Francesa, Literatura

Francesa, Literatura

Salvo casos muy esporádicos, las traducciones de poesía francesa no empezaron a aparecer hasta el siglo XVIII. A excepción de la fábula, género del que se hicieron algunas traducciones en la expresada centuria, en particular de J. de La Fontaine, la modalidad más presente, aunque de traducción tardía, fue la heroida, subgénero atribuido a Ovidio, que tuvo gran difusión en la Francia dieciochesca y de ahí pasó a España. Aparte de algunas traducciones aisladas, se publicaron en España, a principios del siglo XIX, dos colecciones distintas de heroidas traducidas del francés (en 1804 y en 1807): contienen poemas de A.–M. Blin de Sainmore (1733–1807), Nicolas Chamfort (1741–1794), Charles–Pierre Colardeau (1732–1776), Claude–Joseph Dorat (1734–1780), el más representado, Jean–François de La Harpe (1739–1803) y otros. La poesía romántica no llegó en traducción con la misma rapidez que la novela o el teatro, y además, como suele ser habitual en versiones poéticas, apareció usualmente en revistas y volúmenes colectivos. Y ese fenómeno es independiente de la buena acogida que los poetas románticos tuvieron entre los escritores españoles, y la influencia que pudieron ejercer en la evolución de la poesía romántica española.

Así, de V. Hugo pueden mencionarse las Poesías selectas traducidas por T. Llorente (1860); las Poesías escogidas por Nicanor Zuricalday y Ernesto García Ladevese (1872); la selección de Poemas de Aniceto Valdivia (1883); los volúmenes de poesía incluidos en las Obras completas traducidas por J. Labaila entre 1886 y 1888, las Odas y baladas por F. Girbal (ca. 1890). Ya en el siglo XX pueden mencionarse las selecciones traducidas por Luis Guarner (Sus mejores versos, 1929) y Mercedes Tricás (Antología poética, 1987), La leyenda de los siglos por José Manuel Losada (1994) y la Antología íntima por Rafael García de Mesa (2002). Lo mismo sucede con A. de Lamartine, de quien se hicieron versiones parciales o tardías: una selección de Poesías por J. M. de Berriozabal (1841); varios poemas incluidos por G. Gómez de Avellaneda en sus Poesías (1841), o los seleccionados por T. Llorente en sus distintas antologías, en particular en Poetas franceses del siglo XIX (1906). La poesía de A. de Musset llegó también tardíamente en forma de volumen: de 1876 es la traducción de Rolla por Ángel Rodríguez Chaves y de 1882 la de G. Belmonte Müller de Las noches. El resto de las traducciones pertenece al siglo XX, y aun en forma de selección: Poemas por G. Belmonte (1919); Poesías por Luis Guarner (1949). Para todos estos autores conviene no olvidar la recuperación de que han sido objeto en época reciente, en forma de antología, como la preparada por Carlos Pujol en 1990 (Poetas románticos franceses; B., Planeta) y por Rosa de Diego en 2000 (Antología de la poesía romántica francesa; M., Cátedra), con la participación de varios traductores.

Las primeras traducciones españolas de C. Baudelaire aparecieron en distintas revistas, y más tarde en volúmenes colectivos, coincidiendo con el aumento del prestigio del poeta, aunque resultan muy fragmentarias. Con todo, las traducciones en forma de libro no se realizaron hasta 1905: Las flores del mal por Eduardo Marquina, Pequeños poemas en prosa por Eusebio Heras, y Los paraísos artificiales por Pedro González Blanco, aunque luego –ya en la segunda mitad del siglo XX– aumentaron prodigiosamente, en particular la de Las flores del mal, hasta llegar a ediciones de su obra completa, entre las que se hallan la de Enrique Parellada (1974), Javier del Prado y José Antonio Millán (2000), y Enrique López Castellón (2003). A partir de 1890, cuando comenzó a manifestarse en España un cambio de gusto en poesía, empezaron a traducirse los poetas de la escuela parnasiana, con Charles Leconte de Lisle (1818–1894) a la cabeza, así como sus más notables miembros, como Catulle Mendès (1841–1909), François Coppée (1842–1908) o Sully–Prudhomme (1839–1907), asociados todos ellos a los volúmenes del Parnasse contemporain. La mayoría de los textos aparecieron en revistas, y son contadas las ediciones en forma de libro.

De Coppée Carlos Fernández Shaw dio en 1887 un volumen de Poemas (M., Sucesores de Rivadeneyra), mientras que de Sully–Prudhomme apareció sin fecha ni editor, aunque a finales de la misma década, otro de Poesías varias traducido por el colombiano Miguel Antonio Caro; de este autor, gracias a su celebridad como premio Nobel de Literatura, se publicó, ya a mediados del siglo XX, un volumen de Obras escogidas por José A. Fontanilla (M., Aguilar, 1959), editado más tarde con el título Poemas y pensamientos (B., Orbis, 1983). La traducción de todos estos autores contribuyó no sólo a poner en circulación nuevos procedimientos poéticos, sino también a la renovación de la métrica española. En este proceso participaron varias revistas literarias de principios del siglo XX (Grecia, Cervantes, Vltra, Cosmópolis, Prometeo, Helios), que acogieron en sus páginas versiones de traductores y escritores como R. Baeza, Rogelio Buendía, R. Cansinos Assens, César A. Comet, E. Díez–Canedo, Fernando Fortún, J. Gómez de la Serna, Rafael Lasso de la Vega, Eliodoro Puche, José Rivas Penedas, Miguel Romero Martínez y G. de Torre. Así, varios poemas de S. Mallarmé, Jean Moréas (1856–1910), Paul Fort (1872–1960), Albert Samain (1858–1900), P. Verlaine, A. Rimbaud, Henri de Régnier (1864–1936), y los belgas É. Verhaeren, M. Maeterlinck y Georges Rodenbach (1855–1898), junto a muchos de poetas de otros ámbitos, vieron la luz en dichas revistas. Esta labor de difusión fue completada en los mismos años por antologías, en las que la poesía francesa ocupaba un lugar de privilegio. Es el caso de las preparadas por E. Díez–Canedo desde 1907, con alguna especialmente dedicada a Francia (La poesía francesa moderna, 1913), realizada en colaboración con F. Fortún, que años más tarde aumentó en el volumen La poesía francesa del Romanticismo al Superrealismo (1945). Por su parte, Fernando Maristany inauguró su colección de antologías Las cien mejores poesías (líricas), precedidas de un estudio firmado por críticos o profesores de prestigio, con la dedicada a la lengua francesa (B., Cervantes, 1916).

De entre los poetas citados, los de mayor presencia e influjo fueron Verlaine y Mallarmé. Vertidos por algunos de los grandes nombres de la poesía y de la traducción en España, fueron también objeto de publicaciones en volumen. Así, Manuel Machado tradujo en 1908 un conjunto de poemas procedentes de distintos libros de Verlaine, y las Obras completas publicadas por Mundo Latino (1921–1926) estuvieron a cargo de un equipo de traductores formado por L. Fernández Ardavín, Díez–Canedo, M. Bacarisse, J. Ortiz de Pinedo, G. de Torre, H. Pérez de la Ossa y E. Puche, sin contar las numerosas traducciones aparecidas en la segunda mitad del siglo XX. La traducción de Mallarmé en volumen fue más tardía, aunque muy intensa, tanto en Hispanoamérica como en España: Blas Matamoro o Ricardo Silva–Santisteban son algunos de los nombres que han ilustrado este proceso. Por su parte, P. Valéry despertó admiración en los poetas de la generación del 27, algunos de los cuales (Jorge Guillén, G. Diego, L. Cernuda) tradujeron su composición más conocida, El cementerio marino. También vinculada con la modernización de la poesía en España hay que situar la publicación en forma de libro (incompleta) de Los cantos de Maldoror del conde de Lautréamont por J. Gómez de la Serna con un prólogo de su hermano Ramón.

La poesía de vanguardia fue pronto traducida, aunque, como venía siendo habitual, su lugar de aparición privilegiado fue la prensa. En el caso de G. Apollinaire, por ejemplo, R. Cansinos fue uno de sus primeros traductores (El poeta asesinado, 1924), si bien la mayoría de las versiones en forma de libro pertenecen a la segunda mitad del siglo XX, debidas a Manuel Álvarez Ortega, Federico Gorbea, M. Armiño y José I. Velázquez, entre otros. Algo semejante les ocurrió a los poetas surrealistas: aunque fueron muy conocidos en su momento, las traducciones en volumen se hicieron esperar, y no llegaron hasta finales de los 60 y principios de los 70, en ocasiones recuperando versiones realizadas en Hispanoamérica: es el caso de L. Aragon, A. Breton, P. Éluard y J. Prévert, por citar a los de mayor renombre y presencia. En cuanto a la poesía de la segunda mitad de siglo, varios de sus representantes más notables han sido traducidos en España: Saint–John Perse, en particular su libro Anábasis, objeto de varias traducciones (Agustín Larraure, José A. Gabriel y Galán, Jorge Zalamea, Enrique Moreno Castillo); Y. Bonnefoy, que cuenta entre sus traductores al citado Moreno Castillo, y también a Jesús Munárriz y A. Sánchez Robayna; Henri Michaux (1899–1984), de quien se han realizado versiones tanto de obras sueltas como de obras selectas. En cuanto a antologías de poesía moderna, la más amplia es la bilingüe de M. Álvarez Ortega Poesía francesa moderna, 1915–1965 (M., Taurus, 1967) y la más reciente la de Jeanne Marie Quince poetas franceses contemporáneos, también bilingüe (M., Libros del Aire, 2014).

También el siglo XX, en especial su segunda mitad, ha visto la aparición de traducciones de la poesía medieval y renacentista francesa, acompañadas usualmente de estudios preliminares y notas. Pueden mencionarse el volumen Poesía de trovadores, trouvères y minnesinger preparado por Carlos Alvar (M., Alianza, 1987) o la edición bilingüe de Obras de François Villon (1431–1463?) por Roberto Ruiz Capellán (B., Bosch, 1981). En cuanto a los grandes poetas del Renacimiento, ha habido que esperar también al siglo XX para encontrar traducciones, sobre todo en forma de volumen. Así, de Louise Labé (ca. 1524–1566) se publicó en 1956 una edición del Cancionero, obra de Ester de Andreis (M., Rialp); otra edición, bilingüe, de Obras completas por Caridad Martínez (Bosch, 1976), y otra de los Sonetos por María Negroni (B., Lumen, 1998). Y lo mismo ha sucedido con el mayor de los poetas franceses renacentistas, P. de Ronsard, de quien pueden citarse las versiones de Carlos Pujol de Sonetos para Helena (1982) y de una selección de Poesías (2000), en la que están representados casi todos los géneros que cultivó; la de Las rosas de Ronsard por Pere Rovira (B., Proa, 2009), la de los Sonetos por M.ª Teresa Gallego (M., Hermida, 2016) y la más completa, Poesía, por Carlos Clementson (Córdoba, UCOPress, 2017). En cuanto a J. du Bellay, existen en castellano una selección de Sonetos por Luis Antonio de Villena (M., Visor, 1985) y una versión del libro Lamentos y añoranzas por C. Clementson (Córdoba, U. de Córdoba, 1991).

 

El teatro francés no empezó a ser traducido en España hasta el siglo XVIII, cuando se asistió a una presencia sostenida del teatro clásico, con los grandes autores del XVII (Corneille, Molière, Racine) y sus continuadores de la centuria siguiente. Dicha presencia fue, sobre todo, resultado de la voluntad de las autoridades culturales de modernizar el teatro mediante la incorporación de modelos clásicos. En ese contexto hay que situar las traducciones de P. Corneille, empezando por la Cinna del marqués de San Juan (Francisco Pizarro), publicada en 1731, aunque llevada a cabo varios años antes; la imitación de la misma obra por Tomás de Añorbe y Corregel (El Paulino, 1740) y la traducción de El Cid por Tomás García Suelto (1803). Mayor presencia tuvo J. Racine, en un periplo que se inició en 1715 con la adaptación de Iphigénie por José de Cañizares (El sacrificio de Efigenia), a la que siguieron, a mediados de siglo, las versiones de Juan de Trigueros (Saturio Iguren) de Británico (1752) y de Eugenio Llaguno de Atalía (1754). Otras versiones muy difundidas fueron la de Andrómaca (1764) por Pedro de Silva (José Cumplido), Ifigenia (1768) por el duque de Medina Sidonia (Alonso Pérez de Guzmán), y por los mismos años las de Mitrídates y Fedra por P. de Olavide.

También las comedias de Molière se tradujeron en España, aunque en fecha algo tardía, salvo una adaptación parcial del Bourgeois gentilhomme, en forma de sainete, que se representó en 1680. La primera traducción no apareció hasta 1753: El avariento, obra de Manuel de Iparraguirre, comedia nuevamente traducida en 1800 por Dámaso de Isusquiza. Una de las traducciones más notables fue la del Tartuffe realizada por C. M.ª Trigueros con el título de Juan de Buen Alma (también conocida como El gazmoño): se estrenó en 1768, pero fue condenada por la Inquisición diez años más tarde. De hecho, las traducciones más interesantes pertenecen a principios del siglo XIX: El hipócrita (Tartuffe) y la Escuela de las mujeres de J. Marchena (1810 y 1812, respectivamente); El enfermo de aprensión (Le malade imaginaire) de Alberto Lista (1812), y La escuela de los maridos y El médico a palos (Le médecin malgré lui) de L. Fernández de Moratín (1812–1814).

En cuanto a dramaturgos del siglo XVIII, la mayor presencia corresponde a Voltaire, de quien se publicaron y representaron varias tragedias, a pesar de la prohibición inquisitorial. La versión más célebre es la de Zaïre, realizada por Vicente García de la Huerta con el título La fe triunfante del amor y cetro (1784). Otros traductores notables de Voltaire fueron B. M.ª de Calzada, Olavide y T. de Iriarte. Menor presencia tuvieron otros dramaturgos de prestigio, como Marivaux y Beaumarchais, de quienes se hicieron pocas versiones, y en cualquier caso, tardías. Contrariamente, algunos autores poco conocidos en la actualidad tuvieron gran aceptación, como Philippe Néricault Destouches (1680–1754), Charles–Simon Favart (1710–1792), Marc–Antoine Legrand (1673–1728), Michel–Jean Sedaine (1719–1797) y otros, en distintos subgéneros teatrales, el más difundido de los cuales fue el drama o comedia sentimental, con obras de La Chaussée (1692–1754), D. Diderot, Louis–Sébastien Mercier (1740–1814) y Baculard d’Arnaud (1718–1805). En este contexto conviene recordar la importancia de las versiones francesas en la circulación de otros teatros, en particular el inglés (Shakespeare) y el alemán (Schiller, Kotzebue).

El siglo XIX se inició con una presencia en los teatros y en la edición de multitud de dramas y melodramas franceses, con autores tan significativos en su momento como René–Charles Guibert de Pixérécourt (1773–1844), Victor Ducange (1783–1833) o Louis–Charles Caigniez (1762–1842), que tuvieron por traductores a autores de la talla de M. J. de Larra (Roberto Dillon o el católico de Irlanda de Ducange, 1832) o M. Bretón de los Herreros (El colegio de Tonnington y El verdugo de Amsterdam del mismo autor, 1834). Este tipo de teatro menor, aunque de gran éxito popular, puede ser visto como preparación del teatro romántico que llegó de Francia de la mano de autores tan señalados como A. Dumas y V. Hugo, aunque no sólo de ellos. En cualquier caso, las traducciones en toda la primera mitad del siglo ocuparon un porcentaje muy elevado, tanto en las representaciones como en la edición. Los dramas de Dumas se empezaron a traducir en 1835 (Ricardo Darlington por Covert–Spring); del año siguiente son las versiones de Catalina Howard por Narciso de la Escosura, Antony por E. de Ochoa y Margarita de Borgoña (o sea, La tour de Nesle) por Antonio García Gutiérrez, y continuaron en la década siguiente. En cuanto a Hugo, también en 1835 se publicaron la traducción de Lucrecia Borgia por Ángel Cepeda, seudónimo de P. Á. de Gorostiza, y la de Angelo por un traductor anónimo; y el año siguiente Ochoa dio su versión de Hernani. Otras obras de Hugo fueron apareciendo en el panorama teatral español, en algunas ocasiones firmadas por literatos célebres, o que luego lo serían, como V. de la Vega (El rey se divierte, 1838). Con todo, el autor francés más traducido durante la primera mitad de siglo fue E. Scribe, omnipresente en las tablas y la edición, con versiones debidas a Bretón (Un paseo a Bedlam, Los dos preceptores), Larra (La madrina, El arte de conspirar, Partir a tiempo, No más mostrador), García Gutiérrez (El vampiro) y otros.

En la segunda mitad de siglo, al tiempo que se seguía traduciendo a Hugo y otros románticos, y de modo más esporádico a Molière, se tradujo a autores vinculados al realismo teatral, como A. Dumas hijo y Émile Augier (1820–1889), así como numerosos libretos de óperas cómicas francesas, adaptados para zarzuelas; es el caso de El valle de Andorra de Saint–Georges por Luis de Olona (1852), o de Los diamantes de la corona de Scribe por Francisco Camprodón (1854). En cuanto al teatro de tendencia simbolista, llegó sobre todo a España de la mano del belga M. Maeterlinck, primero en catalán y ya en 1896 en castellano gracias a la traducción de La intrusa por José Martínez Ruiz, Azorín. Siguieron las traducciones en los primeros años del siglo XX, tanto en volumen como en revistas (Electra, Helios, Prometeo), hasta la aparición de la versión de Gregorio Martínez Sierra de cinco volúmenes de sus Obras (1913–1914).

La presencia del teatro francés en los años 1910–1930, aun siendo abundante, corresponde a un registro menor, el del vodevil y la comedia ligera, con autores como Maurice Hennequin (1863–1926), Paul Armont (1874–1943), Paul Gavault (1867–1951) y Édouard Bourdet (1887–1945). Gran parte de dichas traducciones, muchas de ellas llevadas a la escena, aparecieron en colecciones teatrales de la época (La Farsa, El Teatro Moderno, La Novela Teatral, Comedias). Tras la Guerra Civil llegaron a las tablas autores de mayor calado, como J. Giraudoux, Jean Anouilh (1910–1987) y otros. Del primero, tras una temprana traducción de Sigfrido por E. Díez–Canedo (1930), conviene mencionar las versiones de Fernando Díaz–Plaja de principios de los años 60. Las traducciones de Anouilh no aparecieron hasta los años 60: Antígona por Jaime Vigo (M., s. i., 1960), La alondra por José M.ª Sala (B., Occitania, 1968), Beckett o El honor de Dios por José Luis Alonso (M., Escelicer, 1972).

En cuanto al denominado «teatro del absurdo», los dos autores más traducidos y representados han sido E. Ionesco y S. Beckett. La llegada del primero a España fue algo tardía y, salvo alguna traducción esporádica, hubo que esperar a 1974 para la edición de unas Obras completas, que recuperaba la realizada a principios de los años 60 en Buenos Aires por Luis Echávarri y María Lejárraga (Martínez Sierra), traducciones que fueron reeditadas por Alianza en los 80. En cuanto a Beckett, aunque fue traducido y representado a finales de los 50 en teatros experimentales y de vanguardia, no llegó al gran público hasta las versiones de P. Gimferrer y A. M.ª Moix, de 1969–1970, y ya en los años 80 y 90 las de J. Talens y José Sanchis Sinisterra: en 2006 apareció un volumen de Teatro reunido, que incorporaba las versiones de los tres últimos traductores citados. Con Arthur Adamov (1908–1970) sucedió algo semejante: sus primeras traducciones aparecieron en Argentina a principios de los 60, obra de Luce Moreau–Arrabal y M. Lejárraga, y hasta mediados de los 70 no se hicieron ediciones en España. También la obra de J. Genet fue conocida primero en España gracias a sus textos narrativos; sus piezas teatrales no se publicaron hasta los 80, en ocasiones recuperando traducciones anteriores aparecidas en Buenos Aires (por L. Moreau–Arrabal, por ejemplo). Sin embargo, hay que tener en cuenta la publicación de algunos volúmenes colectivos que, en cierta forma, corrigieron el aludido desfase cronológico. Así, en 1960 apareció el titulado Teatro francés de vanguardia (M., Aguilar), con traducciones de Pedro Barceló y Rodolfo Usigli de piezas de Ionesco, Adamov, Beckett y Georges Schehadé (1905–1986); y unos años más tarde, el Teatro Dada (B., Barral, 1971), con versiones de José Escué de piezas de L. Aragon, Antonin Arthaud (1896–1948), A. Breton, Francis Picabia (1879–1953), Georges Ribemont–Dessaignes (1884–1974), Philippe Soupault (1897–1990), Tristan Tzara (1906–1963) y Roger Vitrac (1899–1952).

Y, junto a estos dramaturgos nuevos, ha sido constante la presencia de un clásico como Molière, tanto en las tablas como en la edición. De mediados de los años 40 es la publicación de las Obras completas por J. Gómez de la Serna, y en fechas posteriores han aparecido numerosas versiones, realizadas en ocasiones por directores o críticos teatrales, como José López Rubio (El avaro, 1960) o Enrique Llovet (Las mujeres sabias, 1967, y Tartufo, 1969), y sonadas puestas en escena, como la de esta pieza por Adolfo Marsillach. También han tenido cierto predicamento varios dramaturgos contemporáneos. El primero de ellos, Bernard–Marie Koltès (1948–1989), de quien se han traducido varias piezas al castellano, al catalán y al gallego, en particular Combate de negro y de perros por Sergi Belbel (M., Centro Dramático Nacional, 1989), autor asimismo de la versión catalana, y De noche justo antes de los bosques por José M.ª Marco (Valencia, Pre–Textos, 1989). También hay que mencionar a Yasmina Reza (1959), que ha obtenido éxito mundial con Arte, traducida por Josep M. Flotats al castellano (B., Anagrama, 1999; varias reed.) y por Fernando Gómez Grande y Rodolf Sirera al catalán (Alzira, Bromera, 2013), a las que se suma Una comedia española por Gómez Grande (M., Centro Dramático Nacional, 2009), que se ha incluido en un volumen junto con Tres versiones de la vida traducido por Natalia Menéndez (B., Alba, 2012).

También está presente Armand Gatti (1924–2017), autor muy comprometido en lo social y lo político, de quien Miguel Ángel López Vázquez y Ángeles González Fuentes han traducido varias obras, todas ellas publicadas por KRK (Oviedo): La pasión del general Franco (2009), Muerte–Obrero (2009), La vida imaginaria del basurero Augusto G. (2010), La columna Durruti (2011) y De la anarquía como un batir de alas (2013). En cuanto al también novelista y ensayista Éric–Emmanuel Schmitt (1960), naturalizado belga, se han publicado traducciones de sus piezas teatrales al español, como Milarepa por Alex Arrese (B., Obelisco, 2003) y Pequeños crímenes conyugales por Juan José Arteche (Anagrama, 2005); al catalán, El visitant por Jordi Planas (B., Llibres de l’Índex, 1996), El llibertí por Esteve Miralles en la misma editorial (2007) y el volumen con Frédérick o El bulevard del crim y L’Hotel dels Dos Mons por Marc Colell (Palma, Lleonard Muntaner, 2013), y al gallego Variacións enigmáticas por Isabel García Fernández (Cangas do Morrazo, Rinoceronte, 2010).

Como ocurrió con la poesía, el teatro medieval francés no fue traducido en España, salvo raras excepciones, hasta el siglo XX: Maese Pathelin y otras farsas, traducción de Esperanza Cobos y Miguel Á. García Peinado (Cátedra, 1986), con una nueva edición, sólo de La farsa de maese Pathelin (B., Octaedro, 2003); el volumen de Teatro de Adam de la Halle traducido por Antonia Martínez Pérez y Concepción Palacios (Murcia, U. de Murcia, 1989) o El drama de Adán, en edición bilingüe de Ricardo Redoli (Málaga, U. de Málaga, 1994).

 

Aun cuando algunos temas y personajes de la narrativa francesa de la Edad Media circularon en España, pocas fueron las obras que llegaron a traducirse en aquel período, y lo fueron en época tardía. Del cantar La chanson de Sebile procede El noble cuento de Carlos Maynes de Roma e de la enperatris Sevilla (siglo XIV); a la misma época pertenece la Estoria del rey Guillelme, con origen en el Conte de Guillaume d’Angleterre, mientras que del Roman de Troie de Benoît de Sainte–Maure deriva una traducción castellana anónima, la Crónica troyana. A lo largo del siglo XIV se llevaron a cabo, asimismo, varias versiones de relatos del ciclo bretón, tanto en castellano como en otras lenguas peninsulares, aunque sólo se han conservado de forma fragmentaria, salvo los titulados Cuento de Tristán de Leonis, Lanzarote del Lago y el Libro de Josep Abarimatia. Hubo que esperar al siglo XX para que la narrativa medieval se tradujera de manera notable, normalmente en cuidadas ediciones con introducción y notas que facilitan su lectura. De la rica literatura épica se han traducido buen número de ejemplos, empezando por el Cantar de Roldán, vertido por Benjamín Jarnés (M., Revista de Occidente, 1926; varias reed., también en Alianza), Martín de Riquer (M., Espasa–Calpe, 1960; varias reed.), Isabel de Riquer (M., Gredos, 1999) y R. Redoli (Granada, Comares, 2006). Otros cantares traducidos son La peregrinación de Carlomagno por I. de Riquer (B., El Festín de Esopo, 1984) o Raúl de Cambrai por Anna M. Mussons, G. Oliver e I. de Riquer (M., Siruela, 1987).

La novela cortés está también ampliamente representada, en particular con títulos de Chrétien de Troyes: Perceval o El cuento del Grial por M. de Riquer (Espasa–Calpe, 1961; reed. en otras editoriales); Lanzarote del Lago o El caballero de la carreta por Carlos García Gual y Luis Alberto de Cuenca (B., Labor, 1976; reed. por Alianza), Erec y Enid por C. Alvar, Victoria Cirlot y Antoni Rosell (B., Editora Nacional, 1982), El caballero del león por M.ª José Lemarchand (Siruela, 1984). También han sido objeto de traducción varios relatos en prosa, en particular del ciclo artúrico. Se han traducido asimismo los textos relativos a la leyenda de Tristán e Iseo por Alicia Yllera (M., Cupsa, 1978; reed. por Alianza), Roberto Ruiz Capellán (Cátedra, 1985), V. Cirlot (B., PPU, 1986), Ll. M. Todó (B., Quaderns Crema, 1995) e I. de Riquer (Siruela, 1996), entre otros. Del Roman de la Rose, monumento de la narrativa alegórica, existen la traducción de la primera parte, debida a Guillaume de Lorris, obra de C. Alvar (Quaderns Crema, 1985) y del texto completo, con la segunda parte de Jean de Meun, por C. Alvar con Julián Muela (Siruela, 1986) y por Juan Victorio (Cátedra, 1987).

Pese a la abundante producción narrativa de los siglos XVI y XVII las traducciones contemporáneas a la publicación de los textos fueron escasas. El mayor novelista del XVI, F. Rabelais, por ejemplo, no fue traducido al castellano hasta 1905; y lo mismo ocurrió con Margarita de Navarra (1492–1549), conocida autora de relatos. Grandes narradoras del siglo XVII, como Mme. de La Fayette o Mme. de Sévigné (1626–1696), tuvieron que esperar igualmente hasta el siglo XX para ser vertidas al castellano. La traducción de relatos modernos (especialmente franceses o a través del francés) tuvo su momento álgido en el último cuarto del siglo XVIII y se prolongó durante los primeros años del XIX; pese a ello, ya en la primera mitad de siglo se hicieron en España varias traducciones de relatos del XVII, aunque se han detectado algunas reticencias a la «importación» de este tipo de literatura. Las obras narrativas traducidas son vecinas del relato histórico o de componentes marcadamente educativos. Así sucede con la Nueva Cyropedia o los viajes de Ciro de André–Michel Ramsay (1686–1743), traducida por Francisco Savila en 1738, y, sobre todo, con Télémaque de Fénelon, que empezó su dilatada carrera en castellano en 1713 en una edición, sin nombre de traductor, de La Haya, reproducida luego en varias ediciones españolas y extranjeras, hasta la nueva versión de 1797 de José de Covarrubias. En 1803 se publicó una nueva traducción, debida a Fernando Nicolás de Rebolleda, de la que se hicieron a lo largo del siglo XIX varias reediciones. La traducción de Rebolleda apareció también en edición bilingüe e inauguró así una larga serie de ediciones del Telémaco utilizadas con fines educativos.

Una de las obras más conocidas de la narrativa francesa del siglo XVIII, el Gil Blas de Santillana de Alain–René Lesage (1668–1747), fue traducida por el P. J. F.  de Isla, publicada en 1787–1788, y se convirtió en una de las más controvertidas versiones narrativas del siglo, con numerosas reediciones hasta nuestros días. La polémica no impidió que se publicaran otras traducciones de Lesage: así, en 1792 apareció la de El bachiller de Salamanca por Esteban Aldebert, y en 1822 la de El observador nocturno o el diablo cojuelo, de la que se hicieron varias reediciones a lo largo del siglo XIX. A partir de los años 1780 y hasta el cambio de gusto con el romanticismo, se sucedieron las traducciones de relatos, entre los que destacan distintas producciones de la condesa de Genlis (1746–1830), entre ellas Adela y Teodoro o cartas sobre la educación, en traducción de B. M.ª de Calzada (1785), o las célebres Veladas de la quinta traducidas por F. Gilleman en 1788. También se tradujeron distintos relatos de corte educativo y moral de Mme Le Prince de Beaumont (1711–1780), como el Almacén de las señoritas adolescentes por Plácido Barco (1787) o La nueva Clarisa por José de Bernabé y Calvo (1797). Estas y otras traducciones contribuyeron a la constitución de un corpus de textos relativos a la educación de la mujer en el siglo XVIII, formado por relatos y también por tratados menos convencionales, algunos de manifiesta defensa de la mujer. Otro registro más progresista, dentro del ámbito de la enseñanza moral, tienen los relatos cortos de Jean–François Marmontel (1723–1799), que conocieron varias traducciones, entre ellas la que publicó F. M. Nifo en el Novelero de los estrados (1764); otra de Cartagena de 1787, que fue duramente criticada en la época, y la de Novelas morales hecha el mismo año por Vicente M.ª Santiváñez, que a pesar del título sólo incluía La mala madre.

No tuvieron mucha circulación los relatos franceses con contenidos más «filosóficos», como las novelas y cuentos de Montesquieu, Voltaire o Diderot. La condena por la Inquisición de estos autores puede explicar, en parte, las ausencias o retrasos que se observan. De hecho, las traducciones de estos textos –que eran conocidos en la época por las élites culturales– fueron tardías, salvo excepciones. En el caso de Voltaire, si bien Micromegas apareció en 1786, traducido por cierto Blas Corchos (aparentemente un seudónimo), y Zadig, en 1804 por un traductor que oculta su nombre, hubo que esperar al siglo XIX para que se publicaran las traducciones canónicas de J. Marchena (Novelas, 1819) y L. Fernández de Moratín (Cándido, 1838). Más extraño es el caso de las Lettres persanes de Montesquieu. Conocidas desde muy pronto en España, imitadas y vilipendidas por Cadalso, no fueron condenadas hasta 1797. Y, a pesar de su interés literario y de su innegable atractivo, no fueron traducidas en la época en su conjunto, salvo alguna imitación parcial, no publicada: la primera versión es la de Marchena (como Cartas persianas, 1818), editada primero en Francia y luego (1821) en España. Peor suerte le cupo a Diderot: la más temprana versión de alguno de sus relatos es de 1821 (La religiosa).

El movimiento romántico se inauguró en España tardíamente, favorecido por el final del período absolutista (1833) y el regreso de los exiliados que habían conocido en otros países (sobre todo en Inglaterra y Francia) los ejemplos de la nueva corriente literaria. Fueron, pues, las décadas de 1830 y 1840 los momentos claves del romanticismo español, que se nutrió, principalmente en los inicios, de obras extranjeras. La traducción, por su desmesurado volumen, ejerció sobre el desarrollo de la ideología y la poética autóctonas una influencia difícilmente igualable en cualquier otro período cultural. De hecho, en opinión de muchos, tal influencia era excesiva, y son célebres las palabras de Mesonero Romanos (en sus Bocetos de cuadros y costumbres, de 1840) de que España no era sino «una nación traducida». Por lo que respecta a la relación con Francia, ésta se caracteriza por ser realmente bilateral, no sólo en el plano político (de una parte, invasión francesa; de otra, emigración española a Francia), sino también en el plano más puntual del viaje (de una parte, A. Dumas, V. Hugo,F.–R. de Chateaubriand, P. Mérimée, etc.; de otra, Modesto Lafuente, J. Mor de Fuentes, E. de Ochoa, Salas y Quiroga, M. J. de Larra, etc.). De estas experiencias viajeras surgieron relaciones personales –Mérimée con el duque de Rivas y A. Alcalá Galiano; H. de Balzac con F. Martínez de la Rosa; Dumas, Frédéric Soulié (1800–1847) y E. Scribe con Ochoa– que tuvieron incidencia en el ámbito literario.

En Francia se desarrolló una importante industria editorial en castellano, que abasteció de traducciones el mundo hispánico. De hecho, entre 1790 y 1834 casi la mitad de las traducciones se imprimieron en el extranjero. Ello fue debido a que muchos de los intelectuales exiliados buscaron en la traducción un modo de ganarse la vida y a que en España había muchas obras prohibidas por la censura; al mismo tiempo desde Francia se intentó llenar el vacío comercial dejado por España al interrumpir sus relaciones con sus antiguas colonias americanas. Entre los emigrados a Francia destaca J. Marchena, que tradujo el Emilio (1817) y Julia (1821) de J.–J. Rousseau, las Novelas (1819) de Voltaire, las Cartas persianas (1818) de Montesquieu, etc. Durante el denominado Trienio Liberal (1821–1823), se tradujo en Francia alguna obra de Diderot; literatura erótica francesa del siglo XVIII, destacando sobre todo Las amistades peligrosas (1822) de Choderlos de Laclos (1741–1803); las primeras novelas de algunos escritores franceses, como el vizconde de Arlincourt (1787–1841) o Pigault–Lebrun (1753–1835). La segunda emigración, a partir de 1823, fue más numerosa, y también lo fue el caudal de traducciones producido por los exiliados.

En España, a partir de 1830 editores como M. de Cabrerizo se propusieron dar a conocer la narrativa extranjera. Entre los autores más traducidos se halla Arlincourt, aunque no faltan otros novelistas de prestigio, como Hugo, Dumas y Alfred de Vigny (1797–1863), de quien se publicó en 1841 la novela histórica Cinq–Mars o una conspiración en tiempo de Luis XIII, en versión de Manuel Arnillas. Hacia 1840 se da un interés por las costumbres contemporáneas, tal y como las habían retratado Balzac y G. Sand, que es traducida por destacadas personalidades como Ochoa, J. Tió o V. Balaguer; tampoco es desdeñable el gusto por Soulié. Dentro del género fantástico destacan el francés C. Nodier (Juan Sbogar, 1827; El pintor de Salzburgo, 1830; Inés de las Sierras, 1839, etc.). No tardaron en irrumpir con gran fuerza los folletines: al éxito alcanzado por Dumas vino a sumarse un poco más tarde, sobre todo a partir de 1845, E. Sue, del que no quedó prácticamente nada sin traducir. También resultó muy popular por aquellos años Paul de Kock (1793–1871), escritor hoy olvidado: entre 1836 y 1845 se publicaron catorce obras suyas en más de veinte ediciones. Ciertamente la literatura popular constituyó a lo largo del siglo XIX una de las fuentes literarias más importantes. Los novelistas populares franceses se convirtieron en españoles gracias a la traducción y a la adaptación. Sus novelas traducidas son la expresión del imaginario colectivo franco–español y la distancia no era lo suficientemente grande como para impedir una asimilación entre ambas culturas, dado que valores como el honor, el amor puro, la fidelidad, el orgullo de raza, la altivez y la nobleza, presentes en dicha novela, pertenecen al bagaje cultural del siglo XVII español. Las novelas de Sue, de P. Féval o de Hugo encontraban un terreno propicio y el público español estaba preparado para apreciarlas y aceptarlas como propias.

La narrativa francesa alcanzó, especialmente durante el último tercio del siglo XIX, una situación privilegiada en España: llegó a representar casi el 50% de la edición de este tipo de obras, con notable presencia de la novela de folletín y de la novela popular. En el conjunto del siglo, uno de los novelistas franceses más destacados fue Chateaubriand, con tempranas traducciones de Atala (1801) y del resto de su producción narrativa, aunque más tarde (hacia 1830) el interés se decantó hacia sus escritos políticos y sus relatos de viajes. El punto culminante lo representaron las dos ediciones de sus obras completas, realizadas a finales de los años 1840 en Madrid y Valencia. También es preciso mencionar a A. Dumas, con relatos traducidos ya en los años 1830 y con mayor frecuencia a partir de 1840, en una progresión que no ha cesado hasta la actualidad, lo cual lo convierte en uno de los autores franceses más traducidos en España. Otro importantísimo novelista francés fue V. Hugo, de quien se tradujo primero El último día de un reo de muerte (1834) y luego el resto de su producción narrativa, con títulos tan significativos como Bug–Jargal, Han de Islandia y, sobre todo, Nuestra Señora de París. También fue traducida muy pronto la obra de Balzac, aunque su influencia se dejó sentir tanto en el período romántico como realista: durante la primera mitad del XIX se editó en castellano una treintena de obras suyas, además de contar con frecuentes apariciones en la prensa periódica. Aunque el ritmo de traducciones decreció a partir de 1850, experimentó un nuevo empuje en el último cuarto de siglo, y culminó con la publicación de la primera traducción completa de La comedia humana (1901–1903), con traducciones llevadas a cabo en su mayor parte por Joaquín García Bravo.

Otro novelista con importante proyección fue Sue, que obtuvo un éxito clamoroso en los años 1840 con la publicación de un buen número de traducciones, en particular de El judío errante, entre ellas la realizada por Wenceslao Ayguals de Izco, que se convirtió luego en el gran autor español del género. Obligada es la referencia a G. Sand, presente en España a partir de la versión de Leoni Leone por Fernando Bielsa (1836): a lo largo del siglo XIX se fueron sucediendo las traducciones con períodos más densos y otros más débiles, pero manteniéndose siempre en primera línea. Cabe señalar el interés demostrado por sus novelas regionales, así como por el relato de su estancia en España (Un invierno en Mallorca), del que existen varias versiones. En cuanto a Stendhal, su obra era ya conocida en España desde 1835, aunque cobró especial vigencia en el último tercio de siglo como consecuencia de la polémica suscitada por el naturalismo; en esa época se hicieron traducciones de El amor (s. a.) y de La cartuja de Parma, obra de L. de Montemar (1890). Luego las traducciones se sucedieron con cierta regularidad: La abadesa de Castro (1904), Vida de Napoleón (1905), Amistad amorosa (1906), Rojo y Negro (¿1910?; versión de M. Lejárraga).

El gran número de traducciones de É. Zola entre 1880 y 1900 es buena muestra de su gran difusión. En abundantes casos se aprecia una simultaneidad con el año de publicación del original francés y no son infrecuentes las publicaciones de versiones diferentes, en un afán por parte de los editores de sacar el máximo partido a la popularidad del autor, aunque varias traducciones aparecieron sin el nombre del traductor, sin editorial o sin fecha. Puede considerarse como escritor naturalista también a A. Daudet, del que se publicaron en el último cuarto de siglo numerosos cuentos en periódicos y revistas (La España Moderna, Germinal, La Caricatura), así como distintas obras en forma de libro. Entre sus traductores se cuentan H. Giner de los Ríos (Jack, 1876), Juan Sardá (El Nabab, 1882) o E. López Bago (Safo, costumbres de París, 1884). Los hermanos E. y J. de Goncourt gozaron de un éxito relativo en España: en realidad, fueron pocas las traducciones, hechas muchas veces con años de retraso respecto a la publicación original (así ocurrió, por ejemplo, con Germinie Lacerteux, que no se tradujo hasta 1892). Con todo, fueron muy apreciados por E. Pardo Bazán, que los tuvo bien presentes al escribir varias de sus obras y tradujo Los hermanos Zemganno (1891); o por H. Giner de los Ríos, a quien se debe la versión de Sor Filomena (1890).

Otros escritores de la época, más alejados del naturalismo y vinculados con la novela psicológica, tuvieron amplio eco en España. Paul Bourget (1852–1935), que se dio a conocer en castellano con la traducción de Mentiras hecha por el mencionado Giner de los Ríos (hacia 1888), fue apreciado por Clarín, quien le dedicó un estudio en Mezclilla (1889). Por lo que respecta a G. de Maupassant, en España no fueron muy abundantes las traducciones en forma de libro (y, además, resultan tardías), aunque su presencia fue notable en la prensa, a través de las versiones de sus cuentos y relatos breves. En este sentido, es interesante notar la importancia de la prensa, en particular de las grandes publicaciones periódicas, en la difusión de traducciones de cuentos, en su mayor parte franceses, obra de autores como A. Daudet, A. France, René Maizeroy (1856–1918), Maupassant, C. Mendès, O. Mirbeau y Erckmann–Chatrian (1822–1899; 1826–1890).

Es cierto que la traducción no era un trabajo apreciado entre los hombres de letras de principios del siglo XX; también es cierto que hubieran sido esperables más traducciones de quienes, como Unamuno, estaban estableciendo puentes entre las culturas europeas y la española. Sin embargo, la traducción se fue dignificando a lo largo de los años 20 y 30, debido a la actitud de algunas revistas y editoriales que premiaron con prestigio y retribuciones dignas el trabajo de los traductores. Las traducciones de Pedro Vances para dos de las más importantes editoriales madrileñas de ese momento, Espasa–Calpe y Caro Raggio, son testimonio de la pervivencia en el sistema español de la literatura francesa finisecular en su doble dimensión, realista y decadentista. Así, tradujo entre otras obras El hada de las migajas de Nodier (1920), La muerta enamorada de T. Gautier (1921), la colección de Novelas asiáticas del conde de Gobineau (1816–1882) para Espasa–Calpe (1922), Los dos gemelos del Hotel Corneille de Edmond About (1828–1885) para Caro Raggio (1923), y, sobre todo, la Vida de Napoleón de Stendhal (1928) y dos de las obras mayores de G. Flaubert: La educación sentimental (1921) y Madame Bovary (1923). En la misma línea de interés por la literatura francesa de la segunda mitad del XIX se encuentran algunas traducciones de F. Vela: de Gautier (Avatar, 1921), Balzac (Los Chuanes, 1923) y A. Daudet (Cuentos del lunes, 1920).

La obra espiritualista y filantrópica de R. Rolland, que intentó un engarce entre las culturas francesa y alemana, fue profusamente traducida durante los años 20. También están presentes otros novelistas afines al gusto de la burguesía francesa de tradición católica como René Bazin (1853–1932) con Estefanía (B., Gustavo Gili, 1926) o La boda de la dactilógrafa (G. Gili, 1924) y Henry Bordeaux (1870–1963) con La casa muerta (G. Gili, 1924), o sentimentalistas de tradición parnasiana como F. Coppée con Pecado de juventud (G. Gili, 1924), todos ellos traducidos por E. Tomasich. Igualmente merece atención la labor como traductor para diversas editoriales de Francisco Almela: sus trabajos evidencian ese canon de autores que desde el esteticismo de final del siglo XIX se adentra en la literatura popular de los años 20 con versiones de Gautier (Fatalidad, 1929), Sue (Escándalo, 1928), Mérimée (Colomba, 1928), y diversas novelas de misterio de Gaston Leroux (1868–1927) como El castillo negro (1927), La muñeca sangrienta (1929) y La máquina de asesinar (s. a., las tres en M., Aguilar).

Uno de los hitos más trascendentales en la traducción novelesca del siglo XX fue la versión que de los dos primeros libros de En busca del tiempo perdido de M. Proust realizó Pedro Salinas a principios de la década de los 20, que convirtieron al autor en el modelo estilístico del psicologismo microscópico al que aspiraron muchos prosistas españoles. Pueden señalarse, asimismo, otras obras merecedoras de atención por su importancia y contenido: La escuela de los indiferentes de J. Giraudoux, traducida del francés por Tomás Borrás, o Fermina Márquez de V. Larbaud, traducida por E. Díez–Canedo. Las incursiones en el mundo de la traducción de M. Azaña revisten cierto encanto: descuellan sus versiones de las Confesiones de Clemenceau (M., España, 1930) de Jean Martet (1886–1940), editor de los papeles del político francés, y de las Memorias de Voltaire. Debe señalarse también la aportación del escritor Manuel Altolaguirre, viajero por Francia e Inglaterra, que tradujo a Hugo, Stendhal o Chateaubriand.

Tras la Guerra Civil, y en el sector literario, Francia recuperó puestos, gracias principalmente a la traducción del imprescindible de la literatura de diversión J. Verne y de los clásicos inveterados, tales como Daudet, Giraudoux, Lesage, Molière, Maupassant, F. Mauriac, A. Maurois, Charles Perrault (1628–1703) y Stendhal. Asimismo, los escritores de carácter religioso o espiritual, como G. Bernanos, Mauriac o P. Claudel, encontraron abiertas las puertas de las editoriales españolas y fueron objeto de varias traducciones, de preferencia con obras en torno a la religión católica, como el Diario de un cura rural de Bernanos o Thérèse Desqueyroux de Mauriac. A. Camus y la literatura existencialista de J.–P. Sartre y S. de Beauvoir fueron vertidos por primera vez al castellano en Hispanoamérica (en particular en Argentina y México), en ocasiones por españoles exiliados, con lo que se inició así una larga tradición motivada, en parte, por la situación de la censura en España.

El panorama empezó a cambiar a inicios de los años 60, cuando cierta apertura política permitió la circulación de autores modernos como la polifacética Colette con Chéri, Gigi, o las novelas sobre Claudine; Maurois con Las rosas de septiembre, o Françoise Sagan (1935–2004) con Un castillo en Suecia o El vestido malva de Valentina, muy presentes en colecciones de bolsillo, como la de la editorial barcelonesa Plaza & Janés. Por su parte, la colección «Libro Clásico» de Bruguera (Barcelona), con estudios preliminares y notas, contaba a finales de los 60 con autores como Balzac, Chateaubriand, R. Descartes, Rabelais, Rousseau, Sand y Voltaire. Alain Robbe–Grillet (1922–2008) –creador del nouveau roman– apareció en Seix Barral (Barcelona) con sus juegos de conciencia, francés por los cuatro costados, gracias a El año pasado en Marienbad, en versión de Jorge Argenta. A. de Saint–Exupéry disfrutó en este período de una formidable acogida que coincide con la repercusión y la importancia que se dio en Francia a su obra Le petit prince.

Algunos traductores prestigiaron las traducciones que acometían, como J. Gómez de la Serna, posiblemente el intelectual contemporáneo de perfil traductor más neto, centrado en la literatura francesa: activo ya en la época anterior, vertió en 1945 Nueva York de Paul Morand (1888–1976) y las Memorias de la Guerra de Charles de Gaulle (1890–1970). Muchas de sus traducciones (más de un centenar) han sido reeditadas. También destacó C. Berges como traductora del francés, sobre todo de Proust, Stendhal y del duque de Saint–Simon. Las últimas décadas del siglo presentan un amplio panorama de traducciones tanto de autores contemporáneos, galardonados con algún premio literario (como el prestigioso Goncourt –por ejemplo, Andreï Makine (1957), de quien se han traducido varias obras– o el Renaudot), como de clásicos que son recuperados con la revisión y actualización de traducciones antiguas o bien con nuevas traducciones que revitalizan su figura, como puede ser el caso de Voltaire, Dumas, Flaubert o G. Sand. Algunos escritores han conocido éxitos sin precedentes, como M. Yourcenar y M. Duras, cuyas obras han sido objeto de varias versiones en las diferentes lenguas de la península. Cabe mencionar asimismo a Jean–Marie G. Le Clézio (1940), premio Nobel de Literatura en 2009, que cuenta asimismo con un importante elenco de traducciones: El atestado por Gabriel Oliver (B., Seix Barral, 1964) y por Susana Cantero (Cátedra, 1994); Desierto por Alberto Conde (M., Debate, 1991); L’africà por Anna Torcal (B., Edicions 62, 2008); El diluvio por Jaime Pomar (Seix Barral, 2009), entre otras. Algo parecido ocurrió con Patrick Modiano (1945), ya traducido en España a partir de 1970, sobre todo por Carlos R. de Dampierre y luego por M.ª Teresa Gallego, a quien se deben varias traducciones aparecidas tras la concesión del Premio Nobel en 2014, en particular en Anagrama.

Entre los novelistas contemporáneos presentes en la edición española debe mencionarse asimismo al polémico Michel Houellebecq (1956), cuyas obras han sido publicadas por Anagrama: Plataforma (2002) y La posibilidad de una isla (2005), traducidas por Encarna Castejón; El mapa y el territorio, que obtuvo el premio Goncourt, en versión de Jaime Zulaika (2011), a quien se debe también Serotonina (2019) y Sumisión por Joan Riambau (2015). Por su parte, de Lydie Salvayre (1948) se ha traducido en 2015 (Anagrama) su novela Pas pleurer, ambientada en la Guerra Civil española y que le valió el Goncourt, tanto al castellano (No llorar, por Javier Albiñana) como al catalán (No plorar, por Ferran Rafols); también en catalán puede leerse 7 dones (Lleida, Pagès, 2015), traducción de Jordi Vidal Tubau. Varias novelas del también dramaturgo Éric–Emmanuel Schmitt han sido traducidas en España; descuellan las de El señor Ibrahim y las flores del Corán, su obra más difundida, adaptada al teatro y al cine, pues además de dos versiones al castellano, obra de Alex Arrese (B., Obelisco, 2003; varias reed.) y de Zahara García González (B., Booket, 2008; reed. en 2017), existe una traducción al gallego por Emma Lázare (Vigo, Faktoría K de Libros, 2007) y otra al catalán, a cargo de Judit Valentines (B., Cruïlla, 2009).

 

En cuanto a las obras históricas, a pesar de algunos intentos anteriores, como las Memorias de Philippe de Commynes (1447–1511) traducidas por Juan de Vitrián y publicadas en 1643, hay que esperar al siglo XVIII para hallar traducciones notables. Es el caso de los dos tratados más conocidos en este campo de Charles–Bénigne Bossuet (1627–1704), el Discurso sobre la historia universal y la Historia de las variaciones de las iglesias protestantes, que se publicaron en castellano en 1728 y 1743, respectivamente. También apareció en español una de las sumas históricas del XVII francés, el Grand dictionnaire historique de Louis Moreri (1643–1680), traducido por José Miravell y Casadevante y publicado en París en 1753. Son dignas asimismo de mención las traducciones de obras históricas que realizó el P. Isla, muy apreciadas en su tiempo: El héroe nacional o historia del emperador Teodosio (1731) de Esprit Fléchier (1632–1710) y Compendio de la historia de España (1754) de Jean–Baptiste Duchesne (1770–1856).

Los libros de historia, como los de pensamiento y de religión, son los que estaban más expuestos a transformaciones por motivos políticos o ideológicos. En el ámbito de la historia, el caso más notable es, sin duda, el de la Histoire des Deux Indes de Guillaume–Thomas Raynal (1713–1796), vinculado al grupo de los filósofos franceses. La versión española, realizada por el duque de Almodóvar, se tituló Historia política de los establecimientos ultramarinos de las naciones europeas (1784–1790) y presenta notables supresiones, en particular relativas a la acción de los españoles en América. En el siglo XVIII se tradujeron asimismo numerosas obras francesas en defensa de la religión católica y contrarias a los filósofos, en particular Voltaire y Rousseau, obra de Claude–Marie Guyon (1699–1771), Claude–Adrien Nonnotte (1711–1793), Nicolas Bergier (1718–1790) y Nicolas Jamin (1757–1831).

A lo largo del siglo XIX, sobre todo en las décadas centrales, tuvieron notable presencia en la edición española las obras de varios historiadores franceses, empezando por François Guizot (1787–1874), de quien se tradujeron, al poco tiempo de su aparición en Francia, la Historia de la revolución de Inglaterra (B., F. Oliva, 1847) y la Historia general de la civilización europea (B., J. Verdaguer, 1839), que gozaron de varias reediciones y nuevas traducciones hasta bien entrado el siglo XX. Por su parte, el escritor A. de Lamartine también alcanzó renombre en España por sus obras históricas, entre las que destaca la voluminosa Historia de los Girondinos (M., La Publicidad, 1847–1853), sin olvidar la Historia de la revolución de 1848 (M., Gabriel Gil, 1849), también objeto de varias reediciones y retraducciones. A la misma época pertenece el historiador y político Adolphe Thiers (1797–1877), autor entre otras obras, de los voluminosos compendios Historia de la Revolución francesa e Historia del Consulado y del Imperio, que en los años 40 se publicaron en varias imprentas españolas. En otro registro, más vinculado con la historia del arte y de la cultura, se halla Hippolyte Taine (1828–1893), de quien se tradujeron varias obras en la segunda mitad del siglo XIX, aunque su producción más notable, Los orígenes de la Francia contemporánea, hubo de esperar hasta 1910 para ser leída en castellano.

 

En el ámbito de las obras de pensamiento se encuentran algunas dignas de mención que reflejan la presencia de ciertos pensadores franceses en España. Uno de los primeros ejemplos son los Essais de M. de Montaigne, aun cuando presentan una dimensión más moral y humanística: llama la atención que fueran objeto únicamente de una traducción parcial (el primer libro), con el título de Experiencias y varios discursos de Miguel de Montaña, atribuida a Diego Cisneros, realizada entre 1634 y 1636 y que no llegó a publicarse (manuscrito en la B. Nacional de España); y que hubiera que esperar a finales del siglo XIX para que apareciera una primera traducción completa al castellano, a la que han seguido otras a lo largo del siglo XX.

Por lo que respecta a los dos grandes filósofos del siglo XVII, Descartes y B. Pascal, el primero no fue traducido hasta 1878, mientras que del segundo existe una traducción de Andrés Boggiero (1790). Durante todo el siglo XVIII y primeros años del XIX el control ejercido por la censura –tanto gubernativa como eclesiástica– no impidió la circulación de varias traducciones de obras de corte filosófico, principalmente de Voltaire y Rousseau, aunque también de Diderot, el barón de Holbach (1723–1789) o Étienne Bonnot de Condillac (1714–1780). En la vertiente jurídica destaca la presencia de varias obras de Montesquieu: de L’esprit des lois, monumento del pensamiento jurídico francés y europeo del XVIII, se tienen noticias de una traducción parcial, que quedó inédita por problemas de censura, por lo que hubo que esperar a 1820 para que apareciera la primera traducción completa, obra de Juan López de Peñalver; mejor suerte le cupo a las Reflexiones sobre las causas de la grandeza de los romanos por Manuel de Zervatán (1776), publicadas con anterioridad a la prohibición inquisitorial; de hecho, la siguiente traducción en el tiempo, por Juan de Dios Gil de Lara, no vio la luz hasta 1821.

Durante la primera mitad del siglo XIX, las presencias más notables corresponden al pensamiento católico reformista, representado por Henri Lacordaire (1802–1861) y, sobre todo, por F.–R. Lamennais, especialmente recordado por la traducción de las Palabras de un creyente (1836) de M. J. de Larra. Por otro, la filosofía positivista encarnada por A. Comte, de cuyo Catecismo positivista se hicieron en pocos años dos versiones, obra de Nicolás Estévanez (s. a.) y A. Zozaya (1886–1887), y poco después apareció su obra más importante, Principios de filosofía positiva (hacia 1890).

En realidad, el Comte que llegó a España estaba ya depurado ideológicamente por alguno de sus discípulos, sobre todo Émile Littré (1801–1881), al que se cita más que al propio maestro. De Littré tradujo, por ejemplo, Rosendo Diéguez El árbol del bien y del mal. La idea de justicia (Barcelona, 1904); también se publicaron ensayos de Littré en publicaciones periódicas como la Revista Contemporánea. El pensador con mayor irradiación en el primer tercio del siglo XX es H. Bergson, de quien aparecieron en España en los años 1910 algunas de sus obras más notables, como La evolución creadora (1912), versión de Carlos Malagarriga, La risa (1915), sin nombre de traductor, y el Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia (1919), por Domingo Barnés. De estas y otras obras se han llevado a cabo traducciones hasta el presente, y han influido en varias generaciones de pensadores españoles.

En el último cuarto del siglo XX se difundieron en Europa y en los Estados Unidos las ideas y las obras de un nutrido grupo de pensadores franceses. En lengua castellana a menudo sus producciones aparecieron antes en editoriales de México o de Argentina que de España. El primero de ellos fue el antropólogo Claude Lévi–Strauss (1908–2009), cuyas Mitológicas, traducidas por Juan Almela, se editaron en cuatro volúmenes entre 1968 y 1976 en México (por el FCE y Siglo XXI). Le siguió una de sus obras esenciales, Las estructuras fundamentales del parentesco, obra de Marie–Thérèse Cevasco, lanzada primero en Buenos Aires (Paidós) y reeditada en 1985 por Planeta–DeAgostini (Barcelona). De la Antropología estructural existen dos versiones, por J. Almela en 1979 (México, Siglo XXI; publicada en Madrid por el mismo sello en 2009), y por Eliseo Varón (B., Paidós, 1987). Finalmente, la más difundida ha sido Tristes tropiques: a la versión castellana de Noelia Bastard (Buenos Aires, E. Universitaria, 1970; reed. en España por Paidós y Círculo de Lectores) hay que añadir la catalana, por Miquel Martí i Pol (B., Anagrama, 1969) y la vasca por Jon Alonso Fourcade (Bilbao, Klasikoak, 2009). De Michel Foucault (1926–1984), filósofo e historiador de las ideas, se han traducido varias obras, en particular su célebre Historia de la locura (México, FCE, 1979; trad. Juan José Utrilla) y un grueso volumen de Obras esenciales (B., Paidós, 2010), con versiones de Fernando Álvarez Uría, Ángel Gabilondo, Miguel Morey y Julia Varela.

Gran difusión han tenido asimismo las obras del psiquiatra Jacques Lacan (1901–1981), renovador del pensamiento de Freud, de quien existen en español, entre otros, la veintena larga de volúmenes con el título genérico de El Seminario, conjunto de clases y conferencias vertido por varios traductores, publicado primero en Buenos Aires (Paidós) a lo largo de los años 1970, y reeditado en España por la misma editorial entre 1981 y 1994; así como dos volúmenes de Escritos (México, Siglo XXI, 1971), traducidos por Tomás Segovia, de los que existe nueva ed. corregida y ampliada por Armando Suárez (M., Biblioteca Nueva, 2013). En cuanto al filósofo marxista Louis Althusser (1918–1990) se ha difundido sobre todo Para leer «El Capital», traducido por Marta Harnecker (México, Siglo XXI, 1969; reed. M., 2010). Mayor impacto ha tenido la obra y el pensamiento de su discípulo Jacques Derrida (1930–2004), creador del concepto de «deconstrucción», de quien se han publicado en castellano, entre otras, De la gramatología (Buenos Aires, Siglo XXI, 1971; trad. de Óscar del Barco y Conrado Ceretti) y La escritura y la diferencia (B., Anthropos, 1989; versión de Patricio Peñalver).

 

En cuanto a la traducción de textos científicos, aun cuando se tiene constancia de la versión de algunos tratados franceses en la Edad Media y los Siglos de Oro, el auge de la misma arrancó en el siglo XVIII y sobre todo en el ámbito de las ciencias naturales, la química y la agricultura. Entre todas ellas sobresale la de la magna obra del conde de Buffon (1707–1788): una primera traducción de la Historia natural del hombre apareció en 1773, obra de Alonso Ruiz de la Piña, aunque con notables supresiones para no oponerse a la ortodoxia religiosa; y la segunda, más completa, se debió a J. Clavijo y Fajardo, Historia natural, general y particular (1786–1805, 21 vols.). Otros autores presentes en España fueron el agrónomo Duhamel de Monceau (1700–1782), con versiones de Casimiro Gómez Ortega y Miguel Suárez y Núñez; el físico y zoólogo Mathurin–Jacques Brisson (1723–1806), cuyo voluminoso Diccionario universal de física fue traducido por Cristóbal Cladera. También se tradujeron obras de Antoine Lavoisier (1743–1794), en particular su Tratado elemental de química, obra de Juan Manuel Munárriz. El desarrollo de las ciencias y las técnicas a lo largo del siglo XIX fomentó la aparición de numerosas traducciones, gran parte de ellas del francés, de tratados, manuales y obras de consulta, fomentada por la celebración de Exposiciones Universales en París y un interés general por la ciencia y la técnica, al que contribuyó en gran medida la obra divulgadora de Camille Flammarion (1842–1925).

 

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Francisco Lafarga & Àngels Santa