fábulas de Fedro, pertenecientes a los libros I y V (Salas Salgado 2011a) y que fueron publicadas en sus Obras en verso y prosa de 1805 (Madrid, Imprenta Real, II, 210–236).

Por su lado, las fábulas de Aviano, autor del siglo V, aparecen recogidas en la traducción que Juan de Lama lleva a cabo en 1738 (Faulas, y vida de Isopo, con las de otros autores: traducidas por su orden nuevamente de latín en castellano, Madrid, Antonio Sanz) a partir de la edición miscelánea de fábulas esópicas y de otros autores que Valdivieso publicó en Valladolid en 1666 (Talavera Cuesta 2007: 90 y 589).

 

Otros poetas

En cuanto a otros poetas significativos de la literatura latina poco es lo que puede decirse, ya que no hay –que sepamos– ninguna traducción más o menos completa de sus obras en esta centuria y solo están atestiguadas versiones parciales de breves fragmentos, tal es el caso de Ausonio, por ejemplo, o de otros autores como Estacio, de cuyas Silvas aparecerá alguna breve versión en la prensa dieciochesca, al igual que ocurre con la telegráfica traducción en verso de un dístico de la elegía I de Maximiano Etrusco aparecida en uno de los volúmenes de El Censor (1786).

Del poema De rosis nascentibus incluido en la Appendix Vergiliana, que cosechó una rica tradición literaria entre los poetas anteriores y que en algunas ocasiones se ha atribuido a Ausonio, fue objeto de una traducción en verso muy amplificada a cargo de J. I. González del Castillo que apareció en sus Pasatiempos juveniles publicados en 1795 (Sevilla, Imprenta Mayor).

La obra geográfica del poeta Rufo Festo Avieno titulada Ora maritima fue traducida parcialmente (solo setenta y cinco versos de los poco más de setecientos que se conservan) dentro del volumen XVII de la Historia crítica de España y de la cultura española de Juan Francisco de Masdeu (Madrid, Sancha, 1797, 310–314), que parece haber sido también su traductor. Se incluye previamente el texto latino con algún «relleno» del propio Masdeu para completar el texto lacunoso de Avieno.

 

Historiografía

El género historiográfico contó en el siglo XVIII con algunas de las primeras traducciones de los autores más importantes que se habían realizado hasta la fecha, de modo que en esta época se podía leer casi la totalidad de la historiografía latina en versiones actualizadas y no pensadas únicamente para el uso escolar, sino también para los lectores aficionados a la Historia o interesados por ella. Además de las nuevas versiones, no faltan ediciones críticas que o bien están destinadas a la enseñanza del latín (especialmente en el caso de los autores más sencillos y, en consecuencia, apropiados para la escuela) o bien reproducen algunas de las más significativas que se habían publicado durante el siglo anterior en Europa. Así, de un modo u otro, casi todos los historiadores latinos cuentan con ediciones salidas de las prensas españolas del XVIII aparte de las traducciones que también van acompañadas del correspondiente texto latino.

En 1776 (Madrid, Tipografía Regia) se publica la edición de la obra completa de César con los comentarios del historiador alemán Cristóbal Celario: los siete libros de los Comentarios de la Guerra de las Galias, más el espúreo libro VIII, los tres de la Guerra Civil y los apéndices relativos al Bellum Alexandrinum, el Bellum Africanum y el Bellum Hispaniense, más algunos fragmentos de su epistolario. En 1770 (Madrid, Miguel Escribano) y 1776 (Villagarcía de Campos, Imprenta del Seminario) aparece la obra de Nepote, la primera auspiciada por la Academia Latina Matritense y la segunda preparada por el jesuita Augusto Escudero; mientras que en 1775 (Madrid, M. Escribano) ve la luz la de Salustio (Conjuración de Catilina y Guerra de Yugurta) con los comentarios del humanista holandés Juan Minelio. De la Historia de Alejandro Magno de Quinto Curcio también aparecen varias ediciones con un marcado carácter escolar: en 1761 (Madrid, G. Ramírez) y en 1776 (Madrid, P. Marín) salen sendas ediciones anónimas al cuidado de la Academia Latina Matritense, en 1782 (Madrid, P. Marín) lo hace una nueva a cargo de Pablo Antonio González y Fabro y, por último, otra más se publica en 1797 (Madrid, Vda. e Hijo de Marín) sin indicación alguna del nombre del editor.

En cuanto a las traducciones, contamos con las de la obra completa de César que publicaron en 1789 (Madrid, Imprenta Real) Manuel Valbuena, incluyendo los Comentarios y el corpus cesariano (en dos volúmenes –en el primero los siete libros de la Guerra de las Galias y, en el segundo, el octavo, la Guerra Civil y el resto del corpus–, con el texto latino en la parte inferior de la página y mapas al final de la obra), y en 1798 (Madrid, Imprenta Real) José Goya Muniain, solo con los Comentarios, aunque con el añadido de fragmentos de la Vida de César de Suetonio entreverados de pasajes de la biografía cesariana de Plutarco más un apéndice de cartas (dispuesto todo ello también en dos volúmenes). Parece que esta última traducción es, en realidad, obra del jesuita José Petisco y que de ella se apropió Goya Muniain, que era bibliotecario real y canónigo de Sevilla, publicándola bajo su nombre y destruyendo el original para eliminar cualquier rastro del plagio. Sin embargo, desdicen esta opinión, sostenida mayoritariamente por los jesuitas, las precisiones con las que, en las Advertencias al volumen II, Goya Muniain explica que, a pesar de tener terminada la traducción en 1788 y de que en 1793 ya estaba autorizada su publicación, la licencia para la impresión no se dio hasta cinco años después (Menéndez Pelayo 1950–1953b: II, 161–183). Ambas traducciones, la de Valbuena y la de Goya Muniain, conocieron diversas reimpresiones a lo largo del siglo XIX.

La obra de Salustio fue objeto de una de las más importantes traducciones de los historiadores latinos que se llevaron a cabo en el XVIII no solo por lo que representa en el panorama cultural de la España ilustrada del último tercio del siglo, sino también porque la factura de la obra editada la convierte en una de las joyas del patrimonio bibliográfico español de todos los tiempos: la que el infante Gabriel Antonio de Borbón publicó en 1772 (Madrid, Joaquín de Ibarra) de La conjuración de Catilina y La guerra de Yugurta. Aunque parece que no cabe duda de que el autor de la traducción es el propio infante, es probable que fuera revisada por su preceptor Francisco Pérez Bayer. A ella le dedica encendidos elogios Juan Antonio Pellicer en su Ensayo de una bibliotheca de traductores españoles (Madrid, A. de Sancha, 1778, fols. 3v–4r), Esta edición presenta multitud de ilustraciones realizadas por los más reputados especialistas del momento y ofrece el texto latino, a dos columnas, en la parte inferior de la página. La traducción se difundió por toda Europa y contó con alguna reedición más en las centurias siguientes.

De la obra de Cornelio Nepote De excellentibus ducibus exterarum gentium se publicaron dos traducciones: una en 1774 (Madrid, P. Marín) bajo el título Vidas de los varones ilustres a cargo de Rodrigo de Oviedo (con prólogo, una breve biografía de Nepote y el texto latino enfrentado a la traducción) y, otra, en 1776 (Madrid, J. A. Lozano) que, con un título más próximo al original (Vidas de los más famosos capitanes griegos), corrió a cargo de Alfonso Gómez Zapata. Esta es marcadamente escolar, hecha con el objeto de atraerse el favor del destinatario de esta –Diego López Perella– y de instruir más fácilmente a la juventud,  según manifietsa en la dedicatoria, a la que sigue un prólogo que contiene la vida de Nepote y advierte de la edición seguida, presenta el texto latino –del que se marcan con signos diacríticos las sílabas largas y breves para una correcta lectura– que va seguido de unas notas que traducen literalmente los sintagmas que se entienden más complicados de verter al castellano y, a continuación, la traducción propiamente dicha de cada biografía. Conoció una segunda edición en 1788 (Madrid, A. Espinosa).

Nada nuevo hay de Tito Livio más allá de alguna que otra versión aparecida en la prensa de pasajes concretos y significativos, pues su obra se seguirá leyendo en la vieja traducción de fray Pedro de Vega, con los añadidos de Francisco de Enzinas –los cinco primeros libros de la quinta década–, que fue reimpresa en cinco volúmenes a partir de la edición de Colonia de 1756 bajo el título Décadas de Tito Livio, príncipe de la Historia romana (Madrid, Imprenta Real, 1793–1796). El volumen V contiene los mencionados cinco primeros libros de la quinta década dedicados a la guerra de Macedonia. En torno al año de 1782 Menéndez Pelayo, a partir de la información ofrecida por J. M.ª Bover, indica que Nicolás Pignatelli estaba llevando a cabo una nueva traducción de la obra de Livio de la que no se tiene más noticia (Menéndez Pelayo 1950–1953b: VII, 54).

De Tácito se publicó en 1794 (Madrid, Imprenta Real) la obra completa, revisada por Cayetano Sixto y Joaquín Ezquerra (vinculados ambos a los Reales Estudios de San Isidro), a partir de las traducciones que en la centuria anterior hicieron Carlos Coloma de los Anales e Historias y Baltasar Álamos de Barrientos de la Germania y de la Vida de Agrícola, a lo que ellos añadieron su traducción del Diálogo sobre los oradores.7 Asimismo, en 1798 (Madrid, B. Cano) se publicó la traducción, acompañada de texto latino, de la Germania y de la Vida de Agrícola a cargo de José Mor de Fuentes y Diego Clemencín con inclusión de algunos fragmentos del libro I de los Anales y de los libros I y II de las Historias más un extracto de las obras de Salustio relativo a los personajes de Catilina y Yugurta. La traducción se abre con un poema en endecasílabos dedicado a la figura de Tácito y un prólogo en el que se abordan cuestiones sobre la traducción del latín y su relación con la lengua castellana.

Sin que haya nada reseñable con respecto a la obra de Suetonio, podemos terminar con el apunte de que en 1775 (Madrid, J. A. Lozano) y en 1790 (Sevilla, Vázquez e Hidalgo) se publicaron dos traducciones de la obra de Sexto Aurelio Víctor De viris illustribus urbis Romae destinadas al uso escolar: la primera por Alfonso Gómez Zapata y, la segunda, por Agustín Muñoz Álvarez, profesor de humanidades en Sevilla y miembro, como Gómez Zapata, de la Academia Latina Matritense. En cuanto a Quinto Curcio, se sucedieron a lo largo del siglo, y desde 1723, varias reimpresiones de la traducción de Mateo Ibáñez de Segovia publicada a finales del XVII, aunque Menéndez Pelayo, citando la información dada por J. M.ª Bover, refiere una traducción de Curcio realizada por el jesuita Juan Andrés Navarrete, de la que se desconoce su paradero.

 

Oratoria y retórica

Al igual que ocurre con Virgilio, la actividad editorial y traductora en torno a la obra de Cicerón está muy condicionada por las necesidades docentes, especialmente en el caso de las escuelas jesuíticas y escolapias, de tal manera que las obras de oratoria –sobre todo– y filosóficas, y las cartas del arpinate van a ser objeto de múltiples ediciones destinadas al aprendizaje de la lengua latina y también al aprovechamiento pedagógico de las ideas y pensamientos en ellas contenidos. Las traducciones realizadas por Pedro Simón Abril fueron reeditadas con asiduidad a lo largo de la centuria: las más interesantes son la de los dos libros de cartas (Valencia, J. Tomás Lucas, 1760) por el prólogo que redactó su editor, Gregorio Mayans, y la edición completa, en catorce volúmenes, al cuidado de Juan Antonio Melón (Madrid, Imprenta Real, 1779). Aunque también aparecen, normalmente con su correspondiente traducción castellana, nuevas ediciones latinas a cargo de profesores de la Compañía de Jesús como Isidro López, José Miguel Petisco o José Francisco de Isla.

De Petisco se publicó, con texto latino, una selección de discursos de Cicerón en dos partes (Villagarcía de Campos, Imprenta del Seminario), la primera con fecha de 1758 y, la segunda, de 1760. En el prólogo insiste en el carácter escolar de la traducción y las notas explicativas que la acompañan, pensadas para «facilitar el camino al que aprende la lengua Latina; enseñándole con brevedad las más expresivas frases castellanas, para explicar las más elegantes expresiones Latinas». La primera parts contiene Pro Lege Manilia, las dos primeras catilinarias, Pro Archia Poeta, Post reditum in quirites y Post reditum in Senatu; la segunda, Pro Milone, Pro Ligario, Pro rege Deiotaro, Pro Marcelo y las Filípicas II y IX. También el padre Petisco publicó en 1758 (en la misma imprenta) con sus anotaciones las Historiae e libris Ciceronis depromptae que circulaban por la Compañía de Jesús desde el siglo XVII para uso de los estudiantes.

El escolapio Andrés Merino de Jesucristo es el autor de la versión (literal en exceso, según Menéndez Pelayo 1950–1953b: II, 400) de dieciocho discursos publicados en siete volúmenes entre 1776 y 1781 (Madrid, Ulloa).8 Por su lado, Pedro Soler publicó en 1774 (Salamanca, Imprenta de Santa Cruz) una traducción de la oratio prima de las Catilinarias (acompañada del texto latino, literal y deudora, según indica en la nota con que acompaña su versión, de la que de esta obra hizo Andrés Laguna en 1557) y Rodrigo de Oviedo sacó a la luz una selección de discursos de Cicerón, en dos volúmenes, en 1783 (Madrid, A. de Sancha).9 En el prólogo se excusa el traductor de no haber sido tan literal como lo es el padre Merino de Jesucristo en la versión que publicó unos años antes de acuerdo a los intereses escolares que lo movían (a él debe referirse, como anota el propio Menéndez Pelayo 1950–1953b: II, 403, cuando dice «aunque ha salido poco ha otra traduccion de ellas, no me ha detenido eso para publicar ésta», p. VII del Prólogo), añadiendo, además, que esta suya es más asequible económicamente para la mayoría de los estudiantes. En realidad, si se compara el contenido de ambas traducciones, los discursos de Cicerón que incluyen son casi los mismos. La versión de Oviedo fue reimpresa en 1789 en la misma oficina que la primera edición y conoció, asimismo, varias más a lo largo del siglo XIX. José Luis Munárriz incluyó en su traducción de las Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras de H. Blair de 1798 (Madrid, J. de Ibarra) un comentario retórico, con su correspondiente versión castellana, de algunos pasajes del Pro Cluentio dentro de la lección XXV contenida en el volumen III, además de fragmentos de otras obras de Cicerón.

De Quintiliano contamos con la traducción parcial realizada por Juan Antonio González de Valdés en 1797 (Madrid, B. Cano) con una clara intención didáctica, como ya consta en el título de la obra (Pensamientos originales de M. Fabio Quintiliano, traducidos del latín en castellano para instruir en sus respectivas obligaciones a los padres, maestros, y discipulos de primeras letras, gramatica, y retorica. Con notas del traductor) y como puede apreciarse por el contenido que traslada de la Institutio oratoria y que está destinado precisamente a advertir con la autoridad del orador latino sobre las obligaciones señaladas.10 En el prólogo que antecede a la traducción, aparte de trazar una biografía de Quintiliano, se excusa también de no acometer una traducción de la obra completa «porque la situacion en que me hallo [dice su autor] no me da lugar para todos». Por lo que respecta a Tácito, su Diálogo sobre los oradores será incluido, en traducción de Cayetano Sixto y Joaquín Ezquerra, en la edición de sus obras completas publicada en Madrid en 1794.

 

Filosofía

Aunque editados como el resto de su obra, los textos filosóficos de Cicerón no fueron objeto de muchas versiones nuevas y se siguieron leyendo a partir de las ya realizadas en siglo anteriores, especialmente las de Simón Abril, reimpresas una y otra vez a lo largo de la centuria. Parece que de Cicerón interesó, expurgada convenientemente su vertiente pagana, el valor educador y formativo de sus contenidos –aparte de la belleza y valor artístico de su lengua– de acuerdo a los propósitos ilustrados, pero no así en el caso de Séneca, cuyo estoicismo y estilo no caló hondo ni en el pensamiento ni en el gusto españoles del XVIII a tenor de la poca actividad traductora que generó su obra filosófica.

Así las cosas, el P. José Francisco de Isla es el autor de la edición y traducción al castellano de los diálogos de Cicerón De senectute y De amicitia que aparecieron en 1760 (Villagarcía de Campos, Imprenta del Seminario) y Manuel Blanco Valbuena, catedrático de Poética y Retórica del Real Seminario de Nobles, lo será de la traducción, con el texto latino enfrentado, del De officiis, de los diálogos De senectute y De amicitia, de los Paradoxa stoichorum y del Somnum Scipionis. Esta versión, salió a la luz en 1777 (Madrid, J. Ibarra) en dos volúmenes: el primero contiene los tres libros de Los oficios, mientras que el segundo ofrece el resto de las obras mencionadas. En el prólogo declara que su traducción viene a sustituir a la ya antigua de Francisco de Tamara y Juan de Xaraba, publicada a mediados del siglo XVI y reimpresa en 1774, porque «atendiendo al tiempo en que se hizo […] algunos modos de hablar de aquel tiempo, aunque muy sencillos y claros, no están ya en uso en estos días: ni parece que es a propósito para nuestros fines una traducción tan atada a la letra como la de Tamara» (p. XXIV), que es, en realidad, el traductor del De officiis y de los dos diálogos, ya que Las paradojas y El sueño son traducción de Xaraba. La de Blanco Valbuena fue reimpresa en 1788 (Madrid, Imprenta Real) y varias veces más a lo largo del siglo XIX.

Menéndez Pelayo (1950–1953b: II, 412) se hace eco de los datos recogidos por J. M.ª Bover acerca de la traducción que Felipe Gil de Taboada había realizado de los tratados De legibus y De natura deorum de Cicerón, aunque se desconoce su paradero. Una muestra más del interés por la obra filosófica de Cicerón en su dimensión educativa es la traducción que Torcuato Torío de la Riva publicó en 1787 (Madrid, B. Cano) del original francés de Pensées de Ciceron, traduites pour servir à l’éducation de la jeunesse de Pierre–Joseph Thoulier d’Olivet, una obra de gran éxito en el siglo XVIII a tenor de las muchas reimpresiones de que fue objeto y que incluía pasajes extractados de la obra de Cicerón que el traductor hispano considera, igual que el autor francés, «los más á propósito para la utilidad común» (p. XI del prólogo). Salvo los preliminares y dedicatorias correspondientes, la versión de Torío mantiene idéntica disposición que el original (once discursos que versan sobre distintos temas presentes en los textos filosóficos de Cicerón: la religión, la amistad, la vejez, las pasiones, la honradez, la muerte) y el mismo aparato de notas.

Séneca pudo leerse a partir de la traducción que Pedro Fernández Navarrete había hecho en el siglo anterior de una parte de su obra. En concreto, en 1789 (Madrid, B. Cano) se volvió a publicar su versión de De providentia, De vita beata, De tranquillitate animi, De constantia, De brevitate vitae, De consolatione ad Polybium (solo a partir del capítulo XX) y de un conjunto de sentencias en torno al tema de la pobreza.

 

Epistolografía en prosa

Entre las traducciones del género epistolográfico destacan, especialmente por su relativa cantidad, las de Cicerón, cuyo amplio corpus de cartas fue objeto de breves antologías para uso escolar en atención a su contenido y a sus aspectos lingüísticos. Así, de Isidro López es la selección de sesenta Epistulae ad familiares para ser utilizada en las aulas (de ahí que su traducción, como él mismo indica, sea tan literal, para que los estudiantes «se hagan más fácilmente cargo de la significación de las palabras latinas») que apareció en 1755 (Burgos, Imprenta de la Santa Iglesia) y fue reimpresa en 1758.

Por su parte, Rodrigo de Oviedo sacó a la luz en 1780 (Madrid, M. Martín) una colección de cartas escogidas de Cicerón (hasta un total de ciento treinta distribuidas en ocho libros según la tipología en que las organiza). La traducción, que presenta el texto latino enfrentado, un breve aparato de notas y la indicación sinóptica del argumento de cada una, va precedida de un prólogo y de una «Vida de Cicerón», y fue reimpresa en 1792 (Madrid, B. Cano), contando con varias reediciones más a lo largo de la siguiente centuria.

También en 1789 (Alcalá, J. A. de Ibarrola) publicó Manuel Vegas Quintano, catedrático de Latinidad en la Universidad de Alcalá, una colección de fragmentos («oraciones») sacados de las cartas de Cicerón y una antología de sesenta de ellas al objeto de servir de ayuda a los estudiantes en el aprendizaje del latín. La traducción es enteramente escolar y está colocada a modo de notas explicativas a pie de página con el propósito de auxiliar a los alumnos en la comprensión del texto. Esta obra fue reseñada muy favorablemente en el Memorial Literario (XIX, 134–136) por su contribución «para desterrar de las escuelas de latinidad el mal gusto y confusión con que están escritas muchas Plaquitillas, llenas de exemplos inventados por los mismos Escritores, cuyos vicios por lo comun son el barbarismo y la impropiedad» (p. 136).

Por último, cabe señalar que el franciscano Antonio Oliver tradujo, a lo que parece, una selección de cartas («las selectas») antes de 1751 que no fue publicada y quedó en un manuscrito de la biblioteca del convento de San Francisco de Asís de Palma de Mallorca cuyo paradero actual se desconoce, según informa, como ya hemos visto en otras ocasiones, Menéndez Pelayo (1950–1953b: II, 389) a partir de los datos facilitados por J. M.ª Bover, y también cita Poli (2008: 292).

Asimismo, una amplia muestra de las cartas de Cicerón –y, en menor medida, del resto de su producción– está presente en la traducción que José Nicolás de Azara hizo de la obra de Conyers Middleton titulada History of the Life of Marcus Tullius Cicero (Londres, 1741) y que se publicó en cuatro volúmenes en 1790 (Madrid, Imprenta Real). La traducción de los pasajes ciceronianos está realizada a partir de los originales latinos y no de la versión inglesa realizada por Middleton, como apunta el propio Azara en el prólogo del traductor (vol. I, 76–77) y señaló también Menéndez Pelayo (1950–1953b: II, 413). La principal novedad con respecto a la obra inglesa es que se ha incluido a modo de apéndice tras el libro VI (vol. II, 353–380) una traducción propia de la Vida de Tito Pomponio Ático de Cornelio Nepote (Sánchez Espinosa 1999: 289). Idéntico contenido de la obra de Cicerón, salvo la traducción de la vida de Ático realizada por Azara, está dispuesto en la versión que Salvador Ximénez Coronado publicó en 1796 (El compendio histórico de la vida de M. T. Cicerón, Madrid, Viuda de Ibarra) de la misma obra de Middleton, pero a partir de la versión italiana abreviada que el escolapio Mariano Baroni había dado a la luz a finales del XVIII (Romero Recio 2004: 28; Aradra Sánchez 2011: 192).

Las Epístolas morales a Lucilio de Séneca, que contaban con traducciones antiguas de los siglos XV a XVII, no conocerán en esta centuria ninguna versión nueva y tendrán que esperar a la que ya en el siglo XIX llevará a cabo Francisco Navarro y Calvo. Por su lado, el Epistolario de Plinio el Joven, aunque conocido y citado esporádicamente –en especial las cartas relativas a la erupción del Vesubio– por autores del XVIII como el P. Isla, Mayans, Meléndez Valdés o Leandro Fernández de Moratín, tampoco recibirá ninguna atención en el XVIII, siendo vertido por vez primera al castellano por Francisco Navarro en el siglo siguiente. No obstante, del Panegírico de Trajano se hace una reimpresión en 1787 (Madrid, A. de Espinosa) de la cristianizada versión que en 1622 publicó Francisco de Barreda.

 

Otros prosistas

En cuanto a las traducciones del resto de prosistas latinos solo son destacables algunas versiones puntuales que aparecen diseminadas en el cuerpo de obras de mayor alcance que citan –y, por tanto, traducen– aquellos pasajes que son de su interés y, sobre todo, los muchos intentos fallidos, abandonados o cuyos resultados están simplemente perdidos, de verter por primera vez al castellano el texto de autores que hasta ese momento aún no habían sido traducidos por nadie. En el peor de los casos, no obstante, también se dan a la luz algunas ediciones de los textos originales con obvias pretensiones eruditas que dejan entrever cierto interés por estas obras que aún podían asombrar al lector por su cuidado latín o podían serle de alguna utilidad práctica.

De estas tres circunstancias tenemos ejemplos varios. En el caso del De re rustica de Columela, una obra cargada de aprovechables saberes del campo y depositaria de una larga tradición literaria latina que tiene a su máximo representante en Varrón, su texto fue citado y traducido en varias ocasiones por Benito Jerónimo Feijoo en el discurso XII («Honra y provecho de la agricultura») de su Teatro crítico universal (tomo VIII, 1739) y contó en 1777 con una traducción del libro I, parcial e inédita a cargo de Cándido M.ª Trigueros (García Armendáriz 1995). Algo parecido puede decirse de Apuleyo, del que también hay menciones al Asno de oro y a la Apología en la citada obra de Feijoo que no avanzan nada en cuestiones de traducción, pues, en el caso de la primera, aún seguía vigente la realizada por Diego López de Cortegana en el siglo XVI, pero que denotan un interés por su obra que va más allá de lo literario. E igualmente ocurre con la Historia Natural de Plinio el Viejo, conocida y citada por autores de la talla de Feijoo, Mayans, Campomanes o Jovellanos..

Otras versiones que no llegaron a buen puerto o que, en el caso de haberlo hecho, están en paradero desconocido son las que Menéndez Pelayo (siguiendo siempre la información aportada por J. M.ª Bover) menciona en su Bibliografía hispano–latina clásica, a saber: la que el P. Ignacio Sanz había iniciado del texto de Columela, las versiones de obras de re militari (Vegecio, Frontino y Modesto) que había llevado a cabo el militar y geógrafo Antonio Alsedo, la traducción aislada de Frontino del P. Juan José Carrillo, la de la obra de Aulo Gelio a cargo del jesuita Juan Miguel Pérez, la de los De situ orbis libri tres de Pomponio Mela del P. Miguel Monzón o, por último, la que de Vitrubio había iniciado José Pignatelli.

Ediciones de prosistas latinos, aparte de las mencionadas antes, que llenan parcialmente el vacío de su difusión en España en el siglo XVIII son la del De re coquinaria de Apicio (más fragmentos relativos a este tema presentes en autores como Plauto, Terencio, Varrón, Livio, Columela y otros) que Gregorio Mayans publicó en 1768 (Valencia, F. de Burgos) o la anónima de la obra de Valerio Máximo aparecida en 1790 (Madrid, J. de Urrutia).

Pero, si el afán de conocimiento científico que caracteriza al período ilustrado no llegó a través de las traducciones directas del latín de obras de contenido técnico, al menos sí lo hizo gracias a las versiones que de esos textos se habían realizado previamente en otras lenguas modernas y que fueron vertidas al castellano, como es el caso del De architectura de Vitrubio traducido por José de Castañeda a partir de la versión francesa de Claude Perrault y que se publicó en 1761 bajo el título Compendio de los diez libros de arquitectura de Vitruvio (Madrid, G. Ramírez). En el ámbito del derecho, Bartolomé Agustín Rodríguez de Fonseca publicó en varios tomos la traducción del Digesto a partir de 1775 (Madrid, J. Ibarra).

 

Textos y autores cristianos

Entre la producción de los autores cristianos la obra de san Agustín ocupa, por su extensión y alcance, un lugar de privilegio que resulta refrendado también por el gran número de traducciones que de su texto se llevarán a cabo a lo largo de la centuria, aparte de las reimpresiones que conocerán las que se habían publicado previamente. Las nuevas traducciones, realizadas preferentemente por padres agustinos, se harán en su mayoría sobre la solvente edición crítica de sus obras realizada por los benedictinos de la Congregación francesa de San Mauro (Luis Vizcaíno 2002): de las Confesiones aparecen las versiones de Francisco Antonio de Gante en 1723 (Madrid, Rodríguez Franco) y de Eugenio Ceballos en 1793 (Madrid, Viuda e Hijo de Marín), traducción esta última que el autor hace cotejándola con otras en distintas lenguas y dotándola de notas teológicas y críticas. Del mismo Ceballos es la versión de Meditaciones, Soliloquios y Manual que apareció en 1770 (Madrid, A. Marín) y contó con sucesivas reimpresiones. En 1793 lo hizo la traducción de La ciudad de Dios, en doce volúmenes y profusamente anotada con explicaciones de todo tipo, a cargo de José C. Díaz de Beyral y Bermúdez, inicio de lo que su autor pretendía que fuera una «Biblioteca Española de los Padres latinos y griegos» que, sin embargo, no llegará a hacerse realidad (Luis Vizcaíno 2002). Fueron otras muchas las obras agustinianas (de moral, de herméutica bíblica o de predicación) que conocieron nuevas traducciones en el siglo XVIII, algunas de las cuales fueron publicadas durante la centuria y otras (como las que de casi toda la obra de san Agustín realizó entre 1742 y 1757 Manuel de Fominaya) quedaron manuscritas en diversos ejemplares que se conservan, en parte, en la Biblioteca Nacional de España (Luis Vizcaíno 2002; Santiago Vela 1913: III, 610–620).

Entre las que vieron la luz pueden citarse: las de las obras De la santa virginidad y Del bien del matrimonio, de la viudez, de la oración y paciencia aparecidas, respectivamente, en 1749 y 1752 (Madrid, Antonio Sanz) a cargo de Cristóbal de San José; la de Las costumbres de la Iglesia Católica de 1788 (Zaragoza, Viuda de F. Moreno) realizada por Luis Rebolledo de Palafox; la de Los libros de la doctrina cristiana de 1792 (Madrid, B. Cano, 2 vols.) por Eugenio Ceballos o los Sermones de San Agustín en que se explican los Salmos de 1780 (Madrid, J. Ibarra, 2 vols.), taducidos por Manuel Rosell.

Conviene también recordar que la Biblia conoció en esta época una intenta actividad traductora como reflejo de la dicotomía ilustrada entre la razón y la fe que se abre paso a finales de siglo (Burgués Dalmau 1987, Sánchez Caro 2007, Salas Salgado 2011b).11

 

Conclusiones

El balance que cabe hacer de la actividad traductora que hemos descrito en relación con los textos latinos permite señalar que el siglo XVIII siguió avanzando en la tarea de verter al castellano toda la literatura de Roma y ofreció algunas versiones nuevas de autores que hasta ese momento no las habían conocido. Los autores canónicos, tanto poetas como prosistas, van a contar con nuevas traducciones, completas o casi completas, que convivirán con las que se habían hecho en centurias anteriores y que aún seguirán reeditándose a lo largo de este siglo. Sin embargo, en el caso de otros autores importantes –sobre todo poetas–, que fueron imitados fundamentalmente en la poesía de signo neoclásico, no se van a llevar a cabo significativas versiones de su obra, ni de forma parcial ni de forma íntegra.

Buena parte de las traducciones –y también ediciones del texto latino– que proliferan en la segunda mitad de siglo están destinadas a la educación y solo en contados casos buscan ofrecer, sin censuras ni intervenciones de ningún tipo, la obra original para el uso y disfrute de los lectores. No es infrecuente tampoco que, al margen de los objetivos marcados por la enseñanza y fuera de esos límites, los traductores expresen en los prólogos de sus versiones la visión que tienen de lo que significa hacer una traducción y refieran los principios que han guiado la suya, valorando la tarea de su autor, aparte de por otros beneficios, por su contribución al enriquecimiento de la propia lengua.

El abanico de versiones realizadas en la España del siglo XVIII engloba, en mayor o menor medida, tanto a la inmensa mayoría de poetas y prosistas de la literatura latina (exceptuados algunos autores que contaban con traducciones que estaban todavía en pleno vigor y lo seguirán estando hasta el siglo XIX e incluso hasta el XX,  como la novela de Apuleyo) como al conjunto de textos de contenido religioso –según demuestra la frenética actividad traductora en torno a la obra de san Agustín y los escritos sagrados–, aunque la literatura cristiana que floreció en Roma a partir del siglo IV tendrá que esperar a la siguiente centuria para empezar a ser vertida al castellano.

 

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  1. Luzán no solo tuvo en cuenta la Epistola ad Pisones para su Poética, sino que también se ejercitó traduciendo algunas odas nunca impresas; José Cadalso, al igual que había hecho con Catulo y los elegíacos, incluyó algunas versiones horacianas en el Suplemento a Los eruditos a la violeta y luego en Ocios de mi juventud; Juan Meléndez Valdés, muy imbuido de un manifiesto horacianismo en su poesía personal (Ramajo Caño 2002) tradujo una buena selección de las Odas (Demerson 1958); Leandro Fernández de Moratín versionó una decena de Odas de los libros I y II, mientras que Marchena, que también impregnó, posiblemente por influjo de su maestro Meléndez Valdés, su poesía personal de abundantes horacianismos (Arcaz 2013a y 2016: 475–480) fue autor de una traducción de la oda I 34 realizada en el mismo metro utilizado por fray Luis para sus traducciones de Horacio: el sexteto–lira (Arcaz 2016: 462–466).
  2. El volumen I (Madrid, F. del Hierro, 1727; reimpresiones en 1728 por Juan de Zúñiga, y 1733 por F. del Hierro) incluye bajo la autoría de Ignacio Suárez de Figueroa, sobrino de Diego (como ya advirtieran Menéndez Pelayo y Aguilar Piñal), las Tristes, las Cartas desde el Ponto y la Consolatio ad Liviam, obra de dudosa autoría ovidiana que aquí aparece atribuida, siguiendo a Escalígero, al poeta augústeo Albinovano Pedón y que solo se encuentra en la edición de 1727, pero no en las reimpresiones de 1728 y 1733 (aunque luego se incluirá de nuevo en el tomo VI de la serie); el volumen II (Madrid, s. i., 1732) contiene la pseudovidiana Nux y, bajo el título de Elegías de amores puros, una breve selección de dieciocho elegías de Amores –algunas de las menos atrevidas del poeta latino de acuerdo a la censura inquisitorial de la época y no todas enteras– dispuestas en dos libros que nada tienen que ver con los originales de Ovidio (en el libro I de la traducción se incluyen, con texto y traducción en disposición versal –pero no en verso, al igual que ocurre con el resto de obras versionadas–, las elegías –aparte del epigrama inicial– I 1, I 2, I 14, II 1, II 11, II 13, III 1, II 14, II 6 y III 2, mientras que en el libro II aparecen las elegías, con idéntica presentación a las del libro anterior, III 3, III 6, III 9, III 13, III 8, II 9 a y b, I 15 y III 15); el volumen III (Madrid, s. i., 1732) incluye lo que aquí se denomina Libro I de los Remedios del amor impuro (es decir, los versos 1–396 de los Remedia amoris, tal y como aparece en algunos testimonios manuscritos e impresos de esta obra); el volumen IV (Madrid, s. i., 1733) presenta el Libro II de estos mismos Remedios del amor impuro (es decir, desde el verso 397 hasta el 814, final de la obra); los volúmenes V (Madrid, Herederos de F. del Hierro, 1733) y VI (mismo impresor, 1735) contienen las Heroidas, aunque no dispuestas según el orden habitual y sin incluir la XI, la XV, la XVI y la XVII (en el volumen VI aparecen, además, la carta de Hipólito a Fedra, en respuesta a la Heroida IV ovidiana, que es obra del poeta y jesuita belga del siglo XVII Sidronius de Hossche o Syderoen de Hosch, el Ibis y, de nuevo, la Consolatio ad Liviam bajo la paternidad ya indicada de Albinovano Pedón); los volúmenes VII a X, publicados entre 1735 y 1737 en las prensas de los Herederos de Francisco del Hierro, encierran el conjunto de las Metamorfosis a razón de cuatro libros por tomo (excepto el IX, que solo contiene tres); y, por último, los volúmenes XI y XII, publicados respectivamente en 1737 y 1738 en la misma oficina, ofrecen los Fastos a razón de tres libros por tomo.
  3. Los iniciales (1–4) de la famosa elegía I 3 en la que el poeta narra su última noche en Roma, los primeros (1–10) de la I 8, los versos 33–40 de la II 1, los versos 5–14 de la IV 1 y, por último, los 21–26 de la autobiográfica IV 10.
  4. A. Eura tradujo en catalán y castellano, en fecha indeterminada pero en el siglo XVIII, la Heroida XV de Safo a Faón (mss. 1496 y 1571, respectivamente, de la Biblioteca de Catalunya [Moya 1986: LII
  5. «Y finalmente, deseoso del aprobechamiento de los Niños en la virtud, sobre esplicarles las sentencias, consejos, y dichos de los Sabios, y aquellos egemplares, de que pueden conocer el premio de los buenos, y castigo de los malos, les propone solo esta obra de Nason, limpia de aquellas obscenidades, y fabulas, de que estan llenos los Fastos, y Metamorfoseos, que, aunque obras de grande trabajo, no obstante, no deben los Niños Christianos manejarlas» (pp. 3–4).
  6. Esta traducción, revisada y corregida por el profesor de Filosofía y Teología de la Universidad Luliana de Palma de Mallorca José Carrasco conoció varias reediciones, siempre destinadas a los alumnos de las escuelas de gramática de la Compañía de Jesús, como lo serán, entre otras, las de 1785 (Barcelona, Viuda de Piferrer), 1788 (Madrid, J. Doblado) y 1794 (Gerona, N. Oliva). Se le ha atribuido (así Aguilar Piñal 1981–2001: II 235–236) la autoría de lo que en realidad es una mera reimpresión de la anterior traducción de Idiáquez, como lo serán las posteriores ediciones revisadas de Gómez Zapata o Cepeda, Pues todo lo que ofrecen las tres coincide plenamente con lo dicho y dispuesto en esa edición de 1755. El uso escolar al que estaba destinada hizo que aún fuera reimpresa en varias ocasiones también a lo largo del siglo XIX.
  7. La edición constaba de cuatro volúmenes: el vol. I contenía los libros I–VI de los Anales; el II los libros XI–XVI de esta misma obra; el III los cinco libros de las Historias, y el IV la Germania, la Vida de Agrícola y el Diálogo sobre los oradores.
  8. Presentan el siguiente contenido: el Pro Quinctio y el Pro Roscio Amerino en el vol. I; la Divinatio in Q. Caecilium y el proemio de la Prima actio del In Verrem, y el Pro lege Manilia en el vol. II; la oratio prima el De legre agraria contra Rullum, la también oratio prima del In Catilinam y el Pro Archia poeta en el vol. III; el Post reditum in quirites y el Pro domo sua en el vol. IV; el Pro Gn. Plancio y el In Pisonem en el vol. V; el Pro Milone, el Pro Marcello y el Pro Ligario en el vol. VI; y, por último, el Pro rege Deiotaro y las Filípicas II y III en el vol. VIII.
  9. Esta traducción, con texto latino enfrentado y breve resumen del contenido de los textos antologados, engloba las siguientes obras: el Pro lege Manilia, las orationes I y II del In Catilinam, el Pro Archia poeta, el Post reditum in quirites y el Post reditum in senatu en el vol. I; el Pro Milone, el Pro Marcello, el Pro Ligario, el Pro rege Deiotaro y las Filípicas I y IX en el vol. II.
  10. Las porciones traducidas son las siguientes: el libro I completo (incluido el proemio y la carta a su librero, que la ubica al final de la traducción), del libro II todo él excepto los capítulos I, IV, VI, X, XI y XIV a XVIII, del libro IV solo el capítulo IV, del libro X el capítulo IV y del libro XII solo el capítulo XI.
  11. Puede verse específicamente el trabajo de J. M. Sánchez Caro, en la presente obra, sobre «Las traducciones de la Biblia en el siglo XVIII».