La traducción de la prosa latina en el siglo XIX
José David Castro de Castro (Universidad Complutense de Madrid)
Contexto literario e intelectual
En 1778 Juan Antonio Pellicer y Saforcada había publicado su Ensayo de una bibliotheca de traductores españoles, balance de la traducción en España hasta el momento. En 1868 Javier de León Bendicho en el prólogo a su versión de Valerio Flaco ofrece un interesante análisis de la traducción de autores grecolatinos desde la obra de Pellicer hasta el momento. Tras indicar la difusión creciente de las obras de clásicos grecolatinos en Europa (ediciones, traducciones y comentarios) gracias a la superación de una visión extremada del Romanticismo, se plantea si en España se los ha traducido suficientemente. Primero se ocupa de los autores griegos (pp. 26–28), para luego pasar a los latinos (pp. 28–32). En este segundo ámbito resulta de interés que, a diferencia del bloque dedicado a la literatura en griego, se ocupe casi únicamente de obras latinas en verso. Indica que el autor que más interés ha concitado es Horacio y menciona a sus traductores principales, subrayando la importancia de Javier de Burgos, para luego lamentar la pobreza de resultados en la traducción de Virgilio (apenas se menciona a J. Gualberto González, traductor «hábil» de Nemesiano y Calpurnio y «exacto» de las Bucólicas) y hacer notar la versión de Juvenal de Folgueras y la de Columela de Álvarez de Sotomayor.1
Los estudios posteriores han distinguido varias fases en la traducción del siglo XIX, que se diferencian tomando como referencia los periodos literarios.
En el primer periodo (continuidad del Neoclasicismo y la Ilustración hasta 1820–1830) se percibe el impulso de la brillante fase final del siglo anterior, pero los sucesos históricos y políticos no facilitan la tranquilidad necesaria para la actividad traductora. A la estética neoclásica se vincula M. N. Pérez de Camino, cuyas versiones aparecen muy avanzado el siglo.
La fase romántica (décadas de 1830 y 1840, e incluso después) contempla un número no muy crecido de traducciones nuevas, entre ellas la muy importante de Horacio por Javier de Burgos. Muchas de las versiones que se publican en este periodo pertenecen a traductores que pueden vincularse todavía al Neoclasicismo, como el propio Javier de Burgos, J. Gualberto González o Félix María Hidalgo (Ramos 2002: 122).
En la fase realista (hasta aproximadamente 1890) se produce la mayor cantidad de publicaciones. Aparecen además versiones de gran importancia, como la de Virgilio por Eugenio de Ochoa, antiguo romántico que luego evolucionó ideológica y estéticamente, y la de Miguel Antonio Caro. Esta abundancia está relacionada en gran medida con el comienzo de la publicación de la «Biblioteca Clásica» del editor madrileño Luis Navarro (a partir de ahora BC), que supuso la aparición sistemática en versiones reeditadas o nuevas de buena parte de las literaturas griega y latina. Aparecerán completos (o casi) buen número de autores (especialmente en prosa) que antes carecían de versiones.
En el periodo final (última década del siglo) continúa publicándose la BC y cabe percibir un cambio de planteamiento, pues frente a unas pocas reediciones (Justiniano, Plinio el Joven) encontraremos un número muy notable de nuevas traducciones. Esta fase supondrá, además, el comienzo de trabajos con pretensión de exactitud filológica, que se desarrollarán ampliamente en el siglo XX. Es perceptible, por tanto, una clara aceleración del ritmo traductor, aunque vinculado en gran medida a la iniciativa de la BC.
Los contextos de publicación, distribución y lectura
Las traducciones se vinculan a contextos diferentes, que pueden dividirse en dos grandes ámbitos: por un lado, el escolar o técnico, dirigido a la enseñanza y el aprendizaje y, por otro, el general, dirigido al disfrute literario o la difusión cultural. Cabe distinguir:
a) Publicaciones académicas, como las traducciones escolares dirigidas claramente a estudiantes, a veces acompañadas por el texto latino. Un buen ejemplo puede ser el Salustio de Francisco de P. Hidalgo y Vicente Fontán (1859) en la «Biblioteca de Autores Griegos y Latinos»: «traducción literal con el texto latino al frente arreglada a las colecciones de autores selectos latinos que se usan en los Institutos, Colegios y demás establecimientos de Segunda Enseñanza del Reino». Hay periodos en los que determinados autores se publican repetidamente, como Nepote, por formar parte del canon escolar reglado. El autor escolar por excelencia es Horacio (especialmente su Arte poética). Otros autores importantes son César, Cicerón, Fedro o Virgilio. Las traducciones tratan de ajustarse a la legislación educativa, como la importante ley Moyano de 1857. Los autores y cursos utilizados en Secundaria pueden verse en el tercer tomo de la Compilación de legislación educativa de 1879 (ver VV. AA. 1879 y García Jurado 2010).
b) Publicaciones científicas o técnicas. Pueden distinguirse las técnicas, como las dirigidas a abogados o profesionales de la agricultura y las realizadas con atención filológica.
c) Publicaciones literarias. Pretenden ofrecer la obra como una parte de las Bellas Letras y atienden particularmente a reflejar las características del original o las habilidades expresivas del traductor.
d) Publicaciones de divulgación. Cobran una enorme importancia. Suelen integrarse en colecciones, aunque también hay ejemplos aislados. Van muchas veces acompañadas de un pequeño aparato que facilita la comprensión del texto (introducción y notas).
Particular importancia tienen las colecciones de traducciones. Habrá que esperar al siglo XX para que exista una colección que ofrezca exclusivamente traducciones de textos clásicos, aunque fue ya una propuesta realizada en 1840 por Roca y Cornet (véase Castro 2005b: 633–634). Un hito especial lo supone la BC de Luis Navarro (Castro 2005a), pues, aunque en ella tienen cabida colecciones de traducciones de las literaturas modernas, la importancia de los textos grecolatinos es sustancial en el plan de la obra y en el número y calidad de las aportaciones. La BC es precedente de la colección de traducciones de la editorial Gredos, aunque, por su coexistencia con clásicos de otras literaturas tiene también paralelos con las colecciones actuales de traducciones clásicas de Alianza o Cátedra.
Existieron colecciones de textos bilingües, como la «Biblioteca de Autores Griegos y Latinos» del Círculo Científico y Literario de Cádiz (1858–1859) estudiada por R. González (2014: 947–959). El método vinculado a esta colección pretende mejorar la enseñanza de las lenguas clásicas insistiendo en la práctica traductora y optando por ofrecer traducciones literales y ordenadas (eliminado el hipérbaton) para facilitar el aprendizaje. Estas traducciones son, pues, instrumentos pedagógicos.
No ha de descuidarse que algunas traducciones serán publicadas en editoriales francesas, que intentarán hacerse con el mercado hispanoamericano en un proceso que continúa la centuria siguiente (véase Castro 2010).
Importante resulta la aparición de traducciones en catalán (Torné 2010), gallego (Amado 2010) y vasco (Ruiz 2010), aunque todavía se trate habitualmente –en 1868 se reimprime en las Memorias de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona la versión de Antoni Canals del De providentia de Séneca– de versiones parciales y no de obras completas (véase también González 2005). Cabe mencionar las versiones que Antoni Febrer realizó de Cicerón, Virgilio y Fedro en la primera década del siglo.
Los clásicos eran leídos en distintos contextos. El grado de alfabetización era todavía limitado, pero se va alterando la distribución social del público lector, incorporando nuevos grupos, como la mujer, y logrando una amplia extensión en las clases medias. También se amplían los lugares de lectura o acceso a los libros (Lafarga 2016: 100). El centro de estudios y el domicilio particular siguen siendo muy importantes, pero aparecen otros nuevos. Muchos centros sociales y culturales, como los casinos y sociedades (también instituciones relacionadas con la clase obrera), forman bibliotecas para el uso de sus socios que incluyen colecciones de traducciones, en las que no faltan los clásicos. Los lectores de prensa encuentran en las publicaciones periódicas pequeñas traducciones o fragmentos, como la versión del Pro Ligario de Francisco Carrasco, marqués de la Corona (1715–1791) en el Semanario Pintoresco Español (1.2.1857, pp. 37–40) o las traducciones publicadas por Eugenio de Ochoa (Castro 2013: 139).
Perfiles de traductores
La traducción profesional (entendiendo por ello en este campo especialmente las versiones con alto grado de atención filológica) será todavía relativamente limitada. Habrá que esperar al siglo XX para su desarrollo, pero contará ya con ejemplos, de forma particular a finales de siglo en el ámbito académico. La mayoría de los traductores combinan distintas dedicaciones. En ocasiones las versiones se publican como muestra o alarde de la capacidad literaria del traductor, productos de un ocio digno.
Vinculados al ámbito educativo encontramos preceptores y profesores particulares, como Alejandro de Arrúe. Entre los profesores de instituciones oficiales, casi todos se vinculan a la Enseñanza Secundaria: un buen ejemplo sería el amigo de Menéndez Pelayo Víctor Fernández Llera (1850–1923), catedrático de Latín en el Instituto de Murcia y desde 1908 en el de Santander, traductor de parte de los discursos de Cicerón. Los autores vertidos por estos profesores son variados: Juvenal en al caso de Francisco Díaz Carmona (1848–1936), catedrático de Geografía e Historia en el Instituto de Córdoba; Floro en el caso de Juan Eloy Díaz–Jiménez y Villamor (1842–1918), director del Instituto de Mahón y luego del de León, etc. No obstante, muchos de ellos ofrecen versiones de autores escolares (como Fedro, traducido por Francisco de Cepeda, maestro de Latinidad de los Reales Estudios de San Isidro e individuo de la Real Academia Latina Matritense), aunque la obra que más traducciones produce es el Arte poética de Horacio: Manuel Correché y Ojeda, Antonio Jimeno Caridad, Raimundo de Miguel, Pedro Muñoz Peña, Vicente Polo y Pérez, Manuel María Saá, Magín Verdaguer y Callis. Un funcionario (vinculado en parte de su carrera a la Inspección de Instrucción), Vicente Fontán y Mera, y el periodista y secretario del Ateneo de Cádiz Francisco de Paula Hidalgo serán los responsables de una serie de versiones que pretendían aumentar el peso de la traducción en la enseñanza del latín en Secundaria (González 2014). En la Universidad de Barcelona enseñó José Franquesa y Gomis (1855–1930), quien, además de traductor, fue también poeta, crítico literario y político.
Un contingente notable de traductores, muchos vinculados a la labor docente, está formado por eclesiásticos: Agustín Aicart (seudónimo A. Tracia), director del Real Seminario de Nobles de San Pablo; Luis Folgueras Sión (1769–1850), obispo de La Laguna y arzobispo de Granada, académico de la Historia y de la Latina Matritense; Luis Herrera y Robles, profesor de Instituto y Universidad; Marcelo Macías y García (1843–1941), profesor, epigrafista y numismático, o Francisco Lorente. Religiosos son también Matías Sánchez y el dominico fray Mateo Amo y Bueno.
Entre los eruditos destaca Marcelino Menéndez Pelayo, quien tradujo las obras retóricas y algunas filosóficas de Cicerón, así como fragmentos de las Historias de Salustio, si bien no quedó satisfecho de su trabajo ciceroniano, pues dice: «En este tomo sólo me pertenece la versión de las Cuestiones Tusculanas, y con ella terminó mi colaboración en esta empresa, para la cual traduje las obras retóricas y parte de las filosóficas. Este trabajo de mi juventud, que fué casi improvisado, requiere hoy minuciosa revisión y enmienda, que algún día pienso dedicarle, si trabajos más originales me lo consienten» (Menéndez Pelayo 1950–1953: II, 428; véase Martín Puente 2010: 250–251 y 2012: 179–185). Importancia tiene el filólogo, político y divulgador Manuel Rodríguez–Navas y Carrasco (1848–1922). En este grupo puede encuadrarse el sacerdote y académico de la Historia Miguel Cortés y López (1777–1854), traductor de Avieno y de Apiano. También Víctor Suárez Capalleja (1845–1903), doctor en Medicina y Teología, quien trabajó como bibliotecario y archivero y tradujo a Marcial.
Entre los publicistas con inquietudes sociales cabe citar al jurista, periodista y escritor Antonio Zozaya You (1859–1943), quien publicó una versión del De republica ciceroniano (1885) en la «Biblioteca Económica Filosófica» que él mismo había fundado con la intención de difundir la cultura entre las clases menos pudientes.
Un grupo notable de traductores está formado por profesionales de distintos ámbitos, interesados en textos técnicos antiguos. Habían estudiado latín, pero a veces se ayudan también de versiones extranjeras o parten de ellas. Podemos citar a los magistrados Francisco Pérez de Anaya (1802–1866), abogado y oidor de la Audiencia–Chancillería de Manila, y al también magistrado Melquiades Pérez Rivas, traductores de Justiniano (aunque parten del texto francés de Ortolan). También vierten el Digesto los abogados Manuel Gómez Marín y Pascual Gil y Gómez. Se ocupa de algunos discursos de Cicerón el abogado Sandalio Díaz Tendero y Merchán, doctor en Derecho y Filosofía y Letras. El político y abogado, pero especialmente impulsor mediante distintas iniciativas de la reforma del campo español, Juan María Álvarez de Sotomayor (1757–1824) traduce a Columela.
Un grupo amplio y relativamente heterogéneo lo forman personajes vinculados a la administración de justicia o a la política (magistrados y abogados, políticos, algún militar o aristócrata): Rafael J. de Crespo (1779–1842), abogado y magistrado, diputado, poeta; Juan Gualberto González Bravo (1777–1857), doctor en leyes, abogado y ministro de Justicia, así como notable humanista y profesor en la Universidad de Sevilla; José Joaquín Virués y Espínola (1770–1840), mariscal de campo, director general de Presidios y traductor de distintas lenguas; Ignacio Argote y Salgado (1822–1891), marqués de Cabriñana del Monte, diputado, senador y poeta, traductor, sin publicarlo, de Juvenal. El jurista y escritor Francisco Javier de León Bendicho y Quilty (1803–1875), que tuvo una amplia carrera política. Magistrado fue Felipe de Sobrado Fernández de Bobadilla (1774–1834). Marcelino de Aragón Azlor (1815–1888), duque de Villahermosa, fue académico y senador. El boticario asturiano Benito Pérez Valdés y el médico extremeño Felipe León Guerra y Cumbreño (1807–1890) traducen a Virgilio.
Poetas y afrancesados son el jurista y teórico neoclásico Manuel Norberto Pérez de Camino (1783–1841) y el ilustrado Javier de Burgos (1778–1848), importante político y reformador de la administración. También escribe poesía el sacerdote y político Graciliano Afonso (1775–1861), de notable importancia para la cultura canaria. Narrador, autor dramático, editor y traductor, pero con importantes conexiones y actividades políticas, Eugenio de Ochoa (1815–1872) es una figura clave de la cultura del XIX español. Poeta, profesor y político es Félix María Hidalgo (1790–1835).
La cultura hispanoamericana está presente por medio del mexicano José M.ª Vigil, director de la Biblioteca Nacional de su país; el poeta peruano Mariano Melgar (1790–1815); el poeta y académico chileno Manuel Antonio Román (1858–1920) y, sobre todo, de la notable figura del escritor, gramático, poeta y crítico (además de político) colombiano Miguel Antonio Caro (1843–1909).
Un volumen significativamente desproporcionado de textos hay que atribuirlo a traductores a sueldo de las editoriales, que ofrecían versiones de originalidad con frecuencia discutible. En este grupo destaca el sacerdote Francisco Navarro y Calvo, canónigo de la catedral de Granada, autor de una labor traductora asombrosamente amplia. Hermano del editor de la BC, se encargó de numerosos autores de la colección, con su nombre o bajo el pseudónimo de F. Norberto Castilla (Menéndez Pelayo 1950–1953: I, 65). Suele utilizar versiones francesas, a las que sigue de cerca (García Jurado 2012–2013). Quizá el mismo Francisco o bien su hermano Luis parecen estar detrás de otro nombre al que se atribuyen buen número de versiones, especialmente de Cicerón, durante esta centuria: Juan Bautista Calvo. Aunque de originalidad discutible, la labor combinada de los hermanos Francisco y Luis puso a disposición del público de habla hispana por primera vez un conjunto enorme de obras.
No son raros los contactos o vinculaciones entre estos traductores. Varios de ellos pertenecieron a instituciones culturales, entre las que destaca la Academia Latina Matritense: así, Francisco de Cepeda; Luis Folgueras Sión, Agustín Muñoz Álvarez, Matías Sánchez o Francisco Lorente. No es esta la única forma en la que mantenían contactos. C. Ramos (2002: 122) indica, por ejemplo, que varios de los traductores de poesía bucólica (Hidalgo, Montes de Oca y González) eran andaluces, vinculados a la escuela de poesía neoclásica de Sevilla a principios del XIX y partícipes de la política de la época. A veces están relacionados por vínculos de amistad o políticos, como Javier de Burgos y Juan Gualberto González (Elías 2016: 42). Es preciso señalar, para concluir, que el número de traducciones anónimas será todavía en el XIX bastante importante.
Estrategias editoriales
El fenómeno de la traducción a partir del francés no es nuevo, pues ya en la centuria anterior es perceptible. Adquiere particular importancia en este siglo, en el que se hace materia de discusión en los textos teóricos (aunque menos en los de autores clásicos, Ruiz Casanova 2000: 432). Esta práctica, en principio censurable por lo que supone de incapacidad de mediar directamente entre el latín y el español y de parasitismo del trabajo ajeno, ha de ser valorada, sin embargo, con prudencia. Creemos que F. García Jurado, refiriéndose a la traducción de Gelio por Francisco Navarro, realizada a partir del francés, ha formulado con exactitud la paradoja que suponen muchas de estas traducciones indirectas al indicar «la desproporción que se plantea entre el limitado interés filológico de la falsa traducción directa de la obra de Gelio realizada en 1893 y su gran interés cultural, en calidad de transferencia de una obra de la literatura clásica al mundo moderno» (2012–2013: 138).
En efecto, son muchas las razones por las que estas traducciones son censurables en el análisis del experto, pues la introducción de una tercera lengua aleja al texto traducido del original y se introduce un mundo cultural intermedio entre original y traducción definitiva que supone una falsificación del original. Además, es frecuente que en este tipo de versiones menudeen los errores por tratarse de traductores poco expertos, cuya actividad suele tener razones puramente económicas y con un grado de compromiso limitado con el resultado. Sin embargo, en muchas ocasiones estas traducciones han sido las primeras que se han realizado en una lengua, a menudo han tenido una difusión amplia, por aparecer en colecciones o editoriales con grandes tiradas y no es raro que hayan sido reutilizadas por editores distintos, aumentando su público. Su impacto es, por todo ello, notable y su relevancia (independientemente de su calidad) como instrumento de difusión del mundo clásico, muy importante. Por otro lado, el nivel de estas traducciones es muy desigual. Con frecuencia sucede que estas versiones pasan por directas hasta que un estudio atento revela el uso de la versión intermedia. Es preciso, pues, estudiar con atención estas traducciones, que a menudo han cosechado únicamente rápidas censuras.
Por otro lado, en este periodo se reimprimen numerosas traducciones de épocas pasadas, bien por su calidad intrínseca, bien por su aportación a la lengua o como hitos del trabajo humanístico hispano (siguiendo una iniciativa que comienza en el siglo XVIII), bien para evitar los costes derivados de una nueva traducción. En cuanto a la voluntad de mejorar el estado de la lengua, el editor indica al comienzo de la traducción del Robo de Proserpina por Francisco de Faría (1608) reimpresa en 1806 en la imprenta de Sancha, que lo hace para remediar la decadencia de la lengua española recuperando monumentos de esta. Por último, la necesidad de ahorrar queda clara en el epistolario entre Menéndez Pelayo y el editor Luis Navarro sobre la BC (Castro 2005a: 144–145).
Autores traducidos: historiografía
Para conocer adecuadamente la naturaleza e importancia de la traducción en un periodo es necesario tener en cuenta, junto a las nuevas traducciones, el volumen, naturaleza e intenciones de las reediciones de versiones anteriores. Ofreceremos datos, pues, de traducciones completas de las que tenemos noticia, ya se trate de trabajos nuevos o de reediciones, centrándonos en la producción en España (aunque mencionemos ocasionalmente algunas versiones hispanoamericanas) y en las obras de la literatura pagana.
Si comenzamos nuestro recorrido por la historiografía, es preciso indicar que, respecto a la producción de época republicana, no se publicarán todavía versiones de conjunto de los fragmentos de la analística. En cuanto a los autores de mayor relieve, el César del XIX es esencialmente el del siglo anterior, pues lo que aparecen son distintos tipos de reediciones de las dos traducciones de esa centuria, la de Manuel de Valbuena (César y obras del corpus cesariano, estas últimas atribuidas a Hircio) y la de José Goya y Muniain (los libros I–VII de la Guerra de las Galias y la Guerra Civil, así como un apéndice de seis cartas: dos a Opio y Cornelio, una a Quinto Pedio y tres a Cicerón), atribuida por algunos al jesuita José Petisco. De este modo, las obras de César se publican, por un lado, en 1847 (Madrid, Colón y Compañía) sin indicación del traductor, aunque es la versión de Goya y Muniain de 1798, en una colección titulada Biblioteca militar científica y literaria. Milá y Fontanals reedita identificando al traductor en 1865 (Barcelona, Imprenta del Diario de Barcelona) y luego en 1867 (publicada para la difusión nacional en Barcelona, imprenta de Antonio Brusi y para la americana en París, Librería de L. Hachette y C.ª) el texto latino (al que se añade una indicación de variantes) y la versión de Goya, que considera más fluida, castiza y, en definitiva, preferible a la de Valbuena. Contribuye a esta opinión en no menor grado su decisión de mantener los nombres antiguos de los lugares geográficos (pp. XXIII–XXIV). Por otro lado, César y las obras del corpus (Guerra de África, Guerra de Hispania, Guerra de Alejandría) aparecen en la versión de Valbuena (pero sin mención del traductor) en 1854 (Barcelona, Plus Ultra). Finalmente, ambas versiones son combinadas en la edición de la BC (1882), pues se incluye las versiones de César por Goya (incluyendo la de las seis cartas) y de las obras del corpus por Valbuena. Se publica además alguna versión parcial con planteamiento escolar, como la de A. Huici (Valencia, Imprenta Domenech, s. a.).
También para Salustio se parte del siglo XVIII, pues la versión de 1772 de la Conjuración y del Jugurta por el infante Gabriel Antonio de Borbón (realizada, al parecer, con la ayuda de F. Pérez Bayer) se reedita en 1854 (Barcelona, Imprenta de El Plus Ultra). Joaquín Rubió y Ors la ofrece (junto con el texto latino, al que se añaden algunas variantes textuales) y corrige en 1865 (B., Imprenta del Diario de Barcelona), elogiándola grandemente por la naturalidad en la expresión, pero criticando sus excesos de casticismo. Rubió añade, además, una traducción propia de las dos cartas de Salustio a César «sobre el arreglo de la República» y algunos fragmentos de las Historias (discursos de M. Emilio Lépido, L. Filipo, Licinio y C. Cotta; cartas de Cn. Pompeyo y Mitrídates), textos de los que señala que no había versión castellana anterior. La BC (1879) ofrece de nuevo la versión de 1772, pero aporta una nueva traducción de los fragmentos de las Historias (los mismos que había traducido Rubió), por Menéndez Pelayo, aunque no de las cartas atribuidas a Salustio. De esta forma, comienza una tímida difusión vernácula de las Historias. Vicente Fontán publica el texto latino y una versión literal de la Conjuración (Cádiz, Círculo Científico y Literario, 1859), con un planteamiento claramente escolar. En Barcelona (1875, Establecimiento Tipográfico de la Revista Histórica Latina) se publica, por fin, La Conjuracion de Catilina por Cayo Salustio Crispo; seguida de las cuatro catilinarias, ó famosas oraciones de Cicerón contra aquel terrible revolucionario, que aspirando al poder supremo, proyectó incendiar á Roma y matar á los magistrados, á los nobles y á los ricos.
También para la difusión de las biografías de Nepote, autor de gran presencia en la enseñanza, el XIX se apoya en el siglo anterior, pues se reimprime en varias ocasiones la versión que en 1776 había publicado Alfonso Gómez Zapata (Madrid, Imprenta Real, 1807; M., E. Aguado, 1825; M., Manuel López Hurtado, 1847). Lo mismo sucede en 1817 con la escolar de Rodrigo de Oviedo de 1774 (Madrid, Imprenta que fue de García, 1817), que también aparece en el tomo CLV de la BC (1891). Nuevas son las versiones, incompletas y escolares, del presbítero Agustín Muñoz Álvarez, quien ofrece texto latino y traducción de trece vidas (Sevilla, Anastasio López, 1821) y la «literal» de F. de P. Hidalgo (Cádiz, Círculo Científico y Literario, 1859), de seis vidas, también bilingüe y con anotaciones de Vicente Fontán y Mera.
El panorama es diferente, mostrando un grado mayor de novedad, en lo que respecta a la historiografía augústea. Es importante la traducción de Tito Livio por F. Navarro y Calvo (Madrid, Vda. de Hernando, 1888–1889) en siete tomos, la primera completa en español y que tuvo varias reediciones. Está realizada utilizando, al menos en parte, la versión francesa dirigida por Nisard. Pese a ello, resulta una notable aportación, al ofrecer por primera vez todo el texto de Livio, suplementando lo perdido a partir de los fragmentos y las Períocas (libros XI–XX en el tomo tercero y XLVI–CXL en el séptimo). Si pasamos a la época imperial, cobra todavía mayor importancia la aportación que la traducción del siglo XIX realiza a la difusión y vulgarización de este género en español. Ello no quiere decir que falten los ejemplos de reconocimiento de la labor traductora anterior, como prueban los casos de Quinto Curcio y Tácito. En efecto, se reimprime en la BC (1887–1888) en dos tomos la versión de Quinto Curcio de Mateo Ibáñez de Segovia, de 1699, republicada varias veces a lo largo del XVIII.
De Tácito no hay tampoco más que reimpresiones: se parte de la edición del Tácito latino con traducción editado por Cayetano Sixto y Joaquín Ezquerra (1794), con versiones de Carlos Coloma (Anales e Historias), B. Álamos Barrientos (Germania y Agrícola) y C. Sixto y J. Ezquerra (Diálogo de los oradores); esas traducciones fueron utilizadas en el Tácito bilingüe editado por J. Rubió y Ors en la «Biblioteca de Autores Clásicos» de Barcelona (Imprenta del Diario de Barcelona, 1866 y Paris, Librería de L. Hachette y Cª., 1867) y también en la de la BC en Madrid en 1879 y 1890 (Anales, Agrícola y Diálogo) y 1881 y 1888 (Historias y Germania). Pero junto a estos ejemplos de continuidad, destacarán las novedades. Es nueva la versión de Suetonio (Madrid, Imprenta Central, 1883) por F. Norberto Castilla (o sea, F. Navarro y Calvo), realizada, a pesar de decirse que es «directa del latín», siguiendo la francesa de M. T. Baudement. De este biógrafo existía únicamente una versión del siglo XVI, ya muy lejana, por lo que la traducción de Navarro resultó, sin duda, de utilidad a sus contemporáneos.
Tampoco Floro había interesado a los traductores del XVIII (sí había una versión anónima de 1540), por lo que supone una interesante aportación la traducción de las Historias romanas por J. Eloy Díaz Jiménez en 1885 en la BC, que está además acompañada por amplias notas. F. Navarro ofrece también una importante novedad, la primera traducción completa al español de la Historia Augusta (Madrid, Vda. de Hernando, 1889–1890). El traductor parece partir de la versión francesa de M. T. Baudement. También da Navarro la primera traducción de Festo y una de Eutropio en 1890, partiendo igualmente del trabajo de Baudement. Es el mismo traductor, bajo el seudónimo de F. Norberto Castilla el que ofrece, en el contexto de la BC, la primera versión al español de Amiano Marcelino en 1895–1896 (Madrid, Vda. de Hernando). La traducción de Aurelio Víctor por el presbítero Agustín Muñoz Álvarez, de 1797, la primera al español, se reimprime en varias ocasiones hasta 1830. Finalmente, el ya varias veces mencionado Navarro, de nuevo con el pseudónimo de F. Norberto Castilla y de nuevo basándose en la versión francesa de la colección de Nisard, ofrece la primera traducción hispana de la Historia de los godos de Jordanes (Vda. de Hernando, 1895–1896). En definitiva, la historiografía latina es difundida en esta centuria esencialmente de dos maneras. En primer lugar, gracias a la reimpresión de versiones anteriores (la mayoría dieciochescas) de los autores más conocidos y relevantes, la mayoría también escolares (César, Salustio, Nepote, Tácito). Puede añadirse a Quinto Curcio.
Otra gran vía de difusión es la elaboración de traducciones nuevas (muchas veces, pero no siempre, procedentes del francés) de obras más tardías y alejadas del centro del canon (Suetonio, Floro, Historia Augusta, Festo, Eutropio, Amiano Marcelino, Aurelio Víctor, Jordanes). A estos autores se une la versión completa de Tito Livio. Ello supone una enorme ampliación de oferta que, en definitiva, ponía a disposición del lector general no especialista a historiadores de época imperial cuyo conocimiento había estado a lo largo de siglos reservado a los más eruditos o, en todo caso, al ámbito escolar (Aurelio Víctor). Los fragmentos solo parcialmente entran en este proceso de difusión, pero es relevante que comiencen a difundirse entre el gran público (y en dos traducciones diferentes) algunos fragmentos de las Historias de Salustio.
Oratoria y Retórica
No faltan tampoco en el campo de la oratoria notables aportaciones, pues se publican en la BC entre 1897 y 1901, en cinco volúmenes, todos los discursos de Cicerón, obra de tres traductores: así, de Sandalio Díaz Tendero y Merchán: Defensa de Publio Quintio (1897) y Contra la Ley Agraria (1898); de Víctor Fernández Llera: En defensa de Sexto Roscio Amerino (1897), En defensa de Quinto Roscio el Cómico (1897) y Proceso de Verres (con J. B. Calvo, 1897–1898); y de Juan Bautista Calvo (probablemente un seudónimo de Francisco Navarro), quien, además de otras fuentes, hace un amplio uso de la traducción de Nisard: Contra Quinto Cecilio (1897), En defensa de Fonteio (1898); En defensa de Cecina (1898), En defensa de la Ley Manilia (1898), En defensa de Cluencio Avito (1898); En defensa de Cayo Rabirio (1898). Contra Catilina (1898), Contra Murena (1898), En defensa de P. Sila (1898), En defensa del poeta Archias (1898), En defensa de L. Flaco (1898), Al senado cuando volvió del destierro (1899), Al pueblo cuando volvió del destierro (1899), Por su casa (1899), Contra P. Vatinio (1899), Sobre la respuesta de los Arúspices (1899), Sobre las provincias consulares (1899), En defensa de L. Cornelio Balbo (1899), En defensa de M. Celio (1900), Contra L. Calpurnio Pisón (1900), Contra Plancio (1900), En defensa de C. Rabirio (1900), En defensa de Milón (1900), Dando gracias a César (1900), En defensa de Ligario (1900), En defensa del rey Deyotaro (1901) y Filípicas (1901).
Muy relevante y diferente del panorama de siglos anteriores resulta el que se ofrezca en traducción el conjunto de los discursos y que los destinatarios no estén, como solía suceder, vinculados a la escuela, sino que se trate de público general. No obstante, a lo largo del siglo XIX se publicaron también obras, tanto discursos sueltos como recopilaciones de ellos, que mostraban un claro planteamiento escolar, siguiendo la línea predominante en el siglo XVIII. Un ejemplo es la traducción de la primera Catilinaria en edición bilingüe por Francisco de Paula Hidalgo (Cádiz, La Revista Médica, 1859) «para uso de los institutos, colegios y demás establecimientos de segunda enseñanza del reino», como indica la portada y, sobre todo, la recopilación de discursos por Rodrigo de Oviedo, publicada en edición bilingüe por primera vez en 1783 y reimpresa abundantemente, tanto para el mercado español como para Hispanoamérica, a lo largo del siglo XIX. En Barcelona (1875, Establecimiento Tipográfico de la Revista Histórica Latina) aparece una versión de las Catilinarias, que acompaña, como hemos indicado, a otra de La conjuración de Catilina, combinando para un público interesado en lo histórico dos fuentes claves del suceso. A un público vinculado al ámbito jurídico se dedica, en cambio, la versión de Luis Parral (Castellón, La Asociación Tipográfica, 1883) de los discursos Defensa de Publio Quincio y Defensa del rey Deyotaro. De Plinio el Joven se reimprime la traducción de Francisco de Barreda del Panegírico de Trajano (Madrid, Vda. de Hernando, 1891), mientras que de Apuleyo, un traductor anónimo traslada por vez primera Florida (Madrid, Vda. de Hernando, 1890).
La versión de las obras retóricas de Cicerón (incluyendo la Retórica a Herenio, que entonces se le atribuía) es de Menéndez Pelayo para la BC: De la invención retórica, Retórica a Cayo Herennio, Tópicos a Cayo Trebacio, Particiones oratorias, Del mejor género de oradores (Madrid, Imprenta Central, 1879); Diálogos del orador, Bruto o de los ilustres oradores y El orador (Madrid, Imprenta Central, 1880). D. Marcelino mostró una clara insatisfacción por una parte de estas traducciones (especialmente respecto al estilo y el vocabulario de las versiones del primer tomo: De la invención retórica, Retórica a Cayo Herennio, Tópicos, Particiones oratorias y Del mejor género de oradores), pues ya las propias obras no le gustaban y le parecían mediocres (pp. XXI–XXII del prólogo «A los que leerán»). Unos años antes Fernando Casas había traducido El orador (Cádiz, La Revista Médica, 1862).
Se reedita la versión de las Instituciones oratorias de Quintiliano (1799) por los escolapios Ignacio Rodríguez y Pedro Sandier (Vda. de Hernando, 1887), la cual, según Aradra (1997: 24), parte de la francesa de Charles Rollin (1715). También se reimprime, como indicábamos antes, el Diálogo de los oradores de Tácito (Imprenta Central, 1879 y 1890), en la traducción de C. Sixto y J. Ezquerra. Queda con ello a disposición de los lectores generales, en gran medida gracias a la BC, el conjunto de las principales obras retóricas de la Antigüedad latina, aunque falten obras relacionadas de una u otra forma con la Retórica como las de Séneca el Viejo o las Declamaciones atribuidas a Quintiliano.
Obras filosóficas
Pasando a las obras filosóficas en prosa, cabe distinguir entre la publicación de obras sueltas y la voluntad de la BC de ofrecer el conjunto de la producción filosófica de los autores. De Cicerón aparecen en 1805 unos Pensamientos en versión de L. C. J. (Madrid, Imprenta Calle de la Greda). Cabe mencionar la edición bilingüe del Lelio por el médico Fernando Casas (Cádiz, La Revista Médica, 1841), que incorpora también en ambas lenguas un pasaje del De finibus que habla sobre la amistad. Gran interés despertaba La república ciceroniana, cuyo conocimiento el trabajo de Angelo Mai había enriquecido en 1814. La obra es presentada en versión bilingüe por Antonio Pérez y García (Madrid, Repullés, 1848). En 1885 Antonio Zozaya ofrece, en el marco de su notable labor divulgadora de la filosofía antigua y moderna, una versión «directa» (según indica en la portada), pero desprovista del texto latino (Madrid, Biblioteca Económica Filosófica, 1885; luego 1892). Respecto a las reimpresiones, en 1818 (Madrid, Imprenta Real) aparecen Los oficios con los diálogos De la vejez, De la amistad, las Paradojas y el Sueño de Escipión, en la traducción antigua de Manuel de Valbuena.
Además de estas aportaciones aisladas, la BC, como hemos indicado, ofrece la producción filosófica ciceroniana casi completa (faltan las Cuestiones académicas), en su mayor parte en traducciones nuevas: De la naturaleza de los dioses, Del sumo bien y del sumo mal por M. Menéndez Pelayo (1883); las Cuestiones tusculanas por Menéndez Pelayo, De la adivinación por F. Navarro y Calvo, Del hado por el mismo traductor (1884), que lo es también de La República y Las leyes (1884) y que trabaja apoyándose en las versiones francesas de la edición de Nisard. Para Los oficios, los diálogos de la Vejez y de la Amistad y Las paradojas vuelve a recurrirse a la versión de M. de Valbuena (1883). Es preciso señalar que hay una versión al catalán del menorquín Antoni Febrer i Cardona (Els llibres de Cícero de la Vellesa, de l’Amistad, d’Els Paradócsos y d’el Sòmit de Cípio, 1807).
Respecto a Séneca, es nueva la traducción en la BC de las Epístolas a Lucilio de Navarro y Calvo (1884 y 1898), pero también se reimprime en la misma colección en dos volúmenes la vieja traducción de 1627 de los Tratados filosóficos de Pedro Fernández Navarrete (1884), que incluye Diálogos, Cuestiones naturales, De beneficios y Consolaciones a Polibio, Helvia y a Marcia. De Apuleyo, un traductor anónimo vierte en la BC De deo Socratis (Vda. de Hernando, 1890). Tampoco es nueva la versión de la Consolación de la Filosofía de Boecio, pues es la de Agustín López de Reta, del siglo XVII, si bien supuso una novedad, dado que estaba inédita y la publica por vez primera en 1805 Vicente Rodríguez de Arellano (Madrid, Gómez Fuentenebro y Cía.; véase Mata 2004).
Epistolografía
También la difusión de la epistolografía latina muestra un notable paso adelante en el XIX. En efecto, aunque no faltan versiones de las cartas ciceronianas vinculadas al ámbito escolar, con selecciones como la del jesuita P. Isidro López (Madrid, en la oficina de Dávila, 1816; Imprenta de la viuda de Vallin, 1817) o la bilingüe «por los directores de la Biblioteca de Autores Griegos y Latinos», es decir, Francisco de P. Hidalgo y Vicente Fontán (Cádiz, Círculo Científico y Literario, 1859), una gran novedad es que se ofrece por primera vez el epistolario de Cicerón completo para el público general. Ello sucede, de nuevo, gracias a la BC, colección en la que aparecen traducciones en parte antiguas, en parte nuevas. Para las Epístolas familiares se usa la vieja versión de Pedro Simón Abril (1884–1885, 2 vols.); nuevas traducciones del resto del epistolario aparecen a cargo de F. Navarro y Calvo, quien usa la versión francesa coordinada por Nisard: dos volúmenes de Cartas políticas (1885), que incluyen las Cartas a Ático, Cartas a Quinto Cicerón y Cartas de Cicerón y de M. Bruto. Del mismo modo, el público no académico puede por vez primera acceder a la obra del otro gran representante del género epistolográfico en Roma, Plinio, pues encontramos la primera traducción al español de las cartas, también por F. Navarro y Calvo (1891), también en la BC, también ayudándose de la versión dirigida por Nisard (García Jurado 2019). No se traduce, en cambio, el epistolario de Frontón.
Otros géneros
Pasando al amplio espacio de la literatura técnica, en el ámbito de los textos que tienen que ver con la agricultura no se traducen ni Catón, ni Varrón, ni Paladio, pero sí el hispano Columela, del que Juan M.ª Álvarez de Sotomayor (con aportaciones de José Virués al libro X) ofrece en 1824 (Madrid, Miguel de Burgos) la primera traducción al español; Álvarez parte del trabajo realizado sobre el autor en el siglo anterior, pues se inspira en la versión de Saboreux de la Bonneterie y la obra de los hermanos Rodríguez Mohedano (como reconoce en el prólogo), pero no traduce del francés y ofrece una versión correcta y precisa (García Armendáriz 2004: 56). En 1879 (Madrid, Bernardo Rico) se publica una atribuida a Vicente Tinajero, pero que en realidad es la de Álvarez de Sotomayor. Una versión por Juan Pérez Villlamil no llegó finalmente a aparecer. Otro bloque es el de los textos jurídicos, donde existen una traducción anónima de Gayo (Madrid, La Sociedad Literaria, 1845) y otra de Justiniano por Francisco Pérez de Anaya (con la colaboración en sucesivas ediciones de Melquiades Pérez Rivas), a partir de la francesa de M. Ortolan (Madrid, Rodríguez de Rivera, 1847; reed. en 1877 y 1896); también se reimprime con adiciones por parte de Manuel Gómez Marín y Pascual Gil y Gómez (Madrid, Ramón Vicente, 1872–1874, 3 vols.) la versión del siglo anterior del Digesto por Bartolomé Agustín Rodríguez de Fonseca. No hay traducciones de literatura vinculada al ámbito militar. Tampoco se vierte a autores como Vitruvio o Apicio.
En cuanto a la novela latina, no despierta curiosamente gran interés en el siglo XIX. De Petronio no se publica versión alguna. De Apuleyo se realizó a comienzos de siglo una traducción de las Metamorfosis por Francisco de Paula La Serna, cuyo manuscrito está perdido. En Barcelona (Impr. de Ignacio Oliveres y Comp., 1837) apareció un Asno «estractado y puesto en castellano para los aficionados á esta clase de literatura y obras de imaginación». Se publicó también una traducción anónima y poco lucida en Nueva York (Imprenta Española, 1844), que depende de la francesa de Bétolaud. En la BC se utiliza (1890) la lejana traducción de las Metamorfosis de López de Cortegana, de 1513.
En cuanto a obras de erudición, la traducción de las Noches áticas de Aulo Gelio, obra de F. Navarro y Calvo en la BC (1893), es la primera al español, por lo que permitió el acceso de muchos a un autor peculiar y de gran interés, pero está hecha a partir del francés (véase García Jurado 2012–2013).
Conclusiones
Puede afirmarse que el siglo XIX en lo que a la traducción de los prosistas latinos en España se refiere supone un periodo, si no brillante, sí importante, lo que conviene hacer notar. Llama la atención que en algunos trabajos sobre la centuria no se mencione ni una sola traducción de prosistas latinos, mientras que de los poetas se da cumplida cuenta. Durante el siglo XIX y, sobre todo, como consecuencia del impresionante proyecto cultural que supone la «Biblioteca Clásica» de Luis Navarro, se recuperan buen número de traducciones anteriores, algunas de valor notable, se ofrecen otras nuevas directas y aparecen muchas otras, realizadas a partir del francés, pero que cubren un espacio importantísimo al ofrecer por primera vez al gran público a autores hasta el momento limitados a los lectores en lengua original y al contexto académico o erudito. A pesar de los defectos de muchas de estas traducciones, la importancia para la difusión de los autores clásicos entre el gran público de Luis Navarro, de M. Menéndez Pelayo y de Francisco Navarro, cada uno en su papel, es difícil de ponderar suficientemente.
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