Panorama de la traducción en el siglo XV
Susanna Allés–Torrent (University of Miami)
Los contextos de la traducción
El siglo XV es uno de los más fértiles para el estudio de la traducción: se multiplican las fuentes, se diversifican las lenguas de partida, emerge una reflexión consciente sobre la actividad traductora y esta empieza a percibirse como una actividad de mayor prestigio intelectual. El gran número de traducciones llevadas a cabo, y conservadas, ha supuesto que este siglo se haya calificado como el «siglo de oro» de la traducción, «el siglo traducido», debido a su alto porcentaje de traducciones en comparación con las obras originales, e incluso que se haya utilizado la metáfora de un «mar de traducciones» o un «mar desbordado», parafraseando el conocido título de la obra de Giovanni delle Colonne y versionada por Fernán Pérez de Guzmán (Santoyo 2009: 369).
Al adentrarnos en el estudio de las traducciones del siglo XV, encontramos una bibliografía abrumadora, y ello se debe probablemente a que en este siglo la traducción –entendida en su sentido más amplio en cuanto a su definición y práctica medievales– se convierte en un fenómeno intelectual de dimensiones inéditas que enriquece el panorama cultural peninsular.1 Con el fin de navegar en este denominado mar de traducciones, pueden ser interesantes, antes de entrar en materia, algunos datos cuantitativos extraídos de los que hoy constituyen los recursos digitales básicos para su estudio: la base de datos Translat recoge al menos unas 131 traducciones al catalán a lo largo del siglo XV. El catálogo del Proyecto Boscán dejó constancia de aproximadamente unas 120 traducciones de obras escritas por autores italianos, en lengua italiana o latina, y traducidas al catalán y al castellano entre 1400 y 1499. Mientras que el Catálogo Hipertextual de Traducciones Anónimas al Castellano, para el mismo siglo, registra 308 manuscritos contenientes versiones de autor anónimo. A todo ello, obviamente se añaden las noticias acopiadas por Philobiblon que, aunque un tanto difíciles de recuperar en su conjunto con la actual interfaz de consulta, sí buscadas individualmente aparecen registradas y con su acopio habitual de referencias imprescindibles. A partir de esta base de datos Faulhaber (1997) recuperó algunos números que dan cuenta de la labor traductora de la Edad Media. Para ello, calculó el porcentaje de traducciones a las diferentes lenguas respecto al número total de textos producidos: para el castellano se trataba del 27,4 %, para el aragonés el 43,2 %, para el catalán el 25,1 % y para el portugués el 7,7 %. Entre las lenguas de partida utilizadas se contaban el latín, con clara mayoría, el griego (en la mayor parte de los casos de manera indirecta), el árabe, el francés, el italiano y el hebreo, así como versiones entre las mismas lenguas peninsulares (castellano, gallego–portugués y catalán). Se trata de datos cuantitativos que obviamente se solapan y son imperfectos, pero que dan buena cuenta de la dimensión del fenómeno.
Las circunstancias históricas que se dan a lo largo del XV propician una apertura mayor de la península ibérica hacia otras regiones. Si bien se mantienen las relaciones con Portugal, especialmente en el caso de Castilla, que para ese entonces ya había abandonado sus aspiraciones anexionistas, y con Francia, que había sido referencia cultural hasta bien entrado el siglo XIII, es especialmente interesante el puente que se establece con Italia. Estas relaciones internacionales ayudan al cultivo y la germinación de núcleos literarios clave en los que se promueve el conocimiento de otras tradiciones y tiene lugar la recepción de obras foráneas en las diferentes lenguas peninsulares. En la corte de Juan II de Castilla (1419–1454), donde la nobleza había jugado durante siglos un papel central, surge ahora con fuerza una intelectualidad laica, promovida por la monarquía y la nobleza, que empieza a interesarse, además de por las armas, por las letras (Lawrance 1985, Avenoza 2010). El estamento noble da más valor a la formación intelectual, y así, aunque muchos de ellos no leyeran latín, sí consumían textos en lengua vernácula. Al llegar la lectura privada, el valor del libro como objeto de valor y poder se va imponiendo y van apareciendo las primeras bibliotecas pertenecientes a las familias más poderosas castellanas, que amasan libros procedentes tanto de la Península como del extranjero. Surgen dinámicas de mecenazgo, como la del marqués de Santillana (1398–1458), cuya biblioteca ha sido extensamente estudiada (Schiff 1905, Rubio 1995), y en torno al cual gravitan muchos de los encargos de traducción.2 En su entorno trabajaron autores de la talla de Martín de Ávila, Pero Díaz de Toledo, Alfonso de Madrigal (el Tostado), Enrique de Villena o Carlos de Viana, entre muchos otros.
En la Corona de Aragón, desde los años de Martín I el Humano (1387–1410), se percibe ya un cambio cultural, al que Castilla tuvo en su punto de mira, y que en el campo literario había ya dado figuras como Bernat Metge, Antoni Canals, Guillem Nicolau o Ferrer Saiol. Estos autores incluyeron entre sus autores traducidos a nombres tan significativos como Petrarca, y otros clásicos latinos como Séneca, Ovidio o Paladio. Pese a las disputas dinásticas por la sucesión del rey Martín, pues su único heredero legítimo había muerto en 1409, el espíritu humanista se siguió cultivando con el nuevo Trastámara elegido a raíz del Compromiso de Caspe (1412), Fernando I de Aragón. Pero es especialmente con Alfonso el Magnánimo (1416–1458) y la llegada de los aragoneses a Nápoles (1442) que la relación con Italia se intensifica: en la corte de Nápoles hay una fuerte presencia hispánica, y las corrientes humanísticas llegan a la corte aragonesa (Gómez Moreno 1994). En cierta medida, el sur de Italia pasa a depender de la política de Aragón y así la conexión hispano–italiana pervive a lo largo del reinado de su hermano Juan II (1458–1479).
Mientras tanto, en Castilla, el carácter ilustrado de la corte sigue activo durante el reinado de Enrique IV (1458–1474), pero se intensifica sobre todo con la llegada de los Reyes Católicos, cuya red política y religiosa se consolida en territorio italiano. Este contacto conllevó el acercamiento y la acogida en la península ibérica de los ideales del humanismo italiano, un movimiento que proponía unos nuevos patrones culturales y una recuperación renovada de la Antigüedad clásica y el valor del hombre, y que desembocarán en toda Europa en lo que conocemos como el período del Renacimiento.
En este siglo XV, además, deben considerarse algunos acontecimientos clave que ayudaron a este intercambio cultural, aunque se gestaran a nivel político o en el seno de la élite intelectual del momento. El fin del Cisma de Occidente (1417), que significó el fin de las disputas entre las diferentes facciones papales, entre las cuales había la de Benedicto XIII, conocido también como el papa Luna, implicó la celebración de diferentes concilios celebrados en Constanza (1414–1418) y después en Basilea, Ferrara y Florencia (1431–1445). Estos encuentros contribuyeron a crear y consolidar los contactos entre doctos de diferentes países y propiciaron una red de vínculos especialmente entre las élites intelectuales y eclesiásticas de italianos y españoles. Sirva de ejemplo el caso de Alonso de Cartagena que se granjeó el respeto de los participantes en el concilio con sus discursos en latín a favor de la monarquía castellana y el cual entabló uno de los debates epistolares más famosos del siglo entre los años 1436 y 1439 con Leonardo Bruni, justamente en torno a la calidad de una traducción de la Ética de Aristóteles (Morrás 2002). La conexión con Italia se materializó por otras múltiples vías de intercambios, no solo religiosos, sino también políticos, diplomáticos o comerciales. Se popularizaron las estancias de estudio en Italia, cuyas ciudades ofrecían una oportunidad única para cualquier formación académica, ya fuera eclesiástica o laica. Los destinos escogidos fueron la corte de Nápoles, Roma o Florencia, así como Bolonia, donde el Colegio Español estaba activo desde 1364 y acogía a estudiantes y visitantes. Son múltiples los casos conocidos de personajes que residieron en tierras italianas: Rodrigo Sánchez de Arévalo (1404–1456), después de su participación en el Concilio de Basilea, se trasladó a Roma en 1431 y permaneció allí hasta su muerte trabajando en la curia pontificia; Nuño de Guzmán (ca. 1405–1467), uno de los viajeros más activos de su tiempo, realizó una estancia en 1439 en Florencia, donde entabló amistad con Gianozzo Manetti, Pier Candido Decembrio, Leonardo Bruni o el librero Vespasiano de Bisticci, quien incluyó una biografía del cordobés en sus famosas Vite; Juan de Mena residió también en Florencia entre 1442 y 1443 bajo la supervisión de Juan de Torquemada; Joan Margarit (1422–1484), obispo de Gerona, concluyó sus estudios de Teología y Derecho en Bolonia en 1443, sirvió en la corte de Nicolás V y residió en Roma desde 1470 hasta su muerte, donde ejerció de embajador de Juan II de Aragón y de los Reyes Católicos; Alfonso de Palencia (1423–1492) vivió en Florencia también en 1442 y 1443, y en Roma a principios de 1453; Hernando del Pulgar (1436–1493) visitó Roma en 1473, donde se ocupó de cuestiones diplomáticas; Jeroni Pau (1458–1497) también estudió en Italia, probablemente en Bolonia, Peruggia, Florencia y Pisa, y a partir de 1475 ya se encontraba en Roma al servicio de Alejandro VI. Tantos otros podrían traerse a colación hasta llegar a Nebrija, cuya formación en Bolonia y estancia italiana prolongada por una década tendría un papel capital en la renovación educativa que impulsó desde Salamanca (Gómez Moreno 1994: 296–314). En el marco de este intercambio cultural, las traducciones revisten un papel central, pues son un reflejo directo del interés de una comunidad lingüística por otra. En este sentido, el contacto con Italia no solo ayudó a importar un clima prehumanístico, sino que acabó teniendo consecuencias en la elección de los autores traducidos y en la práctica misma de la traducción.
En cuanto al desarrollo de la actividad traductora, se han establecido diferentes etapas sobre la base de la selección de los autores traducidos y el diferente número de traducciones llevadas a cabo. Así, C. Alvar (2010: 258–265, 278) ha propuesto diversas etapas sucesivas a partir de tres ideas fundamentales: el contacto intercultural es esencial para que aparezcan traducciones de nuevos textos; las dinámicas y acontecimientos externos al reino influyen de manera decisiva en las dinámicas culturales internas; en fin, la mayoría de las traducciones responden a encargos directos de los nobles, así se trasluce de los muchos prólogos y cartas en que el traductor dedica o detalla explícitamente por qué ha llevado a cabo la traducción y para quién. Una primera etapa abrazaría los albores del siglo XV hasta las reuniones en Basilea en los años treinta; el segundo período comprendería los últimos años del reinado de Juan II y la expansión de la Corona de Aragón en Nápoles, por lo que la influencia italiana se intensifica; mientras que la última arrancaría en los años sesenta y está marcada por la llegada de la imprenta a Castilla (1473) y el reinado de los Reyes Católicos. Con todo, es difícil establecer fases distintas y líneas de ruptura. Por ello, y por querer ofrecer un panorama sintético, en esta ocasión pasaremos una revista sumaria a este siglo XV a partir de los textos traducidos según su tipología y su procedencia.
Una nueva figura intelectual: el escritor y traductor
Valdrá la pena detenernos muy brevemente en el perfil del traductor que emerge en este siglo. Si bien a lo largo de la Edad Media el traductor era una persona de un nivel cultural alto que conocía y trabajaba con al menos dos lenguas, una de las cuales solía ser el latín, es en este siglo cuando emerge un perfil más marcadamente intelectual. Muchos de estos traductores habían tenido una etapa de formación en escuelas laicas o eclesiásticas, incluso con estancias más o menos prolongadas en otras partes de Europa. Aunque obviamente puede variar y a pesar de que numerosas traducciones siguen siendo anónimas, destaca el hecho de que muchos de ellos son intelectuales que, aparte de traducir de una lengua a otra, también tienen producción propia. A modo de ejemplo, podemos recordar algunos de los casos más conocidos que responden a esta nueva figura de traductor. En Castilla, encontramos a Pero López de Ayala, figura política relevante al servicio de los diferentes reyes castellanos y de Fernando I de Aragón y autor de obras como el Rimado de Palacio, cuyas estancias en Francia y en la corte papal de Aviñón vehicularon las versiones de las Décadas de Tito Livio o el De casibus virorum illustrium de Boccaccio. Enrique de Villena (1384–1434), marqués y maestre de la Orden de Calatrava, transcurrió su vida entre las cortes de Castilla y Aragón y fue también autor de diversas obras, como Arte de trovar o Libro de la ciencia gaya. A él se deben traducciones clave de Cicerón, de la Eneida de Virgilio, Vegecio o el Infierno de Dante. Es conocido también el caso de Alonso de Cartagena, miembro de la familia conversa de los Santa María, que tuvo un papel central en diversas embajadas en Portugal y los Concilios de Constanza y Basilea. Cartagena es autor de múltiples obras de carácter religioso, exegético y filosófico, y una figura clave en la difusión de autores como Cicerón o Séneca. Juan de Mena, cronista y secretario de cartas latinas de Juan II, fue autor del Laberinto de Fortuna, poema narrativo en forma de alegoría con una gran difusión y traductor de la obra Ilias latina, un compendio poético de la obra homérica. Pero Díaz de Toledo, jurista de formación, escritor y traductor de obras de carácter filosófico, como los Proverbios de Séneca o el Phaedo de Platón, y que trabajó al servicio del marqués de Santillana. Alfonso de Palencia, además de publicar una crónica de Enrique IV, obras alegóricas y obras lingüísticas clave, como su Universal vocabulario, ayudó gracias a sus traducciones a difundir autores del calibre de Plutarco, Josefo o Domenico Cavalca. La lista podría continuar (Alvar 2010: 22–24, 273).
Además, estos traductores son a su vez intelectuales que forman parte de una estructura de poder, una jerarquía social en la que el intelectual trabaja o rinde pleitesía a un noble, al mismo rey o a un alto cargo eclesiástico. A la luz de los prólogos que nos han llegado a través de las traducciones, se entrevé cómo el traductor ha abordado el texto a petición expresa de su protector (Cartagena 2009). Piénsese, por ejemplo, en el caso de Mosé de Guadalajara, que antes de traducir la conocida Biblia de Alba se negó a emprender un tal trabajo ante la insistencia de Luis de Guzmán. Saber quién aconsejaba al señor laico o eclesiástico que encargaba la traducción y el rol jugado por el traductor parece ser algo complejo de estudiar, especialmente si tenemos en cuenta que quizás en algunos casos se trató de tópicos adoptados en este tipo de prólogos para descargar cierta responsabilidad ante posibles errores.
Continuidad, actualización y novedad
Pasemos ahora a ver qué se traduce en este siglo XV y qué elementos constituyen una continuidad, una reactualización de ciertos textos o bien una novedad respecto al pasado. A lo largo del siglo precedente, se había dejado a un lado el interés por el mundo islámico y, por consiguiente, el uso del árabe y el hebreo como lenguas de partida.3 En ese momento, la atención se dirigió hacia Europa, especialmente a obras escritas en latín, y, a medida que estas iban apareciendo y haciéndose más populares, la actividad traductora se extendió a las lenguas romances del entorno geográfico (Santoyo 2021).4 En cuanto a las temáticas, los textos religiosos y temas filosóficos afines siguen siendo los más numerosos, se incrementa exponencialmente la traducción de obras clásicas, tanto latinas como griegas, se mantienen otras relacionadas con la historia y las ciencias, abundan textos del trescientos e irrumpen aquellos contemporáneos. Además, en comparación con tendencias anteriores, hay un número relativamente alto de autotraducciones, que, como veremos, parece ser un elemento distintivo de este siglo. En cuanto a las lenguas de partida, podemos decir que el latín es la más utilizada, aunque van apareciendo trasvases entre las diferentes lenguas peninsulares y a las otras lenguas vecinas, como portugués, francés, provenzal y sobre todo italiano. De todos modos, hay que tomar en consideración que la traducción medieval –aparte de diferir de nuestro concepto moderno en múltiples aspectos– no siempre consistió en una relación directa y unívoca de original a traducción. En muchas ocasiones las traducciones son indirectas, como veremos, y ello no solo ocurrió en aquellos casos más obvios, como el de las obras griegas que llegan al catalán o castellano a través de una traducción latina, sino a través de otras lenguas. Tal fue el caso, por ejemplo, de Pero López de Ayala, que para su traducción de Tito Livio no se sirvió del original latino sino de la traducción francesa realizada por Pierre Bersuire entre 1354 y 1356.
En cuanto a las lecturas religiosas, siguen siendo frecuentes y numerosas. Entre los textos y temas emana una continuidad clara con épocas anteriores. Destaca la traducción de la conocida Biblia de Alba, realizada hacia 1430 por Mosé Arragel de Guadalajara (Avenoza 2012, Pueyo & Enrique–Arias 2013). Existen también versiones de los Libros de Horas, algunas obras de devoción espiritual, como las de Basilio (330–379) –De la reformación del anima–, Juan Crisóstomo (347–401), Juan Casiano (360/365–435), Jerónimo (342–420) –Chronici Canones–, Boecio, Agustín de Hipona o Gregorio I (ca. 540–604). Asimismo, siguen apareciendo versiones de autores típicamente medievales, como el predicador cisterciense Bernardo de Claraval (1090–1153), Hugo de San Víctor (1096–1141), Albertano de Brescia (1195–1251) o el De contemptu mundi de Inocencio III.
Otras temáticas continúan teniendo un cierto seguimiento, aunque seguramente de corto alcance, debido a su temática especializada. Así, por ejemplo, los tratados médicos y quirúrgicos, como la Chirurgia Magna de Lanfranco de Milano, que había sido traducida por primera vez al catalán por Guillem Salvà en 1329, posee en este siglo una versión anónima en la misma lengua (ca. 1390–1410) y al menos dos versiones más en castellano. Aun así, estas traducciones de textos técnicos, como podrá imaginarse, tenían primariamente un carácter utilitario (Alvar 2008).5
La recepción de la literatura francesa sigue siendo significativa por una cuestión de tradición, geografía y prestigio cultural que había sido central hasta finales del siglo XIII (Alvar 2010: 292–320). Así, continúan traduciéndose obras ya conocidas como el Livre du Tresor de Brunetto Latini (ca. 1220–1294), que contribuía al conocimiento enciclopédico de la época. El Tesoro había tenido una tempranísima traducción por Alonso de Paredes, realizada en el último tercio del siglo XIII dedicada a Sancho IV de Castilla, mientras que en este siglo hay diferentes versiones en castellano y en catalán, la más conocida de las cuales sea probablemente la que llevó a cabo Guillem de Copons, escudero de la reina Violante de Bar, en algún momento antes del 1418. De Honoré Bouvet conservamos una traducción al catalán y dos al castellano de su Arbre de batailles (1386–1390), obra de carácter jurídico–militar. Una fue debida a Diego de Valera, encargada por Álvaro de Luna y hecha en algún momento entre 1439 y 1447, y la otra fue ejecutada por Antón de Zorita en 1441 y comisionada por el marqués de Santillana. Es interesante el hecho de que sean dos traducciones casi contemporáneas y encargadas por dos enemigos políticos, hecho que seguramente habla de la importancia de esta obra para la nobleza castellana. También interesó el Breviari d’amor del franciscano Matfre Ermengau, escrito en provenzal hacia 1288, que tuvo tanto una traducción en catalán, concluida en 1385, como otra en castellano a mediados del siglo XV. De autores más puramente humanistas, como Alain Chartier, se tradujo probablemente entre 1432 y 1444 solo el Quadrílogo inventivo, una obra compuesta en 1422 en forma de debate alegórico donde la dama representa a Francia y se enfrenta a los tres estratos sociales (el clero, la nobleza y el estado llano). Otra obra bien conocida escrita en francés, que apagaba la sed de conocimiento por geografías lejanas, fue el Milione de Marco Polo. Esta obra, que ya había sido traducida bajo los auspicios de Juan Fernández de Heredia (ca. 1310–1396), vio una versión castellana solo a finales del siglo e impresa en 1503 a cargo de Rodrigo Fernández de Santaella.
La traducción de los autores italianos
En cuanto a la recepción de las letras italianas, que desbancan la dependencia literaria y cultural con Francia típicamente medieval, podríamos establecer cuatro filones en términos de actividad traductora. Algunos traductores, en su mayoría anónimos, siguen interesándose por autores medievales y del trescientos; otros afrontan ya la producción de Dante, Petrarca y Boccaccio, las tres coronas toscanas; otros, ya sea por cuestiones de amistad o por interés intelectual, versionan textos de autores humanistas contemporáneos; en fin, otros traductores abordan autores latinos y griegos, en sintonía con la recuperación humanística del legado clásico. Como ha indicado Gómez Moreno, la atracción e irradiación que ejerció Italia entró en la península ibérica por dos vías convergentes: por un lado, los autores clásicos y la cultura pagana que recuperaban los humanistas, y por el otro un cristianismo que en este siglo más que nunca se apoyó en la autoridad de ciertos autores clásicos, como Cicerón, Séneca o Boecio (Gómez Moreno 2010: 8).
Dejando a un lado las traducciones de textos propiamente religiosos, vemos una continuidad con las lecturas profanas del siglo XIV que emerge a partir de textos que ya habían pasado a formar parte de un canon literario. Así, conservamos traducciones de autores como el dominico Jacobo de Vorágine o Varazze (1230–1298), cuya Legenda aurea fue uno de los libros más leídos durante el Medioevo. No es extraño, pues, que sus múltiples vidas de santos llegaran tanto al catalán como al castellano. Mientras tanto se incorporan otros autores de carácter religioso como el dominico Domenico Cavalca (ca. 1270–1342), quien a su vez había traducido también otras obras espirituales, que llega a través de versiones al catalán (Pere Busquets, 1450), castellano (Alfonso de Palencia, ca. 1486) y otra tardía al portugués firmada por un tal Melchior dos Reis (Bico 2021). De igual importancia fueron las traducciones al castellano (anónimo, ca. 1470) y al catalán por otro anónimo (ca. 1460) y Francesc Santcliment (1489) de los Fior di virtù. El interés por la materia troyana llegó a través de la obra de Guido delle Colonne, Historia destructionis Troiae (1287), primero vertida al catalán entre 1367 y 1374 por Jaume Conesa, y con posterioridad al castellano. Entre estas hay una versión empezada en 1443 por Pedro de Chinchilla y dedicada al conde de Benavente. La obra de Egidio Romano (1243–1316), el De regimine principum, había tenido versiones en el siglo XIV: dos traducciones al castellano, una de las cuales era una traducción anónima temprana y otra por Juan García de Castrojeriz realizada hacia 1345, y una catalana a cargo de Arnau Estanyol. Curiosamente, y síntoma de un interés persistente, ambas traducciones firmadas fueron llevadas a la imprenta: la de Estanyol en 1480 y la de Castrojeriz en 1494.
Como no podía ser de otra manera, el siglo XV posee una lista considerable de traducciones de los tres autores más relevantes del trescientos italiano, Dante, Petrarca y Boccaccio, cuyo interés florece especialmente hacia los años cuarenta, cuando, como ha indicado Muñiz, empiezan a ser leídos desde una perspectiva pedagógica diferente: se profundiza en Dante a través de los comentarias, Petrarca destaca por su pensamiento político y su polémica antimedieval, y se lee a Boccaccio por su erudición mitológica, histórica y geográfica, así como por sus modelos negativos y positivos de la naturaleza humana (Muñiz 2004: 56). Así, por ejemplo, de Dante se conservan dos traducciones de la Divina Commedia. La primera traducción completa se debe a Andreu Febrer i Callís, quien entre 1423 y 1429 la trasladó al catalán, y está conservada manuscrita en la Biblioteca de El Escorial (II–L–18). Desde 1418, Febrer había estado al servicio de Alfonso V el Magnánimo como gobernador en Catania. Fue su experiencia italiana lo que le llevó a realizar una traducción ambiciosa, en verso, que seguramente tenía como objetivo la de ser una obra literaria autónoma. De diferente naturaleza fue la primera traducción al castellano, esta vez debida a Enrique de Villena hacia 1428, una traducción bastante literal en prosa, aunque verso a verso, y que podría responder más bien a la voluntad de ofrecer un texto de apoyo que facilitara la lectura del original tal y como sugiere el hecho de que la traducción se halle en los márgenes de un original en italiano (BNE, MSS/10186). Villena había vivido su primera formación en la Corona de Aragón, donde seguramente había participado del mismo ambiente humanístico de la corte. Estas dos fueron las dos únicas versiones completas de la Commedia. En el siglo siguiente, hacia el 1515, aparece solo una traducción parcial en verso, en coplas de arte mayor, y mucho más libre y con aspiraciones literarias, que incluye solo la parte del Infierno y dos cantos del Purgatorio y el Paradiso, por Pedro Fernández de Villegas. A partir de los años 70, aparecen traducciones de los comentarios de la Commedia, lo cual surgía probablemente de la necesidad exegética de una obra extensa y compleja en todos los niveles. Existe una traducción de los comentarios de Pietro Alighieri (BNE, MSS/10207) a partir de una versión en italiano (Alvar 2010: 342; Morreale 1967: 12–14); del de Bevenuto de Imola se conservan tres traducciones: dos anónimas (Glosa al Purgatorio, ca. 1450, y La comedia del Dante Alleghieri de Florencia, entre 1465 y 1490), y otra elaborada por Martín González de Lucena dedicada al marqués de Santillana. Posteriormente, a finales de siglo, aparecen dos traducciones parciales del comentario a la Commedia de Cristoforo Landino: una traducción, o reelaboración, realizada por el mismo Pedro Fernández de Villegas que incluía en su versión de la Commedia, y otra en catalán bajo el título Comento de la segona Cantica de Dant (entre 1490 y 1500).
De Petrarca interesó casi toda su obra, salvo algunas ausencias notables y sabidas, como el de su Canzoniere, que solo vio una traducción del soneto CXLVIII, en 1428, a manos de Enrique de Villena, y otra del soneto CXXXII, 1–4 por Pedro de Cartagena (ca. 1486). Este nulo interés por la obra poética en vulgar contrasta con lo que pasará a lo largo del siglo XVI, cuando surge el culto a Petrarca y el petrarquismo en España despegará de la mano de Juan Boscán con las nuevas formas métricas. Las primeras manifestaciones petrarquistas surgen en la Corona de Aragón a cargo de Bernat Metge, quien en 1388 tradujo el Walter e Griselda y lo dedicó a Isabel de Guimerá. Esta obra, como se sabe, era a su vez traducción al latín de la novela Decameron, X 10. Esta misma obra desde el latín se traduciría por un anónimo castellano entre 1450 y 1470. La parte de ficción de Petrarca está también representada por el diálogo entre Aníbal y Escipión en el África, que tradujo al catalán Antoni Canals hacia 1410. Una de las epístolas (XII, 2) que más circuló en la Península fue la dirigida a Niccola Acciaiuioli, conocida como la Institutio regia, donde trataba la figura del príncipe ideal y que fue traducida de manera anónima dos veces al catalán (entre 1400 y 1450 y después entre 1475 y 1480) y una al castellano (Letra de reales costumbres, 1475–1480). Esta carta interesó enormemente a lo largo de todo el siglo XV –será incluso una de las fuentes para el Príncipe de Macchiavello– y está en sintonía con el interés petrarquista por los personajes ilustres. También en catalán existe una versión anónima del De remedis (1400–1490), otra anónima castellana del De vita solitaria (1420–1450) y otra versión anónima de los Psalmi penitentiales. En fin, de mediados de los cincuenta fue la traducción de Hernando de Talavera de las Invective contra medicum, donde Petrarca confrontaba el poder de la retórica contra la medicina. De manera similar a como había pasado con la Divina Comedia, también para Petrarca surge la necesidad exegética de su obra, y así aparece una traducción de los comentarios de Bernando Lapini (1490–1500) a sus Triomfi.
Boccaccio –que había sido él mismo traductor de Tito Livio y Valerio Máximo– fue sin duda el autor que más hondo caló entre los círculos intelectuales, especialmente en el del marqués de Santillana, que acogió manuscritos y en cuyo seno se llevaron a cabo algunas de las traducciones (Alvar 2001, Bartoli 2016). Ya desde principios del siglo se materializa el interés por su De casibus virorum illustrium, un género que, como atestiguan obras algunas obras originales, como las colecciones de Fernán Pérez de Guzmán, despertaba un vivo interés en el siglo XV. El primero en llevar a cabo una traducción fue Pero López de Ayala entre 1400 y 1407, quien trasladó ocho de los diez libros de la obra. Seguramente, tal y como había ocurrido con la versión de Livio, Ayala, al encontrarse en tierras francesas, tomó como texto base la versión de Laurent de Premierfait. Esta traducción, posteriormente, fue terminada en 1422 por Alfonso de Cartagena, también canciller de Enrique III, con la ayuda de Juan Alfonso de Zamora. Ambos desconocían la versión francesa de partida y tuvieron harto trabajo para encontrar un original en latín que para ese entonces estaba solo en la Corona de Aragón. De la obra capital de Boccaccio, el Decameron, hubo una traducción de fecha incierta (1400–1460) al castellano (Libro de las ciento novelas, B. de El Escorial J. II. 21*), y otra también anónima al catalán de 1429 (B. de Catalunya 1716). Por otro lado, el ansia por la erudición mitológica avivó la traducción de Martín de Ávila, que trabajaba al servicio de Santillana, del Genealogia deorum gentilium (1440–1450), y otra fragmentaria de Alfonso Fernández de Madrigal, el Tostado, llevada a cabo hacia 1440 aunque solo impresa en 1507. Alfonso Martínez de Toledo, arcipreste de Talavera, versionó uno de los pasajes de la Disputa entre Pobreza y Fortuna (1438), alegoría muy en boga en la Castilla del XV. En la misma línea de este último pasaje, sobre los defectos y vicios de las malas mujeres, conservamos también una versión al catalán hecha por Narcís Franch entre 1450 y 1457 del Corbaccio, cuya editio princeps apareció en 1498. La novela sentimental y los comportamientos femeninos siguieron interesando, como lo demuestran las varias traducciones de la Elegia de Madonna Fiammeta hacia los años sesenta de las cuales una aparece en la imprenta en 1497. Conservamos también traducciones anónimas de la Teseida delle nozze d’Emilia y el De claris mulieribus. En fin, sus descripciones geográficas, De montibus, lacubus, fluminibus, stagnis, et paludibus, fueron traducidas como De los montes e ríos e selvas por un anónimo hacia 1441 y 1445. La difusión de las obras de Boccaccio se consolidó en la década final del siglo, cuando la mayor parte de estas traducciones se destinaron a la imprenta. Especialmente relevante en este sentido fueron las de Meynardo Ungut y Stanislao Polono, que en Sevilla publicaron las traducciones del De casibus (1495), el Decameron en catalán (1496) o la Disputa (1498), entre otras.
Los contactos entre españoles e italianos, que en múltiples ocasiones acabaron en estrechas amistades, desencadenaron también traducciones de obras de humanistas italianos contemporáneos. A partir de los años 40 se observa un interés creciente de los traductores peninsulares hacia los autores italianos coetáneos que escribieron tanto en latín como en italiano. De todos modos, a pesar del interés creciente por la producción humanística italiana, quedó limitada a determinados temas y autores.
Sin duda, el autor que más interés suscitó en la península ibérica fue Leonardo Bruni, que llegó a ser muy conocido por la disputa y su correspondencia mantenida con Alfonso de Cartagena sobre su traducción de la Ética de Aristóteles entre 1436 y 1439. Así, surgen entre los años treinta y cincuenta diferentes versiones anónimas de algunas de sus epístolas de las que interesaban ciertos aspectos. Las dos epístolas (VII 2 y VII 6) de Bruni al rey Juan II de Castilla, escritas entre 1435 y 1437, fueron bien acogidas porque una de ellas constituía un elogio del «esplendor y gloria» de las gentes de «Hispania», y en ella Bruni establecía que se equivocaba quien atribuía la gloria del Imperio romano a los galos o a los germanos: «Hispaniae est haec gloria, Hispaniae hic honor est proprius» (Bruni 1741: 77); la otra era una breve apología sobre el valor de la historia en tanto que «magistra vitae». Las restantes tres epístolas, que fueron escritas hacia 1450, recogían una discusión sobre su traducción de la Ética de Aristóteles y el término «summum bonum» destinada a Ugo Benzi (V 1); otra epístola estaba destinada a Tommaso Cambiatori (V 2) y trataba sobre la riqueza y algunas lecciones aprendidas en filósofos griegos como Platón, Aristóteles o Epicuro; mientras que la última, enviada a Poggio Bracciolini en 1450 (V 4), versaba en tono filosófico sobre la enemistad y ciertas críticas lanzadas contra el mismo Bruni. Destacan pues en las epístolas la erudición histórica, su labor como traductor, y su vertiente más filosófica. En cuanto a su producción histórica, existe una versión anónima castellana de mediados de siglo del De bello Italico y, posteriormente, otra al catalán del Commentarius de primo bello punico (1470–1472) por Francesc Alegre. Algunas de las biografías escritas por Bruni también llegaron al castellano: las Vidas de Dante y Petrarca (ca. 1450) (Mazzocchi & Pintacuda 2001, Bartoli 2007a y 2007b) representa un signo del evidente interés por estas dos figuras en tierras españolas, así como la Vita Aristotelis, escrita en latín, y que tuvo dos traducciones: una anónima (ca. 1450) y la otra ya citada más arriba realizada por Alfonso de Palencia con una amplísima difusión debido a su inclusión en la primera traducción al español de las Vidas paralelas de Plutarco. Su tratado De militia tuvo al menos una traducción anónima bajo el título Tratado de la caballería (entre 1435 y 1450) conservada en el MSS/10212 de la BNE, juntamente con casi todas las otras traducciones al castellano. Su obra de carácter más filosófico tuvo acogida en castellano a través de dos traducciones anónimas del Isagogicon moralis diciplinae ad Galeottum Riscasolanum, una dedicada al marqués de Santillana, y la otra a Fernán Pérez de Guzmán, probablemente escrita entre 1450 y 1458 y destinada a la imprenta en 1496 (Jiménez San Cristóbal 2010). Se conserva una traducción de la Oratio in hypocritas realizada hacia 1450 y conservada en al menos dos manuscritos de la B. Nacional de España (MSS/3666 y MSS/10212). Así también, se tradujo alguna de sus obras más literarias, como la Novella di Seleuco e Antioco (ca. 1450, anónimo).
Entre otros grandes nombres, y ya entrando en la década de los cincuenta, encontramos a Coluccio Salutati, del que conservamos una traducción anónima de la Declamatio Lucretiae. Otro de los que había sido uno de los humanistas más emblemáticos fue Poggio Bracciolini, personaje conocido en España, del que además se había traducido ya la epístola de Bruni y ahora también en 1446 y gracias a Martín de Ávila el De infelicitate principum. De Giannozzo Manetti, Nuño de Guzmán tradujo entre 1453 y 1458, a petición del marqués de Santillana, la oración dedicada a Sigismundo Pandolfo Malatesta; de esta obra conservamos también otra traducción castellana anónima algo más tardía (entre 1470 y 1490) (Alvar 2010: 49–50). Otro de los humanistas centrales fue sin duda Pier Candido Decembrio, con el que Guzmán y Cartagena habían establecido vínculos de amistad. A través de Decembrio, recordemos, habían llegado diversas obras clásicas: De ira de Séneca, los Comentarios de César, el Alejandro de Quinto Curcio, la Ilíada etc.
A partir de los años 60 hasta todo el reinado de los Reyes Católicos, se produce una apertura mucho más decisiva en este terreno y en el de los escritos originales de los humanistas italianos. De interés oratorio, se tradujeron las Rei Publica orationes quattuor de Stefano Porcari. De Guarino Veronese llegó de manera anónima entre 1465 y 1480 y en versión castellana su De linguae latinae differentis de manera fragmentaria. Con una obvia conexión con la presencia aragonesa en Nápoles, Jordi de Centelles vertió al catalán De dictis et factis Alphonsi regis Aragonum et Neapoli de Antonio Beccadelli, el Panormita, por motivos de oportunidad política (1481–1484).
El gusto por la novela sentimental, que será mucho más característica de la siguiente centuria, al estilo de la Fiammeta de Boccaccio, derivó en una traducción al catalán de los dos tratadillos eróticos de Leon Battista Alberti, Deiphira y Ecathonfilea (entre 1475 y 1490), mientras que la Historia duobus amantibus de Enea Silvio Piccolomini, futuro Julio II, fue traducida por un anónimo en 1496 y después por Luis Ramírez de Lucena, editada en 1497 (Ravasini 2003). De este mismo autor, fray Fernando de Córdoba en 1481 tradujo la Epístola que envió al Gran Turco; y Hernán Núñez de Guzmán la Historia Boemica hacia 1490.
Además de la obra de Bruni (De militia), Diego Enríquez del Castillo también abordó la temática militar y tradujo, entre 1472 y 1492, el tratado De re militari de Paride Dal Pozzo. Esta tarea, sin duda, lo ayudaría para sus obligaciones de cronista de Enrique IV. A finales del siglo, aparecen otros autores que interesaron ya fuera por su peso filosófico y cultural, como Marsilio Ficino, del que se tradujo su Mercurii Trimegisti Pymander y el De potestate (1485), así como de Girolamo Savonarola, del que tenemos una traducción hecha poco después de 1499 por un anónimo de la Expositio in Psalmum Miserere mei, Deus. En fin, cabe citar a Girolamo Manfredi, de quien nos llegó en 1499 una traducción anónima del Liber de homine.
La traducción de los autores latinos
Además, el movimiento conocido como Humanismo, que surge en tierras italianas y a través del cual se recuperaba el interés de la Antigüedad clásica, llegó como una onda expansiva al resto de Europa, y así también alcanza la península ibérica con una fuerza inusitada desestabilizando dinámicas anteriores. En tanto que corriente cultural, el Humanismo es clave para entender el desarrollo de la traducción que implica, por un lado, la incorporación de nuevos autores que escriben en lenguas vernáculas y, por otro, la adopción de una cierta fascinación hacia la Antigüedad clásica que, aunque sin dejar de lado la tradición de las traducciones religiosas, aspira a integrar a autores latinos y griegos en las diferentes lenguas peninsulares. Dentro del canon tradicionalmente clásico y a lo largo del siglo, encontramos, entre los nombres latinos: Catón, Cicerón, César, Juvenal, Lucano, Ovidio, Paladio, Plinio, Séneca, Quinto Curcio Rufo, Salustio, Frontino, Tito Livio, Valerio Máximo, Vegecio o Virgilio. En cuanto a los griegos, y gracias a la labor de traducción que estaban haciendo los humanistas italianos del XV trasladando obras del griego al latín, llegaron de manera indirecta obras de Aristóteles, Esopo, Homero, Isócrates, Jenofonte, Josefo, Luciano de Samóstata, Platón y Plutarco. La traducción y lectura de autores y obras de la Antigüedad hizo que se recuperaran géneros clásicos, como la historiografía y la biografía, las epístolas o los discursos y diálogos. Pasar revista a las traducciones llevadas a cabo sería aquí misión imposible, así que nos limitaremos a mencionar solo algunos de los autores y casos más relevantes.
Entre los autores latinos más populares, continúa el interés por Séneca, leído en clave cristiana por su filosofía estoica. En la Corona de Aragón habían aparecido traducciones al catalán desde una fecha muy temprana: Antoni Canals había traducido el De providencia, y un anónimo había vertido las apócrifas epístolas entre Séneca y san Pablo; siguieron versiones en esta misma lengua del De remedis fortuitorum (antes de 1422), las epístolas morales a Lucilio (antes de 1433); a mediados de siglo, continuaron apareciendo el Liber de moribus, primero de manera anónima (antes de 1458) y posteriormente a cargo de Martí de Viciana; incluso Roís de Corella se atrevió con alguna de las tragedias senequianas, bajo el título Plant plorós de la reina Hècuba. En Castilla y en pro de la difusión de Séneca, emerge claramente la figura de Alfonso de Cartagena, que durante los años treinta tradujo una decena de obras de Séneca o a él atribuidas, como el ya mencionado De remedis. También Pero Díaz de Toledo se interesó por algunos de los tratados y proverbios del cordobés dedicándolos a Santillana. En fin, el De ira, que había sido traducido ya en el siglo XIII bajo el título Libro de Séneca hordenado e dispuesto contra la yra e saña, fue copiado por fray González (1445) y dedicado a Inés de Torres, esposa de Luis de Guzmán, padre de Nuño de Guzmán; esta casualidad parece haber sido la causa por la cual el propio Nuño llevó a cabo una nueva versión actualizada. Ciertamente, de esto trasluce la clave moralizante y edificante de los textos del cordobés, pero también la aspiración de querer apropiárselo por una cuestión de erudición.
El otro autor talismán del siglo XV fue Cicerón, y de nuevo, en prolífica vanguardia, encontramos a Alfonso de Cartagena, cuyos primeros títulos fueron el De amicitia y el De senectute, con la ayuda de Juan de Zamora, en 1422, cuando ambos se encontraban en misión diplomática en Portugal. Cartagena tradujo además De officis (1422), De senectute, De inventione y Oratio pro Marcello (Morrás 1991 y 1995). El De inventione o la Retórica, tuvo dos versiones: la de Cartagena, encargada por Duarte I de Portugal, y otra por Enrique de Villena. No sorprende el interés por una tal obra en una época donde la sensibilidad lingüística por la dicción latina se actualizaba en clave clásica y en un momento en que los autores buscaban las herramientas para la apreciación de la propia lengua que por lo general sentían inferior. Otro de los best sellers ciceronianos fue el De officiis, traducido al portugués por el infante D. Pedro (1437), en castellano por Cartagena (1430–1434) y al aragonés por Gonzalo de la Cavallería (ca. 1456). En catalán, a mediados de siglo, Ferrán Valentí tradujo las Paradojas, misma obra que eligió Rodrigo Sánchez de Arévalo unos años más tarde para su versión al castellano. Por otro lado, las Epistolae ad familiares, que como es sabido daban una nueva dimensión humana al rétor y que ya Petrarca había conocido, no tuvieron una traducción (anónima) hasta el siglo siguiente.
Otros autores siguieron despertando gran interés por su dimensión enciclopédica y erudita. Así, la obra Dictorum factorumque memorabilium de Valerio Máximo fue traducida al catalán ya a finales del siglo XIV por Antoni Canals (1395) y durante la primera mitad del XV al castellano por Juan Alfonso de Zamora, quien quizás tuvo en su escritorio la versión catalana (Avenoza 1993: 47), y posteriormente, entre 1466 y 1477, por Hugo de Urriés a partir de la versión de Simon de Hesdin y Nicolas de Gonesse (Alvar 2010: 49). En la misma línea, aunque a finales de la centuria, Gonzalo García de Santa María tradujo los Dísticos de Catón, considerados una fuente de sabiduría clásica. Un afán de erudición clásica similar fue el que debió de motivar a Juan Rodríguez de Padrón (ca. 1450) a traducir al castellano las Heroidas, obra que se acoplaba y alimentaba sus intereses por la novela sentimental. Algunos años más tarde (entre 1472 y 1482), las Metamorfosis fueron traducidas al catalán por el ya mencionado humanista barcelonés Francesc Alegre. Por otro lado, las versiones de Virgilio, uno de los autores más estudiados y leídos ininterrumpidamente durante toda la Edad Media, se limitaron a la sola Eneida, vertida entre 1427 y 1428 por Enrique de Villena (Alvar 2016).
En cuanto a la historiografía, género que se convertirá en uno de los emblemas del siglo XV peninsular, serán las Décadas de Tito Livio las primeras en ser traducidas en 1401 por Pero López de Ayala. El texto de Livio que ya había despertado interés en Petrarca llegó a Aviñón, donde el benedictino Pierre Bersuire lo tradujo al francés entre 1354 y 1356 con el apoyo de los comentarios de Nicolás Trevet. El traductor francés había elaborado una lista de términos raros referentes a instituciones y costumbres romanas que Ayala también incluyó. Esta traducción, que seguramente Ayala encontró en una de sus estancias en Francia, fue el texto de partida para su versión, que dedicó a Enrique III en 1401. Esta misma obra del autor romano fue objecto de una adaptación por Pedro de Burgos hacia 1450.
Del otro gran historiador romano, Salustio, se tradujo el De Coniuratione Catilinae y el De bello Iugurtino en lengua castellana por Vasco Ramírez de Guzmán (1423–1438). Es pertinente ver qué temas y figuras históricas interesaron de manera particular, como es el caso de Alejandro Magno, Aníbal, Escipión o César. De hecho, entre Petrarca y los mismos humanistas habían surgido ya debates en clave política sobre estas mismas figuras, como fue el caso entre Poggio y Guarino (Canfora 2001). Así, la Historia de Alejandro Magno de Quinto Curcio Rufo tuvo una traducción al castellano por Alfonso de Liñán (ca. 1437), otra al catalán por Luis de Fenollet (ca. 1481) y otra más al portugués por Vasco Fernandes de Lucena. Con el mismo propósito, Martín de Ávila llevó a efecto dos versiones: de un lado, la Comparatio de Caio Julio Cesar et Alexandro Magno que Decembrio compuso a imitación de Plutarco para suplir el contraste que no había en el original y, del otro, uno de los Diálogos de los muertos de Luciano (el XII), vertido al latín por Giovanni Aurispa, y que tuvo dos traducciones, una por Vasco Ramírez Guzmán y la otra por Martín de Ávila con el título Contencion que se finge entre Anibal e Scipion e Alixandre ante Minos (Bravo García 1977, Mazzocchi 2007, Santoyo 2009: 144–147). A ello debería sumarse, además, la traducción castellana que hizo Alfonso de Palencia de las Vidas de Aníbal y Escipión, escritas por el humanista italiano Donato Acciaiuoli. A modo de inciso, huelga decir que esta traducción, con algunas otras que mencionaremos, llegó al castellano de una manera fortuita y seguramente solo por el hecho de estar incluidas en la edición príncipe de la traducción latina de las Vidas paralelas de Plutarco (Allés Torrent 2015).
Otras traducciones, en fin, respondieron a cuestiones menos literarias, como los tratados militares y de caballería, como el Epitoma rei militaris de Vegecio, traducido al catalán por Jaume Castellà (ca. 1380), al castellano por fray Alfonso de San Cristóbal (1406) y por el mismo Enrique de Villena, y al portugués por el infante D. Pedro. También las compilaciones de agricultura como el De re rustica de Paladio fueron objeto de una traducción al catalán por Ferrer Saiol.
La traducción de los autores griegos
Pero la gran novedad de este siglo recae posiblemente en la lista de los autores griegos traducidos (Avenoza 2010). El procedimiento habitual en la apropiación de la literatura griega fue, como hemos señalado, el de la traducción indirecta, por lo general a partir de versiones latinas llevadas a cabo por humanistas italianos, como Bruni, Decembrio o Giovanni Aurispa. Si bien en las primeras décadas la atención recae mayoritariamente en los autores latinos, a partir de los años cuarenta se percibe una apertura gradual a los autores griegos como Aristóteles, Homero, Platón, Jenofonte, Luciano, Plutarco o Josefo.
La épica griega hace su aparición a través del Omero romançado (1442) de Juan de Mena, obra de claras raíces medievales cuyo texto de partida era la Ilias latina, un compendio resumido y en verso de la historia homérica. Una traducción de la Ilíada, de hecho, apareció pocos años después, a cargo de Pedro González de Mendoza, hijo del marqués de Santillana, quien entre 1446 y 1456 versionó parcialmente al castellano el texto a partir de la traducción latina que Decembrio había llevado a cabo, al parecer, por encargo del mismo rey castellano Juan II.
En cuanto a las obras filosóficas, la Ética de Aristóteles vertida por Bruni fue puesta en castellano por Carlos de Viana, infante de Aragón (1421–1461), juntamente con la Política y la Economía (titulada La Philosophia moral del Aristotel: es a saber Ethicas: Polithicas y Economicas: en Romançe); también el catalán vio una traducción de la pseudo–aristotélica Economía a manos de Martí de Viciana (1477–1492); y parece que Nuño de Guzmán romanceó la Ethica de Aristóteles a partir de una traducción catalana anónima (anterior a 1467), que dependía en realidad de la versión de Leonardo Bruni (Díez Yáñez 2020). Pero Díaz de Toledo romanceó el Fedón de Platón (ca. 1455) gracias a una traducción latina también del mismo Bruni, mientras que para el pseudo–platónico Axyochus (ca. 1455) se sirvió de la traducción latina de Cencio de’ Rustici (González y Saquero 2000: 168; Round 1993). A estas deben sumarse otras dos aportaciones remarcables: otro romanceamiento del ya mencionado Carlos de Viana del tratado pseudo–plutarqueo sobre la nobleza (De toda la condición de la nobleza) a partir de la versión latina de Angelo Decembrio y una traducción anónima de las fábulas de Esopo, titulada Esopete ystoriado (1482).
En cuanto a la historiografía griega de época romana, destaca la labor de Alfonso de Palencia, cronista de cartas latinas de Enrique IV y después de los Reyes Católicos. Las obras elegidas fueron las Vidas paralelas de Plutarco y las Antigüedades judías y Contra Apión de Flavio Josefo. Se ha insistido ya en la significación de esta selección (Durán Barceló 1993, Allés Torrent 2015), por lo que nos limitaremos aquí a subrayar que estos autores traducidos forman parte del acervo humanista del que se había impregnado Italia. En lo que se refiere a Palencia, si bien no tuvo la oportunidad de conocer la lengua griega, lo cierto es que sus intereses y los textos elegidos denotan un claro cambio de intención respecto al pasado, que lo conecta directamente a los humanistas italianos. En el caso de Plutarco fue sin lugar a duda la estancia italiana del mismo Palencia que lo motivó a asumir un trabajo tan ambicioso. A lo largo del siglo XV, los más importantes humanistas habían traducido las biografías plutarqueas del griego al latín, y se había publicado en 1470 a manos de Antonio Campano la primera vulgata del corpus latino (Pade 2007). Esta versión latina tuvo un éxito sin parangón en toda Europa y fue objeto de múltiples ediciones sucesivas. La recuperación de Plutarco no era valiosa solo en términos históricos o historiográficos, es decir, por la cantidad de datos aportados o por la manera de reportar los hechos, sino porque supuso un empujón decisivo para la reconstrucción del género biográfico, ejemplificado en colecciones como las de Hernando del Pulgar o Pere Miquel Carbonell, entre muchos otros. Palencia, pese a desconocer la lengua griega, asumió un empeño muy poco común en su tiempo especialmente por las dimensiones de las obras, hecho que denota un interés muy significativo por el legado griego. Por otro lado, la elección de Flavio Josefo es también emblemática especialmente por su relevancia histórica y su contenido en torno a la tradición histórica judía, que, en el caso de Palencia, nacía probablemente de su misma condición de descendiente converso, al igual que los Cartagena. Hay que añadir en todo caso que una traducción catalana anónima de las Antigüedades judías ya había aparecido antes de 1408.
Como hemos mencionado, en la edición de las Vidas de Plutarco se incluyeron una serie de textos que no pertenecían al autor. Algunos se habían hecho a imagen y semejanza, emulando al autor original, mientras que otros se conectaban más vagamente con el conjunto de la obra. Fue así que, queriendo o sin querer (pues en algunos casos no sabía que las obras no pertenecían a Plutarco), Palencia acabó traduciendo otros títulos al castellano: la Vida de Ático de Cornelio Nepote; el Breviario de historia romana de Rufo, que obviamente interesaba por su análisis histórico; varias biografías escritas por humanistas italianos, entre las cuales encontramos la Vita Aristotelis y el Cicero Novus de Leonardo Bruni, la Vita Platonis de Guarino y tres biografías escritas por Donato Acciaiuoli: las Vitae Hannibalis et Scipionis y Vita Caroli Magni. Por último, tres obras helénicas más: el Evágoras de Isócrates, una Vida de Homero, atribuida falsamente a Plutarco, y la biografía de Agesilao debida a Jenofonte.
Todas las traducciones de autores griegos (Aristóteles, Platón, Homero, Luciano, Plutarco y Flavio Josefo) fueron indirectas, a partir de las traducciones latinas elaboradas por los humanistas italianos. En cierto sentido, la apropiación del legado grecolatino se visualizó como un conjunto, sin diferenciar probablemente lo suficiente entre latinidad y helenismo. Asimismo, las lenguas clásicas tampoco interesaron de la misma manera, el latín saldaba la deuda con la Antigüedad, descuidando el estudio del griego, una situación que empezará a cambiar en la centuria siguiente. En definitiva, erudición, historia, y filosofía quedaban representadas por una alineación de autores que no implicaron una gran novedad, aunque apuntaban hacia un nuevo bagaje formativo y aspiracional. Algunos de los autores griegos se siguieron consumiendo a través del filtro medieval mediante el cual habían legado cuestiones filosóficas, como el caso obvio de Aristóteles, reutilizado ad libitum, por la escolástica, o las historias homéricas que también llegaban a través de compilaciones resumidas de las leyendas homéricas. La historiografía, en cambio, representó una vuelta de tuerca, tanto por los autores escogidos como por el método historiográfico. Estas traducciones, en tanto que transferencia cultural, actúan como un termómetro, si no el único, el más claro, de la vía de comunicación entre ambas culturas. Como se ha dicho, el hecho de confrontarse con una cultura antigua es síntoma de maduración intelectual y lingüística (Baldissera 2003: 127). En un momento de consolidación y dignificación de la propia cultura y de las lenguas peninsulares, parecía justo integrar un legado que entonces más que nunca sentían propio. A este respecto, piénsese por ejemplo en las palabras de Fernando de Pulgar, quien en sus Claros varones de Castilla no vaciló en afirmar que las hazañas de estos no tenían nada que envidiar a la de los antiguos.
Paulatinamente, la élite de nobles e intelectuales iba acopiando la cultura italiana humanística tanto en su quehacer de obras contemporáneas como de recuperación de obras clásicas, que culminará ya a finales de siglo con la llegada de Nebrija, cuya estancia por una década y conocimiento de obras como las de Lorenzo Valla abrirá las puertas para un nuevo magisterio, inicialmente en la Universidad de Salamanca, basado en unos principios y paradigmas que rescataban de la Antigüedad (Gargano 2010: 12). En general, y en cuanto al desarrollo de temas de las traducciones, puede apreciarse, por un lado, una cierta continuidad con las lecturas religiosas y profanas del Trecento, por otro, una aproximación paulatina a los autores clásicos, en un primer momento con mayor atención a los latinos (Tito Livio, Vegecio, Salustio, Virgilio, Séneca, Cicerón, Valerio Máximo), luego a partir de los años cuarenta, con apertura gradual, aunque tímida, a los autores griegos (Homero, Platón, Aristóteles, Luciano, Plutarco, Josefo), y un interés creciente por la producción humanística italiana aunque limitada en cuanto a temas y autores (Bruni, Poggio Bracciolini, Giannozzo Manetti, Piccolomini).
La autotraducción: ¿una nueva práctica?
En fin, un caso particular de este siglo XV que llama la atención y que queremos traer a colación muy brevemente en este panorama es el de la autotraducción, es decir, autores que se traducen a sí mismos, y que por lo general primero escribieron la obra en latín y después la vertieron al castellano o al catalán. Quizás el ejemplo más prolífico sea el de Ramon Llull, que tradujo e hizo traducir sus obras del catalán al latín y al árabe. En este sentido, Santoyo puso ya de manifiesto que la autotraducción no es un fenómeno infrecuente en la historia de la traducción (Santoyo 2005). Estos casos revisten un enorme interés desde múltiples puntos de vista, como pueden ser la misma historia de la traducción, la teoría y la sociología literarias. Los diferentes contextos y los motivos por los que un autor se ve empujado a trasladar su obra a una segunda lengua siguen siendo un fértil campo de estudio. En el caso del siglo XV, especialmente, la autotraducción pone de manifiesto la relevancia de la misma actividad traductora, la voluntad de llegar a un público más amplio –ya fuera siguiendo una aspiración global (por ejemplo, del catalán al latín) o más bien local (del latín al castellano)– al mismo tiempo que persiste la reafirmación por escribir en la propia lengua vernácula, la cual necesita ser dignificada y puesta al mismo nivel que la latina.
A modo de ejemplo podemos recordar algunos de los casos más famosos. El más particular es seguramente el de Enrique de Villena, que escribió en catalán los Dotze treballs d’Hèrcules y en 1417 lo tradujo al castellano bajo el título Los doce trabajos de Hércules. No sorprende quizás un tal ejercicio en un autor que vivió a caballo entre las cortes de Castilla y Aragón. El caso de Alonso de Madrigal representa ambas vías, en el sentido de que, tras escribir en latín su obra Breviloquium de amore et amicitia, llevó a cabo en 1436 la versión en castellano, el Breviloquio de amor e amiçiçia. Mientras que su libro escrito originalmente en castellano, el Libro de las paradojas, lo tradujo a principios de los años cuarenta al latín. De todos modos, y una vez más, el autor más prolífico en este sentido fue Alonso de Cartagena, quien, en 1435, a petición de Juan de Silva, alférez mayor del rey, trasladó dos de sus obras latinas al castellano: Proposicion que don Alfonso de Cartagena, obispo de Burgos, fizo contra los yngleses seyendo enbaxador en el Concilio de Basilea y, por otro lado, la Proposución sobre Portugal. En ambos casos se trató de discursos que Cartagena había leído en el Concilio de Basilea, donde presumiblemente el latín servía de lengua franca. A la lista también debemos añadir a Alfonso de Palencia, quien trasladó al castellano dos de sus obras alegóricas bajo los títulos Batalla de los perros contra los lobos y Tratado de la perfeçión militar. Así también, Nebrija tradujo sus Introductiones latinae por petición expresa de Isabel la Católica.
El hecho de que en su mayoría los autores decidan ofrecer una versión adicional de su obra latina en lengua castellana habla de su voluntad de llegar a un público que leía pero no en latín, una suerte de «claudicación intelectual» en la que se acepta la realidad del público al que a fin de cuentas debe dirigirse (Alvar 2010: 249). Incluso, en algunos casos, la misma traducción podía haberse encargado por parte del protector y que, en consecuencia, fuera la «dependencia económica» la que forzara a los autores a tal ejercicio. Pero no solo eso: por fortuna, en los prólogos de estas versiones aparecen interesantes justificaciones que los autores se ven obligados a tratar.
En fin, y específicamente en conexión con la labor traductora de Alfonso de Palencia tanto de sí mismo como de otros autores, no podemos dejar de mencionar una contribución instrumental para la práctica traductora del siglo XV, esto es, la publicación de su diccionario bilingüe Universal vocabulario (Hamlin 2021). Es interesante también la versión bilingüe en latín y en castellano que hace en el prólogo de esta obra lexicográfica. La aparición de su obra seguramente no impidió que siguieran usándose, como él mismo hizo para su obra lexicográfica, listas de vocabulario y otras fuentes latinas medievales, como el Vocabularium (1053) de Papias, Liber derivationum (ca. 1160) de Hugucio da Pisa (muerto en 1212) y Summa grammaticalis que uocatur Catholicon de Giovanni Balbi (muerto en 1289). Lo que sí es cierto es que, como en muchas facetas del palentino, la obra de Nebrija vino a empañar su contribución, pues en 1492 se publicaba el Diccionario latino–español (Alvar 1992), obra de referencia para los años sucesivos.
La traducción y el cambio de metodología y de terminología
Antes de cerrar este panorama sobre la traducción del siglo XV, y aunque el tema se trata mucho más ampliamente en otro capítulo de esta obra (López Fonseca 2022), convendrá añadir dos últimas consideraciones: una relativa a la teorización sobre el método de traducción y la otra a la terminología para designar la actividad traductora.
En el centro de la reflexión de la traducción encontramos la justificación del método empleado. Baste insistir aquí solo en el hecho de que la selección de los autores escogidos para su traducción es tan significativa como el método que se emplea para trasladar sus textos; por este motivo, la teorización, cuando existe, y la práctica traductora constituyen dos puntos clave para tener en cuenta a lo largo de toda la historia de la traducción.
La reflexión sobre la traducción que tímidamente se había iniciado a lo largo del siglo XIV florece en esta centuria. Los traductores empiezan a ser conscientes de su quehacer, así como de la tradición que los precede. En sus prólogos y cartas que acompañan sus versiones ponen por escrito el porqué y el cómo han llevado a cabo su trabajo. Especialmente interesante son aquellas traducciones que aspiran a suplantar otras más antiguas, aunque considerar ahora los motivos de la obsolescencia de las traducciones nos llevaría hacia otros derroteros.
En general, a lo largo de la Edad Media, había persistido la idea de que la traducción era una actividad marginal, un servicio a la comunidad desde un punto de vista instrumental. Por ello, en la mayoría de los casos el traductor se escondía, quizás incluso involuntariamente, detrás del anonimato. Existía todavía la idea de Roger Bacon (1220–1292) de la imposibilidad de la traducción perfecta y de su consiguiente irrelevancia desde un punto de vista intelectual. La misma idea que expresaban autores italianos del trescientos, como Domenico da Prato (ca. 1370–ca. 1432), que dijo «la fama è dell’inventori delle opere e non dei traduttori […] quelli vivono ancora e questi sono sempre morti». Incluso, Dante había afirmado que pretender reproducir exactamente en otra lengua la misma musicalidad y estilo del original era una pura ilusión (Dante, Convivio, VII, 14–15). Esta misma idea de la imposibilidad de la traducción sigue viva en cierta medida en algunos de los autores peninsulares. Por ejemplo, se ha señalado que Alfonso de Palencia era más proclive a concebir la traducción como un cierto escollo hacia el mensaje original (véase Maillo–Pozo 2014), tal como se trasluce en el prólogo a la Batalla campal de los perros y los lobos:
Mostraste deseo no ajeno de tus costumbres estudiosas e honestas, muy amado Alfonso de Herrera, que bolviese a la lengua vulgar lo que en latín yo compuse sobre la guerra e batalla campal que los perros contra los lobos ovieron. Et como quiera que mucho se me faga grave el romanzar, sabiendo las faltas que así en el son de las cláusulas como en la verdadera significaçión de muchos vocablos de neçesario vienen en las translaçiones de una lengua a otra, mayormente en lo que de latín a nuestro corto fablar se convierte, pero no pude negar mi querer a ti. […] Et aun si en mí tanta parte no ovieras con tu virtud aquistado, fazías más fuerte tu ruego con una razón legítima bastada de fuerças, poniendo delante cuánto mayor fruto traería el trabajo de la compusiçión si viniese en conosçimiento de todos, que non si entendida de pocos fuese ajena a los más de los nobles de esta nuestra provincia, a los cuales más perteneçe saber e más deve deleitar la materia en este tratado so manera de fablas contenida.
Emergen de este fragmento algunas ideas ya expuestas: en muchas ocasiones los romanceamientos provenían de una petición del noble a cuyo servicio el intelectual trabajaba (en este caso, Alfonso de Herrera); persiste una cierta idea de la inferioridad de la lengua, aunque, al ser un hecho la traducción en romance, parece ya más un tópico que una auténtica creencia; y, tres, el valor instrumental de las traducciones, esto es, el aprendizaje y provecho que los lectores pueden sacar del texto prevalece ante cualquier otro escollo. En este sentido, Palencia es uno de los traductores más prolíficos del siglo XV, ¿por qué entonces desperdiciaría tantos esfuerzos en trasladar obras de una lengua a otra? La imposibilidad o dificultad de traducción se había convertido seguramente en un tópico en los prólogos, y lo cierto es que la frenética actividad traductora de este siglo es un signo lúcido de que los ideales humanísticos y la nueva dimensión cultural e intelectual de la traducción había ya impregnado a muchos de los traductores peninsulares.
Otro tema más espinoso consiste en detectar cuál fue exactamente la relación de los traductores peninsulares respecto a la tradición más erudita sobre –llamémosla así– teoría de la traducción. ¿Tenían en mente las palabras de Cicerón, que a su vez había sido traductor de Platón, Jenofonte, Esquines o Demóstenes? ¿Entendieron el significado del fidus interpres de Horacio (Ars poética, 133), o de la Carta a Pamaquio de Jerónimo, traductor de la Biblia, donde habla sobre la mejor manera de traducir? ¿Habían leído los prólogos de las traducciones de Juan Escoto Eriúgena, entre tantos otros? Tales preguntas son difíciles de contestar, pues los prólogos, aunque numerosos y con algunas referencias aisladas, no dan pie a ningún tratado sobre la tradición traductora occidental.
Lo que sí parece probable es que se tuviera presenta la concepción medieval que establecía una dicotomía fundamental entre un método concebido para los textos religiosos, que abogaba por una rígida literalidad, y otro para los textos profanos, basada en una traducción según el sentido que, por consiguiente, permitía una mayor libertad. Fue el método literal el que fue ganando terreno en la historia de la traducción hasta el umbral del periodo humanístico, si bien cabe decir que no faltaron seguidores de una traducción ad sensum, como Tomás de Aquino, que la aplicó a los textos profanos, y como Jerónimo y Agustín. Por otro lado, lo que también podría ser probable es que muchos de los autores peninsulares del siglo XV ya hubieran tenido acceso a una de las obras más relevantes del XV italiano en torno a la traducción, concretamente al De recta interpretatione de Leonardo Bruni, el cual, como hemos visto, tuvo una amplia recepción y era un personaje conocido en España. Su obra fue, en términos de teoría de la traducción, una revolución, pues fue el primero en teorizar sobre el método. Su actividad traductora nacida de un excelente conocimiento del griego, el latín y el italiano, llevada a la práctica en sus múltiples traducciones, y atacada en las diferentes polémicas entabladas con otros traductores, le permitió escribir el primer tratado sobre la traducción en Occidente (Viti 2004: 14, Botley 2004: 5–62). De algún modo, las ideas de Bruni fueron las que moldearon la práctica de la traducción humanística y a ellas se remitieron gran cantidad de traductores, que acabaron por desechar definitivamente el sistema ad verbum de las traducciones medievales.
Pero no fueron solo las ideas de Bruni las que modelaron una nueva aproximación a la traducción, sino todo un movimiento cultural que tuvo lugar a lo largo del Quattrocento italiano. La traducción, de hecho, se convierte en uno de los pilares de la cultura humanística. Todo humanista que se preciara debía haber llevado a cabo alguna traducción, especialmente del griego al latín (Bolgar 1954: 165–301, Buck 1980: 188). Esta nueva dimensión dada a la traducción se conecta directamente con el ideal humanístico de recuperación de la Antigüedad, y así la traducción aparece como el medio más apto para tener acceso directo a las palabras y los pensamientos de los antiguos. La versión al latín, y posteriormente a las lenguas romances, dejó de ser un mero ejercicio técnico para inscribirse en un programa cultural mucho más vasto. De todos modos, en cuanto a prácticas traductoras, no se puede hablar de una práctica única y aceptada por todos (Viti 2004: 6, Pade 1985, De Petris 1975, Regoliosi 2001).
Por último, este siglo XV es también relevante para la historia de la traducción porque en él aparece el término moderno que designa la acción de traducir (Santoyo 2009: 370–376). En la Antigüedad, los términos utilizados para referirse a la traducción eran verto/converto, exprimere, latine reddere, mutare, interpretare, transfero, imitari, aemulari, translatare (Jerónimo) o tradere. En principio, el verbo traduco, que significa «llevar de una orilla a otra», no aparece con la acepción de «traducir» en las fuentes clásicas ni medievales. De hecho, aparece por primera vez en una carta de Bruni a Niccolò Niccoli (Ep. I, 8, p. 15), donde utiliza los términos traducere y traductio hacia 1404. Según Viti, la adopción de este término fue una opción consciente de Bruni que designará una solución lingüística más rigurosa precisamente en una operación donde él defendía la validez de ceñirse a una traducción ad verbum, sí, pero también con una atención muy especial a la sonoridad y fluidez narrativa de la lengua de llegada (Viti 2004: 29–30). Traducere parece ser, pues, un neologismo que alineaba la actividad traductora con la concepción y la práctica humanísticas.
En cuanto a la península ibérica (Sánchez Manzano 1987, Pöckl 1996–1997), hasta ese momento se empleaban los términos «trasladar», «vulgarizar», «interpretar», «romancear» o «romançar», «poner en», «volver en», «convertir», «mudar», incluso «esplanar» o «glosar» (Rubio Tovar 2011, López Fonseca 2020). En general, los traductores, usaban «romançar», «transladar», «volver en latín» indistintamente, y poco a poco surge el término «traduxir» o «traduzir». El término aparece por primera vez en Juan de Berceo y en el proemio de Juan de Mena a su versión de la Yliada de Omero (entre 1443 y 1444): «grant don es el que yo trayge si el mi fuerte o rapina no lo viciare y aun la osadía temeraria y atrevida, es a saber, de traduzir y juztgar una tan santa y seráfica obra come la Ylíada de Omero de griego sacada en latín y de latín en nuestra materna y castellana lengua vulgarizar» (González Rolán & del Barrio Vega 1985: 47). Así también, Alfonso de Cartagena lo emplea en una carta de 1430 dirigida a Fernán Pérez de Guzmán (Birkenmajer 1922), al hablar de su conocida defensa de la traducción de la Ética aristotélica. Un dato curioso en todo este capítulo sobre la nueva denominación lo representa Alfonso de Palencia, quien, en sus autotraducciones del latín al castellano, utiliza sistemáticamente «romançar» (así, por ejemplo, en el prólogo a Batalla campal de los perros y los lobos), mientras que para sus traducciones de latín, la lengua alta, al castellano, en los casos de Plutarco y Josefo, utiliza mayormente el término «traduxir» y «traduçion». Ello es quizás síntoma del cambio de sensibilidad de la práctica traductora: no solo se trataba de una cuestión de prestigio y de la nueva dignidad dada a la traducción por los humanistas italianos, sino a la adopción de un neologismo que apuntaba a una nueva práctica de facto. De hecho, en catalán, el término «traduxir» fue utilizado también por primera vez por Francesc Alegre en 1472 precisamente en la traducción de los Commentaria tria de primo bello punico de Bruni.
Conclusiones
Como hemos visto, este siglo XV ofrece muchos elementos que confieren a la traducción un estatus mucho más independiente e intelectual. El gran número de traducciones que ha llegado hasta nosotros y la heterogeneidad de los textos de partida así lo confirma. En líneas generales, existe una continuidad con las lecturas de los textos religiosos y de tema filosófico afines al cristianismo, textos científicos o técnicos, y algunas obras del trescientos tanto francesas como italianas. Al mismo tiempo, es elocuente detectar cómo algunos autores siguen traduciéndose a la luz de nuevas sensibilidades tanto culturales como lingüísticas. Son varios los casos de textos latinos, parte ya ineludible del canon literario, que son actualizados, como los de Séneca y Cicerón, aunque también de algunos autores franceses. Mientras tanto, e inevitablemente, nuevas lecturas van apareciendo.
Especialmente prolífica se presenta la relación con Italia que desembocó en tres principales líneas de recepción y, consiguientemente, de traducción. En primer lugar, las tres coronas irrumpen en las bibliotecas nobiliarias peninsulares. Dante y su Comedia además de ser traducida al castellano y al catalán, llegan también a través de sus comentaristas lo cual denota una clara necesidad exegética de una obra total y compleja. De manera similar, Petrarca del que interesa de manera sobresaliente su obra más histórica, política, y filosófica también es leído a través de algunos comentarios, como el caso de sus Trionfi. Boccaccio fue la figura que sin duda consiguió el mayor estrellato, y especialmente en el círculo del marqués de Santillana. La pluridimensionalidad de su obra representaba el acceso a la mitología clásica, la erudición histórica, la geografía, y sobre todo a una narrativa sobre los modelos humanos. En segundo lugar, la relación con Italia hizo que se acogieran paulatinamente los ideales y las preferencias literarias que fijó su centralidad en la Antigüedad clásica. Así, una gran parte de las traducciones peninsulares, además de tener como lengua de partida el latín, pertenecían a autores, primero, latinos y, después, griegos. Lo cierto es que esta recuperación del legado clásico parece haberse producido en bloque, sin distinguir bien todavía entre latinidad y helenismo. No encontramos, como señaló L. Gil (1997: 202), lamentos sobre el desconocimiento de la lengua griega; traductores, como Palencia, se aventuran a traducir obras griegas cuya lengua desconocían a pesar de haber residido en Italia y haber conocido humanistas griegos (Bessarión, Trapezincio) e italianos. Los autores confiaron en las traducciones latinas humanísticas de los textos griegos, como casi si de un acto de ciega confianza se tratara. En fin, conservamos traducciones de textos originales escritos en latín o en italiano por humanistas italianos contemporáneos, tales fueron los casos de múltiples opúsculos salidos de la pluma de Leonardo Bruni, Poggio Bracciolini, o Antonio Beccadelli.
En todo este movimiento traductor, tuvo seguramente un papel importante la nueva corriente del Humanismo que llegaba desde Italia y que vino, en cierto sentido, a dignificar la profesión. Para los humanistas italianos, la traducción presentaba un doble atractivo: por un lado, se accedía de forma directa al pensamiento de los grandes autores, tanto latinos como griegos, dejando a un lado versiones medievales en caso de que existieran; por el otro, se ejercitaban en las dotes oratorias y retóricas latinas, avaladas por el estilo y la lengua de Cicerón. En la península ibérica, los traductores, que muchas veces fueron ellos mismos autores e intelectuales de renombre abordaron el traslado de obras que revestían una importancia cultural cabal. Recordemos a Alfonso de Palencia, traductor de Flavio Josefo o Plutarco, o Enrique de Villena, traductor de la Eneida de Virgilio. Pero no sólo eso, sino que la conexión con Italia tuvo consecuencias en el qué y el cómo se traducía.
En fin, la traducción en este siglo XV debe ser también contextualizada en el seno de la situación de las lenguas peninsulares, un momento en que estas siguen el ejemplo de las de la Antigüedad, pero sobre todo aspiran a medirse con la lengua latina. En este sentido, la traducción se convierte en una actividad que aúna la recuperación tanto de textos extranjeros como antiguos que la dotan de mayor categoría, al mismo tiempo, que confieren al traductor la oportunidad de demostrar su valía intelectual. Uno de los espacios más fértiles para declarar intenciones e ideas fueron los prólogos a las mismas traducciones, y es ahí donde –a falta de un tratado propiamente sobre traducción– aparecen reflexiones más conscientes sobre su propia actividad. Todos estos elementos constituyen la puerta de entrada al fértil terreno traductor y traductológico que emergerá a lo largo del Renacimiento peninsular.
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