La traducción del teatro francés en el siglo XIX
Francisco Lafarga (Universitat de Barcelona)
Introducción
El siglo XIX conoció una particular eclosión del teatro, en la que confluyeron diversas causas de distinto orden: multiplicación de las salas, consolidación de nuevas vías de difusión del texto teatral, diversificación de la oferta dramática, aumento de la producción de piezas, tanto originales como traducidas. Todos estos factores contribuyeron a aun auge del teatro y a una mayor presencia del mismo en la vida cultural de la época.1
El aumento del número de salas es obvio ya a mediados de siglo, en particular en Madrid, donde a los dieciochescos teatros del Príncipe y de la Cruz se sumaron el Variedades (fundado en 1843), el Circo (a partir de 1845), el del Instituto Español, creado el mismo año, que pasó a denominarse de la Comedia en 1850, y el de Capellanes, fundado ese mismo año. A todos ellos hay que añadir el Teatro Real, inaugurado en 1850 en el solar que hasta 1816 había ocupado el de los Caños del Peral, dedicado asimismo al teatro musical. Durante la segunda mitad del siglo, se incrementó la oferta de salas en Madrid con la inauguración (durante la década de 1850) del Novedades y la Zarzuela, que se completó (ya en los años 1870 y 1880) con la creación del Eslava, el Apolo, el nuevo de la Comedia, el Lara y el de la Princesa.
La oferta teatral en Barcelona, concentrada desde mediados del siglo XVIII en el Teatro Principal (heredero del de la Santa Cruz), aumentó considerablemente a partir de 1847 con la creación del Teatro del Liceo, que en sus primeros años alternó representaciones teatrales y ópera. Ya en la segunda mitad de siglo se abrieron otras salas, como la del Circo Barcelonés en 1853 y la del Teatro Lírico en 1881. Y como en las dos ciudades mencionadas, la actividad teatral se normalizó en la mayor parte de las capitales de provincia, no solo por la creación o la reforma de las salas, sino por el aumento de las funciones.
Esa efervescencia se dio también en la publicación de obras teatrales, que alcanzaron gracias a ello una significativa difusión. Se calcula que a lo largo del siglo se publicaron unos 20.000 textos dramáticos y líricos, en diversos formatos (véase González Subías 2013). Si bien las cifras son notables, lo más novedoso en cuanto a la publicación del teatro fueron las colecciones o series que se lanzaron por distintos editores, en algunos casos vendidas por suscripción. Esta práctica se dio en varias ciudades, aunque se concentró especialmente en Madrid, donde tuvieron su sede colecciones de corta duración, como el «Repertorio Dramático» (1839–1842) o el «Museo Dramático» (1841–1845), y otras más longevas y ricas, como la «Galería Dramática» fundada por Manuel Delgado (1835–finales de siglo), con unas 600 obras, la «Biblioteca Dramática» dirigida por Vicente de Lalama, activa entre 1846 y 1877 y con un catálogo de cerca de 1.000 piezas, o «La España Dramática» (1849–1881), propiedad del Círculo Literario Comercial, que alcanzó los 340 títulos (Cotarelo 1928, González Subías 2013).
Aparte de estas colecciones, otras traducciones aparecieron en volúmenes colectivos. Por su proximidad al siglo XVIII apenas podría considerarse el Teatro Nuevo Español, publicado entre 1800 y 1801 (Madrid, Benito Cano), vinculado a un proyecto de reforma del teatro y que en sus seis volúmenes reúne veintidós traducciones o adaptaciones frente a seis obras originales. Más interesante y de mayor envergadura fue la colección Teatro selecto antiguo y moderno, nacional y extranjero, que apareció en ocho volúmenes en Barcelona por Salvador Manero entre 1866 y 1869, a cargo de Francisco José Orellana y Cayetano Vidal y Valenciano. De las 234 obras que componen la colección algo menos de la mitad (111) son traducciones (Marco García 1998).
Finalmente, cabe mencionar una progresiva presencia de la materia teatral en las publicaciones periódicas, que fueron asimismo cada vez más numerosas según avanzaba el siglo, tanto la prensa diaria como la semanal o mensual. Además de presentar las carteleras –como era habitual ya en el siglo XVIII– incorporaron reseñas y comentarios de las representaciones, así como anuncios de las obras publicadas y artículos sobre las salas de teatro o los actores, aderezados con ilustraciones cuando el desarrollo de los medios técnicos lo permitió. Se constata asimismo la existencia de prensa especializada, normalmente de periodicidad semanal, como El Entreacto (1839–1845), la Revista de Teatros (1841–1845) y, mucho más tarde, la Correspondencia Teatral (1873–1875), los tres publicados en Madrid.
Obviamente, la situación descrita hasta aquí hizo posible una mayor difusión y recepción de la literatura dramática y, en consecuencia, una más abundante producción de piezas. Y las traducciones fueron fácil recurso para garantizar un caudal suficiente de novedades, tanto para la representación como para la edición. Aunque a lo largo del XIX se aprecia una progresiva presencia de obras procedentes del teatro inglés y alemán, el mayor número de piezas traducidas sigue correspondiendo al teatro francés y, en menor medida, al italiano, gracias al gusto por el teatro musical, y a la ópera italiana en particular. Todas las referencias que poseemos, listas de representaciones, catálogos de ediciones, así como estudios sobre la situación del teatro, apuntan a una generalizada presencia de traducciones de obras francesas, señalada en numerosas ocasiones no tanto como un enriquecimiento del teatro nacional, sino como un impedimento del normal desarrollo del mismo y de la presencia en las tablas de piezas originales.2.
Del Neoclasicismo al Romanticismo
La presencia del teatro francés en España durante la primera mitad del siglo se manifiesta de modo particular en tres subgéneros dramáticos: el melodrama, el drama (romántico) y el vodevil.
El melodrama garantiza la conexión genérica con el siglo anterior a causa de sus relaciones con el drama sentimental y el drama de terror (Adams 1926: 138). Está también emparentado con la comedia de magia, en la que la tramoya resulta esencial. En realidad, el melodrama se sitúa a mitad de camino entre la llamada «comedia de teatro» (o comedia de gran espectáculo) y la comedia sentimental (véase Pataky–Kosove 1977, García Garrosa 1990, Rodríguez Sánchez de León 1993 y 1999). A pesar de su papel de innovador, Pixérécourt tuvo escasa presencia en España: en 1803 se escenificó El mudo incógnito o la Celina, traducción de Cœlina ou l’enfant du mystère (inédita, ms. en la B. Histórica Municipal de Madrid), y dos años más tarde Las minas de Polonia, versión de María de Gasca (varias impresiones en Barcelona, por A. Roca, M. Tejero y J. F. Piferrer). De hecho, los mayores éxitos del género corresponden a obras de Victor Ducange o Louis–Charles Caigniez, y de modo particular al primero, que fue traducido, entre otros, por dos de los grandes nombres de la escena española de la época: Manuel Bretón de los Herreros (El colegio de Tonnington, representada en 1834 aunque publicada mucho más tarde en la «Biblioteca Dramática» de Lalama, sin año) y Mariano José de Larra (Roberto Dillon o El católico de Irlanda, Madrid, Repullés, 1832), a pesar de que este hubiera manifestado algunos años antes que su teatro contribuía a pervertir el gusto (Lorenzo Rivero 1997).
Llegado con cierto retraso a España (no existen producciones originales ni traducciones anteriores a 1830), el drama se convirtió en la expresión más lograda del teatro de la época romántica.3 También, como es sabido, fue el género que suscitó mayor controversia, pues representaba la negación de la estética clásica. Entre sus grandes autores emerge la figura de Victor Hugo, muy pronto conocido en España y de inevitable presencia en la polémica desatada a raíz de la llegada del romanticismo, hasta el punto de que se dio una verdadera «hugolatría». Con todo, su influencia sobre la producción dramática española, así como su presencia en las tablas fueron reducidas, aunque su contribución a la difusión del drama histórico tuvo un efecto duradero y profundo.4 Su nombre estaba inevitablemente asociado al de Alexandre Dumas; sin embargo, a pesar de las numerosas referencias a la «nueva escuela de Dumas y Hugo», la expresión no debe ser tomada como una prueba irrefutable del conocimiento directo de sus obras. Contrariamente a otros escritores románticos, Hugo llegó algo tarde a España; de hecho, la primera representación y publicación de uno de sus dramas (Lucrecia Borgia) no se produjeron hasta 1835 (Madrid, Repullés), obra de Ángel de Cepeda, seudónimo de Pedro Á. de Gorostiza; y antes de terminar ese año se pusieron en escena Angelo y Hernani, ambos publicados por Repullés con fecha de 1835 y 1836, respectivamente, sin nombre de traductor el primero y obra de Eugenio de Ochoa el segundo. Les siguieron María Tudor por José González de Velasco (representado en Valencia y publicado en la misma ciudad por I. Mompié en 1837), y El rey se divierte traducido por el célebre dramaturgo Ventura de la Vega (Madrid, Hijos de C. Piñuela, 1838). La popularidad de Hugo en la escena alcanzó su punto culminante en 1838, y luego inició un declive que hizo que a mediados de los años 1840 su presencia resultara prácticamente nula. Eso no impidió que su influencia en el mundillo literario español continuara vigente, aunque más desde una vertiente ideológica que propiamente literaria (Endress 1989). Algunos grandes autores españoles (Martínez de la Rosa, Bretón de los Herreros, García Gutiérrez, Gil y Zárate o Patricio de la Escosura) presentan rasgos de la influencia hugoliana.
A pesar de su abundante producción novelesca, la presencia de Alexandre Dumas se manifestó sobre todo en el teatro, 5 donde fue más popular que Hugo, probablemente a causa de las elogiosas palabras de Larra en varios de sus artículos, donde le consideraba el gran renovador de la escena. La reseña de Catalina Howard (El Español del 23 de marzo de 1836) es muy significativa: «Entre nosotros, en un año hemos pasado en política de Fernando VII a las próximas constituyentes, y en literatura de Moratín a Alejandro Dumas» (Larra 1960: II, 184; véase Lorenzo Rivero 1997). Teresa por Ventura de la Vega, que data de 1834, fue la primera traducción publicada de una pieza de Dumas, aunque la primera que se representó fue Ricardo Darlington, dos meses más tarde que Lucrecia Borgia de Hugo, y se publicó el mismo año 1835 (por Repullés, sin el nombre del traductor). En el transcurso de 1836 se imprimió Antony, en la versión de E. de Ochoa (también por Repullés), mientras que de la imprenta madrileña de I. Sancha salieron Catalina Howard por Narciso de la Escosura y Margarita de Borgoña (o sea, La tour de Nesle) por traductor anónimo. Y de 1839 es la versión de Don Juan de Marana o La caída de un ángel por Antonio García Gutiérrez (Madrid, Imprenta de Yenes). Según el recuento de Peers (1936), entre 1834 y 1839 se editaron en España once piezas de Dumas contra cinco de Hugo, algunas con dos o tres versiones, aunque conviene recordar que la mayor parte de su producción teatral no se tradujo al español hasta transcurridos varios años desde la aparición de los originales franceses.
La popularidad del vodevil debe mucho a la figura y al ingenio de Eugène Scribe, omnipresente en la escena española de los años 1830 y 1840 (Lamond 1958, Dengler 1995a y b, Caldera 1999). Tuvo, además, la suerte de contar con traductores (o adaptadores) de mérito, en particular José María de Carnerero, Bretón de los Herreros y Larra.6 Al primero, hábil hombre de teatro, se deben cuatro versiones, de las que se publicaron El peluquero de antaño y el peluquero de hogaño (Le coiffeur et le perruquier) y El pobre pretendiente (Le solliciteur), ambas aparecidas en 1831 en la imprenta de Repullés. Mayor atención le prestó Bretón, a quien se deben hasta 18 piezas, entre ellas Un paseo a Bedlam, representada en julio de 1828 y publicada en 1831 por Repullés; El amante prestado, de 1831 (también editada por Repullés), o No más muchachos o El solterón y la niña, estrenada e impresa en 1833 (Repullés). Por su parte, Larra dio una adaptación libre de Les adieux au comptoir como No más mostrador (Repullés, 1831), presentada como «comedia original»,7 y versiones más ajustadas de Felipe (Repullés, 1832), El arte de conspirar (Madrid, M. Calero, 1835), Partir a tiempo (Repullés, 1835; versión de La famille Riquebourg) o ¡Tu amor o la muerte! (Repullés, 1836) y alguna otra, como La madrina, que no se publicó en su época. Otros traductores vertieron piezas de Scribe. Así, Antonio García Gutiérrez debutó en el teatro con la representación de su versión de El vampiro en 1834 (Madrid, Boix, 1839), y luego dio otras adaptaciones como La Batilde o La América del Norte en 1775 (Repullés, 1835), que no es un vodevil, sino un drama en cinco actos, y la comedia El cuákero y la cómica (Madrid, Tomás Jordán, 1835). También al inicio de su brillante carrera teatral Ventura de la Vega dio varias traducciones de piezas de Scribe, entre ellas Hacerse amar con peluca (1832) y Las capas (1833), ambas editadas por Repullés. Finalmente, cabe mencionar que entre las numerosas traducciones o adaptaciones firmadas por Juan Eugenio Hartzenbusch se hallan dos procedentes de Scribe, El abuelito (o sea, Le bon papa, Madrid, Yenes, 1842) y Los dos maridos (Madrid, V. de Lalama, 1850).8
Larra, que escribió artículos muy críticos, satíricos incluso, a propósito de las traducciones y también a propósito de Scribe, resume en un par de frases lo que pudo significar el dramaturgo francés para la escena española: «¿Comedia nueva? ¿Traducida? –Claro. –¿Autor? –Scribe; eso ya no se pregunta»; «respetemos a Scribe, siquiera por agradecimiento: él sostiene nuestros teatros […]. Es el autor francés que más escribe para España», lanza con una ironía que oculta apenas una realidad dolorosa.9
Considerando los datos de que se dispone, por desgracia bastante incompletos, y sobre todo las informaciones aparecidas en textos variados, en particular en la prensa, se tiene la impresión de una presencia masiva de traducciones en esta época. Menarini (1982: 751) calcula que de 1830 a 1850 casi la mitad de las obras representadas eran traducciones y que permanecían más días en cartel que las originales. Por su parte, Dengler (1989: 307) estima que, por la misma época, las traducciones representaron el 66 % de las obras puestas en escena en los dos grandes teatros de Madrid (Príncipe y Cruz).10 La proliferación de las traducciones pudo deberse a la penuria de piezas originales, aunque sin duda el gusto por las traducciones supuso un freno a la programación de las mismas: los empresarios, conscientes de este entusiasmo, no iban a poner en riesgo sus beneficios para favorecer el teatro nacional.
Esta presencia produjo un torrente de críticas y sátiras, así como la toma de posición de algunos intelectuales, como Mesonero Romanos , expresada sobre todo en las páginas del Semanario Pintoresco Español, fundado y dirigido por él, que resulta particularmente antifrancesa (véase, por ejemplo, su artículo «Las traducciones o emborronar papel», de 1842). Pero también hubo comentarios favorables a la traducción como medio de conocer las novedades y las cosas interesantes que se hacían fuera de España.11
De vez en cuando surgió la cuestión del papel de las traducciones como revulsivo o como medio de acceso a modalidades literarias nuevas, la introducción y aclimatación de las cuales se consideraba útiles para la renovación de la literatura. Ya en 1836 Larra señalaba en su artículo «De las traducciones» (publicado en El Español del 11 de marzo) tal posibilidad, a partir de la presencia y difusión del vodevil francés, en la creencia que ese tipo de teatro, por su vertiente moralizadora, hubiera podido reemplazar con éxito a los antiguos sainetes, convertidos en piezas vulgares y chocarreras; aunque él mismo reconocía que tal pretensión había caído en saco roto, pues los autores españoles se limitaban a traducir o imitar el tipo de vodevil más cómico y menos moralizador, e incluía en el grupo al mismo Bretón de los Herreros, «uno de los que mejor han traducido vaudevilles, uno de los que hubieran podido españolizar el género nuevo».
Por otro lado, se aprecia en esta época, seguramente por el aumento del número de traducciones, una mayor necesidad de adaptación a los usos y costumbres españoles, una asimilación a los códigos estéticos y éticos dominantes en España. Por eso no son infrecuentes en las portadas de las obras traducidas expresiones del tipo «acomodada o arreglada al teatro español», «arreglada libremente», «imitada», «refundida». Teniendo en cuenta estos procedimientos de asimilación o de connaturalización, esperados también por el público, el riesgo para el teatro español de convertirse en algo extranjero, o dominado por lo foráneo (léase francés), resultaba reducido.
Uno de los riesgos del exceso de traducciones es la relegación de obras y autores españoles, aunque conviene introducir matices y distinguir las traducciones buenas de las malas, o las traducciones de obras interesantes (o útiles) de las mediocres e incluso perniciosas. En el mundo teatral, especialmente sensible a la abundancia de traducciones, varios autores y críticos denunciaron el desprecio por la tradición nacional y la preferencia concedida a las «insulseces importadas de Francia». Por su parte, Eugenio de Ochoa (1835) se queja en su reseña sobre «Publicaciones recientes», aparecida en El Artista, de la tendencia de ciertos empresarios a programar únicamente traducciones y del distinto trato concedido, en connivencia con el público, a las piezas originales: «Se da una traducción mala y todos se consuelan diciendo que otra será mejor; se da un drama original malo y todos desesperan del ingenio nacional hasta el punto de pedir que se le ahogue en su cuna bajo un inmenso cúmulo de traducciones» (Ochoa 1835: 39). A pesar de ser traductor, Ochoa toma con vehemencia la defensa de los autores españoles: «Pues qué, ¿no debe lisonjearnos más ver en nuestra escena una obra original por mala que sea, que no una traducción del francés? ¿No vale más que la juventud española se dedique a inventar que a traducir?» (Ochoa 1835: 39). Podrían multiplicarse los ejemplos que no harían sino confirmar una situación escandalosa a los ojos de muchos, aunque también es cierto que no fue exclusiva del periodo romántico.
Junto a las traducciones de obras contemporáneas, justo es traer a colación asimismo las versiones de obras y autores pertenecientes al pasado, y no solo por un deseo de recuperación, sino por su propio valor y el interés que pudieron tener para los dramaturgos y para los espectadores. Por un lado, están los grandes trágicos franceses de siglo XVII, ejemplos de un teatro clásico que todavía tenía sus presencias en el XIX, sobre todo durante su primera mitad, tras un periodo de auge relativo en la segunda mitad del XVIII. Tal es el caso de Corneille, de quien Tomás García Suelto llevó a cabo una adaptación de El Cid a principios de siglo (Madrid, García y Cía., 1803), y más tarde Dionisio Solís adaptó libremente Horace, cambiando el título por el de Camila (Sancha, 1828). En cuanto a Racine, Bretón de los Herreros dio una traducción de Andrómaca, representada en 1825 (Madrid, M. de Burgos) y otra de Mitrídates, que se representó en 1830 aunque ha quedado inédita (ms. en la B. Histórica Municipal de Madrid). Britannicus fue objeto de una adaptación por parte de Wenceslao Ayguals de Izco, que la tituló El primer crimen de Nerón (Barcelona, J. Cherta, 1830), manifestando así el deseo de resaltar la barbarie del emperador.
Mayor presencia tuvieron las comedias de Molière, tras una presencia más que aceptable en el siglo XVIII: de hecho, las traducciones más interesantes y perdurables del comediógrafo francés corresponden a los primeros años del XIX. Se ha atribuido al censor y erudito Santos Díez González un Anfitrión estrenado en 1802 que no llegó a publicarse (y se conserva manuscrito en la B. Histórica Municipal de Madrid); a José Marchena se deben El hipócrita (Tartuffe) publicado en 1810 (Madrid, Alban y Delcasse) y La escuela de las mujeres, de 1812 (Madrid, Imprenta Real), dedicada a José Bonaparte. Del mismo año es El enfermo de aprehensión (Le malade imaginaire), traducido por Alberto Lista y dedicado al mariscal Soult, «general en jefe del ejército imperial del Mediodía de España», representado en Sevilla y no publicado hasta finales de siglo (Sevilla, E. Rasco, 1891). De la misma época son las célebres versiones de Leandro Fernández de Moratín de La escuela de los maridos (Madrid, Villalpando, 1812) y El médico a palos, o sea, Le médecin malgré lui (Madrid, Collado, 1814), ambas firmadas por Inarco Celenio, nombre poético de Moratín en la academia de la Arcadia romana. Las versiones de Marchena y Moratín (más las del segundo) fueron objeto de múltiples reediciones durante todo el siglo XIX, y más tarde. También es digno de mención el volumen Colección de sainetes sacados de varias comedias de J. B. Pocquelin de Molière (Segovia, José Espinosa, 1820), con cinco sainetes procedentes de otras tantas comedias, adaptadas en el siglo XVIII por Ramón de la Cruz (véase Cotarelo 1899 y Lafarga en prensa).
En cuanto a autores franceses del siglo XVIII, cabe mencionar en primer lugar a Voltaire, uno de los grandes nombres del teatro francés neoclásico, en particular la tragedia. Prohibida su lectura y publicación por la Inquisición española en 1762, la interdicción quedó sin efecto al quedar suprimido el Santo Oficio en 1820. Tal situación permitió editar abiertamente y sin subterfugios obras de Voltaire y, en el caso del teatro, favoreció la aparición de varias traducciones, de contenido netamente político o ideológico. Así, Bruto, tragedia contra la tiranía, que el conde de Teba (luego conde de Montijo) había traducido en 1805 fue publicada por un amigo suyo (D. B. F. C.), en 1820 (Murcia, Mariano Bellido) y reimpresa al poco tiempo en Madrid (Imprenta Calle de la Greda, 1822), con el deseo expresado por el traductor de «inspirar a mis compatriotas el horror al despotismo en cualquier especie de gobierno», según indica en su prólogo. Al político Tomás Bertrán y Soler se deben las traducciones de El fanatismo (1821) y Alzira (1822), ambas salidas de la imprenta de José Torner (Barcelona). La primera, centrada en la figura de Mahoma, es una denuncia del fanatismo religioso, y en la misma línea temática se sitúa la segunda, ambientada en los primeros años de la conquista española en América. Con todo, la traducción más interesante de todos esos años, por las circunstancias de la representación fue la de La muerte de César, realizada en 1823 (B., Vda. Roca) por el escritor Francisco Altés, que se presenta en la portada de la obra como «socio de la Academia de Buenas Letras de Barcelona y secretario de su Excmo. Ayuntamiento constitucional». La tragedia impresa presenta en su última escena dos textos: el de Voltaire y el que se recitó la noche del estreno, que añade a la petición de Marco Antonio al pueblo de perseguir a los asesinos de César y, de paso, sucederle en el gobierno, unas palabras de Cimbro, uno de los conjurados, en sentido contrario, terminando la obra de este modo: «Y si otro César se presenta en Roma, / Imitemos a Bruto en su heroísmo». La diferencia introducida por la modificación del desenlace es mucho más que de simple matiz. Parece, en efecto, difícil que una conciencia liberal como la de Altés hubiera podido concebir que el final de una pieza en la que se combatía la tiranía y el despotismo se resolviera con la muerte de los defensores de la libertad y la democracia (Lafarga 1989 y 2005).
Del lado de la comedia, hay alguna presencia de Marivaux de la mano, de nuevo, de Bretón de los Herreros –en cuyo teatro se ha detectado cierta influencia marivaudiana–, que estrenó en 1828 El legado o El amante singular (Sevilla, Dávila, Llera y Compañía, 1830) y Engañar con la verdad (Repullés, 1831), versión de Les fausses confidences (Bittoun–Debruyne 2001). En cuanto a Beaumarchais, que cuenta con varias versiones a finales del siglo anterior, Bretón hizo una adaptación libre del Mariage de Figaro con el título Ingenio y virtud o El seductor confundido, representada en 1828, aunque no se imprimió hasta 1863 («Biblioteca Dramática» de V. de Lalama); mientras que de 1840 (impreso por Repullés) es el arreglo de El barbero de Sevilla por J. E. Hartzenbusch, con numerosas modificaciones (Lafarga 1991a y b). En otro registro, el drama Eugenia fue objeto de una nueva versión por Patricio de la Escosura en 1839, aunque se publicó mucho más tarde (Barcelona, Vda. e Hijos de Mayol, 1851).
Época realista
A mediados de siglo, cierto agotamiento de la estética romántica, nuevos aires que llegaban desde el extranjero, así como la propia evolución del teatro español propiciaron un cambio de rumbo en la producción dramática. Eso no significó la repentina desaparición de modalidades teatrales vigentes en la etapa anterior, pues siguieron componiéndose y traduciéndose dramas de corte histórico y comedias de Scribe, entre otros tipos. Pero el gran género de la época fue la denominada «alta comedia», teatro serio, de ambiente contemporáneo y finalidad moralizadora, que echaba sus raíces tanto en la comedia de Moratín –que seguía representándose y publicándose– como en la vertiente más seria del teatro burgués de Scribe y de Bretón de los Herreros. Representada principalmente por Adelardo López de Ayala y Manuel Tamayo y Baus, sus composiciones coincidieron en el tiempo con las de Alexandre Dumas hijo y Émile Augier, los más conspicuos representantes del drama realista francés, moralizante y a menudo crítico respecto de las desigualdades o los prejuicios sociales.
El teatro de Dumas hijo entró en España con su obra más conocida y editada, La dame aux camélias, adaptación de la novela homónima, que fue traducida en 1854, dos años después de su aparición en Francia, por Vicente de Lalama (Calvet 1990 y 1991a).12 Apareció en su «Biblioteca Dramática» como Margarita Gautier o La dama de las camelias, aligerada de los temas más escabrosos. Algo parecido hizo Luis Valdés en su versión (Madrid, Imprenta de J. Rodríguez, 1888), mientras que de la última década del siglo es el arreglo de Ramón Álvarez Tubau, representado en 1890 y publicado dos años más tarde (Madrid, colección «El Teatro», Imprenta de J. Rodríguez). Nuevas versiones aparecieron en los primeros años del siglo XX, por lo que esta pieza resulta la más traducida del autor. De la aceptación lograda es prueba la existencia de una parodia, obra de Abelardo Coma, titulada La dama de las comedias, representada y publicada en Barcelona en 1902 (Imprenta de F. Badía).
La otra gran comedia de Dumas que atrajo la atención fue Le demi–monde, expresión con la que el autor quiso referirse al mundillo moralmente degradado, que englobaba tanto a hombres vividores como a mujeres mantenidas. La falta de una correspondencia perfecta hizo sin duda que la primera versión española se titulara Susana, nombre de una de las protagonistas; se debe a José María García y se publicó en Madrid en 1857 (Imprenta de C. González). Del mismo año es la traducción anónima No es oro todo lo que reluce (Imprenta de J. Rodríguez). Por su parte, una nueva versión pasados los años, obra de Luis Valdés (Imprenta de Cosme Rodríguez, 1883) conserva el título original Demi–monde, lo cual no impide que, como en los dos casos anteriores, el traductor haya introducido numerosos cambios y rebajado el tono general de la obra. Como sucedió con La dame aux camélias, esta pieza fue objeto de una parodia en Mapa–mundi, obra de Francisco Flores García (Madrid, M. P. Montoya, 1883), que se presenta como un «juguete cómico». Otras traducciones pertenecen a los primeros años del siglo XX, una de ellas obra del conocido literato Rafael Cansinos Assens.
De Le fils naturel aparecieron el mismo año de su publicación en Francia (1858) la traducción de José de Olona (Imprenta de J. Rodríguez) y la firmada por Luis Cortés, José Maria Escudero y Manuel Padilla (Impr. de C. González). Existe una tercera versión a nombre de Emilia Serrano de Wilson (Valparaíso, Imprenta del Mercurio, 1861) que parece deber mucho a la de Olona. En cualquier caso, son traducciones que suavizan los contenidos del original. Finalmente, debido a la calidad de los traductores, Cayetano Rosell y Juan Eugenio Hartzenbusch, conviene mencionar la versión de El padre pródigo de 1861 (Impr. de C. González).
Contemporáneo de Dumas hijo, Émile Augier es autor de una cuarentena de comedias en las que, sobre todo, traza cuadros de costumbres burguesas, y solo en ocasiones llega hasta la sátira de ciertos usos religiosos y sociales. Una decena de sus obras se tradujeron España en el siglo XIX: se prestó mayor atención a su comedia más conocida, Le gendre de M. Porier (1854), escrita en colaboración con Jules Sandeau (Calvet 1991b). A los pocos meses de su aparición en Francia Miguel Pastorfido dio su versión con el título de Mi suegro y mi mujer (Imprenta de J. Rodríguez), que se representó ese mismo año; dos décadas más tarde Eugenio Carbou y José Martín eligieron un título más cercano al original: El yerno del señor Manzano, representado e impreso en 1878 por J. Rodríguez; finalmente, a Ricardo Monasterio se debe la versión muy libre («escrita sobre el pensamiento de una obra francesa» según reza en la portada) titulada simplemente El yerno, estrenada en 1891 y publicada el mismo año en Madrid por R. Velasco. En cuanto a otras obras, conviene mencionar la versión hecha por Cayetano Rosell de Ceinture dorée con el título El dinero y la opinión en 1857 (Imprenta de C. González), la de Carlos Coello y Leandro Herrero de Les Fourchambault (sobre la cuestión de los hijos naturales) como La tabla de salvación, hecha en 1878 (Madrid, Medina). La actitud laxa ante la traducción de teatro, vigente en buena parte del siglo, permitió muchas licencias que separan en gran medida piezas originales y resultados. Tanto es así, que cuando Hartzenbusch, junto con C. Rosell y L. Valladares y Garrigues dieron al teatro Jugar por tabla en 1850 (publicada el mismo año en Madrid por S. Omaña) pretendieron hacer obra original, cuando en realidad se estaban basando en la Gabrielle de Augier. Pero también es cierto que cuando Gertrudis Gómez de Avellaneda da en 1853 La aventurera (Imprenta de C. González), la presenta como una imitación de la comedia homónima del dramaturgo francés, con lo cual quedan justificados los numerosos cambios introducidos. Por su parte, Tamayo y Baus convirtió la comedia La pierre de touche en el «proverbio tomado del francés» Del dicho al hecho, representado en 1863 y editado más tarde (Imprenta de J. Rodríguez, 1878), con varias reediciones a lo largo del siglo XX. Finalmente, cabe mencionar el arreglo –reduciendo la carga social– que Jacinto Benavente hizo de Un bon mariage como Buena boda, que no consta que se representara en ningún teatro público y se incluyó en el vol. XI de su Teatro, publicado en la imprenta de Fortanet (Madrid) en 1905.
El tercer dramaturgo francés con notable presencia en las tablas y la edición españolas fue Victorien Sardou, a quien la crítica ha reconocido maestría en la construcción teatral y en la elección de temáticas y personajes, aunque una menor mordacidad en el tratamiento de asuntos sociales (Calvet 1995 y Santos 2007). La primera comedia que se tradujo fue Nos intimes: como Los amigos íntimos fue vertida por Juan del Peral y representada en 1862, al año siguiente de su aparición en París, con la subsiguiente publicación en la «Biblioteca Dramática» de V. de Lalama el mismo año. Se hizo mucho más tarde también una nueva traducción, por Manuel Ortiz de Pinedo, que se representó en Madrid en 1882 aunque no consta que llegara a publicarse. Del mismo año es la versión de Les Ganaches, una de las piezas más conocidas del autor, que dio Ramón Navarrete con el título de Ayer y hoy, y que tras su representación pasó a formar parte de la «Biblioteca Dramática» de V. de Lalama (1862). Existe otra versión de la misma obra como Los estacionarios, llevada a cabo por Luis Valdés, que se representó en 1890 y se publicó en Madrid el mismo año, sin nombre de impresor.
De otra de sus obras más conocidas, Rabagás, se hizo casi inmediatamente una traducción por Cecilio Navarro, que se representó en Barcelona (aunque no tuvo éxito) y se publicó en la misma ciudad en 1872 (Imprenta del Diario de Barcelona). Ya de mediados de la siguiente década son las versiones de Fernanda, obra de Félix González Llana y Tomás Suero, que se representó a principios de 1885 y se publicó dentro del mismo año (Imprenta de José Rodríguez); la de Georgia, que estrenó María Tubau en febrero de 1886, aunque se desconoce si llegó a publicarse. No consta el traductor, que bien hubiese podido ser el dramaturgo y director Ceferino Palencia, esposo de la eximia actriz, que con su nombre o el seudónimo Pedro Gil vertió varias piezas de Sardou: Divorciémonos (Divorçons!) en 1885 (publicada tardíamente en Madrid, Sociedad de Autores Españoles, 1915), Andrea en 1886 (Madrid, Álvarez Hnos.), Thermidor en 1892, aunque al parecer no llegó a editarse (existe ms. en la B. Nacional de España), lo mismo que su versión de Madame Sans–Gêne con el título de La corte de Napoleón, estrenada en 1898. María Tubau era gran admiradora de Sardou y, sobre todo, pretendía emular con sus interpretaciones a las dos «musas» del dramaturgo francés, Réjane y Sarah Bernhardt. Aparte de C. Palencia también contribuyó a los éxitos de la Tubau su hermano, Ramón Álvarez Tubau, que en 1891 tradujo otra pieza de Sardou, el drama Frou–frou (Madrid, F. Fiscowich, 1892). Ya en los albores del siglo XX aparecieron las versiones de otras dos obras muy significativas del autor: Fedora por José Francos Rodríguez y Félix González Llana, representada en 1900 y publicada el mismo año (R. Velasco), y La Tosca, por los mismos autores, publicada en 1904 en la imprenta de Velasco. Ambas fueron editadas en varias ocasiones en el primer tercio del siglo XX.
Para finalizar, pueden mencionarse dos obras de temática singular, y muy relacionadas con España. Del drama Patrie!, historia de amor ambientada en Flandes en los más oscuros momentos de la dominación española, se hizo un primer arreglo en 1887, Entre el amor y la patria, obra del dramaturgo Rafael del Castillo, aunque estuvo solo dos días en cartel en Barcelona; al no conservarse de ella ningún manuscrito ni reseña, puede suponerse que las invectivas antiespañolas no gustaron al público. Tal vez por eso, una nueva versión de 1892, titulada El día memorable y obra de Jacobo Sales y F. González Llana, cambió totalmente el decorado, que se convirtió en el Madrid de los primeros días de la ocupación francesa durante la Guerra de la Independencia: se estrenó precisamente un 2 de mayo y se publicó al poco tiempo en la imprenta de R. Velasco. En cuanto a L’oncle Sam, cruel sátira de los estadounidenses, se hicieron dos versiones, ambas en 1898, en un momento muy sensible para los españoles tras el desastre de Cuba: El tío Sam (R. Velasco), firmada por cierto Juan de Castilla, nombre ficticio que ocultaba a varios traductores, y Los reyes del tocino, subtitulada «sátira de costumbres norteamericanas» (Madrid, Arregui y Aruej), obra de Antonio Soto y Hernández (Salgues 2017).
Otro autor de este periodo que tuvo también presencia, aunque menor, en España fue el mencionado Jules Sandeau, cuya Elena de la Seiglière, traducida por Ramón de Valladares y Saavedra y Laureano Sánchez Garay, apareció en 1852, en la «Biblioteca Dramática» de Lalama. De esta comedia hizo mucho más tarde Luis Valdés un arreglo con el título La donación del colono (Madrid, P. Montoya y Cía., 1886).
Un paso más allá en la dramaturgia de corte realista estuvo representado por la incidencia de las teorías naturalistas en el mundo del teatro. Es sabido el interés de Émile Zola por la creación de un teatro naturalista, habida cuenta de la incidencia que las representaciones teatrales ejercían sobre los espectadores. Y de la teoría pasó a la práctica, componiendo varios dramas y arreglando para el teatro –en varias ocasiones colaborando con el dramaturgo William Busnach– algunas de sus novelas más celebradas (L’Assommoir, Thérèse Raquin, Nana). Junto a una débil producción de dramas españoles que se han calificado de naturalistas (de Eugenio Sellés o Pérez Galdós), se representaron y publicaron algunas traducciones o adaptaciones de obras de Zola. Todo ello en un ambiente caldeado por el intenso debate sobre el naturalismo que tuvo lugar en la década de 1880, no solo en la prensa y en la crítica literaria, sino también en los círculos culturales del país (Rubio Jiménez 1982 y 1986).
La primera versión documentada fue Historia de un crimen, drama «escrito sobre el pensamiento de Thérèse Raquin de Zola», que es adaptación de la novela por Hermenegildo Giner de los Ríos, representada en 1881 y publicada dos años más tarde (Madrid, Hijos de A. Gullón). El mismo autor dio a las tablas en noviembre de 1885 una versión del drama de Zola con su propio título, publicada el mismo año (Madrid, A. Alaria). Una nueva versión del escritor Luis Ruiz Contreras, con el rótulo de «drama pasional, refundido y puesto en lengua castellana», se representó en noviembre de 1898 y se publicó el año siguiente (R. Velasco), con varias páginas en las que se recogían los favorables comentarios aparecidos en la prensa con ocasión del estreno.
De L’Assommoir se hicieron en poco tiempo dos versiones: en 1883 se representó en Madrid el melodrama La taberna, obra de Mariano Pina Domínguez sobre la adaptación teatral de W. Busnach, y se publicó el mismo año (Imp. de C. Ramírez). Poco más tarde, en marzo de 1884, se dio en Barcelona y en catalán el «drama popular» La taberna, obra de Eduard Vidal y Valenciano y Rossend Arús, que se presenta como sacado de la novela de Zola; la edición del mismo año (Barcelona, Fidel Giró) contiene una nota preliminar de los traductores aludiendo al escándalo que supuso la representación (véase Litvak 1968, Bensoussan 1975 y Saillard 2006). Se tiene noticia de puestas en escena de dramas naturalistas vinculados a Zola por compañías extranjeras de paso por Madrid o Barcelona, tanto en francés como en otras lenguas. En cualquier caso, el teatro de corte naturalista hecho en España, tanto original como traducido, se quedó un peldaño por debajo de las propuestas de Zola o de las propias producciones francesas, por lo cual no significaron una alternativa real al teatro de la época. Con todo, «el legado del naturalismo teatral […] fue importante para el teatro español posterior. Acentuó la necesidad de un cambio, aproximando el teatro a la novela, que ofrecía una mayor elasticidad de técnicas y temas» (Rubio Jiménez 1982: 41).
Siguiendo el criterio aplicado en el apartado anterior, conviene también aquí, para la segunda mitad del siglo, echar la vista atrás y comprobar la presencia de obras de otros momentos. Y lo más eficaz puede ser recurrir a una colección ya mencionada, el Teatro selecto antiguo y moderno, nacional y extranjero, publicada entre 1866 y 1869, la cual, a diferencia de las series o colecciones de piezas de teatro, no se centraba en la actualidad, sino que se proponía ofrecer un panorama de las obras y autores más representativos (Marco García 1998). Ya el propio título –el cual, dicho sea de paso, no era absolutamente original– focalizaba la atención en lo antiguo y lo moderno, aparte de hacer la distinción entre la producción española y la extranjera. El teatro francés (hay también presencias de los teatros inglés, italiano, alemán y eslavo) es el mejor representado, y ocupa los tomos V (teatro antiguo) y VI (teatro moderno), ambos aparecidos en 1868 y preparados por Cayetano Vidal y Valenciano.
El teatro «antiguo» comprende autores desde Corneille hasta A.–V. Duval, activo hasta los años 1820; mientras que el «moderno» empieza en autores de los años 1820–1830, como Casimir Delavigne o Victor Ducange, y termina con un drama de Émile de Girardin de 1865. Tanto en uno como en otro volumen, una parte de las traducciones seleccionadas había sido publicada anteriormente, mientras que otra parte fue encargada por el editor, y lo cierto es que los motivos de tal decisión no se adivinan. Así, por ejemplo, en el volumen de teatro antiguo, las cinco obras de Corneille son traducciones nuevas, cuando alguna se había publicado con anterioridad, mientras que las seis de Molière son todas conocidas (de finales del siglo XVIII y de Moratín y Marchena). Las traducciones nuevas se deben a Marcial Busquets (El Cid, Horacio y Cinna de Corneille; El jugador de Regnard; El barbero de Sevilla y El casamiento de Fígaro de Beaumarchais), Antonio Llabería (Poliuto y El mentiroso de Corneille; El distraído y El heredero universal de Regnard), Francisco Nacente (Manlio Capitolino de Antoine Lafosse; Juegos de amor y azar de Marivaux; Abufar o La familia árabe de J.–F. Ducis) y Teodoro Llorente (Zaira de Voltaire). En el volumen de teatro moderno, cinco de las seis traducciones de Scribe se habían publicado con anterioridad, así como las dos de Ducange y las dos de Joseph Bouchardy. Los traductores de las versiones nuevas son Francisco Nacente (El corazón y la dote de Félicien Mallefille; La batalla de Tolosa o Un amor español de Joseph Méry; Un joven pobre de Octave Feuillet; El duque Job de Léon Laya); Marcial Busquets (Los hijos de Eduardo de Delavigne y Gabriela de Augier); Eudaldo Vita (La escuela de los viejos de Delavigne y El pandillaje o La elección de un diputado de Scribe), Víctor Vela del Camino (El suplicio de una mujer de Girardin). En realidad, varias de las obras contenidas en este volumen corresponden a la época realista por lo que resultan un complemento a lo expresado en este apartado. Por otra parte, se constata que varios traductores de prestigio participaron en el proyecto, entre ellos M. Busquets, quien fue el que más traducciones aportó; así como un joven F. Nacente, que se distinguiría más tarde como traductor y periodista, y un T. Llorente en los inicios de su carrera de traductor.
Aparte de su presencia en esta colección, algunos clásicos franceses del siglo XVII fueron objeto de traducción en la segunda mitad del siglo. El caso más relevante es el de Molière, pues además de las varias reediciones de las versiones de Moratín o de la ya mencionada publicación en 1891 de la traducción inédita de Alberto Lista, fue objeto de traducciones nuevas, empezando por la de Cayetano Rosell del Tartuffe como El hipócrita, representada y publicada en 1858 (Imprenta de José Rodríguez), seguida de la «imitación» de Sganarelle por Antonio Corzo y Barrera, que convirtió la comedia en el juguete cómico Cuatro agravios y ninguno, editado en la misma imprenta en 1859 tras su representación. Mayor entidad tiene la dedicación del escritor Lorenzo de Cabanyes, pues el mismo año de 1869 dio dos arreglos con títulos muy alejados del original: Tras de cuernos, palos (de George Dandin) y El caballero en borrico (de Le bourgeois gentilhomme) y una traducción en verso de El Tartufo. Las tres obras aparecieron con un doble pie de imprenta, la Librería Cuesta de Madrid y la Librería de Verdaguer de Barcelona. Y no conviene olvidar la versión de Jacinto Benavente de Don Juan, la primera que se hizo al español, que se representó en 1897 con éxito relativo y bastante ruido en la prensa, pero no se publicó hasta 1904, en el vol. II de la edición de su Teatro por Fortanet (San Miguel 1988).
La intensa presencia francesa en las tablas y en las ediciones teatrales afectó también al género lírico. A pesar de que ya desde finales del siglo XVIII se habían traducido piezas francesas con música (comédie en vaudevilles, comédie mêlée d’ariettes, opéra–comique) lo cierto es que durante gran parte de la primera mitad del XIX la ópera italiana ocupó un lugar predominante en la escena española. Las disputas que tal invasión produjo conllevaron la defensa de las modalidades del teatro lírico nacional, en particular de la zarzuela, que fue repuntando hacia mediados de siglo y alcanza una gran presencia a partir de 1850. Con todo, y a pesar de resultar un género históricamente nacional, también la zarzuela sucumbió a la corriente imperante de tomar textos y argumentos del teatro francés.
Ventura de la Vega padeció furibundas críticas cuando se descubrió el carácter tributario de alguno de sus libretos de zarzuela, en particular del de Jugar con fuego (Madrid, F. de P. Mellado, 1851), con música de F. Asenjo Barbieri. Tras el aplauso que público y crítica le tributaron, sus detractores se ocuparon de señalar que dependía excesivamente de La comtesse d’Egmont de J. Ancelot y A. Decomberouse. Tal vez esa situación hizo que los dramaturgos que tomaban sus argumentos de comedias o de óperas cómicas francesas tuvieran cuidado en mencionar sus fuentes. Con todo, se traducía o adaptaba solo el texto, pues la regla general era que se pusiera música nueva a las zarzuelas resultantes (véase León Tello 1998, Cortizo 2003, Espín 2006, Ojeda 2006, Porto 2013).
Una zarzuela muy famosa en la época fue Los diamantes de la corona (Imprenta de J. Rodríguez, 1854) adaptación que Francisco Camprodón hizo de la obra homónima de Scribe y Saint–Georges a la que puso música Asenjo Barbieri. No como zarzuela sino como ópera cómica se presentó la versión que Patricio de la Escosura hizo de El sueño de una noche de verano (Madrid, Sociedad Tipográfico–Editorial, 1852) a partir de la obra homónima de J.–B. Rosier y A. de Leuven; y, por mencionar otro nombre muy conocido de la escena española, García Gutiérrez tomó parte del asunto de La partie de chasse de Henri IV de Charles Collé para su zarzuela La cacería real (Imprenta de J. Rodríguez, 1854) a la que puso música Emilio Arrieta.
Junto a todos estos autores, Luis de Olona aparece como el más prolífico arreglista o imitador de óperas cómicas francesas. Se le deben, entre otros éxitos: El secreto de la reina (Madrid, Imprenta que fue de Operarios, 1852), con música de Gaztambide y otros, según la obra de J.–B. Rosier y A. de Leuven Raymond ou Le secret de la reine; Buenas noches señor don Simón (Imprenta de C. González, 1852), con música de Cristóbal Oudrid, imitación de Bon soir, monsieur Pantalon de J.–Ph. Lockroy y Morvan; El valle de Andorra (Imprenta que fue de Operarios, 1853), con música de Gaztambide, procedente de la ópera cómica homónima de Saint–Georges; Catalina (Imprenta de J. Rodríguez, 1854), en colaboración con el mismo músico, que deriva de L’étoile du Nord de Scribe; en colaboración con García Gutiérrez Un día de reinado (Imprenta de J. Rodríguez, 1854), con música de Barbieri y Gaztambide, a partir de la ópera cómica de Scribe y Saint–Geoges, La reine d’un jour. Según León Tello, «esta dependencia de textos extranjeros no niega la tesis de españolismo como carácter fundamental de la zarzuela, porque los autores más dotados transformaban los libretos y adecuaban sus argumentos a situaciones específicas nuestras» (1998: 169).
Aunque no se trate de traducciones, sino de obras originales, resulta curioso mencionar la presencia en España de compañías francesas que representaban en su propia lengua. Uno de los casos más conocidos (véase Ojeda & Vallejo 2003) es el de las que actuaron en Madrid durante temporadas breves, entre 1851 y 1861, en distintos teatros, que los organizadores de las funciones alquilaban para la ocasión. Las compañías reclutaban actores de París y de las provincias y nunca fueron primeras estrellas, aunque se sabe que se gestionó la presencia de Mlle. Rachel, la más aplaudida actriz francesa de los años 1840. Se calcula que se representaron unos 400 títulos, en su mayoría piezas en un acto, tanto comedias como vodeviles (con su música) de Scribe, aunque también alguna comedia o drama largo de Molière, Dumas padre e hijo, Scribe, Feuillet y Sardou. Algunas de las obras representadas ya eran conocidas por los espectadores en su versión española. En el último cuarto de siglo se produjeron otras presencias notables, empezando por la de Sarah Bernhardt, quien en abril de 1882 dio un recitar en el Teatro Real de Madrid en el que interpretó partes de La dame aux camélias y Hernani; en un nuevo viaje a Madrid en noviembre de 1890 representó en distintas funciones partes del drama de Dumas, Frou–frou de Sardou y Hamlet. Por su parte, Anna Judic, gran actriz de comedia y opereta, dio en la Zarzuela en 1884 varias obras, entre ellas su gran éxito Mam’zelle Nitouche de Henri Meilhac y Alfred Millaud. Y en 1887 se documenta el paso por Madrid de uno de los grandes actores de la Comédie–Française, Coquelin aîné, que interpretó piezas de V. Hugo y Jacques Normand (Giné 2013 y Lafarga 2013).
El fin de siglo
El fin de siglo, en el teatro, viene marcado –sobre todo– por un nuevo cambio, impelido por el agotamiento de la fórmula de un teatro realista, más apegado a la descripción de ambientes y costumbres que al análisis del sentimiento y de las ideas. El cambio deseado apostaba asimismo por el triunfo de lo simbólico y lo poético sobre lo real y prosaico, y para propiciarlo estaban los ejemplos que llegaban del exterior. En el mundo francófono, el mejor modelo fue el creado por el belga Maurice Maeterlinck, quien antes de que finalizara el siglo XIX había dado algunas de sus obras más apreciadas: La princesse Maleine, L’intruse, Les aveugles o Pelléas et Mélisande.13 Forzosamente, las traducciones que pudieron hacerse debían proyectarse hacia el siglo XXI, como así fue. Con todo, ya en 1893 apareció la primera traducción de una de sus obras, L’intrusa, hecha por Pompeu Fabra en catalán y publicada en agosto de 1893 en la revista L’Avenç: se representó al poco tiempo en una de las Fiestas Modernistas de Sitges. En el ámbito del castellano, un joven José Martínez Ruiz, que todavía no se llamaba Azorín, se lanzó a traducir la misma obra, aunque fracasó en su intento de que se representara en Madrid, por lo cual se decidió a publicarla en 1896 (Valencia, F. Vives Mora), acompañada de una carta del propio Maeterlinck en la que le animaba a darla a la escena. De nuevo Fabra fue quien dio otra versión en catalán, Interior, que se publicó en la revista Catalonia en 1898 y se representó en Barcelona en 1899 por el Teatre Íntim de Adrià Gual, uno de los artífices de la renovación teatral en Cataluña. Poco más tarde (marzo de 1901) la revista Electra de Madrid publicaba una traducción española, no firmada, de la misma obra.
A partir de ahí las traducciones se sucedieron, aunque no siempre alcanzaron los escenarios. En 1903 la revista Helios publicó una traducción de Lo porvenir. Y en 1904 apareció en Barcelona (Librería de A. López; se reeditó en la misma editorial en 1909) un volumen que, bajo el título Trilogía de la muerte, contenía versiones de La intrusa, Los ciegos e Interior, obra de Antonio de Palau, seudónimo del traductor Antonio de Vilasalba. Hubo que esperar hasta 1904 para que en Madrid se pusieran en escena obras de Maeterlinck, a cargo de la compañía de su pareja Georgette Leblanc, aunque con escaso éxito de público, todavía no acostumbrado a un nuevo teatro que parecía estar hecho más para ser leído que representado. En 1907 (septiembre) la revista Renacimiento incluyó la versión de Rafael Urbano de Los ciegos. Y el mismo año se publicó la adaptación de Monna Vanna por José Jurado de Parra (Madrid, R. Velasco). Tras la inclusión en la revista Prometeo (1910) de Aladina y Palómides, en traducción de los hermanos Elvira y Ricardo Baeza, el siguiente hito en la recepción de Maeterlinck fue la publicación en 1916, por Gregorio Martínez Sierra, de cuatro tomos de Obras, entre las que se hallan La princesa Malena, La intrusa, Los ciegos, Interior, Peleas y Melisanda, Sor Beatriz y La muerte de Tintagiles (Madrid, Renacimiento).
La recepción y traducción del dramaturgo belga en España debe mucho, como se ha visto, a la prensa (en particular las revistas literarias o culturales), no solamente por ser una de las vías por las que primero circuló su teatro, sino también por convertirse en lugar de debate, en ocasiones intenso, sobre la oportunidad e interés de su propuesta teatral. Y aunque pueden hallarse ecos de la estética de Maeterlinck en distintos dramaturgos españoles, como Benavente, Azorín y el matrimonio Martínez Sierra, lo cierto es que –además de la labor y entusiasmo de los traductores– su actualidad y renombre deben mucho a críticos como Enrique Gómez Carrillo, Ramón Pérez de Ayala, Ángel Guerra y José Ortega y Gasset, entre otros.
Junto a la sacudida que significó la irrupción del teatro poético de Maeterlinck, cualquier otro movimiento resulta apagado, incluso teniendo el impulso del teatro neorrromántico de un Edmond Rostand, por ejemplo, pues la cronología permitió únicamente que una de sus comedias –casualmente la más conocida– fuera objeto de traducción en el siglo XIX: Cyrano de Bergerac. Tras adquirir los derechos para su representación, el matrimonio compuesto por los actores María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza encargó la traducción a Luis Vía, José Oriol Martí y Emilio Tintorer, tres traductores experimentados, los cuales intentaron ofrecer una versión lo más cercana posible a los dramas románticos españoles, y para ello utilizaron hasta ocho combinaciones métricas, incluyendo los romances octosílabo y endecasílabo, propios de la comedia áurea (Cots 1989). El estreno en febrero de 1899 en Madrid constituyó todo un éxito y la comedia apareció impresa el mismo año en Barcelona (La Renaixensa). Cyrano aparecía, pues, como el baluarte de la tradición ante las novedosas formas escénicas que luchaban por implantarse con desigual fortuna. La pieza tuvo un éxito arrollador, confirmado por las representaciones y las reediciones, a las que se han sumado versiones de otros traductores.
En cuanto a contemporáneos de Rostand, como Eugène Labiche u Octave Mirbeau, sus producciones llegaron a España ya bien entrado el siglo XX.
Recapitulación
Del recorrido efectuado en este capítulo puede que la impresión que prevalezca sea la de una presencia constante del teatro francés en la escena española del siglo XIX. Eso fue sentido, como se ha mencionado, en algunos autores y críticos, aunque extrapolar su opinión al público (espectadores y lectores) sería tal vez arriesgado o injusto. Sea como fuere, no deja de ser cierto –en aquella época como en otras– que las traducciones (y los traductores) pudieron servir para la dinamización de la producción original: este es un punto que está ya generalmente aceptado y no aporta mucho insistir en ello. Lo que sí puede afirmarse es que la traducción sirvió, en el siglo XIX, para aumentar el fondo del teatro español. Por otra parte, conviene tener presente que la actividad traductora se convirtió –por gusto o por necesidad– en un ejercicio de formación para algunos de los grandes dramaturgos españoles (Bretón de los Herreros, Larra, Gil y Zárate, Ventura de la Vega).
El teatro francés fue, pues, un constante referente para el teatro español del siglo XIX. Sirvió de modelo pero también de contrapunto; fue objeto de sátiras aunque también de imitación, e incluso de descarada rapiña. Sus composiciones cayeron a menudo en manos de traductores inexpertos o sin escrúpulos, que contribuyeron a desacreditarlo ante el público y la crítica. Pero, por fortuna, fueron tratadas en ocasiones por traductores respetuosos y experimentados, algunos de ellos dramaturgos a su vez, los cuales, con gran consideración hacia los textos originales y sus autores, supieron no solo verterlos, sino adaptarlos –al fin y al cabo eran hijos de su siglo– a las condiciones estéticas e ideológicas de su tiempo.
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