La traducción de las letras francesas en el siglo XVIII1
Francisco Lafarga (Universitat de Barcelona)
Introducción
La hegemonía cultural francesa en el ámbito europeo en el siglo XVIII, que vino de la mano –o fue una consecuencia– de la preponderancia política y militar cimentada en la época de Luis XIV, se dejó sentir con particular intensidad en España, tanto por razones políticas como culturales. A la pérdida de protagonismo en Europa en las últimas décadas del siglo XVII se unió la decadencia, por agotamiento, de la estética barroca. Aun así, la cronología de las traducciones muestra que su número fue escaso hasta mediados de siglo, con un bajo porcentaje respecto de toda la producción editorial, que ascendió de modo notable a lo largo de la segunda mitad de la centuria, alcanzando su cénit en la década de 1780 (véase Buiguès 2002).2 En cuanto a las materias más traducidas, según datos referidos a la segunda mitad del siglo (véase García Hurtado 1999), las obras de religión aparecen en primer lugar, con un 32 % del total, seguidas de las de literatura (19 %), historia (10 %) y medicina (8,5 %). Y la lengua de procedencia es mayoritariamente el francés (55 %), seguido del italiano (19 %) y del latín (16,5 %).3
El siglo XVIII ha resultado un período privilegiado: la propia especificidad de esa centuria, la abundancia de traducciones y, sobre todo, la consideración de las mismas como una de las más claras manifestaciones del espíritu cosmopolita del Siglo de las Luces, han alentado una investigación fecunda y con perspectivas cada vez más amplias. El XVIII español no ha sido ajeno a ese interés por la actividad traductora, como muestran varias monografías recientes y sus correspondientes apartados bibliográficos (García Garrosa & Lafarga 2004 y 2009, Lafarga 2004, Ruiz Casanova 2018, García Garrosa 2020).
Con todo, conviene también tener en cuenta que la conexión entre una parte relevante de la literatura francesa de aquel siglo y el pensamiento de la Ilustración, el a veces llamado «pensamiento filosófico». En muchos casos, y eso sucede particularmente en algunos de los más grandes escritores del XVIII (Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Diderot), el pensamiento ilustrado, el espíritu crítico es indisociable de la creación literaria, y su producción, como la de muchos otros menos conocidos, suele adscribirse a la denominada «literatura filosófica». Esta particularidad los hizo atractivos para muchos españoles ávidos de apertura en lo ideológico y de renovación en lo literario, pero al mismo tiempo puso en guardia a la censura, en especial la eclesiástica, competencia de la Inquisición.4 La inclusión de autores y obras en el Índice disuadió a menudo a editores y traductores, y provocó un retraso considerable en la publicación, como se verá en los lugares oportunos.
La consulta de repertorios bibliográficos, la lectura de la prensa y otros textos de la época, así como la bibliografía crítica generada señalan al teatro como el género en el que más numerosas fueron las traducciones. También el género narrativo, con novelas y relatos breves, fue objeto de traducción, aunque en menor grado, mientras que la poesía ocupa una tercera posición. Eso si nos ceñimos a los géneros literarios tradicionales, puesto que otras modalidades de las letras, incluso sin considerar el concepto amplísimo que tenía en el siglo XVIII el término «literatura», fueron objeto de traducción.
Traducciones de teatro
En el teatro, de una manera mucho más decidida que en los otros géneros, debido a su proyección social y a su esperada enseñanza moral, se manifestó la voluntad de renovación y reforma, impulsada por un sector de los intelectuales y por las autoridades culturales, que pasaba por el abandono de unas estructuras dramáticas tradicionales que se habían mantenido, pese a su supuesta decadencia, durante buena parte del siglo, y por la incorporación de formas nuevas o vistas como tales (Lafarga 2013).
En este sentido, conviene mencionar en primer lugar la modalidad que aparecía como más novedosa, la tragedia clásica francesa (véase Ríos 1997). Son conocidos los desvelos oficiales por aclimatarla, así como su fracaso relativo, en particular el poco aprecio de que gozó entre lo que suele denominarse «el gran público». Los primeros modelos tenían que ser Corneille y Racine, ya lejanos en el tiempo, pero que resultaban una novedad por cuanto no habían sido traducidos en su época. Corneille tuvo menor difusión que su rival, aunque se le adelantó en unos cuantos años: en efecto, su Cinna, en versión de Francisco Pizarro Picolomini, marqués de San Juan, vio la luz en 1731 (sin pie de imprenta) aunque se dice reimpresión y lleva censura de 1713; una imitación de la misma tragedia, con el título de El Paulino, fue realizada años más tarde (Madrid, s. i., 1740) por el presbítero Tomás de Añorbe y Corregel. Con todo, la versión que tuvo mayor aceptación fue la que Tomás García Suelto hizo de El Cid, publicada en 1803 (Madrid, García y Compañía (véase Qualia 1933).
Mayor presencia tuvieron las tragedias de Racine (véase Tolivar 2001), empezando por Iphigénie, más que traducida adaptada al gusto barroco por José de Cañizares hacia 1715 (El sacrificio de Efigenia), representada a partir de 1721 aunque inédita hasta mediados de siglo (Barcelona, P. Escuder, 1756). De 1752 (Madrid, G. Ramírez) es la traducción en prosa de Britannicus por Juan de Trigueros, con el seudónimo de Saturio Iguren, nuevamente traducida en verso por el erudito Tomás Sebastián y Latre (Zaragoza, F. Moreno, 1764). De 1754 (Madrid, G. Ramírez) es la brillante traducción de Athalie por el político Eugenio de Llaguno, acompañada de un interesante prólogo. En la misma década se realizó una traducción de Andromaque, que no se publicó hasta 1789 (Madid, Imprenta Real), por Margarita Hickey, adelantándosele por ello una adaptación muy libre que, con el título El Astianacte y el subtítulo Al amor de madre no hay afecto que le iguale, hizo Pedro de Silva (que usó el seudónimo José Cumplido), publicada en 1764 (Madrid, G. Ramírez), representada en varias ocasiones hasta finales de siglo, cuando volvió a publicarse en Barcelona, Madrid y Salamanca, con el título de Andrómaca. En 1768 (Madrid, Imprenta Real) se publicó otra traducción de Iphigénie, en este caso con fidelidad, debida al duque de Medina Sidonia (Alonso Pérez de Guzmán), y en 1770 Gaspar Melchor de Jovellanos hizo una nueva versión, que no se publicó en la época y hubo de esperar hasta 2007 (por Juan B. Olarte y Jesús Menéndez, Gijón, Foro Jovellanos–Cajastur). De finales de la década de 1760 o principios de la siguiente son las versiones de Pablo de Olavide de Mithridate y de Phèdre, que no se publicarían hasta mucho más tarde, en varias ediciones sueltas hechas en Barcelona. De la tragedia bíblica Esther se conocen varias traducciones y adaptaciones de finales de siglo y principios del XIX: la de Juan Clímaco Salazar (como Mardoqueo), la del P. José Petisco (como La inocencia triunfante) y, aunque anónimas, las atribuidas a Félix Enciso Castrillón y a Luciano Francisco Comella, la única que llegó a publicarse.
La prohibición inquisitorial de todas las obras Voltaire en 1762 no impidió que se tradujeran varias de sus piezas teatrales, sobre todo tragedias (véase Lafarga 1989: 81–122). Con todo, a menudo los traductores (y los editores) se guardaron de mencionar el nombre del autor original; por otra parte, el contenido filosófico de las obras aconsejaba introducir modificaciones. Así, Alzire se convirtió en El triunfo de la moral cristiana en la versión de Bernardo M.ª de Calzada (Madrid, Imprenta Real, 1788) y en La Elmira en la de Juan Pisón y Vargas (México, F. de Zúñiga, 1788), mientras que Zaïre, considerada la obra maestra de Voltaire, conoció títulos como Combates de amor y ley (Cádiz, Espinosa de los Monteros, 1765) y La fe triunfante del amor y cetro (Madrid, P. Aznar, 1784) en versiones, respectivamente, de cierto Juan Francisco del Postigo y de Vicente García de la Huerta.5 De esta misma tragedia hay, de hecho, una primera versión por Margarita Hickey, anterior a 1759, que permanece inédita (B. Nacional de España), otra por Fulgencio Labrancha (Zaira, Murcia, F. Teruel, 1768), y la estrenada en 1771 y atribuida a P. de Olavide, que se publicó suelta en Barcelona a principios de la década siguiente (La Zayda, por Gibert y Tutó y por la Viuda Piferrer).
Otras tragedias de Voltaire se tradujeron en la época en ocasiones por personajes tan conocidos como Tomás de Iriarte u Olavide. El primero dio para el teatro de los Reales Sitios, compañía formada para las funciones en los palacios reales, una versión de L’orphelin de la Chine, aunque no la publicó hasta 1787 en una colección de sus obras (Madrid, B. Cano). Por su parte, Olavide, además de La Zayda, dio otras dos versiones volterianas que no llegaron a editarse: Casandro y Olimpia (de Olympie) y Merope (ambas en la B. Histórica Municipal de Madrid). La segunda fue también traducida por José Antonio Porcel, con el anagrama Antonio Lecorp (Madrid, B. Román, 1786) y, ya avanzado el siglo XIX, por Miguel de Burgos (Madrid, Burgos, 1815). Otras tragedias volterianas traducidas en la época fueron Tancredo, que Bernardo de Iriarte, hermano de Tomás, escribió en 1765 para una de las fiestas organizadas para celebrar el enlace entre el futuro Carlos IV y María Luisa de Parma (Madrid, Muñoz del Valle); La muerte de César, publicada en 1791 (Madrid, B. Román) por Mariano Luis de Urquijo, con el nombre de Voltaire en la portada (algo totalmente inédito, además de peligroso) y Semíramis, que tras una versión de Lorenzo M.ª de Villarroel, marqués de Palacios, que permanece inédita (Santander, B. Menéndez Pelayo), fue adaptada, reduciéndola a un solo acto, por el dramaturgo Gaspar Zavala y Zamora, puesta varias veces en escena en la década de 1790 y publicada sin pie de imprenta.
Las traducciones no se limitaron a los tres grandes dramaturgos mencionados hasta aquí, pues otros trágicos franceses fueron también conocidos en España, aunque en muchos casos las versiones no llegaron a representarse y ni siquiera a publicarse. El repertorio fue variado, pues incluye tragedias de asunto bíblico, de temática grecolatina y de materia moderna. Puede recordarse Rhadamiste et Zénobie de Prosper Jolyot de Crébillon, que conoció dos traducciones, por Antero Benito y el ya citado Zavala; el Eduardo III de Jean–Baptiste Gresset, traducido por Antonio Valladares de Sotomayor; Les Barmécides y Le comte de Warwick de J.–F. de Jean–François de La Harpe, puestas en castellano por José Viera y Clavijo; la muy citada Muerte de Abel de Gabriel Legouvé, de la que se hicieron dos versiones (por Antonio Saviñón y Magdalena Fernández Figuero); el Agamenón de Népomucène Lemercier, vertido por Eugenio de Tapia; Hipermenestra de Antoine–Marin Lemierre, traducida por Olavide, aunque fue más conocida su Veuve du Malabar, que en la versión de Zavala llevó el título de El imperio de las costumbres; Gustavo de Alexis Piron, traducida por Miguel Maestre, aunque fue más conocido por su Hernán Cortés en versión del duque de Medina Sidonia. Todos los autores mencionados son del siglo XVIII; a la centuria anterior pertenece Nicolas Pradon, rival de Racine, cuyo Tamerlan ou la mort de Bajazet fue el original del Bayaceto de Ramón de la Cruz (véase Qualia 1943).
Aunque con menor intensidad, se aprecia también en la comedia el recurso a las traducciones para ofrecer un ejemplo a seguir en la renovación de la escena española y, en particular, como una fórmula dramática que pudiera substituir con éxito a la comedia áurea, género que algunos consideraban obsoleto. Dejando a un lado el debate que se produjo en torno a una y otra concepción teatral, lo cierto es que un número nada desdeñable de comedias francesas pertenecientes a la estética clásica, «regulares» como se decía en la época, fue traducido, representado y publicado (véase Lafarga 1997). En este contexto, la obra de Molière aparece como un modelo, saludado como tal en varias publicaciones y artículos de prensa, y traducido con distintos resultados. 6 La versión más antigua que se conoce de una de sus comedias se llevó a cabo en 1680: se trata del sainete El labrador gentilhombre, compuesto con varias escenas del Bourgeois gentilhomme y representado en una función real en el palacio del Buen Retiro como complemento a una comedia de Calderón de la Barca, que se imprimió en la edición de sus Comedias por J. E. Hartzenbusch (Madrid, Imprenta de la Publicidad, 1850, IV, 393–394). Con todo, no tuvo continuidad, pues hasta 1753 no apareció un nuevo texto de Molière en castellano, El avariento en versión de Manuel de Iparraguirre (Madrid, G. Ramírez); de la misma comedia hay que mencionar otra versión, casi cincuenta años más tarde, publicada en la colección Teatro Nuevo Español (Madrid, B. Cano, 1800) y realizada por Dámaso de Isusquiza, quien llevó a cabo todo un trabajo de «españolización» de la pieza. Una de las traducciones más notables, por la calidad del traductor y por las circunstancias en las que se dio, fue la del Tartuffe realizada por Cándido M.ª Trigueros con el título de Juan de Buen Alma (también conocida como El gazmoño), estrenada en 1768 en Sevilla, donde produjo cierto escándalo, corregida por el traductor en 1775 y prohibida por la Inquisición en 1779; quedó inédita hasta 1979, cuando fue editada por Linda P. Carroll en su tesis doctoral (University of Cincinnati). Por su parte, Ramón de la Cruz adaptó hasta siete comedias de Molière a sainetes, casi todos representados y publicados, aunque normalmente en fechas tardías (véase Hamilton 1921 y Coulon 2009). Los originales han sufrido notables cambios, tanto por la necesaria reducción del formato como por una mayor moralidad de la acción. Algunos de sus títulos, por otra parte, se separan bastante de los de sus originales: El caballero de Sigüenza (Monsieur de Pourceaugnac), El casamiento desigual (George Dandin), El mal de la niña (L’amour médecin) o La muda enamorada (Le médecin malgré lui).
Las traducciones más interesantes pertenecen a principios del siglo XIX. Se ha atribuido al censor Santos Díez González un Anfitrión estrenado en 1802 que no llegó a publicarse (ms. en la B. Histórica Municipal de Madrid); a José Marchena se deben El hipócrita (Tartuffe) publicado en 1810 (Madrid, Alban y Delcasse) y La escuela de las mujeres, de 1812 (Madrid, Imprenta Real), dedicada a José Bonaparte (Buiguès 2009). Del mismo año es El enfermo de aprehensión (Le malade imaginaire), traducido por Alberto Lista y dedicado al mariscal Soult «general en jefe del ejército imperial del Mediodía de España», que se ha conservado gracias a la edición de Manuel Gómez Imaz de 1891 (Sevilla, E. Rasco). De la misma época son las célebres versiones de Leandro Fernández de Moratín La escuela de los maridos (Madrid, Villalpando, 1812) y El médico a palos, o sea, Le médecin malgré lui (Madrid, Collado, 1814, con varias reediciones en los años inmediatos), publicadas ambas a nombre de Inarco Celenio, apelativo de Moratín en la academia de la Arcadia romana (Andioc 2005a).
Si el teatro de Molière contó con una nutrida presencia en las tablas y en la edición españolas, no ocurrió lo mismo con otros autores que tanto en su época como en la actualidad son considerados dramaturgos de primera línea. Los casos de Marivaux y Beaumarchais son, en este sentido, ejemplares. De hecho, sólo se conocieron en español dos traducciones completas de textos marivaudianos: La escuela de las madres, programada por la compañía de los Reales Sitios, de traductor desconocido, representada luego en los teatros públicos a partir de 1779 e impresa en varias ediciones a finales de siglo; y La viuda consolada (procedente de La seconde surprise de l’amour), estrenada en 1801, anónima e inédita (ms. B. Histórica Municipal, Madrid). Lo demás que circuló de Marivaux fueron adaptaciones a sainetes por Ramón de la Cruz, con los inevitables cortes y modificaciones: El viejo burlado (L’école des mères), El heredero loco (L’héritier de village) y El triunfo del interés (Le triomphe de Plutus). El teatro de Beaumarchais tuvo aun más corto recorrido. Aunque el personaje fue conocido en España por su viaje a Madrid y su disputa con Clavijo y Fajardo en 1764, con anterioridad a 1808 sólo se hizo una traducción del Barbier de Séville por Manuel Fermín de Laviano con el título La inútil precaución, con notables alteraciones en los nombres de los personajes y otros aspectos; fue representada en 1780 pero no llegó a publicarse (ms. B. Histórica Municipal de Madrid). Habrá que esperar a bien entrado el siglo XIX para hallar otras traducciones, avivadas por la ópera de Rossini (véase, respectivamente, Bittoun 2001 y Contreras 1992).
La presencia de la comedia francesa fue sustentada por otros autores, menos conocidos en la actualidad, y su presencia se vio favorecida por la variedad de las modalidades del género. De quien es considerado el mejor de los seguidores de Molière, Jean–François Regnard, se tradujeron varias obras: Le joueur, en una versión atribuida a P. de Olavide y representada desde principios de los años 1770 con los títulos El jugador o Los daños que causa el juego y Malos efectos del vicio y jugador abandonado, que no llegaron a publicarse; El heredero universal (Barcelona, Gibert y Tutó, s. a) atribuido a Clavijo y Fajardo; El distraído obra de Félix Enciso Castrillón; representado y publicado en 1804 (Madrid, M. Repullés); y Citas debajo del olmo que aparece más como una adaptación que como una traducción, de Attendez–moi sous l’orme, por lo mucho que puso de su parte José M.ª de Carnerero (Madrid, Viuda de Ibarra, 1801).
De otros autor de éxito en Francia, Philippe Néricault Destouches, máximo cultivador de la comedia de carácter, Tomás de Iriarte tradujo para el teatro de los Reales Sitios El malgastador (Le dissipateur) y El filósofo casado en una línea teatral que iba a ilustrar más tarde con sus comedias originales El señorito mimado y La señorita malcriada; de la primera se conservan varias ediciones sueltas de Barcelona (Viuda Piferrer y Gibert y Tutó), mientras que El filósofo casado, del que también hay sueltas, fue incluido por Iriarte en la colección ya citada de sus obras (1787) por estar en verso. En cuanto a otra comedia célebre de Destouches, Le glorieux, gozó de varias traducciones realizadas por escritores de fama: Clavijo y Fajardo, que la tituló El vanaglorioso (dos ediciones sueltas en Barcelona) y ya a principios de siglo, Valladares de Sotomayor y Enciso Castrillón, que le dieron curiosamente el mismo título de El vano humillado, aunque ninguna llegó a publicarse.
Finalmente, otro gran subgénero procedente de Francia irrumpió en el panorama teatral español: el drama o comedia sentimental. 7 Por su características formales –verosimilitud, naturalidad, seriedad– y por sus contenidos –exaltación del espíritu burgués, de la clases medias, del trabajo, de la familia, de la sensibilidad–, el drama se presentaba como la fórmula más adecuada para llevar a cabo la reforma teatral, combinando las preocupaciones sociales de la comedia moralizadora y la seriedad de la tragedia. Así fue visto en España al principio, incluso en su preformulación bajo la denominación de comédie larmoyante. Es conocida la versión que de una de estas comedias de mayor éxito, Le préjugé à la mode de Nivelle de la Chaussée, hizo Ignacio de Luzán en 1751 (Madrid, J. de Orga) con el título La razón contra la moda (véase Barbolani 1991 y Saura 2000).
Más tarde, este tipo de piezas estuvo en el centro el debate sobre la renovación del teatro, y algunas traducciones precedieron a las primeras producciones españolas, tanto en el repertorio de la compañía de lo Reales Sitios como en los teatros comerciales: Eugenia de Beaumarchais, traducida por Louis Reynaud (no localizada) y El desertor de L.–S. Mercier en la versión atribuida a Olavide, impresa en dos ocasiones a finales de siglo. Del drama de Beaumarchais hubo otra versión por los mismos años, debida a Ramón de la Cruz, que se publicó en varias ocasiones a finales de los años 70 (Barcelona, Gibert y Tutó y Viuda Piferrer), y fue incluida en la edición del Teatro de Cruz (Madrid, Imprenta Real, 1787, vol. III). Con todo, la llegada masiva del género a los teatros públicos (a partir de 1780) significó una inflexión en las traducciones, realizadas con mayor libertad de ejecución y, en muchos casos, desvirtuando los principios del género para conseguir unas piezas más aceptables por el gran público. De hecho, muchas de las versiones españolas de dramas franceses deberían ser consideradas adaptaciones, pues presentan modificaciones de tipo formal (conversión en tres actos o jornadas, uso del verso octosílabo en lugar de la prosa, supresión de las didascalias, etc.) que las acercan a la tradición teatral española.
A esta época pertenecen las primeras traducciones impresas de los dos grandes dramas de Diderot, El hijo natural (Madrid, Imprenta Real, 1787) por Bernardo M.ª de Calzada y El padre de familia (Madrid, P. Aznar, 1785) por Lorenzo M.ª de Villarroel, marqués de Palacios (Lafarga 1987 y 2015), así como la versión muy difundida de Los amantes desgraciados o El conde de Cominge (Madrid, s. i., 1791) de Baculard d’Arnaud, obra de Manuel Bellosartes. Descuellan sobre las demás, por el éxito que cosecharon, las versiones de Valladares de Sotomayor de La brouette du vinaigrier de Mercier, que tituló, cambiando el lugar de la acción y la profesión del protagonista, El trapero de Madrid, representado en varias ocasiones en los años 80 y 90 y publicado sin pie de imprenta, o la de Le fabricant de Londres de Fenouillot de Falbaire (como El fabricante de paños), representado asimismo en los años 80, aunque no publicado. La aparición de piezas originales en este género no frenó la avalancha de traducciones, que se multiplicaron a lo largo de la primera década del siglo XIX.
Así en la ya citada colección del Teatro Nuevo Español (1800–1801) se publicaron hasta nueve dramas franceses o traducidos del francés (que representan casi la mitad de las traducciones), entre ellos el celebérrimo Abate de l’Épée de Jean–Nicolas Bouilly –del que se hicieron hasta siete ediciones en pocos años–, así como una nueva versión de El padre de familia de Diderot, ambas por Juan de Estrada; y Cecilia y Dorsán de Marsollier des Vivetières (Adèle et Dorsan) por Rodríguez de Arellano.
La profusión de traducciones, que aumentaron prodigiosamente en los primeros años de siglo, llegando a eclipsar a las producciones originales, los cambios que presentaban los nuevos textos en el sentido de insistir en la vena patética y tremendista, la mala calidad de las traducciones, hechas aprisa y sin cuidado para satisfacer la demanda, terminaron por desvirtuar totalmente el género. Ya en los primeros años del siglo apareció en España el melodrama; en 1803 se estrenó una de las obras más características del maestro del género en Francia, Pixérécourt: El mudo incógnito o la Celina (Cælina ou l’enfant du mystère), inaugurando así una moda teatral que iba a perdurar hasta los años 1830, ilustrada por dramaturgos como Bouilly, Caigniez o Ducange.
Traducciones de poesía
Las traducciones en el ámbito de la poesía, abundantes aunque muy diseminadas, fueron constantes a lo largo del siglo XVIII, sobre todo en su segunda mitad. Poco aportó la poesía francesa a la española en el siglo XVIII. Curiosamente, tal vez lo más reseñable sea la presencia de un poeta del siglo XVII, Jean de La Fontaine, convertido en un referente insoslayable de la fábula moderna. Dejando a un lado su vaga presencia en los grandes fabulistas Iriarte o Samaniego, se han señalado inspiraciones directas en una veintena de fábulas de José Agustín Ibáñez de la Rentería (Madrid, Aznar, 1787), mientras que el mismo año aparecía la traducción por B. M.ª de Calzada de 233 Fábulas morales escogidas (Madrid, Imprenta Real, 2 vols.), con poemas fieles, moralizadores y muy accesibles, que fueron objeto de repetidas apropiaciones incluso en el siglo XX (Beynel 1996, Ozaeta 1999 y 2004).
En cuanto a autores del siglo XVIII, el carácter clasicista de la mayor y mejor parte de su poesía resultaba poco novedoso y, a lo sumo, relativamente interesante por la personalidad de los autores. Es el caso de Voltaire, algunos de cuyos poemas breves traducidos no llegaron a publicarse o lo hicieron perdidos en el interior de obras vagamente relacionadas con él (por ejemplo, en una Vida de Federico II traducida del francés por B. M.ª de Calzada, Madrid, Imprenta Real, 1788–1789). En cuanto al poema épico de La Henriade, las versiones que se publicaron lo fueron tardíamente: en 1816 (Alais, Martin) por Pedro Bazán de Mendoza y en 1821 (Madrid, M. de Burgos) por José Joaquín de Virués; es anterior, de 1800, una versión de José Viera y Clavijo, que permanece inédita (Santa Cruz de Tenerife, B. Municipal). También tardía es la traducción en prosa del poema burlesco La Pucelle d’Orléans (Londres, Davidson, 1824). En el registro de la poesía didáctica, cabe mencionar la traducción por Gaspar Zavala y Zamora de las Fábulas de J.–P. Claris de Florian (Madrid, L. Vallín, 1809).
Una modalidad poética que tuvo cierta aceptación en España fue la heroida, que si bien no es estrictamente francesa –su primera formulación se remonta a Ovidio– fue en la Francia de mediados de siglo donde tomó nuevos aires. Especie de elegía o epístola heroica, la heroida expresa pasiones y sentimientos de manera subjetiva y sincera, usando la primera persona. Aparte de algunas traducciones aisladas, se publicaron en España, a principios del siglo XIX, dos colecciones distintas de heroidas traducidas del francés (en 1804 y en 1807). Contienen poemas de Blin de Sainmore, Chamfort, Colardeau, Dorat (el más representado), La Harpe y otros autores, y los personajes que hablan –sacados de la historia, la leyenda o la literatura– son tan conocidos como Caín, Calipso, Sócrates, Safo, Ovidio, Catón, Séneca, Armida, el conde de Cominges o Barnevelt (véase Saura 2002). Aun así, la poesía francesa poco aportó en el XVIII y fue considerada más novedosa la poesía hecha en Inglaterra.8
Traducciones de narrativa
La traducción de relatos modernos (especialmente franceses o a través del francés) tiene su momento fuerte en el último cuarto del siglo XVIII, prolongándose durante los primeros años de la centuria siguiente (véase Álvarez Barrientos 1991: 198–213; 1996 y 1998). Con todo, ya en la primera mitad de siglo se hicieron en España traducciones de relatos franceses de la centuria anterior, aunque se han detectado algunas reticencias a la «importación de este tipo de literatura» (véase Sanz 2001). Sea como fuere, lo cierto es que las obras narrativas que se tradujeron son vecinas del relato histórico o tienen un componente marcadamente educativo. Al primer tipo pertenece la Casandra de La Calprenède, larga novela heroica de mediados del XVII, que se publicó en diez tomos en 1792–1793 (Madrid, B. Cano), obra de Manuel Bellosartes. Del lado del relato moral y pedagógico hay que situar la Nueva Cyropedia o Los viajes de Ciro del escocés afincado en Francia Andrew M. (o André–Michel) Ramsay, traducida por Francisco Savila en 1738 (Barcelona, Herederos de J. P. y M. Martí), y, sobre todo, del Télémaque de su maestro Fénelon, que empezó su dilatada carrera en español en 1713 en una edición, sin nombre de traductor, de La Haya (A. Moetjens), reproducida luego en varias ediciones españolas y extranjeras, hasta la nueva versión de 1797–1798 (Madrid, Imprenta Real) de José de Covarrubias. En 1803 (Madrid, Repullés) se publicó una nueva traducción, debida a Fernando Nicolás de Rebolleda, de la que se hicieron a lo largo del siglo XIX varias reediciones, la mayoría en imprentas francesas. La traducción de Rebolleda apareció en dos ediciones, una en español y otra bilingüe, y significó el punto de partida de una larga serie de impresiones del Telémaco con fines educativos, tanto para el aprendizaje de la lengua, como para el de la historia, la geografía o las buenas costumbres. En este sentido destaca la versión extractada hecha por Agustín García de Arrieta en 1796 (Madrid, B. Cano) y titulada El espíritu del Telémaco o Máximas y reflexiones políticas y morales del célebre poema (véase García Bascuñana 2003, Lépinette 2003, Carpi 2017 e Iñurritegui 2019).
Una de las traducciones de mayor éxito, a juzgar por su repercusión y el número de ediciones, fue la que el jesuita José Francisco de Isla hizo de la novela picaresca Gil Blas de Santillane de Alain–René Lesage. Aun cuando ya estaba terminada en 1775, su publicación se demoró varios años y no apareció hasta 1787 (Madrid, M. González), cuando el traductor ya había fallecido. El título que le puso el P. Isla, Aventuras de Gil Blas de Santillana, robadas a España y adoptadas en Francia por Monsieur Le Sage, restituidas a su patria y a su lengua nativa por un español celoso que no sufre se burlen de su nación, traslucía el pensamiento del traductor, alentado por una parte de la crítica francesa, y encendió una larga polémica. Sea como fuere, al año siguiente ya apareció una nueva edición (Valencia, B. Monfort) y a partir de esa fecha, y hasta nuestros días, se han sucedido las reediciones, la mayoría de las cuales han suprimido la parte más ofensiva del título que le dio el traductor (véase Husquinet–García 1980, Álvarez Barrientos 1991: 94–100, Lafarga 2010). Tampoco la polémica impidió que se publicaran otras traducciones de Lesage: así, en 1792 apareció la de El bachiller de Salamanca por Esteban Aldebert (Madrid, P. Aznar), y mucho más tarde, en 1822 (París, Barrois Hijo), El observador nocturno o El diablo cojuelo, de traductor anónimo, de la que se hicieron varias reediciones a lo largo del siglo XIX.
A partir de los años 1780 y hasta el cambio de gusto con el Romanticismo, se sucedieron las traducciones de relatos, largos y breves, aparecidos ya en forma individual, ya en forma colectiva formando colecciones o «bibliotecas», o incluso en las páginas de los periódicos. Por una parte, los relatos de tipo moral e instructivo, que, como es sabido, tuvieron gran aceptación en la época. Pueden citarse en este grupo distintas producciones de la condesa de Genlis, entre ellas Adela y Teodoro o Cartas sobre la educación, en traducción de Calzada (Madrid, J. Ibarra, 1785), las célebres Veladas de la quinta (Les veillées du château) traducidas por Fernando de Gilleman en 1788 (Madrid, M. González) con el elocuente subtítulo de Novelas e historias sumamente útiles para que las madres de familia, a quienes las dedica la autora, puedan instruir a sus hijos, juntando la doctrina con el recreo, así como Adelaida o El triunfo del amor (Madrid, P. Aznar, 1801), novela traducida por María Jacoba Castilla Xaraba, que se oculta tras las iniciales M. J. C. X. (Onandia 2018). En cuanto a otra prolífica autora francesa de la época, Madeleine–Angélique de Gomez, tuvo especial presencia su obra Les journées amusantes, conjunto de historias y anécdotas, de la que aparecieron dos traducciones contemporáneas: las Jornadas divertidas par Baltasar Driguet, publicadas en ocho volúmenes entre 1792 et 1797 (por varios impresores) y los Días alegres por Gaspar de Zavala y Zamora, también en ocho volúmenes, que vieron la luz en la Imprenta Real entre 1792 y 1798 (García Garrosa 2003 y 2004).
También se tradujeron las Lettres d’une Péruvienne, novela epistolar que dio mucho que hablar en su tiempo, obra de Mme. de Graffigny (Françoise d’Issembourg d’Happoncourt): la versión de María Romero (Cartas de una peruana) apareció en 1792 (Valladolid, Viuda de Santander), y fue acusada de plagio por María Josefa de Rivadeneyra, aun cuando no se ha localizado su texto, en una polémica con cartas cruzadas que se publicó en el Correo Literario de Murcia de enero a abril de 1794. La traductora ha incluido reflexiones propias para reforzar la moralidad de la obra y ha suavizado algunos comentarios sobre la conducta de los españoles en el Perú (Defourneaux 1962b, Bolufer 2014, García Calderón 2014). Algunos años más tarde (Madrid, P. Aznar, 1798) apareció Pablo y Virginia, novela de tono sentimental con toques exóticos de Bernardin de Saint–Pierre, obra de José Miguel Alea; curiosamente, la traducción se hizo a partir de una versión inglesa, luego cotejada con el original francés, siguiendo un recorrido contrario al de muchas obras inglesas, también varias novelas, que se tradujeron de versiones francesas intermedias. Como ejemplo del interés suscitado por la novela, puede añadirse que poco después se tradujo y representó una adaptación francesa para la escena, obra de Favières, llevada a cabo por Juan Francisco Pastor (Madrid, B, Cano, 1800), incluida en el volumen I del Teatro Nuevo Español.
Conviene asimismo mencionar distintas obras de corte educativo y moral de Mme. Le Prince de Beaumont, como el Almacén y biblioteca completa de los niños por Matías Guitet (Madrid, M. Marín, 1778, 4 vols.), que contenía varios cuentos, entre ellos La Belle et la Bête, así como el Almacén de las señoritas adolescentes (Madrid, Barco López, 1787) por el editor Plácido Barco López o La nueva Clarisa (Madrid, Cruzado, 1797) por José de Bernabé y Calvo (véase Romero 2001 y Onandia 2017).
Estas y otras traducciones contribuyeron a la constitución de un corpus de textos en español relativos a la educación de la mujer en el siglo XVIII, formado por relatos y también por tratados menos convencionales de defensa de la mujer, como los de Louise d’Épinay o Mme. de Lambert (véase Bolufer 2002 y 2015). Otro registro más progresista, aun dentro del ámbito de la enseñanza moral, tienen los relatos cortos de Marmontel, que conocieron varias traducciones, entre ellas las que incluyó Francisco Mariano Nifo en su obra El novelero de los estrados (Madrid, G. Ramírez, 1764), la de La mala madre hecha en 1787 por Vicente M.ª Santiváñez, única obra que incluía su edición de Novelas morales (Valladolid, Viuda e Hijos de Santander) y las que se publicaron en Murcia (F. Benedito, 1788–1789), que al parecer fueron quince aunque solo se han localizado diez (Defourneaux 1970, García Cuadrado 2014).
Tampoco tuvieron mucha circulación los relatos franceses con contenido más «filosófico», como las novelas y cuentos de Montesquieu, Voltaire o Diderot. La condena por la Inquisición de estos autores puede explicar, en parte, las ausencias o retrasos que se observan. De hecho, las traducciones de estos textos, que eran conocidos en la época por las elites culturales, fueron tardías. En el caso de Voltaire, si bien Micromegas apareció en 1786 (Madrid, J. Herrera), traducido por cierto Blas Corchos y Zadig en 1804 (Salamanca, F. de Tójar) por un traductor que oculta su nombre, hubo que esperar al siglo XIX para las traducciones canónicas de Marchena (Novelas, Burdeos, Beaume, 1819) y Leandro Fernández de Moratín (Cándido, Cádiz, Santiponce, 1838), aunque hay indicios de que estaba concluida en 1814. A Moratín también se atribuye la traducción del cuento Los dos consolados, insertada en el Diario de Valencia de 29 de junio de 1813 (Lafarga 1989: 134–138, Andioc 2005b).
Más extraño es el caso de las Lettres persanes de Montesquieu. Fueron conocidas muy pronto en España, e imitadas –por lo menos en cuanto a su estructura y aspectos menores– por José Cadalso en sus Cartas marruecas, publicadas en 1789 aunque ya terminadas en 1774 (Laborde 1952 y Bremer 1971). El propio Cadalso, sin embargo, rebatió las ideas expresadas sobre España por el autor francés en una de ellas en el opúsculo Defensa de la nación española, que permaneció inédito hasta 1970 (Mercadier 1970, Peñas Ruiz 2008). Condenadas por la Inquisición en 1797, la primera traducción –excepción hecha de alguna imitación parcial no publicada– no apareció hasta 1818 (Nîmes, P. Durand–Belle); obra de Marchena, con el título Cartas persianas, fue reeditada en numerosas ocasiones (ya como Cartas persas), y fue la única en español hasta 1997 (Herrero & Vázquez 1991, Álvarez de Miranda 1995, Jiménez Salcedo 2009). Peor suerte le cupo a Diderot en su calidad de novelista –a diferencia de su actividad como dramaturgo– pues la más temprana versión de alguno de sus relatos es la de La religiosa en 1821 (París, Rosa), firmada por M. V. M. (Lafarga 1979).
Cabe mencionar asimismo las traducciones y adaptaciones de relatos extranjeros, normalmente cuentos o novelas cortas, publicados en series o colecciones que tuvieron cierto predicamento entre los lectores por la variedad de sus contenidos: la Colección universal de novelas y cuentos en compendio (1789–1790) de la que sólo salieron dos volúmenes, con la mayoría de los relatos coincidente con los publicados anteriormente en la Bibliothèque universelle des romans (Poirier 1979); la Colección de novelas escogidas o anécdotas sacadas de los mejores autores de todas las naciones (Madrid, Vda. de Ibarra, 1795, 4 vols.), etc. Cabe mencionar aquí también el volumen titulado Cuentos morales, en el que Francisco de Tójar reunió en 1796 (Salamanca, F. de Tójar) varios relatos de temática americana y oriental, traducidos del francés (entre ellos el Zimeo de Saint–Lambert). De gran fortuna gozó también la narrativa de François–Thomas Baculard d’Arnaud, de cuya colección de novelas Épreuves du sentiment se hicieron dos traducciones: Experimentos de sensibilidad, por Juan Corradi (Madrid, Viuda e Hijo de Marín, 1795–1799, 9 vols), y la anónima Pruebas del sentimiento, que empezó a salir en 1795 (Barcelona, Imprenta del Diario) y no se completó.
Además de las traducciones confesadas por los traductores o fácilmente identificables por la celebridad del título se hicieron en el siglo XVIII y primeros años del XIX multitud de versiones, arreglos y reescrituras de novelas breves y cuentos sin mencionar la fuente. Su publicación a menudo en periódicos o formando parte de volúmenes misceláneos ha dificultado la labor de localización e identificación. Con todo, gracias al tesón de algunos investigadores se han podido establecer numerosas filiaciones (véanse, entre otros, los estudios de Alonso Seoane 1991 y 1992, y García Garrosa 1991 y 1996). En ocasiones se trata de autores de renombre, como Pedro María de Olive en Las noches de invierno (Madrid, varios editores, 1796–1797, 8 vols.), Cándido M.ª Trigueros en Mis pasatiempos (Madrid, Viuda de López, 1804), Pablo de Olavide en las Lecturas útiles y entretenidas (Madrid, J. Doblado, 1800–1817, 11 vols., con el seudónimo de Atanasio de Céspedes y Monroy) o Rodríguez de Arellano en el Decamerón español (Madrid, Gómez Fuentenebro y Cía., 1805).
En este recorrido no se han mencionado todas las modalidades literarias traducidas, puesto que también fueron abundantes las versiones de obras geográficas y de viajes, que estuvieron tan de moda en la época: por su envergadura pueden mencionarse las de la Historia general de los viajes recopilada por Antoine–François Prévost,9 traducida en castellano en 25 vols. por Miguel Terracina (Madrid, J. A. Lozano, 1763–1785), y el Viajero universal de Joseph de La Porte, que en la traducción de Pedro Estala ocupó 43 vols. (Madrid, Villalpando, 1796–1801).
Traducciones en el ámbito de las humanidades
Como es sabido, en algunos de los principales «literatos» franceses del siglo XVIII confluyen la creación literaria con el pensamiento político, histórico o filosófico. Pero, como también se ha mencionado, las trabas puestas por la censura para la lectura de sus obras limitó extraordinariamente la traducción de las mismas. En el caso de Montesquieu, de L’esprit des lois, monumento del pensamiento jurídico francés y europeo, se tienen noticias de la traducción de hasta un tercio del original, que quedó truncada y no llegó a publicarse (Clavero 1977). Su prohibición por la Inquisición en 1756 fue un golpe a su difusión, aunque no impidió que se editaran en 1787 (Madrid, González) unas Observaciones sobre el Espíritu de las leyes, de François Risteau, en versión de José Garriga, en las que se rebatían algunas ideas expuestas por Montesquieu en su libro. De hecho, la primera traducción española no apareció hasta 1820 (Madrid, Villalpando), obra de Juan López de Peñalver, aprovechando la relajación de la censura. Mejor suerte inicial le cupo a las Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence, pues la prohibición inquisitorial no se publicó hasta 1781, cinco años después de su primera traducción al español como Reflexiones sobre las causas de la grandeza de los romanos y las que dieron motivo a su decadencia (Madrid, J. Ibarra), obra de Manuel de Zervatán (Elorza 1970).
Del Voltaire «filósofo» no se tradujeron las obras más significativas, como las Lettres philosophiques, el Dictionnaire philosophique o el Traité sur la tolérance. Otras producciones tuvieron que esperar hasta los años 1820–1830 para ser publicadas en castellano (Ensayo sobre las costumbres, La filosofía de la historia). De hecho, la única obra no literaria que se tradujo en el XVIII fue la Historia de Carlos XII, rey de Suecia, que se halla entre el tratado histórico y la narración novelesca, obra de Leonardo de Uría y Urueta. Publicada en 1734 en dos volúmenes (Madrid, Convento de la Merced y Manuel Martínez), se reimprimió seis veces hasta finales de siglo, esquivando la prohibición inquisitorial que recaía sobre todas las obras de Voltaire desde 1762, por el hecho de que había sido condenada a expurgaciones (supresión de distintos pasajes) en 1743 (Lafarga 1989: 133–134).
En cuanto a Jean–Jacques Rousseau, la única obra10 que apareció en el siglo XVIII fue El contrato social, en una edición con pie de imprenta de Londres, 1799. Aunque no lleva nombre de traductor, diversos indicios señalan a José Marchena (Domergue 1967). Pocos años más tarde (1803) se publicó, en una edición con pie de imprenta de Charleston (EE. UU.), el Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad, sin nombre de traductor, aunque parece ser originario de América. El resto de su producción, incluyendo sus novelas, pertenece al siglo XIX (véase Spell 1938).
La traducción de obras históricas fue relativamente temprana; de hecho, algunas de las más importantes versiones de compendios extranjeros se realizaron antes de 1750 (para una relación de estas obras, véase Lépinette 1999). Así, las dos obras más conocidas de Bossuet en el campo de la historia, el Discurso sobre la historia universal y la Historia de las variaciones de las Iglesias protestantes, se publicaron en español en 1728 (por Andrés de Salcedo, Madrid, Vda. de García Infanzón) y 1743 (por Miguel José Fernández, Madrid, Imprenta del Mercurio), respectivamente, y la primera de ellas alcanzó varias reediciones a lo largo del siglo. También apareció en español una de las sumas históricas del XVII francés, el Grand dictionnaire historique de Louis Moreri, traducido por José Miravel y Casadevante y publicado en 1753 en París (A costa de los Libreros privilegiados) y Lyon (Hermanos De Tournes), en diez volúmenes de gran formato. El traductor llevó a cabo un ingente trabajo de adaptación y ampliación, según se indica debidamente en la portada: «con amplísimas adiciones y curiosas investigaciones pertenecientes a las coronas de España y Portugal, así en el antiguo como en el nuevo mundo». Son dignas de mención las traducciones que realizó el P. Isla de El héroe español. Historia del emperador Teodosio de Esprit Fléchier (Madrid, A. Balvás, 1731) y del Compendio de la historia de España de Jean–Baptiste Duchesne (Amberes, Cramer, 1754), que el también jesuita Antonio Espinosa había vertido pocos años antes (Madrid, M. Fernández, 1749). Los libros de historia estaban expuestos a transformaciones por motivos políticos o ideológicos: el caso más notable es, sin duda, el de la traducción de la Histoire des Deux Indes de Guillaume–Thomas Raynal, vinculado al grupo de los filósofos franceses. La versión española fue publicada por Pedro Francisco Suárez de Góngora, duque de Almodóvar –que usó el anagrama Eduardo Malo de Luque–, con el título Historia política de los establecimientos ultramarinos de las naciones europeas (Madrid, A. de Sancha, 1784–1790) y numerosos cambios, reduciendo los diez volúmenes del original a cinco, suprimiendo todo o casi todo lo relativo a la acción de los españoles en América, que en la versión original era presentada de modo muy crítico, y omitiendo el nombre del autor principal, puesto que la obra estaba prohibida por la Inquisición (Truyol y Serra 1972, García Regueiro 1982).
En otro ámbito, cabe decir que también la traducción de libros de temática filosófica y política contribuyó al desarrollo y la modernización del pensamiento en la España del siglo XVIII. Propiciadas en determinados casos por el gobierno y por las Sociedades de Amigos del País, estas obras, a pesar de la sospecha que pesaba sobre ellas de introducir doctrinas perniciosas o demasiado progresistas, pudieron traducirse y circular libremente, siendo algunas de ellas establecidas como manuales en varios establecimientos de enseñanza superior. En la línea del sensismo de Locke hay que situar al pensador francés Étienne Bonnot de Condillac, cuya Lógica o primeros elementos del arte pensar apareció en castellano en 1784 (Madrid, J. Ibarra) gracias a Bernardo M.ª de Calzada, aunque con ciertas implicaciones ideológicas que le acarrearon más de un disgusto con la censura. Años más tarde (Madrid, Imprenta de González, 1794), un pensador político y económico como Valentín de Foronda dio una nueva versión del texto de Condillac en forma de diálogo. Poco después de aparecer la Lógica de Calzada, Lope Núñez de Peralveja tradujo una parte del Cours d’étude pour l’instruction du prince de Parme de Condillac con el título Lecciones preliminares del curso de estudios (Madrid, P. Marín, 1786), que se publicó formando volumen con el Ensayo de filosofía moral de otro significado pensador francés, Maupertuis (Jiménez García 1990, Cobos & Vallejo 2015).
Son más tardías, por cuanto lo fueron también sus producciones, las versiones de los ideólogos franceses de la Revolución, como Destutt de Tracy o Volney. Algunas de sus ideas, antes de llegar a publicarse en España en forma de libro, habían aparecido extractadas en artículos de prensa, sobre todo a partir de 1803 en las Variedades de Ciencias, Literatura y Artes, gracias al interés de intelectuales como Manuel José Quintana o José Miguel Alea. Con todo, las traducciones propiamente dichas hubieron de esperar. Así, las célebres Ruines de Palmyre de Volney no aparecieron hasta 1818 (Meditación sobre las ruinas, Londres, Davidson) obra de un traductor desconocido o 1820 (Las ruinas o Meditación sobre las revoluciones de los imperios, Burdeos, P. Beaume) en versión de J. Marchena (Baum 1971, Castro, 1986, Volck–Duffy 1989, Durnerin 2004).
En cuanto a la literatura pedagógica, de tanta raigambre en el siglo XVIII, conviene recordar, por su presencia e influjo, la producción de Charles Rollin, sobre todo el Traité des études que tradujo Catalina de Caso con el título de Modo de enseñar y estudiar las bellas letras para ilustrar el entendimiento y rectificar el corazón (Madrid, G. Ramírez, 1755, 4 vols.), añadiendo diversas consideraciones morales, como bien deja entrever el título (Establier 2020).
Una parte de esa literatura científica estuvo representada en el siglo XVIII por enciclopedias o diccionarios especializados. No se hizo traducción completa de la más ambiciosa, la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, dirigida por d’Alembert y Diderot, que tuvo una enorme difusión europea; aunque prohibida por la Inquisición desde 1759, pudo ser importada legalmente gracias a los permisos concedidos a ciertas sociedades científicas y culturales por su utilidad en el campo de las artes mecánicas, las ciencias y los oficios (véase Sarrailh 1957 y Anes 1970). Algunos préstamos, sin embargo, se han hallado en la obra de Antonio de Capmany, quien utilizó varios artículos de retórica y literatura para construir su Filosofía de la elocuencia (1777) y, por el otro, sacó partido del artículo «Gallicisme» para algunos aspectos de su Arte de traducir del idioma francés al castellano de 1776 (Checa 1988 y Lépinette 1995). Mayor presencia tuvo en España la Encyclopédie méthodique, en particular por la polémica que produjo el artículo «Espagne» incluido en uno de los volúmenes dedicados a la geografía; dicha polémica no impidió finalmente la circulación de la obra, y en 1788 el impresor madrileño Antonio de Sancha iniciaba la publicación, con todas las aprobaciones y censuras necesarias, del diccionario, del que aparecieron diez volúmenes entre ese año y 1794.11
Conclusión
Francia aparece en el siglo XVIII como el gran referente cultural para España, y el país de donde proceden los productos culturales más variados, no sólo los estrictamente literarios. A lo cual se añade su función de intermediaria de obras de otros países (sobre todo Inglaterra y Alemania) que encuentran en la lengua francesa un vehículo más accesible para los lectores y los traductores españoles. En este recorrido por la situación de la traducción en la España del siglo XVIII no se han mencionado todas las modalidades literarias traducidas, puesto que también abundaron las biografías, los libros de memorias personales, las obras de arquitectura y bellas artes, las de gramática, estética e historia literaria, los tratados de urbanidad, las memorias e informes de Academias, etc. Si bien es cierto que una parte de esa producción escrita, que en el siglo XVIII se llamaba «literatura», no llegó a publicarse por diversas razones, el auge de la imprenta, sobre todo a partir de mediados de siglo, permitió una amplia difusión de los textos, originales o traducidos. Por otra parte, conviene no olvidar la contribución de la prensa periódica a la transmisión de algunas de esas obras, obviamente de modo fragmentario por las propias características del medio. Es significativo el título de una de las más genuinas publicaciones, Espíritu de los mejores diarios literarios que se publican en Europa, de finales de siglo (1787–1791), que se nutrió básicamente de traducciones, ya sea de obras literarias o científicas, ya de artículos aparecidos en la prensa extranjera. Entre todos esos medios, y con la labor de los numerosos traductores y traductoras, cuyos nombres y actividades no son cada día mejor conocidos, se fue construyendo un acervo de obras traducidas que importaron novedades e impulsaron cambios no solo en los géneros literarios tradicionales, sino también en muchas otras actividades humanas.
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