Gallego Roca

La traducción de poesía entre 1900 y 19361

Miguel Gallego Roca (Universidad de Almería)

 

Introducción

Hay una página en las memorias de José Moreno Villa que son un vitalista retrato de la España previa a la Guerra Civil.2 que Azaña sigue de empleado modesto; pero trabajando en la penumbra su programa político y su Jardín de los frailes; que García Lorca lee, con ahogos de alegría, su nueva comedia; que los eruditos afinan, que afinan los poetas y los filósofos; que Valle Inclán depura en las tertulias de café la manera más eficaz de contar un esperpento; que Maura dirige una carta a Don Alfonso XIII como de un instructor a un discípulo, que Ors sigue glosando sobre las cúpulas o sobre el sentido ecuménico, que Falla está como embrujado en el piano; en suma, que Madrid hierve, que mis amigos quieren superarse. Todos, todo un enjambre. Hay un rumor renacentista que los mantiene en vilo. ¡Qué maravilla! Durante veinte años he sentido este ritmo emulatorio, y he dicho: Así vale la pena de vivir. Un centenar de personas de primer orden trabajando con la ilusión máxima, a alta presión. ¿Qué más puede pedir un país?» (Moreno Villa 1944: 140–141).] Es cierto que están escritas en el exilio mexicano, en 1944, y que el malagueño mitifica sus recuerdos frente a una realidad y un entorno que no le agrada demasiado. Aun así, son el testimonio de una época de la cultura española en la que parecía dominar un «ritmo emulatorio» contagioso, un afán por sintonizar con la modernidad a través de las ciencias y las artes. Y junto al trabajo individual que busca la excelencia hay un ritmo de época que necesita el diálogo con otras culturas, otras tradiciones. La traducción será una herramienta imprescindible para la sintonización de la cultura española, ensimismada en gran medida durante el XIX, con las modernas corrientes artísticas, filosóficas y científicas del siglo XX.

Hoy, resulta ya imposible hacer historia de la literatura sin atender a la historia de las traducciones y los traductores que cumplen el papel de intermediarios entre culturas y tradiciones. Por eso, este periodo de la literatura española que conocemos como Edad de Plata, se viene abordando desde hace décadas en paralelo a las traducciones de ese tiempo. En cuanto a la poesía, encontramos una imbricación, que casi podíamos definir epistemológica, entre creación, crítica y traducción que es definitoria del perfil del poeta moderno: así ocurre en Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Jorge Guillén o Luis Cernuda. Desde los que inauguran un proyecto reformista en el entorno de la generación del 98 (Vega 1998), hasta las estéticas de la traducción vinculadas a las vanguardias y la renovación del canon (Gallego 1996, 2001 y 2004; Pegenaute 2001; Ruiz Casanova 2011 y 2018; Romero López 2016; Lafarga 2018), la historia de la traducción poética es ya un capítulo más de la historia de la poesía española en las tres primeras décadas del siglo XX.

 

La alargada sombra del Modernismo

La traducción de poesía extranjera está íntimamente ligada a la consolidación de un lenguaje poético que se inaugura en las obras de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. Además, la traducción es un instrumento crítico paralelo a la relectura de la tradición poética en lengua española, eso que algunos, como Antonio Marichalar, llamaron «moderno clasicismo», u otros más críticos y desde posiciones sociales, lo consideraron un neoclasicismo elitista. La importación de modelos extranjeros y la relectura de la tradición poética son fenómenos difícilmente separables.

En ese conjunto histórico sobresale una manera de entender la traducción como incremento y potenciación de la obra propia. Manera que puede ejemplificarse con el «arte de la variación» de Jorge Guillén o las traducciones de poesía romántica inglesa y alemana de Luis Cernuda (Barón 2005). En ambos casos la fundamentación fenomenológica, interpretativa y subjetiva, orienta la labor de los traductores de poesía. Para el acercamiento a este periodo, decisivo en la traducción de poesía al español, distinguiremos tres bloques: las dos primeras décadas del siglo, dominadas por la resaca modernista y los primeros brotes de las vanguardias históricas; el periodo netamente vanguardista de los años veinte, con el protagonismo de los traductores de la generación del 27; y los años 30, la crisis de las vanguardias formales y el auge del compromiso político.

«Mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París»: las palabras de Rubén Darío en el prólogo a Prosas profanas definen de manera excelente, tanto en lo público como en lo privado, los gustos poéticos y eróticos de los poetas en lengua española a principios del siglo XX. Tanto Darío, como luego Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Unamuno, Pedro Salinas o Jorge Guillén son, en gran medida, «afrancesados» del siglo XX. Desde que nos acercamos a la historia literaria sin los prejuicios nacionalistas, que dominaron los modelos tanto de Menéndez Pelayo como de Menéndez Pidal, y a cuya superación no ha contribuido poco la consideración de las traducciones en el estudio de esa evolución histórica, nos resulta difícil concebir el Modernismo hispánico como un episodio idiosincrático sin conexión con la teoría poética del Simbolismo.

En 1903, Rubén Darío comentaba, a propósito de la poesía de Antonio Machado y Ramón Pérez de Ayala entre otros, las consecuencias que el influjo del simbolismo había provocado en la poesía española: «Ahora, entre los poetas jóvenes de España, los hay que pueden parangonarse con los de cualquier Parnaso del mundo. La calidad es ya otra, gracias a la cultura importada, a la puerta abierta en la vieja muralla feudal» (Darío 1906: 190). Pronto esa cultura traducida empieza a ser interpretada como una amenaza para la cultura nacional o hispánica, igual que en su momento fueron una amenaza los «afrancesados» del siglo XVIII, los seguidores del Empirismo o los del Naturalismo en el siglo XIX.

El ataque al influjo simbolista vino de quien, para contrarrestarlo, se había erigido en traductor de parnasianos: Antonio de Zayas, notable mediador entre la poesía francesa y la española en los años del fin de siglo. Zayas evoluciona desde la defensa del beneficioso influjo de la poesía francesa en el prólogo a su libro de poemas Joyeles bizantinos (Zayas 1902: 14), donde afirma que «El estudio de los poetas franceses de la segunda mitad del siglo pasado me sirvió para emanciparme de la tutela de las artes poéticas», hasta su crítica a «la falange de poetastros que, blasonando de modernistas, odiosa palabreja, parodian en desmayado lenguaje las inhábiles traducciones de que la América española se perpetran de los poetas franceses más en boga durante la segunda mitad del siglo XIX» (Zayas 1907: 301; Aguirre 1982: 165–170). Se refiere en concreto a las traducciones de poetas franceses del uruguayo Julio Herrera y Reissig, el colombiano Guillermo Valencia y el mexicano Enrique González Martínez. Para contrarrestar el «desmayado lenguaje» de esas traducciones, Zayas, con sentido patriótico, elige la poesía del parnasiano de origen cubano José María de Heredia, porque en ella descubre la obra de un «gran poeta español» en lengua francesa.

El ambiente contrario a las traducciones no podía menos que recogerlo Unamuno (López Folgado 2002 y Aubert 2014) en su colección de ensayos titulada En torno al casticismo (1895), allí denuncia la creciente influencia europea a través de las traducciones: «Desde hace algún tiempo se ha precipitado la europeización de España; las traducciones pululan que es un gusto; se lee entre cierta gente lo extranjero más que lo nacional […]» (Unamuno 1996: 51). Pocos años más tarde, Ortega y Gasset, abanderado de la europeización, desconfía de la papanatería cultural y la cómoda imitación de lo europeo que evidencian ciertas aperturas a lo extranjero. Así lo hace constar en un artículo aparecido en El Imparcial el 27 de abril de 1910 dedicado a la revista Europa, dirigida por Luis Bello:

Hoy estamos afrancesados, anglizados, alemanizados: trozos exánimes de otras civilizaciones van siendo traídos a nuestro cuerpo por un fatal aluvión de inconsciencia. El hecho de que importemos más que exportamos es sólo la concreción comercial del hecho mucho más amplio y grave de nuestra extranjerización. (Ortega y Gasset 2004: 341)

Por un lado, estaban quienes defendían la traducción literaria como medio de sintonizar la literatura española con las corrientes artísticas e intelectuales europeas. Frente a ellos, quienes volvían a sospechar de todo lo que viniera de fuera y atentara contra la supuesta idiosincrasia de la literatura española. Antonio Ballesteros de Martos, que desde su secretaría de la revista Cervantes (1916–1920) estuvo al tanto de las novedades literarias, calculó que, en 1925, aproximadamente el ochenta por ciento de las publicaciones del mercado literario español eran traducciones (Fernández Cifuentes 1982: 284). La situación, sostenida desde principios del siglo, había de provocar comentarios opuestos sobre la amenazante «colonización literaria» o sobre la necesaria «revitalización» a través del contacto con lo extranjero, todo ello en el contexto de la I Guerra Mundial. Ramón Pérez de Ayala, militante convencido de la «revitalización», afirmaba en un artículo publicado en 1916 que no «no hay nada que así favorezca una literatura nacional como injertarle esquejes de una literatura extranjera» (Pérez de Ayala 1965: 565). Frente a él, Federico Santander consideraba la dependencia de lo extranjero como la causa más importante del descenso del nivel literario nacional (Santander 1919: 70). Por su parte, un crítico atento y solvente como Enrique Díez–Canedo responde en la revista España, fundada y dirigida por Ortega, a «la chusma literaria de críticos indocumentados» que allí donde hay algo nuevo lo tachan de «afrancesado» (Díez–Canedo 1918: 9). La realidad es que la cultura española del momento debe a las traducciones francesas las primeras lecturas de autores como Tolstói, Nietzsche, Carlyle o Ibsen. Para Díez–Canedo resulta inútil resistirse a las influencias y tampoco hay que temer que esas influencias se conviertan en dominantes: «El contacto con otra civilización, con otro pensamiento, no absorbe los propios; únicamente los modifica, y siempre en sentido progresivo. Así como se dice de la materia que ni se crea ni se pierde, del espíritu se puede decir que siempre se crea y no se pierde nunca» (Díez–Canedo 1918: 10).

Una postura diversa a las dos anteriores es aquella que atiende a los valores nacionalizadores de la traducción. En su libro sobre Baudelaire (1931), César González Ruano dedica un capítulo a las traducciones de Poe por el poeta francés, capítulo que constituye una auténtica apología del pathos romántico de la traducción. Con ese propósito utiliza la carta remitida por Baudelaire a Sainte–Beuve en la que declara su intención de convertir a Poe en una gloria de las letras francesas. Para explicar la maniobra nacionalizadora de las traducciones de Baudelaire, González Ruano utiliza el tópico del reconocimiento tras la «búsqueda del otro» que da como resultado una simbiosis de dos personalidades, de modo que el Poe que ha quedado tras las traducciones de Baudelaire es un novelista francés (González Ruano 2008).

En cualquier caso, las primeras décadas del siglo XX son un periodo de gran apertura en la cultura española. De hecho, algunos historiadores de la cultura lo consideran el periodo de la universalización de España (Marichal 1995: 93–99), durante el cual la comunicación en otros idiomas, el aprendizaje de otras lenguas y la asimilación de culturas foráneas no significa necesariamente colonización sino, más bien, conversación a un mismo nivel. Por otra parte, los problemas de la traducción literaria no solo se manifestaban en un debate a favor o en contra del patriotismo literario a ultranza. Se empezaba también a exigir de las traducciones una implicación en los nuevos movimientos artísticos a la vez que se demandaba mayor dignidad y cuidado en su arte.

La traducción poética constituyó sobre todo una práctica epigonal apegada a los códigos literarios del simbolismo y el decadentismo. Más allá de la concepción formalista de la literatura que subraya la continua innovación frente a la persistencia de las tradiciones, la traducción poética es una forma literaria en la que el seguimiento de una tradición supone garantía de éxito editorial, mientras que la innovación hay que esperarla más bien en traducciones publicadas en soportes, como las revistas, que no aspiran a una amplia difusión y que se orientan más bien hacia minorías o élites culturales. Esa situación explica algunas contradicciones entre la concepción literaria general y las reflexiones sobre la traducción en muchos de los críticos de la época. Por ejemplo, Ortega no creía en la traducción poética. En su célebre ensayo «Miseria y esplendor de la traducción» (1937) lo deja bien claro al defender la «traducción instrumento», en tanto que guía o ayuda para seguir la lectura del original (Ortega y Gasset 2006: 705–724). En el contexto de la teoría de Ortega es inconcebible la dimensión histórica de la interpretación que sí nos ofrece, sin embargo, Menéndez Pelayo en sus ideas sobre la traducción poética. Interpretación, ejercicio poético e instrumento filológico son algunos de los objetivos que busca el santanderino en la práctica de la traducción poética. La traducción en verso es para Menéndez Pelayo un medio necesario para la comunicación sincrónica entre las distintas poesías nacionales, mientras que, por otro lado, defiende las prosificaciones desde el momento en que son medio de comprensión diacrónica para el académico y e crítico (Palli Bonet 1953: 13). Las primeras son las que publica junto a un ramillete de imitaciones y poesías originales, en castellano y en latín, bajo el título de Estudios poéticos (1878).

 

La traducción y el lenguaje poético: camino del siglo XX

No muy diferente es el punto de vista expuesto por Miguel de Unamuno en la nota a las traducciones de Carducci, Leopardi, Coleridge y Maragall que incluye al final de su primer libro de poemas: Poesías (1907). Allí deja claro que en sus traducciones se ha esforzado «por conservar, en lo posible, el ritmo y la forma de todos los originales, tendiendo a que sean, a la vez que artísticas, literales» (Unamuno 1987: 231). Doble objetivo que amenaza con incumplirse cuando se traduce siguiendo la preceptiva poética española que, según Unamuno, anda obsesionada con las consonantes y llega en ocasiones a obligar la ridícula solución de traducir con rimas consonantes y verso isosilábico lo que en el original es verso libre y asonante, todo ello por un prurito de virtuosismo técnico que, sin basarse en principios estéticos, crea dificultades para vencerlas. Unamuno incorpora traducciones, o fragmentos de ellas, a sus propios poemas. Por ejemplo, los poemas 1295, 1347 y 1616 de su Cancionero son variaciones sobre versos de tres poetas norteamericanos –Sidney Lanier, William Vaughn Moody y Carl Sandburg–, a los que ha llegado a través de la obra de Whitman, quien, además de propiciar diversas traducciones fragmentarias, sirve a Unamuno para construir su propio idioma poético e introducir el verso libre en la lírica española por medio de enumeraciones que subliman y espiritualizan el lenguaje poético.

El interés por la poesía inglesa y norteamericana lo continúa Juan Ramón Jiménez en esos primeros años del siglo XX, primero gracias a su amistad con Luisa Grimm, luego con sus versiones de Emily Dickinson y la admiración por Whitman y Poe que encontramos en Diario de un poeta recién casado (1916–1917), hasta llegar al alargamiento del verso que culminará en Espacio (1954), obra maestra en la que desembocan todas sus lecturas y versiones. La trayectoria de Juan Ramón está jalonada por continuos recursos a la tradición poética anglosajona, en ella descubrió un lenguaje y un pensamiento poético que se prestaba mejor que la poesía francesa para su proyecto de intelectualización del poema. Traduce el poema «Mutability» de Percy B. Shelley en la revista Sucesión (n.º 1, 1932) y el original inglés lo reproduce al frente de Estío (1913), «Domus tua» de Francis Thompson (Sucesión, n.º 3, 1932), poemas de W. B. Yeats, William Blake, T. S Eliot y también de Shakespeare, Robert Browning, Robert Frost o Amy Lowell (Jiménez 2006). Todos estos intentos por «juanramonizar» la poesía angloamericana se producen en un momento concreto de su carrera. Excepto Yeats, que será una constante en su vida, y Eliot, cuyas traducciones datan de final de la década de los 20, su lectura y traducción de la poesía escrita en inglés se concentra en los años que van de 1905 a 1915, periodo en el que concluye el proceso de intelectualización de su obra y la consecuente superación del Modernismo hispánico. El modelo de traducción para Juan Ramón siempre será el mismo: la prosificación lírica o la prosa rítmica y musical, en muchas ocasiones asistido por su esposa Zenobia Camprubí (González Ródenas 2008 y 2018, Pérez Romero 2009).

A pesar de que Ortega desandaba, en su concepción de la traducción poética, lo andado por Menéndez Pelayo, Unamuno o Juan Ramón, su Revista de Occidente publicó dos de las traducciones poéticas que la crítica consideró como cumbres en el arte de la traducción: El cementerio marino de Paul Valéry en versión de Jorge Guillén (1929) y los Poemas arabigoandaluces (1928) en versión del arabista Emilio García Gómez (Pérez Cañada 2006). También albergaban numerosas traducciones las colecciones literarias de la editorial Revista de Occidente, entre las que, sin embargo, la poesía ocupa un lugar ínfimo. Cabe destacar la traducción de El cantar de Roldán firmada por Benjamín Jarnés (1926) y la traducción al español contemporáneo del Poema de Mio Cid realizada por Pedro Salinas (1926).

Si queremos describir la evolución de la traducción poética en la España de inicios del siglo XX, no podemos prescindir de ciertas bases modernistas que encontramos en los intereses que manifiesta Rubén Darío por la poesía en diversas lenguas. Hay traducciones diseminadas en diversos volúmenes que recogen colaboraciones en diarios y revistas (Los raros, 1896; Opiniones, 1906). En el último lustro del siglo XIX el autor de Prosas profanas publicó traducciones en revistas y diarios santiagueños y bonaerenses. En La Nación de Buenos Aires aparecieron versiones de Viélé–Griffin, Verlaine, Verlaine,  Barbey d’Aurevilly, Tailhade y, sobre todo, una de las más tempranas versiones de Mallarmé. También traduce al portugués Eugenio de Castro, a través de las versiones italianas de Vittorio Pica. A Rubén Darío le interesa la traducción para apoyar su renovación de las convenciones métricas y rítmicas, a pesar de que el método de trabajo que suele preferir es la traducción en prosa con divisiones tipográficas propias del verso.

Para la renovación métrica en la poesía española parece haber sido decisiva la traducción de Victor Hugo; así lo testimonia el propio Darío en su Autobiografía (1912) cuando comenta que posiblemente fuera el salvadoreño Francisco Gavidia, traductor de simbolistas franceses, el primero que ensayó en castellano los alejandrinos a la manera francesa en sus traducciones de Hugo. En el artículo «Pedro León Gallo, poeta», publicado en La Libertad Electoral de Santiago de Chile a finales de 1888, Darío ya se muestra interesado en el estudio de las posibilidades que la traducción poética ofrece en la renovación de la poesía española: «traducir a Víctor Hugo es tarea enorme. […] El que estas líneas escribe, tiene en vías de publicación un estudio completo sobre los traductores del gran francés, españoles y americanos […] ¿cómo se debe traducir a Víctor Hugo? […] De todos nuestros metros, ninguno cuadra […] como el endecasílabo suelto y la silva».

Las relaciones entre la poesía española y la de expresión portuguesa a partir del cambio de siglo son más decisivas de lo que pudiera parecer a primera vista. Ambas tradiciones buscan en sus vecinos inmediatos confirmaciones o desmentidos. Pero la realidad nos presenta un panorama escaso en cuanto a traducciones hispano–portuguesas, circunstancia de la que podríamos deducir que entre los círculos ilustrados españoles la traducción del portugués resultaba innecesaria. Así lo evidencia una de las revistas clave en los años veinte como La Gaceta Literaria, dirigida por Ernesto Giménez Caballero, en la que no se traducen los originales portugueses, o la cita de Juan Valera que recuerda Llardent en su introducción a las poesías de Antero de Quental: «para cierto círculo ilustrado, que es el que lee, la traducción al castellano está de sobra» (Llardent 1986: 214). Así que no traducir un idioma puede significar dos cosas: respeto o menosprecio. Si detrás existe un ideal político, el «iberismo», que podría ser considerado socialista, como en el caso de Antero de Quental o Unamuno, o imperialista, como en el de Giménez Caballero, la traducción o no del portugués será respeto en un caso y menosprecio en otro.

Contamos con la Antología de la lírica portuguesa (1910) publicada por la Compañía Iberoamericana de Publicaciones y ordenada por Rafael Martín Manrique, con prólogo de Álvaro de las Casas, que recoge traducciones de estos dos autores junto a otras de Juan González Olmedilla, Fernando Maristany, Eduardo Marquina y Andrés González Blanco. Otra antología de poesía portuguesa es la de José María de Cossío que bajo el título de Noventa y siete sonetos portugueses (Universidad de Santiago, 1933) ofrece traducciones de poemas cuya autoría va desde el petrarquista Sá de Miranda hasta el simbolista Eugénio de Castro, poeta que, por otra parte, está muy presente en las revistas españolas de la vanguardia, gracias precisamente a las traducciones de González Olmedilla, abanderado del ultraísmo y habitual colaborador de la revista Grecia (1918–1920). La presencia de E. de Castro en las publicaciones ultraístas confirma la continuidad del modernismo español en los años veinte y la construcción de las vanguardias a partir del sustrato vitalista finisecular (Sáez Delgado 2008).

Existía lo que se ha llamado un «modernismo sociológico» que afectaba tanto al horizonte de expectativas de la mayoría de los lectores de poesía, como al gusto de los primeros vanguardistas (García de la Concha 1981). Los primeros compases de las dos revistas más relevantes del ultraísmo, Grecia y Cervantes, son el tronco modernista en el que pronto se injertarán, de la mano de Cansinos Assens y Guillermo de Torre, los primeros esquejes de las nuevas tendencias artísticas europeas. En ese momento de confluencias, tanto el modernismo hispánico como el ultraísmo se oponían a la mentalidad artística burguesa y proponían una investigación sobre los recursos del lenguaje poético. Si repasamos el plantel de traductores de las cuatro revistas centrales del ultraísmo (las ya mencionadas Grecia y Cervantes, junto a Vltra y Cosmópolis) podremos comprobar que la gran mayoría proceden de las filas modernistas y posmodernistas: Cansinos, Eliodoro Puch, César A. Comet, Rogelio Buendía, Rivas Penedas, Lasso de la Vega, Romero Martínez o E. Díez–Canedo. Solo es posible destacar dos notables excepciones, dos jóvenes vanguardistas que, como poetas y traductores, tampoco lo son tanto: Guillermo de Torre y Jorge Luis Borges (Kristal 2002).

Abundando en ese matriz modernista de la traducción poética, es relevante hacer notar cómo otras revistas de los años veinte y treinta ni siquiera atienden a las novedades estéticas de las vanguardias, y siguen reproduciendo un canon simbolista y clásico, al menos en lo que a poesía se refiere. Es el caso de revistas como Cruz y Raya y Revista de Occidente.

La traducción, para la poesía española de los años veinte y treinta del siglo XX, no es tanto una herramienta para relacionarse con la poesía contemporánea extranjera, como el instrumento para solucionar los desafíos creados por el simbolismo y, en concreto, por la obra de Juan Ramón Jiménez. En el periodo de las vanguardias, la traducción poética está volcada hacia las obras precursoras del vanguardismo poético más que hacia la poesía de vanguardia propiamente dicha (Gallego Roca 2001). En ese sentido, la recuperación de autores barrocos, y de ciertas tendencias de la poesía europea del XIX, son un recurso para suplir la falta de bases estéticas que hicieran posible una verdadera vanguardia española. Así lo constata, por ejemplo, Ángel Crespo al hablar del papel desempeñado por las traducciones de G. M. Hopkins al español: «Hopkins, poeta de la época victoriana, es considerado como un predecesor de la poesía de nuestro siglo y, en consecuencia, como un poeta experimental, es decir, como un vanguardista» (Crespo 1989).

 

La recepción de las vanguardias y la continuidad simbolista

La primera recepción de las vanguardias europeas se realiza en las páginas de la revista Prometeo, dirigida por Ramón Gómez de la Serna. En ella encontramos un reducido grupo de traductores que ya establecieron un canon de poesía extranjera al que se recurrirá constantemente y que será reeditado y antologado en numerosas ocasiones: es el «canon accesible» que fluye desde el fin de siglo hasta los primeros años veinte. El grupo de traductores lo formaban Enrique Díez–Canedo, Ricardo Baeza, Fernando Fortún y Julio Gómez de la Serna. Solo en una ocasión aparece Ramón de Basterra firmando una traducción de Verhaeren. En unos casos alternan la traducción con la crítica literaria, así ocurre con Díez–Canedo y Ricardo Baeza; en otros desarrollan una obra poética propia, como ocurre también con Díez–Canedo, Fortún y Basterra, o se especializan en la traducción de obras en prosa, caso de Julio Gómez de la Serna.

En la primera frase de la «Proclama futurista a los españoles» (Prometeo 20, 1910), considerada el primer manifiesto de la vanguardia española, se manifiesta una actitud de ruptura que, paradójicamente, reivindica valores en trance de superación: «¡Futurismo! ¡Insurrección! ¡Algarada! ¡Festejo con música wagneriana! ¡Modernismo! ¡Violencia sideral!». Ramón Gómez de la Serna, consciente de la confusión que con el tiempo causa la aparente disparidad de intenciones, corregirá en Ismos (1943) su proclama y omitirá las referencias al Modernismo y a Wagner.

Con las traducciones de Whitman por Díez–Canedo, en el número 9 de Prometeo (1909), estamos ante un testimonio temprano de la aclimatación del verso libre a la poesía española. En el mismo año se traduce íntegramente al catalán Leaves of Grass, y también coinciden por esos años varios artículos de Ángel Guerra, pseudónimo del lanzaroteño José Betancort, sobre la poesía de Whitman, hasta que, por fin, en 1912 el uruguayo Álvaro Armando Vasseur publica en España una selección de poemas del cantor de América (Poemas, Valencia, F. Sempere). En el mismo entorno de experimentación a propósito del poema en prosa y del verso libre (Gallego Roca 2004c), hay que situar las traducciones de Ricardo Baeza de un poema de Maeterlinck y su versión de la «Balada de la cárcel de Reading» de Oscar Wilde. Cabría preguntarse hasta qué punto es real el subrayado con el que la historia literaria ha señalado a la revista Prometeo como portavoz del futurismo de Marinetti, cuando las traducciones que en ella encontramos de Wilde son mucho más numerosas que la de cualquier otro representante de las literaturas de vanguardia.

Enrique Díez–Canedo, en su triple condición de crítico, traductor y poeta (Fernández Gutiérrez 1999–2000), fue quizá quien más trabajó en la definición de un canon de poetas extranjeros, cierto que en su mayoría eran franceses. No hay que olvidar que Díez–Canedo vivió en París entre 1904 y 1911 desempeñando las funciones de secretario del embajador del Ecuador. Su labor como intermediario y traductor de la poesía francesa hay que unirla a la de J. R. Jiménez, Manuel Machado, R. Pérez de Ayala, A. González Blanco, E. Marquina y, más adelante, P. Salinas y J. Guillén. De 1907 (Madrid, Pérez Villavicencio) es Del cercado ajeno. Versiones poéticas, su primera antología de poesía traducida con presencia mayoritaria de los franceses, especialmente los «simbolistas menores» (Gallego Roca 2004b). A esta seguirá Imágenes (Versiones poéticas), publicada en París, hacia 1910, por Paul Ollendorf.

Tres años más tarde, en 1913 (Sevilla, Renacimiento), publica junto al malogrado Fernando Fortún la célebre antología La poesía francesa moderna, con traducciones de poetas franceses que van desde el tardío Romanticismo hasta el umbral de la Vanguardia. Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que este fue el libro de cabecera de los jóvenes poetas del 27, como en los años treinta lo fue la antología de Gerardo Diego (Poesía española. Antología (1915–1931), 1932). Así lo atestiguan las repetidas referencias en epistolarios, entrevistas y comentarios críticos (García Montero 2016). Además, es un excelente ejemplo de traducción colectiva dentro del ámbito hispanoamericano: Díez–Canedo y Fortún seleccionan traducciones ya publicadas o encargan poemas a un traductor de su confianza. La adscripción generacional de los traductores muestra cómo funciona la literatura de aquel periodo, es decir, cómo conviven tres momentos de un mismo proceso estético: la generación modernista, la generación de transición o «generación del 14» y algún representante de la llamada «generación del 27». De entre los modernistas aparecen traducciones formadas por Leopoldo Díaz, Enrique González Martínez, Guillermo Valencia, A. de Zayas o Miguel Antonio Caro. Del segundo grupo destacan las firmadas por R. Baeza, Emilio Carrere, A. González Blanco, Max Herríquez Ureña, J. R. Jiménez, E. Marquina, Gregorio Martínez Sierra, R. Pérez de Ayala y las de los editores, Díez–Canedo y Fortún. El joven Pedro Salinas es el único traductor del 27.

En 1945, en la editorial Losada de Buenos Aires, Díez–Canedo publicó otra antología, La poesía francesa del Romanticismo al Superrealismo. En esta nueva edición, notablemente aumentada y reorganizada, Díez–Canedo incluye buena parte de las traducciones de la generación de vanguardia, tanto en España como en Hispanoamérica. Encontramos, por tanto, versiones de Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Mauricio Bacarisse, Juan Larrea y Guillermo de Torre por parte de los españoles, y Mariano Brull, Jorge Carrera Andrade, Rafael Lozano, Alfonso Reyes y Xavier Villaurrutia de entre los hispanoamericanos. Desde el punto de vista formal, la antología de 1913 es un manual de estilo del verso libre y de sus posibles aclimataciones a la lengua poética española. Por esta razón el centro de gravedad estético de la antología se localiza en torno a la sección segunda de poetas simbolistas, «El simbolismo II», donde aparecen los precursores de la nueva poesía del siglo XX. La ordenación y comentarios de los dos antólogos dan la sensación de una evolución pendular y dialéctica dentro del sistema de la poesía francesa. Los dos grupos de simbolistas, uno innovador y otro vuelto hacia la tradición, se corresponden con los dos grupos de los nuevos poetas, uno versolibrista y otro vuelto a la tradición simbolista:

Si en el primer grupo de «Los poetas nuevos» figuran aquellos que prolongan hasta sus consecuencias últimas la teoría del verso libre, y que están unidos, además, por un anhelo común de algo nuevo, los del presente son continuadores del simbolismo o partidarios de un regreso a la tradición abandonada. (Díez–Canedo & Fortún 1994: 350)

Un poeta postmodernista catalán va a ser a partir de 1915 el traductor de poesía más prolífico hasta 1924, año de su muerte. Fernando Maristany (Gallego Roca 1996: 58–107, Pym 2000 y Gasó 2018), antólogo, traductor, impulsor de colecciones de poesía extrajera, colaboró con poemas originales o traducciones en las revistas Alfar, España y Prisma. El pensamiento literario de Maristany, y el de la mayoría de los críticos que incorpora a sus empresas, busca una vuelta a la poesía «lírica»: la vaguedad y la indefinición, en el sentido que Mallarmé daba a la capacidad evocadora del lenguaje, es el requisito de cualquier poesía definida como «lírica». Maristany concibe lo «lírico» como un paso atrás más que como el paso adelante que supone la concepción de Juan Ramón Jiménez. Para el catalán lo «lírico» se basa en una impresión sobre el mundo que no está condicionada por las coyunturas históricas en las que sucede, o, más bien que añora un tiempo pasado mejor. El estado de ánimo apropiado es la nostalgia, con lo que nos situamos en la frontera que separa la estética «fin de siglo» de las vanguardias europeas. La mayoría de las antologías de Maristany, a las que se ha dedicado bastante atención crítica como ejemplo casi de un género literario (Pym 1995, Camps 2017 y Lafarga 2020) responden a un mismo título, Las cien mejores poesías (líricas), y solo variarán las lenguas de las que traduce. El modelo lo tomó de una serie aparecida en Gran Bretaña en los primeros años del siglo y publicada por la editorial Gowans & Gray Ltd. La primera publicada es Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua francesa (1916). A partir de ella, Maristany publica una nueva cada semestre: inglesa (1918), portuguesa (1918), alemana (1919) e italiana (1920), todas ellas publicadas por la editorial Cervantes (primero en Valencia y luego en Barcelona).

Especialmente interesante es la antología que publica en 1919 Salvador de Madariaga, Manojo de poesías inglesas (Cardiff, William Lewis), una reducida colección de versiones en castellano de poemas de Shakespeare, John Milton, W. Blake, Robert Burns, Byron, Shelley, Alfred Tennyson y Christina G. Rossetti. El objetivo es provocar una doble actualización de la poesía inglesa romántica y de la poesía española del Siglo de Oro, de Garcilaso y Calderón en concreto. Para ello la elegía y la oda parecen los géneros más adecuados y a ellos recurre en la tradición literaria de la que traduce (Pegenaute 2018).

A partir de cierto momento la traducción se vuelve creación, recreación, transcreación o variación, todos términos de curso legal en las tres primeras décadas del siglo. En esto se distingue la «nueva literatura» de la poesía que todavía conservaba resabios del siglo XIX. José María de Cossío lo advierte al establecer dos momentos en la recepción de Baudelaire en español, personificando la ausencia de funcionalidad de las traducciones en la labor de Teodoro Llorente, imprescindible en la traducción poética del fin de siglo:

el mensaje de Baudelaire y el de otros poetas simbolistas, decadentistas o parnasianos no encontraba en nuestra retórica poética molde apropiado para alojarse. La lectura de las traducciones que de tales poetas hacía por esta época Teodoro Llorente pese a su perfecta fidelidad literal, nada tenía que ver con el carácter y estilo del autor traducido. (Cossío 1960: 1296)

En un temprano balance sobre la presencia de Mallarmé en la poesía hispánica, el crítico, poeta y traductor mexicano Alfonso Reyes recuerda cómo «los traductores castellanos han preferido la primera manera de Mallarmé, la más accesible, y se han sentido especialmente atraídos por ciertos poemas» (Reyes 1932: 191). Al repasar diversas versiones castellanas de un mismo poema, Alfonso Reyes llega a tres conclusiones que sirven de base para una teoría de la intertextualidad de las obras traducidas: el primer traductor ejerce atracción sobre el segundo; el segundo traductor, por huir de esta atracción, se obliga a veces a abandonar el recto sentido; dentro de un mismo verso suelen producirse casos combinados de los dos fenómenos anteriores (Reyes 1932: 193). Define, por tanto, Reyes una suerte de intertexto de traducciones de posible dimensión, además de nacional, supranacional. En casos como el de las traducciones de Mallarmé, caracterizados por el pudor de quienes se «atreven» a verterlo a otra lengua, el intertexto será sin duda más recurrente y mejor definible.

Al final de la segunda década del siglo se empieza a traducir de otra manera la obra de Mallarmé, y se establece, además, un nuevo canon de sus obras. De esa nueva actitud son ejemplos la traducción de Cansinos Assens en la revista Cervantes (1919) de «Un coup de dés jamais n’abolira le hasard», y las de Bacarisse en Vltra (1921). La de Cansinos fue la traducción que mayor repercusión tuvo, pues, aparte de construir un modelo legitimado de la neotipografía ­­–introducida gracias a los caligramas de Apollinaire–, tendía un puente entre las escuelas poéticas de fin de siglo y las ya pujantes vanguardias (Fernández Urtasun 2008). No es una traducción preocupada por el sentido; el eje se traslada hacia la sintaxis, la tipografía y la construcción de imágenes. El código modernista, aún presente en el traductor español, da como resultado un discurso poético segmentado, roto, estrellado contra la superficie de la página en blanco.

Distinto es el caso de Verlaine. Sus obras completas traducidas se publicaron entre 1921 y 1926 en la editorial Mundo Latino. El proyecto solucionaba una situación habitual en la traducción poética de aquel tiempo: la dispersión de traducciones en revistas y antologías. La poesía de Verlaine había sido traducida en las revistas españolas de fin de siglo, aunque no con la frecuencia que su influencia real conllevaría. Las traducciones más relevantes en ese momento son las de Juan Ramón Jiménez, publicadas primero en la revista Helios (1903) y diez años después en la antología de Díez–Canedo y Fortún. Hacia 1908 (Madrid, Fernando Fé) Manuel Machado traduce la antología Choix de poésies publicada por Fasquelle (con el título Fiestas galantes. Poemas saturnianos. La buena canción. Romanzas sin palabras. Sabiduría. Amor. Parábolas y otras poesías) con prefacio de François Coppée y prólogo de E. Gómez Carrillo.

Las obras completas publicadas por Mundo Latino estuvieron a cargo de un equipo de traductores formado por Luis Fernández Ardavín (Fiestas galantes. Romanzas sin palabras, 1922), Díez–Canedo (Cordura, 1922; La buena canción, 1924), Mauricio Bacarisse (Los poetas malditos, 1921; Antaño y ayer, 1924), José Ortiz de Pinedo (Amor, 1923), Guillermo de Torre (Mis hospitales y mis prisiones, 1926), H. Pérez de la Ossa (Hombres de mi tiempo, 1926) y Eliodoro Puche (Luisa Leclercq. Memorias de un viudo, 1921; Confesiones, 1921; Carlos Baudelaire, Viaje a Holanda y Paseos y recuerdos, 1923). El segundo volumen es quizá el de mayor repercusión en su recepción española pues constituye una antología crítica traducida al español de la poesía francesa: Los poetas malditos (1921) en traducción de Bacarisse. El prólogo del traductor presenta la obra como el fruto del espíritu colectivo o de escuela que alentó a los poetas franceses de la segunda mitad del XIX.

Además de particulares poéticas de la traducción que podemos encontrar en la teoría de la «variación» de Jorge Guillén (Young 1991, Piquer Desvaux 2018), o la tesis tantálica de Gerardo Diego, la función de la traducción poética en los años treinta empieza a convertirse en un asunto de ideas más que de formas (Díez de Revenga 2007, Novas 2008). El interés por la poesía rusa, unido siempre al interés político de construir una nueva sociedad no burguesa, y ligado a las últimas tendencias del simbolismo ruso, empezó en la revista España con las colaboraciones de Díez–Canedo y las traducciones y comentarios críticos de la bailarina y escritora armenia Sofía Pirbudaghián que firmaba con el pseudónimo de Armen Ohaniam. La lírica rusa se presentaba entonces como ejemplo de humanitarismo propio del alma rusa tradicional, que es, además, la que Machado enfrenta a la nueva «lírica comunista» en unas líneas publicadas en la revista Octubre. Por su parte, Rafael Alberti muestra en esa misma revista la vertiente comprometida del surrealismo francés o de la poesía norteamericana.

La traducción poética, sus poéticas y sus prácticas, evoluciona en este periodo desde el epigonismo modernista hasta las trincheras del compromiso político en los preludios del enfrentamiento incivil, pasando por una de las más profundas renovaciones del canon en español al mando de los críticos, poetas y traductores vinculados a ese método artístico que se llamó «moderno clasicismo» y que pretendía dialogar con todas las tradiciones, lejanas o cercanas en el tiempo y el espacio.

 

Conclusión

La poesía española de las tres primeras décadas del siglo XX es un periodo de extraordinaria riqueza, tanto en la profundización de la estética simbolista como en la apertura a las diversas vanguardias europeas y americanas. Durante esos años, además de consolidarse el canon de la modernidad literaria, la poesía desempeña un papel central en la vida intelectual y cultural asumiendo el diálogo entre tradición y vanguardia, ese lugar común ya casi un slogan turístico que en esas décadas es una realidad cultural construida desde las élites. La poesía es el epicentro de todos los movimientos que buscan la modernización de la sociedad española. Por tanto, la traducción poética es un síntoma más de la necesidad de diálogo con lo nuevo y lo extranjero, es decir, con eso «otro» que para España es el siglo XX y para cuyo reconocimiento cuenta con intermediarios de primera línea como Picasso, Falla, Juan Ramón Jiménez, Ortega o Buñuel.

El acercamiento a las traducciones poéticas de la llamada Edad de Plata está en íntima conexión con el devenir crítico y los cambios del gusto poético. Como ya he repetido en otro trabajos las traducciones de poesía las podemos ordenar verticalmente en libros, revistas y antologías, pero también podemos atender a un orden horizontal según una periodización en tres etapas: a) la resaca modernista y la recepción de las primeras vanguardias; b) el periodo vanguardista y la construcción de la autonomía de los lenguajes poéticos, periodo marcado por las traducciones de la Generación del 27 y las traducciones del surrealismo; y c) los años treinta en los que se consolida el moderno clasicismo con la relectura de la tradición culta y popular y, finalmente, la reactualización de la vanguardia desde el compromiso político.

 

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  1. Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación Portal digital de Historia de la Traducción en España, PGC2018-095447-B-I00 (MCIU/AEI/FEDER, UE).
  2. «También en mí suben y bajan las puntas diamantinas de los recuerdos. Y en las crestas de las ondas internas se entrelazan las luces de Nueva York y las madrileñas. Sé que en este preciso momento, el pintor Juan Echevarría está pintando su enésimo retrato de Baroja, que Ortega está preparando su clase de filosofía o su folletón para El Sol , que Menéndez Pidal redacta su libro La España del Cid; que Arniches ensaya un sainete; que Manuel Machado entra y sale en la biblioteca del Ayuntamiento, de la cual es Director; que Antonio conversa con “Juan de Mairena”; […