El pensamiento sobre la traducción en el siglo XIX1
Francisco Lafarga (Universitat de Barcelona)
Introducción
El siglo XIX se presenta como una centuria compleja. La situación política estuvo marcada por la inestabilidad, ya desde sus inicios, con la guerra de la Independencia, sus consecuencias sociales y personales, y luego los vaivenes del sistema constitucional, las guerras carlistas, los pronunciamientos, levantamientos y revoluciones, la caída y resurgimiento de la monarquía, la proclamación de la república. Una situación prolongada en el tiempo que parecía poco favorable al cultivo de las artes y las letras. Situación que llevó aparejado, en distintos momentos, el exilio de políticos e intelectuales.2
A las revoluciones políticas hay que añadir las revoluciones literarias: la primera, y tal vez la más sonada, fue la propiciada por el Romanticismo, aunque también mucho más tarde, la del Naturalismo y, en otro registro, la de la poesía moderna, a partir del Simbolismo. Todos esos movimientos, de origen europeo y marcadamente francés (o llegados a través de Francia) supusieron no solo una renovación de las letras españolas, sino que llegaron y se difundieron, también y sobre todo, gracias a las traducciones.
Finalmente, conviene tener muy en cuenta los avances científicos y técnicos que se produjeron a lo largo del siglo, que generaron abundante literatura especializada difundida asimismo mediante la traducción.3
Uso y abuso de la traducción
Una de las características de todo el siglo es la superabundancia de traducciones, que incide en su percepción como fenómeno cultural y, en gran medida, orienta la crítica de las mismas, sobre todo en la primera mitad de la centuria.[4, Para la redacción de este capítulo he tenido muy en cuenta los trabajos de C. Fillière (2016), M.ª J. García Garrosa (2016), F. Lafarga (2016a) y J. J. Zaro (2016), contenidos en el volumen Pensar la traducción en la España del siglo XIX, que incluye asimismo numerosos textos. Otros estudios de tipo general son los de Aymes (2002a) y Menarini (2002), a los que hay que añadir los relativos a autores concretos, que se mencionarán en el lugar correspondiente.] Desde el «diluvio de traducciones» de Cristóbal Cladera en 1800 (p. 1), pasando por el «furor traductoresco» que domina las letras españolas expresado en 1831 en su revista Cartas Españolas por José María de Carnerero (1831: 186) hasta el comentario de Mesonero Romanos, según el cual España se había convertido en «una nación traducida» (1842: 228).
Este lugar común en el discurso sobre la traducción va generalmente asociado a otro tema recurrente: es función de la crítica poner dique a esa avalancha de traducciones y corregir los excesos y la impericia de quienes las emprenden. La prensa fue por ello el medio más habitual para ejercer esta crítica, que iba dirigida particularmente contra las traducciones teatrales, casi todas del francés. Desde unos postulados neoclásicos, el Memorial Literario siguió difundiendo hasta 1808 la idea de la utilidad de las traducciones para renovar y enriquecer el panorama dramático nacional, a condición de que se eligieran adecuadamente las piezas originales y de que fueran buenos traductores los encargados de su versión. Poca confianza muestra ante la reforma del teatro español por vía de la imitación del teatro extranjero, visto el nivel de «las traducciones del día, hechas por gentes que parece aprendieron el castellano entre los gascones, y el francés entre los gallegos» (Memorial Literario II, n.º XIX, diciembre de 1802, 56); y poco, en efecto, debieron de contribuir a enriquecer la dramaturgia nacional las traducciones, a juzgar por lo que escribe muchos años más tarde J. M.ª de Carnerero, que achaca la decadencia de la escena española a los avatares de la vida política del país y a los traductores que «han invadido la escena y contribuido a corromper el gusto con sus abominables producciones» (Correo Literario y Mercantil, 12 de septiembre de 1828, 1).
A las traducciones y a quienes las realizan se les pide en este periodo de cambio de tendencias estéticas, como ya se hizo en la época neoclásica, que renueven el teatro español, al tiempo que se les acusa de adueñarse de la escena y arrinconar el teatro nacional o impedir su desarrollo. Subrayemos también la aversión que despiertan entre los críticos –traductores dramáticos algunos de ellos como el mismo Carnerero– ese «enjambre de traductorzuelos que abastecen a los teatros de la Corte» (Cartas Españolas, 17 de mayo de 1832, 192), y la «plaga de inmundos traductores» o la «inundación de traductores bárbaros y mercenarios» (Correo Literario y Mercantil, 12 de septiembre de 1828, 1–2), contra los que arremeten sin descanso. Sin entrar a valorar lo que hay de tópico en estas condenas hiperbólicas de los malos traductores, es cierto que ponen el énfasis en uno de los aspectos más reseñables de la época que analizamos: la progresiva mercantilización de la actividad traductora, que va en paralelo a los intentos de profesionalización de quienes la ejercen.
Las críticas al arribismo en el trabajo de traducción vienen de antiguo, sobre todo en la que se hace del francés, pero alcanzan su punto álgido precisamente en el inicio de los años 1830, cuando en la escena española proliferan novedades de todo tipo. Ante la demanda de traducciones para el teatro, todo el mundo ponía mano a ello, a juzgar por este texto paródico publicado en 1830 en El Correo. Periódico Literario y Mercantil: «Traduce el que ni sabe francés, ni sabe español, traduce el escribientillo que ignora la ortografía, traducen los apuntadores, traducen los cómicos y no sé si los maquinistas y los avisadores traducen también» (8 de octubre de 1830, 2–3). Unos meses más tarde, mezclando burlas y seriedad, Manuel Bretón de los Herreros señala en la misma revista (artículo «De las traducciones») la causa de estos males: la falta de una remuneración digna (véase Calderone 1988 y Herrera Navarro 1999) y de unos derechos de propiedad sobre las obras que benefician a empresarios teatrales y editores:
Pero el ínfimo estipendio concedido arbitrariamente a los que escriben para el teatro, y acaso la falta de un reglamento que, asegurándoles mayor aunque más difícil premio, ponga la propiedad literaria a cubierto de las usurpaciones que suelen cometer por esas provincias de Dios empresarios de teatros y libreros, retraen de ejercitarse en tan útiles trabajos a muchas plumas que pudieran honrar nuestra escena. (El Correo. Periódico Literario y Mercantil, 8 de julio de 1831; Bretón 1965: 92)
La falta de una legislación precisa sobre los derechos y salarios de los traductores dramáticos todavía en los inicios de los años 1830 provocaba una mercantilización de su trabajo, denunciada también por Larra en estos mismos años, lamentando al mismo tiempo con el célebre «Lloremos, pues, y traduzcamos» las inclinaciones del público por la literatura extranjera en detrimento de la producción nacional (en «Horas de invierno», El Español 420, de 25 de diciembre de 1836, 2). Porque la situación de la novela no era muy distinta a la del teatro: la misma «esquizofrenia» parecía imponerse en un género que desde finales del XVIII había dado a la imprenta muchas más obras traducidas que originales, con el consiguiente decaimiento, a juicio de los críticos, de la producción nacional. La avalancha de traducciones era también aquí la causante de todos los males, toda vez que los modelos elegidos para ser trasladados no representaban lo mejor de la narrativa europea ni había así regeneración posible de la perdida tradición nacional (Montesinos 1980: 40).
Resultaba difícil realizar dignamente una actividad en las condiciones que exigía la gran demanda en un mercado editorial tan floreciente como el que se dio en la España del primer tercio del siglo XIX y en una escena siempre ávida de novedades. Otra cosa eran los traductores que trasladaban obras de circulación minoritaria o limitada a ciertos sectores, traducciones de clásicos, u obras destinadas a un público específico (alumnos de instituciones de enseñanza, por ejemplo); suelen ser otros sus conocimientos en los principios de la traducción, otras las condiciones de su trabajo, las motivaciones para emprenderlo, y desde luego, otro tipo de recompensa la que esperan por su esfuerzo, por una labor que a veces les lleva años de dedicación, de estudio, de cotejo de ediciones, de revisión de versiones anteriores. No faltaron para ellos los elogios, ni el reconocimiento por haber enriquecido con sus traducciones la lengua y la cultura de la nación.
La presencia de traducciones no fue menor en la época romántica, y a tenor de los documentos conservados, se sintió como una moda desmesurada o como una invasión; en definitiva, como una amenaza al buen funcionamiento del sistema literario. La manía de traducir invadió todos los resquicios de la producción escrita y puso en peligro la propia actividad de los escritores originales, de los creadores.
La inmensa mayoría de las traducciones procedían del francés.4 Dicha presencia era mucho más acusada en el ámbito teatral, debido a la fuerte demanda de novedades para satisfacer al público. Ya en 1835 Eugenio de Ochoa se quejaba de esa invasión: «Raro es el día que no se da en nuestros teatros alguna pieza francesa; y lo más general es que, si se dan en una sola noche dos o tres, las dos o las tres sean traducidas de la lengua de Mr. Scribe» (1835: 177). La situación no hizo sino empeorar con los años. Así, un anónimo colaborador de La Ilustración en la sección de teatros sigue quejándose en 1849 de la omnipresencia del teatro de origen francés en la escena española, hasta tal punto que el propio crítico había propuesto, en chanza, que el Teatro Español –uno de las salas más importantes de Madrid– se rebautizara como Teatro Francés, habida cuenta de la continua programación de obras francesas. Aun siendo grave tal presencia, lo peor no era eso, sino el discernimiento de los traductores, o de los empresarios, que no siempre sabían elegir las mejores obras para traducirlas y representarlas.
El dilema entre literalidad y libertad
José Marchena, en la «Advertencia del traductor» a su versión de las Cartas persianas de Montesquieu (1818) presenta su concepto de traducción, que incluye, junto a ideas ya manejadas con anterioridad (conocimiento profundo de la lengua de partida y llegada, necesidad de trasladar el estilo del autor, enriquecimiento de la cultura de recepción), su alto concepto de la traducción y la relación del traductor con el autor original, al que, según Marchena, aquel debe enfrentarse «cuerpo a cuerpo», sin dejarse arredrar por su maestría, atreviéndose a emularlo, para lograr así un texto nuevo que parezca salido de la primitiva mano (véase Ramírez Gómez 1999, Lafarga 2003).
Es cierto que se aprecia un paulatino alejamiento de una actitud de extrema libertad, para acercarse a un tratamiento más respetuoso del texto de partida; aunque, por otro lado, el concepto de genio creador que va imponiéndose alentará una versión recreadora del original, con un papel del traductor más cercano al de imitador que al de intermediario.
Los traductores del primer tercio del XIX se posicionan de maneras muy diversas, que no permiten establecer una tendencia marcada ni por décadas ni siquiera por géneros o temáticas. Por ejemplo, José Gómez Hermosilla traduce a Homero con fidelidad porque considera que la libertad traiciona al original: «Al elegir las frases que en su lengua corresponden a las del texto, y colocar las voces para que resulte el verso, tiene [el traductor] alguna libertad; pero al fin sus expresiones deben decir ni más ni menos que las del original, o su traducción será como las bellas infieles de Ablancourt» (Gómez Hermosilla 1831: XXVIII). Por su parte, en su versión de la Jerusalén restaurada (Barcelona, Tomás Gorchs, 1817) de Tasso, Melchor de Sas también defiende y practica la fidelidad en la traducción, entendida como respeto al autor original, no como copia servil y literal de su obra, aunque insiste en que las peculiaridades de cada lengua y cada cultura hacen que a veces no sea posible identificarse con un autor, y el traductor solo pueda aspirar a imitarle.5
Otros traductores contemporáneos, en cambio, consideran esa identificación como el primer paso para afrontar la traducción. Es la misma paradoja que subyace en la actitud traductora de Leandro Fernández de Moratín: ser fiel al texto por la vía de la libertad:
El traductor de la presente comedia […] ha traducido a Molière con la libertad que ha creído conveniente, para traducirle en efecto y no estropearle; y de antemano se complace al considerar la sorpresa que debe causar a los criticadores la poca exactitud con que ha puesto en castellano las expresiones del original, cuando hallen páginas enteras en que apenas hay una palabra que pueda llamarse rigurosamente traducida. (Fernández de Moratín 1812: 16–18)
En algunos casos, la opción ante la literalidad o la libertad no es fruto de un posicionamiento del traductor, sino que viene determinada por el propio original: hay autores u obras que no es posible traducir fielmente. Por ejemplo, Antonio Saviñón y Dionisio Solís, traductores de Alfieri, coinciden en señalar que la gran dificultad de traducir al dramaturgo italiano deriva de la concisión de su estilo, de la «precisión de la dicción de Alfieri, más admirable que imitable» (Solís 1815: XXXI), del «estilo extremadamente conciso que adoptó este escritor, y que casi siempre le lleva a la dureza y al desaliño en la versificación, a frecuentes descuidos en la gramática, a violentas transposiciones en algunos periodos, y a no poca oscuridad en muchos pensamientos, rebaja el mérito de sus tragedias, y hace imposible su traducción» (Saviñón 1820: 10–11).6 En la misma línea se expresa Martínez de la Rosa cuando traduce el Arte poética de Horacio, obra que adopta la forma de una epístola, «exenta por su propia índole de observar método riguroso» (1829: 5). Pero es esa misma libertad del molde usado por el poeta latino lo que dificulta su traducción a las lenguas vulgares, y obliga a un difícil equilibrio entre el respeto al estilo del autor o la libertad que lo hiciera más asequible en castellano. En cambio, Mariano José Sicilia publica en París sendas traducciones de dos obras de Chateaubriand, hechas, según rezan las portadas, una libremente, El último abencerraje (1827) y otra, Los Natchez (1830) «refundida en castellano al gusto de la literatura española»: en definitiva, se decantó por una reescritura de las novelas, con intervenciones sobre el original, que afectan a todos los planos literarios, desde el estilo a la estructura de las obras.
Algo semejante sucedió en la época romántica, aunque con divergencias entre los autores en función de si son traductores o críticos. Los traductores son más sensibles a esta cuestión, ya que constituye una opción de traducción y, por otra parte, una justificación en el momento de presentar su trabajo. Antonio Alcalá Galiano y Vicente Salvá en su edición del Arte de traducir el idioma francés al castellano de Antonio de Capmany (París, 1835 y Barcelona, 1839), se refieren al modo en que debiera traducirse «con el menor daño posible», a las dificultades para lograr una buena traducción o a la posición del traductor frente al original (véase Lafarga 2002). Y, en este contexto, es obvio que se planteen la cuestión de la fidelidad. Partiendo de la imposibilidad de lograr una correspondencia perfecta entre original y traducción («una obra tal cual la habría compuesto su autor, si hubiese escrito en la lengua del traductor») los autores se inclinan por ir hacia una traducción que se ajuste mejor al modelo imaginado por el traductor. En la práctica, sin embargo, constatan la proliferación de la traducción literal («ajustada» la llaman también), por ser la más sencilla, aunque también la que más puede caer en calcos semánticos y sintácticos. No son, en el extremo contrario, partidarios de la traducción libre, pues en su opinión «una traducción debe tener cierto sabor al original» y el traductor nunca podrá usurpar el lugar del autor, ya que «le separan de él país, leyes, usos, costumbres, talento y carácter». Contrariamente a la opinión de Capmany, piensan que la lengua de llegada (principalmente en lo tocante al vocabulario) debe corresponder a la actual de los lectores para quienes se traduce: no tiene sentido traducir a Mme. de Staël o a Chateaubriand con el lenguaje de Cervantes o fray Luis de León. Finalizan propugnando que la obligación de todo traductor es «dar una representación del original lo menos imperfecta posible», y resumiendo su pensamiento con estas palabras:
Debe un traductor conservar al original su carácter y estilo, y hasta cierto punto la estructura de sus frases; adoptar sus mismas figuras, y expresar las cosas e ideas nuevas con palabras nuevas; mas no por eso viciar la sintaxis de la lengua propia, ni apelar al vocabulario extranjero, cuando hay en el nativo vocablo correspondiente; ni en ocasiones donde conviene usar una voz nueva, dejar de acomodarla en su construcción y eufonía a la índole y tono general de su idioma patrio. (Alcalá Galiano & Salvá 1839: IX–X)
Utilidad y conveniencia de la traducción
No caben, en este punto, muchas innovaciones o propuestas originales con respecto al siglo anterior por parte de los traductores del siglo XIX, salvo, de nuevo, las que proceden de las tendencias literarias dominantes.
En el género dramático, el primer tercio del siglo se produce la transición entra las fórmulas neoclásicas y populares del XVIII y los modelos románticos, una paulatina renovación de los modelos dramáticos que llegaban del teatro europeo; en este contexto, se sucedieron las reacciones de traductores y críticos sobre un aspecto central de la traducción dramática: adaptar o no el texto original, acercarlo a los gustos del público español y a los usos de la tradición nacional, «connaturalizarlo» (como se decía en el XVIII) o «españolizarlo», según expresión más corriente en el XIX.
La respuesta depende del tipo de obra. El traductor José Cagigal sostiene que la comedia debe connaturalizarse: «Traducir una comedia a nuestra lengua es lo mismo que imponerse la obligación de hacerla española» (1818: s. p.); no así la comedia sentimental, que debe mantener su aire extranjero «y los rasgos característicos de las costumbres ultramontanas, que en este género sobre todo difieren mucho de las que nosotros tenemos». Esta forma de traducir obras cómicas fue la más generalizada y su aceptación entre el público y entre la crítica fue aumentando a medida que se iba implantando la conciencia del «casticismo» lingüístico en el terreno literario. Se cuestiona apenas en estas décadas la españolización del texto original «porque se conceptúa como una forma de reapropiación o desquite mediante el cual el inferior (el pueblo traductor) se alza al nivel del superior (el pueblo emisor) […], una intervención activa –nunca tachada de intrusión osada y presumida– del traductor que puede mostrar así la riqueza de su cultura» (Aymes 2002a: 51–52). Con otras palabras lo dijeron apenas unos años después Larra y Bretón de los Herreros: el buen traductor de comedias es el que es capaz de escribirlas originales. Menos libres eran los traductores de tragedias, sujetos a la esclavitud del metro y la rima propios de este género tanto como al carácter universal de los temas que generalmente trata en obras, sin embargo, con marco histórico preciso.
En cuanto a las traducciones de novelas, las reflexiones de los traductores van casi en una única dirección, paralela a la del teatro: la adaptación o no a las costumbres españolas de la historia original. Es patente la necesidad que manifiestan los traductores de justificar la moralidad y utilidad de un género que estaba en el punto de mira de la censura (García Garrosa & Lafarga 2004: 11–12, 27–28). Aunque, como se hacía en el XVIII, las intervenciones de los traductores fueron significativas, fluctuando con los vaivenes de la censura, se observa una tendencia a mantener la localización original de la historia, y la fidelidad en este aspecto será también la norma en la narrativa romántica.
Por razones obvias (el debate giró, sobre todo, en torno a la «manía» de traducir) no son muchos los textos en los que se defiende el interés y la utilidad de las traducciones. Antes bien, parece como si los traductores tuvieran que justificarse por traducir y para ello, en muchos casos, alaban el mérito de la obra que presentan al público.
Es cierta, como lo demuestran las cifras, la omnipresencia de las traducciones, sobre todo en el teatro, en las décadas de 1830 y 1840. De ahí el aluvión de críticas y la actitud de algunos intelectuales, como la de Mesonero Romanos ya mencionada, aunque no todos los que se manifestaron fueron contrarios a ellas. El motivo: que siempre será bueno conocer lo que se hace en otros países y, como dice un comentarista teatral en 1845, «la misma abundancia en todo lo de este mundo excita más y más el deseo y el placer de la variedad, y no es justo que nos privemos de los frutos sabrosos solo porque no se cogen en nuestra huerta» (Anónimo 1845: 9).
Solo de vez en cuando aparece la cuestión –relevante, sin duda– del valor de las traducciones como revulsivo o como modo de acceder a modalidades o subgéneros literarios nuevos y cuya introducción y aclimatación se cree apta para renovar la literatura. Ya Larra en 1836 señaló esa posibilidad, ejemplificándola con la presencia del vodevil francés:
La empresa que todavía tiene los teatros […] trató de sustituirles [los vodeviles] a nuestros sainetes, piezas verdaderamente cómicas nacionales y populares, pero cuya muerte era próxima desde que los ingenios se desdeñaban componerlas. Otra mira se llevó en esto: los sainetes tienen el inconveniente de halagar casi siempre las costumbres de nuestro pueblo bajo […] en vez de tender a corregirlas y suavizarlas, poniéndolas en ridículo; todo lo que fuese proponerse ese fin, sustituyendo a los palos, a las alcaldadas y a las sandeces de los payos rasgos agudos y delicados de ingenio, era laudable. (Larra 1836: 3)
Con todo, el propio Larra admitía en su artículo el fracaso del intento, dado que los traductores (o los empresarios) se decantaron por los vodeviles más cómicos, que eran los menos moralizadores.
Finalmente, la idea de la traducción como herramienta difusora de ideas y avances científicos se consolida definitivamente en esta década, quizá por la desaparición de la censura en los primeros años, que sólo se volvió a restablecer en España a partir de la Restauración borbónica, aunque muy suavizada con respecto a épocas precedentes. Este noble propósito queda reflejado en muchas ocasiones en los prólogos escritos por los propios traductores. Así justifica, por ejemplo, José Andrés Irueste su labor de traducción de las Obras filosóficas de Herbert Spencer, tras advertir que sólo es un «aficionado»:
Pero, si es aplicable en algún caso la conocida máxima «el fin justifica los medios», no dudamos nos será aplicada por los lectores benévolos, al saber el fin principal de este nuestro trabajo, que no es sino contribuir, en la medida de nuestras débiles fuerzas, a la cultura intelectual de nuestra muy amada patria; pues sin aceptar ni rechazar en todas sus partes la Filosofía de Spencer como ninguna obra determinada, creemos contiene ideas muy juiciosas y aceptables; siendo como una especie de nuevo eclecticismo entre las exageraciones ateas y materialistas de Comte y Buchner y las panteístas e idealistas puras de algunas escuelas alemanas. (Irueste 1879: 5)
La penetración del positivismo, por medio de esta traducción y de otras, será también extraordinariamente rápida. Resulta de especial relevancia la traducción sistemática de textos filosóficos y políticos a veces encuadrados en proyectos editoriales de gran envergadura como «La Ciencia Moderna» (Barcelona, La Renaixença) o la «Biblioteca Social, Histórica y Filosófica» (Madrid, Jacobo M.ª Luengo), cuya declaración de intenciones está llena de buenos propósitos entre los que destaca «poner al alcance del pueblo español lecturas útiles, más que útiles necesarias, más aún que necesarias, imprescindibles».
Nombres propios, de Marchena a Clarín
Son muchas las voces que se hicieron oír para expresar su posición frente a la traducción y las traducciones. En este apartado se mencionarán solo algunos casos, los más representativos, sin duda, por el lugar que ocupan, como creadores, en el panorama literario y cultural de la época. Se da la circunstancia de que, menos uno (Mesonero Romanos), todos los demás fueron traductores al mismo tiempo que autores, y resultan interesantes por esta circunstancia, ya que parecen encerrar una contradicción: critican y, en ocasiones, censuran una actividad que forma parte indisociable de su entidad como hombres de letras.
Durante el primer tercio de siglo tal vez la figura más relevante en este terreno es la de José Marchena, que en la «Advertencia del traductor» a su versión de las Cartas persianas, a la que ya se ha aludido más arriba, presenta su concepto de traducción:
No es traducir ceñirse a poner en una lengua los pensamientos o los afectos de un autor que los ha expresado en otra. Débense convertir también en la lengua en que se vierte el estilo, las figuras; débesele dar el colorido y el claro–oscuro del autor original. Una buena versión es la solución de este problema: ¿cómo hubieran versificado Racine, Pope, Virgilio, Teócrito, Homero en castellano? ¿Cómo hubieran escrito Wieland, Addison, Montesquieu, Voltaire, Buffon, Cicerón, Tácito, Tucídides, Demóstenes en nuestro romance? […] Aquí lo único que diremos es que el profundo conocimiento de ambos idiomas, cosa tan indispensable, es todavía una mínima parte de tantas como no son menos indispensables. Añadiremos que ninguno es buen traductor sin ser excelente autor y que todavía es dable ser escritor consumado y menos que mediano intérprete. […] Lidie un escritor consumado con Corneille, con Molière, con Tucídides, con Homero mismo cuerpo a cuerpo; traiga a su patria sus hermosuras todas, no le arredre ni la valentía lírica de Horacio, ni sus satíricos donaires ni la gracia y la concisa exactitud de sus epístolas; atrévase a emular la acabada perfección de la versificación de Racine y hasta la de Virgilio si fuese menester, y yo le fío que sus versiones, puliendo y acrisolando su idioma, serán composiciones clásicas. (Marchena 1818: 323–324)
Las ideas que expone en este texto no son de gran originalidad, pues ya con anterioridad se había puesto de manifiesto la importancia del conocimiento de la lengua de partida y llegada, la necesidad de trasladar no solo los pensamientos del autor, sino también su estilo, la dificultad de lograr una traducción que iguale al texto original, la pertinencia de seleccionar los originales y trasladar solo los que por su calidad puedan contribuir al enriquecimiento de la cultura de recepción o la convicción de que la traducción ilustre el idioma de llegada. Lo que lo caracteriza es el entusiasmo con el que expone su alto concepto de la traducción (véase Ramírez Gómez 1999, Lafarga 2003 y 2016b).
Una de las ideas centrales del texto de Marchena es la relación del traductor con el autor original, al que, según Marchena, aquel debe enfrentarse «cuerpo a cuerpo», sin dejarse arredrar por su maestría, atreviéndose a emularlo, para lograr así un texto nuevo que parezca salido de la primitiva mano. ¿La traducción debe ser entonces una re–creación? ¿El traductor debe respetar al creador original para que la obra resultante siga pareciendo «suya» o puede apartarse de él para emularlo o incluso corregirlo? Es la disyuntiva a la que el pensamiento traductor de todas las épocas se ha enfrentado sin llegar a decantarse nunca de manera clara por la fidelidad o la libertad. Tampoco lo hizo el periodo que nos ocupa.
Ya en la época romántica descuella Mariano José de Larra, uno de los más interesantes escritores románticos. Conocido sobre todo por sus artículos de costumbres y de crítica social y política, fue asimismo un activo hombre de teatro, que en el corto plazo de seis años (entre 1831 y 1836) dio, aparte de algunas piezas originales, quince adaptaciones o traducciones de otras tantas piezas francesas, principalmente vodeviles de Scribe (véase McGuire 1918–1919, Hespelt 1932, Brent 1967, Romero Tobar 1991: 15–23, Penas 1999 y Torres Nebrera 2009: 62–65). Escribió mucho, y con gran vehemencia, sobre y –a veces– contra la traducción (véase Behiels 1993, Lorenzo–Rivero 1997, Aymes 2002b, Espín 2011 y Pegenaute 2016). Desde 1828 hasta su muerte en 1837 escribió numerosos artículos y reseñas en El Duende Satírico del Día, La Revista Española, Correo de las Damas, El Observador y El Español.7 No es extraño que Larra, tan pendiente de la vida social y política, y que consideraba que en pocos países avanzados se encontraba el teatro tan atrasado como en España se preocupara por el modo en que el país se nutría de teatro extranjero, sobre todo cuando él mismo practicó con tanta frecuencia la traducción; de hecho, en muchas de estas reseñas presta atención detenida al modo en que se habían realizado las traducciones. En ellas abundan también consideraciones generales sobre las cualidades que debía tener todo buen traductor, las exigencias de una correcta traducción, la estrecha distancia entre creación y traducción, etc., por lo que, a través de la observación del ejercicio ajeno y siendo bien consciente de su propia experiencia práctica, logró en estos escritos construir una auténtica poética de la traducción literaria, más en particular de la teatral (Pegenaute 2016: 201).
Aun cuando fue enormemente crítico respecto de la invasión de las traducciones, por cuanto ahogaba el genio español, así como de los malos traductores y sus pésimas traducciones, trazó en ocasiones encendidos elogios de algunas versiones que consideraba excelentes y oportunas. Entre los traductores que alaba (en «De las traducciones», El Español, 11 de marzo de 1836), además de Eugenio de Ochoa y Ventura de la Vega, destacan Leandro Fernández de Moratín, que tanto influyó en él y al que sitúa por encima de todos los demás; José Marchena, al que otorga también un lugar destacado, aunque no igual por no ser poeta cómico; Manuel Eduardo de Gorostiza, aunque le afea que diera como obras propias algunas que no lo eran, y Bretón de los Herreros, al que considera un excelente traductor de vaudevilles. Precisamente es muy crítico con la traducción de este subgénero teatral, de enorme éxito en Francia, y que él mismo contribuyó a difundir en España, sobre todo con piezas de Scribe: el problema estribaba en que, como ya se ha mencionado anteriormente, los traductores españoles no habían sido capaces de convertirlo en el sustituto del antiguo sainete, al conservar demasiados rasgos de los originales, y en particular su carácter burlesco y su tono desenfadado, muy poco aptos para hacer de ellos pequeñas comedias de costumbres.
El hecho de que Manuel Bretón de los Herreros cultivara –sobre todo en los primeros años de su actividad literaria– la traducción, y con gran intensidad, no fue obstáculo, como en el caso de Larra, para que se mostrara muy crítico y, en ocasiones, ácido con la traducción teatral (véase Miret 2004 y 2016). El pensamiento de Bretón sobre la traducción y las traducciones se halla en varios artículos periodísticos y en algunas sátiras. En el ya mencionado artículo «De las traducciones» (El Correo. Periódico Literario y Mercantil de 8 de julio de 1831) se indigna ante la excesiva presencia del teatro francés en los escenarios españoles y resume las cualidades que debe tener un buen traductor: dominar el castellano y el francés, conocer las costumbres de ambas naciones, tener en cuenta el gusto del público, tener la capacidad de discernir entre el grado de comicidad propio de una y otra lengua, etc. (Bretón 1965: 93).
Por otra parte, en algunas reseñas sobre representaciones o ediciones de piezas traducidas insiste en la escasa calidad de las versiones. En su comentario de Los asesinos del correo de Nápoles (traducción de Le courrier de Naples de Boirie, D’Aubigny y Poujol), asegura irónicamente que «para mayor amenidad del espectáculo la mitad del drama está escrito en francés, y lo celebramos, porque de este modo no pesa tanta responsabilidad sobre la ultrajada lengua castellana» (Bretón 1965: 182). También pueden hallarse pullas a la traducción a destajo y a los malos traductores en varios poemas, como la sátira III «Los escritores adocenados», la sátira VI «Los malos actores», o el romance XV «La política aplicada al amor» (Bretón 1883–1884: V, 52, 75 y 295–296, respectivamente). Igaulmente aparecen figuras de traductor en comedias como Medidas extraordinarias o Los parientes de mi mujer (1837), en la que un empleado en apuros se ve en la necesidad de traducir para aumentar sus ingresos (Bretón 1883–1884: II, 47–61) o Me voy de Madrid, con varias alusiones al modo de traducir (1883–1884: I, 323–353).
Probablemente se trataba de tópicos que Bretón no dudó en recoger y que, además, supo convertir en un recurso cómico. Sin embargo, en su ensayo «Declamación» (1852), ya en su época de madurez, juzgará con menor severidad a los traductores:
Si el número de las traducciones excedió con mucho al de las obras originales, por lo mezquinamente que estas eran remuneradas, y si no siempre se elegían para versiones de pane lucrando los mejores textos, al menos se encomendaba de ordinario esta clase de trabajos a plumas discretas y ejercitadas, que sabían españolizar en lo posible los ejemplares franceses; y aunque no todos los dramas inventados por nuestros ingenios se eximiesen de cierto dejo traspirenaico, consecuencia necesaria de los estudios de sus autores y de la larga y no siempre voluntaria residencia de algunos en el extranjero, no faltaron comedias que pudieron entonces y podrán ser ahora juzgadas diversamente bajo otros respectos, pero a las cuales nos parece que no sería justo negar la cualidad de esencialmente españolas. (Bretón 1852: 670–671)
Eugenio de Ochoa, polifacético autor y traductor, con una dimensión de mediador literario de gran alcance (véase en particular Sánchez García 2017: 163–342), tuvo buen cuidado de anteponer a sus traducciones diversos prólogos o advertencias, donde puede rastrearse su posición frente a la traducción. Así, las «Cuatro palabras al lector» que acompañan a su versión de Nuestra Señora de París de Victor Hugo (1836) y «El traductor a sus lectores» que antecede a la traducción de la Historia de Inglaterra de David Hume (1842): en ambos casos se aprecia, desde el propio título, el tono directo y comunicativo adoptado por el traductor. Además, la brevedad de estas intervenciones está justificada por la existencia de prólogos o palabras introductorias de los propios autores, por lo cual el traductor queda eximido de tratar por extenso de la obra que traduce. En el de la novela de Hugo afirma haber pretendido realizar una versión que conserve «el color histórico y local» del original (Ochoa 1836: VI); en el de su traducción de la Historia de Hume, proclama su intento de llevar a cabo una versión respetuosa del original, tanto en la forma como en el sentido, a pesar de que es obra de un protestante y de que contiene opiniones contrarias a España y a la religión católica (Ochoa 1842: VI).
En cambio, el mayor desarrollo de la «Introducción» que precede a la notable traducción de las Obras completas de Virgilio, publicada en la tardía fecha de 1869 –aunque resultado de una labor de muchos años– se debe a que Ochoa se extiende en consideraciones acerca del original, de las diversas ediciones modernas de la obra de Virgilio, etc. Hace hincapié en este caso, mucho más que en otros, en el interés de dar a conocer, mediante la traducción, grandes obras de la literatura y «llenar el vacío que deja en nuestra bibliografía la falta de una buena edición»; además, defiende la versión literal, por respeto a la propia obra (Ochoa 1869: V–VI).
De muy distinto signo es el carácter y la carrera literaria de Ramón de Mesonero Romanos, periodista y crítico literario de abultada producción, fundador del Semanario Pintoresco Español (1836), que a lo largo de los veinte años de su existencia fue una constante referencia en la prensa española de información cultural destinada a un público amplio. Mesonero lo dirigió durante los primeros seis años y fue uno de sus colaboradores más asiduos y prolíficos. Con todo, a diferencia de los otros autores tratados en este apartado, no escribió ni tradujo obras de creación en el ámbito de la novela o el teatro, ya que dio principalmente artículos de costumbres, crónicas y memorias, así como estudios literarios.
A él se debe la frase, tantas veces citada, que resume la situación de la traducción en la España de su época: «Nuestro país, en otro tiempo, tan original, no es en el día otra cosa que una nación traducida» (en «Las traducciones o emborronar papel», Semanario Pintoresco de 17 de julio de 1842, 228). Su posición ante la traducción es totalmente negativa, y se muestra tanto en las reseñas y comentarios de obras traducidas como en su actitud beligerante. De hecho, en su época de director del Semanario Pintoresco decidió prescindir de la sección de teatro para evitar tener que comentar traducciones, tan grande era el aluvión de las mismas en los estrenos teatrales.
Tal actitud debería enmarcarse en la xenofobia del escritor, dirigida en particular contra los franceses, a los que considera los «únicos culpables de la negativa visión que en el extranjero se tiene de España», en sentir de Rubio Cremades (1995: 177 nota). También la narrativa sufre tal invasión, según queda reflejado en el artículo «Las novelitas francesas» (Semanario Pintoresco, 16 de agosto de 1840, 261–263), aunque el mayor interés del mismo consiste en la feroz crítica que hace de algunos de los principales novelistas franceses del momento (Balzac, George Sand, Dumas y Janin), a los que considera corruptores de las costumbres. En definitiva, lo que hacen muchos escritores de su tiempo no es muy distinto de lo que se practica en otros ámbitos, a saber, reemplazar la tradición por la novedad o –dicho en otros términos– substituir la originalidad por la copia:
Los usos antiguos se olvidan, y son reemplazados por los de otras naciones; nuestros libros, nuestras modas, nuestros placeres, nuestra industria, nuestras leyes, y hasta nuestras opiniones, todo es ahora traducido. Los literatos, en vez de escribir de su propio caudal, se contentan con traducir novelas y dramas extranjeros. Los sastres nos visten a la francesa; los cocineros nos dan de comer a la parisiense; pensamos en inglés; cantamos en italiano, y nos enamoramos en gringo. (Mesonero 1842: 228)
En cuanto a Juan Eugenio Hartzenbusch, aparte de ser uno de los más destacados intelectuales españoles de la época romántica, con intensa y prolongada actividad como escritor y erudito, cabe decir que llevó a cabo una más que notable labor como traductor, así como prologuista y crítico de traducciones (véase Lafarga 2008 y 2016c). Así, en el prólogo del Diccionario de galicismos de Rafael María Baralt (Madrid, 1855) hace gala de su erudición, citando malos usos de la lengua en traducciones dieciochescas, como la de la Nueva Ciropedia de Ramsay, los Idilios de Gessner o el Mercurio Histórico y Político. Distingue en su discurso los galicismos léxicos de los de construcción y régimen, que considera más perjudiciales para el español. Aun cuando aduce numerosos ejemplos con mucho gracejo, insistiendo en la fuerza de la costumbre en la aclimatación de barbarismos, es plenamente consciente de la responsabilidad de todos los que manejan libros franceses o malas traducciones.
En el prólogo que escribió para una nueva edición de la célebre obra educativa Las tardes de la granja de F.–G. Ducray–Duminil (Madrid, Librería de San Martín, 1863), por José Losáñez, Hartzenbusch, imaginando un relato en tercera persona, recrea sus propias vivencias juveniles de lector de la obra en la Biblioteca Real en 1818. La traducción que leía el joven Juan Eugenio era la de Vicente Rodríguez de Arellano (Madrid, Repullés, 1803–1804), y el lector rememora los galicismos en los que había incurrido el traductor. Eso le da pie para referirse a las bondades de la nueva versión, la que está prologando, en la que encuentra corregidos muchos errores que recordaba de la anterior.
Hartzenbusch prologó asimismo la traducción de la Divina Comedia que su amigo Cayetano Rosell publicó en 1872. Este prólogo se presenta como «biográfico–crítico», aunque la biografía y la crítica versan sobre Dante y su obra, no sobre el traductor ni la traducción propiamente dicha. Con todo, en el último párrafo Hartzenbusch se refiere a la dificultad de la traducción del verso y justifica la versión en prosa, como había hecho Rosell:
dejan por esto algo que desear, y por esto se escriben, se aceptan y son necesarias traducciones en prosa, y más en nuestra lengua, donde una sola versión cabal de la Divina Comedia, bella y exacta hasta donde el idioma, el ingenio y las trabas de la rima lo permitan […] nos falta (y es falta bien de sentir) todavía. Mientras no nos den el lienzo magnífico, bien será contentarnos con la estampa modesta; el claroscuro suplirá el colorido y la línea la pincelada. Traducciones hay en prosa de los poemas de Homero y Virgilio, de Lucrecio y Lucano, del Tasso, Milton, Klopstock y Goethe, y hasta de Anacreonte y Horacio: razón será que también las tengamos del de Dante Alighieri. (Hartzenbusch 1872: XXV–XXVI)
Dedicó también mucho empeño a la crítica teatral, y de los numerosos artículos que publicó, sobre todo en 1839, 1846 y 1857, tanto en El Entreacto, como en El Corresponsal, El Español o Las Novedades, una parte notable (no menos de cuarenta) se refiere a piezas traducidas o adaptadas. El elenco de las obras criticadas es muy variado, y va desde los melodramas de Bouchardy hasta las tragedias de Alfieri o Legouvé, pasando por las comedias burguesas de Scribe, las más numerosas (véase la relación en E. Hartzenbusch 1900: 405–409).
El novelista Benito Pérez Galdós, que también fue traductor, aunque en una proporción escasa comparada con su ingente obra de creación (en 1868 había traducido The Pickwick Papers de Dickens), al comentar en un artículo de la Revista de España de 1870 las dificultades para crear en España una novela realista, se refiere al recurso a las traducciones y al escaso aprovechamiento por parte de los novelistas españoles de los modelos narrativos foráneos:
En vano algunos editores diligentes han acometido la empresa con ardor, empleando en ello todos los recursos de la industria librera; en vano las revistas y las publicaciones periódicas más acreditadas, han tratado de estimular a la juventud, prefiriendo algunas obras muy débiles de escritores nuestros, a las extranjeras, relativamente muy buenas; en vano la Academia ofrece un premio pecuniario y honorífico a una buena novela de costumbres. Todo es inútil. Los editores han inundado el país de un fárrago de obrillas, notables sólo por los colorines de sus lujosas cubiertas; la prensa tiene que recurrir de nuevo a su sistema de traducciones; y raras veces llega al recinto de la Academia un manuscrito de mediano precio, pudiendo asegurarse que no pecan de severos los inmortales de la calle de Valverde al escatimar el premio mayor con una prudencia casi sistemática. (Pérez Galdós 1972: 115–116)
En otro escrito posterior, Galdós retoma la costumbre de achacar a Francia su permanente hegemonía cultural sobre España. En un artículo político en la misma Revista de España censura que este país «no se resuelve nunca a desarraigar la dependencia moral e intelectual en que nos tiene desde hace tiempo la nación vecina» (1871: 136).
Por su parte, Juan Valera, otro novelista y traductor (véase, entre otros, Romero Tobar 2006 y Torralbo 2011), considera exigencia inexcusable la equivalencia entre el original y su versión, y así, celebra la meticulosidad del traductor y el respeto al original en el prólogo a las Obras de Shakespeare traducidas por Jaime Clark:
El traductor, escrupulosamente fiel, lo traduce todo con exactitud pasmosa. Nos hace un inmenso servicio. No nos da un arreglo de Shakespeare, suprimiendo y poniendo a su antojo. Nos da a Shakespeare tal cual es: con sus defectos y con sus bellezas; con sus aciertos y con sus extravíos; con sus bajezas y sus sublimidades. […] El estilo del traductor se ajusta al del autor, y ya es enérgico, conciso y sublime, ya culterano, ya natural, ya claro, ya oscuro, ya elegante y sostenido, ya bajo y rastrero. (Valera 1873: XIII–XIV)
Con todo, también considera necesaria la fidelidad al contenido del texto traducido, y así lo afirma en varios pasajes de sus escritos, y en particular en el prólogo a la traducción del Fausto que había hecho Guillermo English en 1878:
En una traducción, por fiel que sea, se pierden las dos terceras partes de las bellezas que estriban y se sostienen en la energía y tersura de la expresión del original. Contentémonos, pues, con que en nuestra fiel traducción persista toda aquella belleza íntima que reside en el fondo y no en la forma, y que el lector atento sabe hallar y gustar, aunque la limpia y espléndida estructura, el metro resonante y el hechizo de la rima hayan desaparecido. (Valera 1878: s. p.)
Licencias de estas características se había tomado él mismo en sus traducciones de algunos textos poéticos. Los beneficiosos efectos culturales para los españoles y la satisfacción del gusto artístico subjetivo son las dos razones que explican las versiones de textos escritos en lenguas que Valera ignoraba y para las que empleaba como versiones interpuestas las que existían en alemán e inglés.
El último cuarto del siglo XIX está dominado por las figuras de Marcelino Menéndez Pelayo y de Leopoldo Alas, Clarín. Muy distintos en cuanto a su formación, actividades e intereses, pues Menéndez Pelayo fue historiador de la literatura y de la cultura y bibliógrafo, mientras que Clarín es conocido como escritor y crítico literario, ambos tienen en común su preocupación por la traducción y su lugar en el ámbito receptor, es decir, la propia función de la traducción.
Ambos fueron, como la mayoría de los críticos que han aparecido en este capítulo, también traductores, aunque con muy distinta intensidad. A Clarín se le recuerda, sobre todo, por su versión de la novela Travail de É. Zola, aunque también se interesó por Racine en su juventud (véase Tolivar 1984, Saillard 1989, López Jiménez 1991, Prado 1991 y Fillière 2014). Por su parte, Menéndez Pelayo fue un traductor prolífico y variado, pues a sus versiones de autores grecolatinos (en particular Cicerón) unió la de escritores modernos, y en especial Shakespeare, de quien tradujo cuatro dramas (véase, entre otros, Zarandona 2015 y 2016). Además, se le deben notables estudios históricos y bibliográficos sobre la traducción, como la Bibliografía hispano–latina clásica (1902) y la Biblioteca de traductores españoles, reunida entre 1873 y 1878 aunque no fue publicada hasta 1952–1953, si bien es cierto que las alusiones a traducciones y traductores son numerosas en el resto de su amplia producción histórica y crítica.
Una de las ideas centrales que se desprende la crítica de Menéndez Pelayo es que las traducciones forman parte del acervo cultural español: de hecho, las analiza en su obra con el mismo método y critrerios que a los textos literarios originales. Obviamente, esa mirada es válida para las traducciones que considera conseguida, tanto por el respeto demostrado por los traductores hacia el texto original como por las propia cualidades lingüísticas, literarias e históricas de los traductores. En esos casos, selectos y poco frecuentes, parece establecer un diálogo o encuentro entre el traductor y el autor, elevando al traductor a la altura de un creador. Utiliza incluso la expresión «ingenio reflector» (Menéndez Pelayo 1952–1953: II, 198) para referirse a esta clase de traductores, que para él serían el paradigma del traductor ideal.
Cuando toca la cuestión ineludible de la relación entre fidelidad y libertad, parece inclinarse por la primera como norma general, aunque indica que no conviene respetarla de un modo absoluto o supersticioso, porque puede privar de muchas bellezas al resultado del proceso de traducción. Y si, por un lado, defiende que toda traducción debe reproducir las «desigualdades, incongruencias y asperezas» del original, pues de contrario se caería en la imitación o la paráfrasis (Menéndez Pelayo 1950–1955: II, 271), sin la fuerza vivificadora que aporta el traductor (el «sacro fuego poético») no resulta una versión conseguida (Menéndez Pelayo 1952–1953: I, 240). En cualquier caso, sus consideraciones sobre la traducción literaria se enmarcan en una historia cultural de la traducción, situada en el ámbito más amplio de los estudios de literatura comparada, de los que fue pionero (Ruiz Casanova 2003 y 2006).
Al contrario que Menéndez Pelayo, las ideas de Clarín sobre la traducción se hallan en numerosos textos breves, críticas de obras traducidas o prólogos de traducciones (recogidos en Alas 2002–2006). Abundando en una idea que ya se había formulado en el siglo XVIII y siguió presente en la centuria siguiente, considera la traducción como un medio de enriquecimiento de la cultura de llegada. Tal vez la idea más generalizada y repetida en los textos de Clarín sea la del efecto que toda traducción o, mejor dicho, toda buena traducción produce en la cultura receptora, a partir del convencimiento de que el progreso de cualquier cultura nacional depende, en gran medida, del contacto con otras culturas y de su apertura ante los elementos o los aspectos más desarrollados en estas:
Cuando en un país hay un renacimiento literario, uno de sus síntomas principales es un gran trabajo de asimilación, mediante el estudio que hacen los más insignes escritores nacionales de los libros extranjeros, pasando a los propios los dechados de arte que nacieron fuera de la patria. Ahora lo entendemos de otro modo en España. ¿Quién traduce las obras de los literatos contemporáneos ingleses, alemanes, rusos e italianos? Nadie. ¿Y las de esos novelistas franceses que tanto llaman la atención en todas partes? Esas las traducen… los que necesitan para ello un diccionario de bolsillo. (Alas 2002–2006: IV, 836)
El traductor aparece así como un intermediario cultural, y adquiere –junto a su actividad– mayor visibilidad y relevancia cultural y social. Se perfila asimismo en Clarín la idea del «traductor artista», que se halla también en algunas declaraciones de Emilia Pardo Bazán, siguiendo así la estela de los hermanos Goncourt, que habían definido y desarrollado una «écriture artiste». Recordaré que Pardo Bazán tradujo, entre otras obras, la novela de su «cher maître» Edmond de Gongourt Les frères Zemganno.8[1] También vuelve Clarín a la idea expresada por Menéndez Pelayo de la afinidad entre autor y traductor, pues ambos son considerados creadores, lo cual en la práctica concede al traductor ciertas libertades. En este sentido, el prólogo que antepuso a su traducción de Zola es muy elocuente y refleja las dificultades, aunque también los aciertos, de su traductor:
Muy lejos estoy de tener por buena mi traducción. No solo creo que otros la hubieran hecho mucho mejor, sino que estoy seguro de que yo mismo hubiera presentado algo menos indigno de Zola y de mi idioma, si hubiese podido disponer de más tiempo, y con más salud de la que ahora tengo. No será un arco de iglesia, pero tampoco es grano de anís una traducción, mediana a lo menos, de una novela, como Trabajo, a una lengua como la española. No es fácil siempre ser fiel al genio que anima el estilo de Zola y al genio del habla castellana. En la duda, he preferido seguir al autor, las más veces. No, no es este un libro castizo, que firmara un purista, ¡qué ha de ser! Y no solo por la ciencia y el arte que me falten, sino porque, con deliberado propósito, y teniendo en cuenta que se trata de un libro popular, he atendido, más que a escrúpulos lingüísticos, que a veces tengo, al deber de dar al lector español que no lee en francés, la mayoría, lo más de Zola que pudiera. Por seguirle, he hablado de un modo metafórico a veces, que no es de corte muy castellano, ni yo empleo cuando escribo por mi cuenta. No pudiendo siempre conciliarlo todo, he huido más de parecer frío y pedante a la mayoría, que de las censuras de la minoría, muy escasa, de los puristas. Pero así y todo, creo que el lector ha de notar alguna diferencia entre mi prosa y la que suele ser corriente en folletines y traducciones de pacotilla, anónimas. (Alas 2006: 1162–1163)
Conclusiones
El pensamiento sobre la traducción en el siglo XIX está vinculado, como se ha podido apreciar, a la propia situación de la traducción en la época. Aun cuando esta relación puede verse como algo obvio, sus manifestaciones resultan más numerosas e intensas en este periodo debido a la multiplicación de los textos, vehiculados en gran medida por la prensa. Por otra parte, el notable aumento del número de obras traducidas –coincidiendo con el incremento de la producción editorial– conlleva la proliferación de paratextos, en especial prólogos o advertencias de los traductores. Y aun cuando hay algunos ejemplos aislados en distintos momentos del siglo, tardarán en aparecer discursos sistemáticos, que vayan algo más allá de la crítica periodística o de la justificación del traductor.
Durante buena parte del siglo los temas son recurrentes, y se articulan en torno a grandes cuestiones vinculadas con el debate sobre literalidad y libertad, sobre la necesidad o la oportunidad del uso del verso o de la prosa, todo ello en el marco de la abundancia o la invasión de traducciones, constante motivo de queja e incluso de sátira. Ya en el último cuarto de la centuria, las ideas expresadas por grandes figuras de la vida literaria, como Menéndez Pelayo y Clarín, elevan el nivel del discurso incorporando elementos no totalmente nuevos, pues ya habían sido enunciados con anterioridad, incluso en el siglo XVIII, aunque expresados ahora con mayor intensidad y contundencia. Además, señalan algunos caminos, como la vinculación de la traducción a la historia de la cultura, el papel de la traducción como vía de acceso a la cultura extranjera y de enriquecimiento cultural, y la elevación de la figura del traductor a un nivel cercano a la del creador.
A partir de estos planteamientos se abría el camino a las ideas y propuestas expresadas por críticos y traductores durante el primer tercio del siglo XX, una época de gran apertura cultural y de intensa actividad literaria y traductora.
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