Italiana, Literatura

Italiana, Literatura

La primera traducción española de una obra italiana fue la del Livre dou Tresor de Brunetto Latini (1220–1294), que hacia 1270 realizaron, a instancias del futuro Sancho IV de Castilla, Alfonso de Paredes y Pascual Gómez. Reinaba aún Alfonso el Sabio, al que algunos manuscritos atribuyeron erróneamente la versión. Otras obras fueron traducidas anónimamente entre finales del siglo XIII y principios del XIV: la Historia destructionis Troiae de Guido delle Colonne (1210-1287), de la que se conserva un fragmento traducido al castellano; la Legenda Sanctorum de Iacopo da Varagine o Jacobo de Vorágine (1228–1298), en cuatro versiones, tres catalanas y una castellana; el De arte loquendi et tacendi de Albertano da Brescia (1195–1270), trasladado al catalán como Doctrina de ben parlar, y el De regimine principum de Egidio Romano (1247–1316), cuya versión parcial castellana circuló como obra de Sancho IV. En el siglo XIV creció en Cataluña el interés por Albertano da Brescia, cuyo Arte loquendi se siguió traduciendo junto con el Liber consolationis y el Liber de amore et dilectione. Catalana fue también la traducción, fiel y completa, de la Historia destructionis Troiae, debida a Jaume Conesa (Històries troianes), mientras que Fernández de Heredia trasladó al aragonés sólo sus «oraciones e arenguas»; en fin, el De regimine principum de Egidio Romano tuvo dos romanceamientos íntegros: uno en catalán de Arnau Estanyol, otro en castellano de Juan García de Castrojeriz, destinado a instruir al futuro Pedro I de Castilla. Nuevas obras se añadieron al elenco: el Milione de Marco Polo, con dos traducciones basadas en el mismo texto, una catalana anónima, otra aragonesa de Fernández de Heredia; el Griseldis de Petrarca, en una bella versión de Bernat Metge; el De contemptu mundi de Lotario de’ Conti, vertido anónimamente al castellano, y varias obras científicas trasladadas al catalán: el Bestiario toscano, los tratados de cirugía de Guglielmo da Saliceto (1210–1277)  y de Lanfranco da Milano (1250?–1310?), una de cuyas tres traducciones se debió a Guillem Salvà, mientras que la castellana no apareció impresa hasta 1495.

En el siglo XV el número y variedad de obras traducidas aumentó considerablemente bajo el empuje del humanismo, de la apertura cultural de los reyes Alfonso el Magnánimo de Aragón y Juan II de Castilla, y del mecenazgo del marqués de Santillana. Fue, sin contar las versiones indirectas de obras grecolatinas, uno de los capítulos más brillantes de la historia de la traducción en España: no sólo penetraron Dante, Petrarca y Boccaccio, sino también Leonardo Bruni con una decena de escritos, y una pléyade de humanistas: Coluccio Salutati (1331–1406) con la Declamatio Lucretie, anónimamente traducida al castellano, Poggio Bracciolini (1380–1459), cuyo De infelicitate principum romanceó Martín de Ávila para el futuro Enrique IV de Castilla, Antonio Beccadelli (1394–1471) del que Jordi Centelles vertió al catalán el De dictis et factis Alphonsi regis Aragonum et Neapolis, Stefano Porcari (+1453) con las oraciones de Rei publica romanceadas en castellano, Giannozzo Manetti (1396–1459), de quien Nuño de Guzmán tradujo para Santillana la Orazione a Pandolfo Malatesta, Leone Battista Alberti (1404–1472), con los tratadillos amatorios Deiphira y Ecathonfila puestos en bella prosa catalana por un desconocido, Enea Silvio Piccolomini, papa Pío II (1405–1464), con dos traducciones de finales de siglo: una de la Epístola a Mahoma, debida a Fernando de Córdoba, y otra, anónima, de la Historia de duobus amantibus, impresa en 1496).

Destacaron también las obras morales y religiosas: el Fior di virtù, con dos traducciones catalanas y dos castellanas, todas anónimas salvo la debida a Francesc Santcliment; los tratados de Domenico Cavalca (1270?–1342) Medicina del cuore y Specchio di Croce, traducidos al catalán por Pere Busquets y al castellano respectivamente por un anónimo y por Alfonso de Palencia (Espejo de la Cruz, impreso en 1492); el Liber de Angela da Foligno (1248–1309) en dos versiones catalanas; la Vita di Santa Caterina da Siena de Raimondo da Capua (1330?–1399), también en traducción anónima catalana, y varias obras romanceadas en castellano, impresas casi todas entre 1484 y 1496: los Fioretti de san Francisco (1181?–1226), el Lignum vitae y el Soliloquium de san Buenaventura (1218?–1274), el Defecerunt de Antonino da Firenze (1389–1459), la Summa de casibus conscientiae de Bartolomeo da San Concordio (1262–1347) o el Directorium humanae vitae de Giovanni da Capua (1250?–1310?). Completaron el catálogo algunos tratados de heráldica y arte militar (De Insignis et Armis de Bartolo da Sassoferrato (1314–1357), Libellus de re militari de Paride Dal Pozzo (1410–1493), ambos traducidos al castellano, el primero anónimamente, el segundo por Diego Enríquez del Castillo); Mare historiarum de Giovanni Colonna (1298?–1344?), plagiado por Fernán Pérez de Guzmán en su Mar de historias hacia 1440 e impreso en 1512, y Libro del perché de Girolamo Manfredi (1430–1493), vertido a la lengua catalana e impreso en 1499. Con todo, no decreció el interés por las obras más divuldadas en el siglo anterior: la Legenda aurea de Varagine, el Tresor de Brunetto (del que Guillem de Copons ofreció una afortunada traducción al catalán), los tratados didácticos de Albertano da Brescia y la Historia destructionis Troiae, que Pedro de Chinchilla tradujo al castellano hacia 1443 por encargo de Alonso Pimentel.

Dante, Petrarca y Boccaccio merecieron un trato especial, si bien Petrarca interesó casi únicamente, y de forma fragmentaria, por las prosas latinas, mientras que la Comedia de Dante dio lugar a dos traducciones completas: la catalana en tercetos de Andreu Febrer (1429) y la prosificación castellana de Enrique de Villena (1428), sin contar las traducciones de los comentaristas del poema, Pietro Alighieri y Benvenuto da Imola. Pero la mayor fortuna le correspondió a Boccaccio con ocho obras traducidas: el De casibus; Corbaccio; Genealogia deorum gentilium; Teseida; De montibus, Decameron (con una bella versión catalana íntegra de 1429, y otra parcial al castellano); Fiammetta, también en doble versión anónima, catalana y castellana, y De mulieribus claris. El paso del manuscrito a la imprenta supuso una selección del catálogo: de las traducciones ya existentes, vieron la luz dos del Fior di virtù (la de Santcliment en 1481 y una anónima castellana en 1491); dos del De regimine principum (la de Estanyol en 1480, la de Castrojeriz en 1494), y otras dos de la Legenda de Varagine (el Flos sanctorum romançat en 1490 y la Leyenda de los santos hacia 1497); L. Bruni quedó excluido salvo por su Isagogicon, impreso en una nueva traducción anónima junto con las epístolas de Séneca (1496), mientras que el autor más beneficiado por la imprenta fue Boccaccio, del que se estamparon cinco títulos: De las mujeres ilustres en 1494, De casibus (Caída de Príncipes) en 1495; el Decameron castellano, integrado hasta alcanzar las Cien novelas, en 1496; la Fiammetta castellana en 1497; el Corvatxo catalán en 1498.

El reinado de los Reyes Católicos coincidió con un cambio en el canon: la Comedia de Dante siguió interesando, pero de forma decreciente, como prueban la versión anónima catalana del comentario de Cristoforo Landino al Purgatorio, que tuvo un solo manuscrito, y el carácter incompleto de dos traducciones del poema publicadas respectivamente por Pedro Fernández de Villegas en 1515 y por Hernando Díaz en 1516. Petrarca sumó al interés por el De remediis, traducido de forma excelente por Francisco de Madrid en 1510, el descubrimiento de los Triunfos, cuya primera versión en coplas reales, realizada por Alvar Gómez de Guadalajara, se atuvo al Triunfo de Amor, seguida a corta distancia por la completa, en quintillas, de Antonio de Obregón, que vio la luz en 1512 ilustrada por el comentario de Bernardo Illicino (de éste se había hecho antes una traducción catalana inédita). Respecto al siglo anterior, la mayor continuidad afectó a la literatura religiosa, que siguió ofreciendo traducciones de la Legenda de Varagine (una de Gonzalo de Ocaña en 1516, otra de Pedro de la Vega en 1521), del Liber de Angela da Foligno (traducido en 1510 por un anónimo a instancias del cardenal Cisneros), de Catalina de Siena (1347–1380), cuyas Epístolas y oraciones vertió en 1512 Antonio de la Peña, un año después de que vieran la luz dos nuevas versiones de la Vida de la santa escrita por Raimondo da Capua, una del propio Peña, otra, en catalán, de Tomàs de Vesach; en fin, de S. Buenaventura, la Vita Christi en 1522 y la Legenda sancti Francisci, romanceada esta última por Diego de Cisneros, en 1526. La novedad la constituyó la traducción anónima del comentario de Girolamo Savonarola (1452–1498) al salmo Miserere mei, y la de los opúsculos morales de E. S. Piccolomini, De miseria curialium y Somnium de fortuna, debida a Diego López de Cortegana (1520).

Signo del cambio de los tiempos fue, sobre todo, la diversificación de temas: obras de entretenimiento (el Libro de suertes de Lorenzo Spirito, impreso desde 1502), de historia (la Historia bohémica de Piccolomini, traducida por Hernán Núñez de Guzmán en 1509; el Supplementum cronicarum de Giacomo Foresti (1434–1520), trasladado por Narcís Viñoles en 1510, y la Crónica de Aragón de Lucio Marineo Siculo (1460–1533), traducida en 1524 por Juan de Molina, autor también de una nueva versión del De dictis et factis de Beccadelli en 1527); libros de viajes y geografía (el Milione de Marco Polo con la traducción de Santaella en 1503, que llevó anexa la del De varitate fortuna de Poggio Bracciolini (1380–1459), y el Itinerario de Ludovico de Varthema (1470?–1517) traducido por Cristóbal de Arcos en 1520); en fin, novelas de aventuras y libros de caballerías: el Guerrino detto Meschino de Andrea da Barberino (1370?–1432?), traducido por Alonso Hernández Alemán en 1512; el Libro del peregrino de Jacopo Caviceo (1443–1511), por Hernando Díaz hacia 1520; el Innamoramento di Carlo Magno, vertido en 1523 por Luis Domínguez; el Orlando innamorato de Matteo Maria Boiardo (1441–1494), libremente prosificado entre 1525 y 1527 por Pero López de Santa Catalina con el título Espejo de caballerías.

Bajo Carlos V, a los libros de caballerías se añadieron tres nuevos títulos: el Morgante de Luigi Pulci (1432–1484) traducido por Jerónimo Auner entre 1533 y 1535; la Trabisonda historiata, por un anónimo en 1533; la parte primera del Liber Macaronices de Teofilo Folengo (1491–1544), también por un anónimo en 1542, y la versión en octavas del Orlando innamorato de Boiardo, por Francisco Garrido de Villena en 1555 (otra parcial daría a la luz Hernando de Acuña en 1591). Creció asimismo el interés por la historia contemporánea y la ciencia militar: Bernardo Pérez de Chinchón tradujo en 1536 el De rebus nuper in Italia gestis de Galeazzo Capella (1487–1537); de un anónimo, en 1543, es el Comentario de le cose de’ Turchi de Paolo Giovio (1483–1552); Diego de Salazar hizo lo propio con el Arte de la guerra de Machiavelli (1536); el De re militari de P. Dal Pozzo fue nuevamente traducido por un anónimo (1544); el Duelo de Girolamo Muzio (1496–1576), por Alfonso de Ulloa (1552), y el De singularis certamine de Andrea Alciati (1492–1550), por Juan Martín Cordero (1555). Pero el hecho más relevante lo constituyó la traducción del Cortegiano de Baldassarre Castiglione (1478–1529) realizada por Juan Boscán y revisada por Garcilaso de la Vega (Barcelona, 1534), que, además de ser obra maestra de la prosa castellana, modificó los hábitos de la nobleza española. El interés por las normas de la elegancia cortesana, con el amor como ingrediente obligado, se reflejó también en la tardía traducción parcial del Filocolo de Boccaccio por Diego López de Ayala (1541). No faltaron tampoco libros de medicina, como la Práctica de cirugía de Giovanni Vigo (1450–1525) o el tratado alimentario de Giovanni Michele Savonarola (1385–1468), traducidos respectivamente por Miguel Juan Pascual en 1537 y por Fernán Flores en 1541, mientras que el progreso de los estudios humanísticos en las universidades explica las versiones latinas de varias comedias (I Suppositi, Il Negromante y La Lena de Ariosto, Gli Ingannati de los académicos Intronati) realizadas por Juan Pérez Pedreyo, hacia 1540; Lope de Rueda dejó, en cambio, inéditas sus adaptaciones de esta última comedia y de la Zingania de Gigio Artemio Giancarli (†1561).

De los años 1530 y 1540 datan las primeras versiones de poesía petrarquista: tal vez la más antigua sea la atribuida a Garcilaso del soneto de Sannazaro «O gelosia, d’amanti orribil freno», objeto de dos traducciones más: una anónima, otra de Jerónimo de Lomas Cantoral (otras tres, de Andrés Rey de Artieda, Góngora y José Delitala, se añadieron en el XVII). La fortuna de la literatura pastoril propició la traducción de la Arcadia en 1547 por D. López de Ayala y Diego de Salazar (inéditas quedaron otras tres versiones tardías de Jerónimo de Urrea, Juan Sedeño y Pedro Sánchez de Viana). En 1547 Fernán Xuárez tradujo la tercera de las Sei giornate de Aretino con el título Coloquio de las damas; en 1549 Bernardino Daza Pinciano publicó una nueva traducción de los Emblemata de Alciati, y Urrea, la del Orlando furioso de Ariosto en octavas, a la que en 1550 siguió otra menos afortunada de Hernando Alcocer; más tarde, en 1585, Diego Vázquez de Contreras ofreció una prosificación censurada del poema, y en 1594 Pero López de Calatayud tradujo la continuación de Le prime imprese del Conte Orlando de Ludovico Dolce (1508–1568). En 1550 Juan Martín Cordero publicó su versión del poema Christiados de Girolamo Vida (1485?–1566), y el erasmista Francisco de Támara, la del De inventoribus de Polidoro Vergilio (1470?–1555), luego plagiada por Vicente de Millis: quedó inédita, en cambio, otra traducción de Támara: el Dechado de ejemplos de Marco Antonio Sabellico (1436–1506). Al año siguiente vieron la luz tres traducciones de temas variados: de los Asolani de Pietro Bembo (1470–1547) y de La Zucca de Francesco Doni (1515–1574), ambas anónimas; de La Circe de Giovan Battista Gelli (1498–1563) por Juan Lorenzo Ottavanti, autor también en 1552 de la única traducción impresa de los Discorsi sopra la prima Deca di Tito Livio de Machiavelli.

Ese mismo año Francisco de Villalpando dio inicio a las traducciones de tratados de arquitectura con las Reglas (libros III y IV) de Sebastiano Serlio (1475–1554?), a las que siguieron dos del De re aedificatoria de L. B. Alberti (1568 y 1582), y la Regla de las cinco órdenes de arquitectura de Giacomo Vignola (1507–1573) por Patrizio Cascese (1593). En 1553 Alfonso de Ulloa tradujo la compilación de Sentencias de Niccolò Liburnio (1474–1557); un «Licenciado Peña», el De vita solitaria de Petrarca, y Agustín de Almazán, el Momus de L. B. Alberti. Siguieron en 1554 tres traducciones más: la del Riso de Democrito et pianto de Heraclito de Antonio Fregoso (1444–1512?) por Alonso de Lobera; la del De dictis et factis de Beccadelli por Antonio Rodríguez Dávalos, y la del De partu Virginis de Sannazaro por Gregorio Hernández de Velasco. Pero el autor que gozó de mayor fortuna fue P. Giovio con cuatro obras traducidas: una nueva versión de Comentario de le cose de’ Turchi por Vasco Díaz Tanco de Fregenal (1547); Vita di Consalvo Ferrando di Cordova por Pedro Blas Torrellas (1553–1554); Vita di Ferrando Davalo por Miguel Vallés (1557), y Dialogo dell’imprese militari et amorose, junto con el Ragionamento de Ludovico Domenichi (1515–1564), por Alfonso de Ulloa en 1558.

La religiosidad inquieta que dominó Europa en el XVI tuvo también reflejo en las traducciones: hubo una versión manuscrita anónima de Las doce reglas de Pico della Mirandola (1463–1494) y otra impresa de las Regule de Pietro da Lucca (†1522) debida al erasmista Gonzalo Fernández de Oviedo (1548), así como, al menos, tres traducciones de las Obras espirituales de Serafino da Fermo (1496–1540) entre 1551 y 1554, una de ellas de Buenaventura Cervantes de Morales (1552), que también vertió en 1557 la Pasión de Jesu Cristo de Giovanni del Bene; en fin, diversas obras de Savonarola: los comentarios a los salmos In te Domine speravi y Qui regis Israel (1547), el Triumphus crucis, vertido por Lorenzo Ottavanti (1548); la exposición del Pater noster (1550), y las homilías sobre Ruth y Miqueas en versión de Alfonso Muñoz de Tevar (1556), mientras que en 1557 veía la luz en Ginebra el opúsculo antipapal Immagine di Antechristo de Bernardino Ochino (1487–1564), trasladado por un protestante exiliado.

Las cosas cambiaron durante el reinado de Felipe II, que se orientó con fuerza hacia la ideología nacionalista y el espíritu tridentino. El elenco de tratados sobre el arte militar se incrementó con el De re militari de Antonio Cornazzano (1432?–1484), traducido por Lorenzo Suárez de Figueroa en 1558; con el de heráldica de Gabriele Simeoni (1509–1575), vertido por Ulloa en 1561, y con el manual de equitación de Federico Grissone (1507–1570), en la traducción de Antonio Flórez Benavides de 1568. La ortodoxia religiosa triunfó con la obra de Girolamo Garimberti (1506–1575) Della fortuna, traducida por Juan Méndez de Ávila en 1572, las de de Bonsignore Cacciaguerra (1495–1566) y de Cesare Calderari, en traducción respectivamente de Flórez de Benavides (1575) y Jaime Rebullosa (1597), y, a medio camino, el tratado de Isabella Sforza (1503–1561), Della vera tranquillità dell’animo, traducido por Juan Díaz de Cárdenas en 1568 y por Nicolás Díaz en 1571.

Como cabía esperar, el pensamiento político y la historia contemporánea gozaron de un espacio privilegiado: el De regno et regis institutione de Francesco Patrizi (1529–1597) fue traducido por Enrique Garcés en 1591 para el rey; la Razón de Estado de Giovanni Botero, por Antonio de Herrera a instancias del monarca en 1593; el Historiarum suis temporis de P. Giovio tuvo dos traducciones en 1562, una de Antonio de Villafranca, otra de Gaspar de Baeza, a quien también se debió la de sus Elogia de caballeros antiguos y modernos (1568); dos traducciones tuvo asimismo el Compendio de las historias de Nápoles de Pandolfo Collenuccio (1444–1504), por Nicolás Espinosa (1563) y Juan Vázquez de Mármol (1584); la Historia de Italia de Francesco Guicciardini fue traducida por Flórez Benavides en 1581, y La unión del reino de Portugal a la corona de Castilla de Girolamo Conestaggio (1530–1617) tuvo cuatro versiones manuscritas (de Diego de Aguiar, Pedro Manrique, Antonio Peralta y Diego de Roys), aunque sólo vio la luz otra de Luis de Bavia (1610). Inédita quedó asimismo la traducción anónima de los Comentarios de Ludovico Guicciardini (1521–1589) a las guerras de Flandes, mientras que sus Detti piacevoli se publicaron en dos versiones distintas, una de V. de Millis (1586), y otra, parcial, de Jerónimo de Mondragón (1588); en fin, la Historia della guerra fra Turchi e Persiani de Giovanni Minadoi (1549–1615) fue vertida por Antonio de Herrera (1588). La tendencia a la reglamentación de la vida propició dos traducciones del Galateo de Giovanni Della Casa, una de Domingo Becerra (1586), otra más libre de Lucas Gracián Dantisco (1593), y la del Dialogo della institution delle donne de L. Dolce (plagio de la Institutio de foemina christiana de J. L. Vives), publicada por Pedro Villalón en 1584.

En la literatura de ficción, un espacio significativo le correspondió al género de las novelle: entre 1580 y 1581 Francisco Truchado publicó su traducción de las Notti piacevoli de Giovanni Francesco Straparola (1480–1557?) con el título de Honesto y agradable entretenimiento de damas y galanes; en 1589 V. de Millis tradujo del francés la antología de Matteo Bandello (1490–1560) Historias trágicas ejemplares, y un año después Luis Gaitán de Vozmediano dio a la luz una selección de los Hecatommithi de Giovanni Giraldi Cinthio (1504–1573).

El otro gran centro de interés lo constituyó, obviamente, la poesía: Hernando de Hoces tradujo nuevamente los Triunfos de Petrarca respetando el endecasílabo (1554); Salomón Usque ofreció una versión métrica de la primera parte del Canzoniere en 1567, y Enrique Garcés, otra casi completa en 1591, mientras que Francisco Trenado lo prosificó en 1595. Entre las versiones de poesías sueltas, destacan las realizadas por Francisco Sánchez de las Brozas hacia 1572: once poemas de Petrarca, editados por Quevedo en 1631 junto con las poesías de Francisco de la Torre, entre las que se contaron nueve versiones de Benedetto Varchi (1503–1565), y otras de Giovanni Battista Amalteo (1525–1573), Francesco Maria Molza (1489–1544), Angelo Poliziano (1454–1494) y Torquato Tasso. El mayor grado de excelencia lo alcanzó, sin embargo, fray Luis de León con dos versiones, una de G. Della Casa (Arsi, e non pur la verde stagion fresca) y otra de Bembo (Signor, quella pietà che ti costrinse). Abundaron asimismo traducciones de Luigi Tansillo, con seis distintas de las Lagrime di San Pietro entre 1585 y 1590, y varias del soneto Amor m’impenna l’ale (de Gutierre de Cetina, Diego de Ávalos y Francisco de Lugo, las dos últimas ya en el XVII). No faltaron tampoco florilegios, como la Floresta de varia poesía de Diego Ramírez Pagán (1562), que incluyó versiones de múltiples poetas tomadas de antologías que circulaban en Italia. Sustento de la moda petrarquista fue también la teoría neoplatónica del amor divulgada por León Hebreo (1460?–1521) en sus Dialoghi d’amore, de los que hubo cuatro distintas traducciones: una de Juan Guedalla, dedicada a Felipe II (1568); otra de Hernando y Carlos de Montesa (1585); una tercera, disimulada, de Massimiliano Calvi (1573), y una cuarta, superior a las demás, del Inca Garcilaso de la Vega (1590). El siglo se cerró con dos traducciones en verso de la Gerusalemme liberata de Tasso: la primera de Juan Sedeño (1587), la segunda, manuscrita, de Bartolomé Cairasco; ya en el siguiente, Juan Antonio de Vera y Figueroa publicó una nueva versión adaptada con fines nacionalistas: El Fernando o Sevilla restaurada (1632), y Antonio Sarmiento de Mendoza, otra mucho más fiel (1649).

En el siglo XVII, la continuidad la marcó el interés por la ciencia militar y la emblemática: los Emblemas de Alciati tuvieron dos nuevas traducciones: una de Diego López (1615), y otra manuscrita anónima; las Reglas militares de la caballería de Ludovico Melzi (1558–1617), una de Galderico Gali para el duque de Feria (1619); el tratado de equitación de Giorgio Basta (1550–1607), otra de Pedro Pardo de Rivadeneyra para el conde–duque de Olivares (1624); en 1639 Ildefonso Scavino tradujo los Cargos y preceptos militares de Lelio Brancaccio (1564?–1637), y en 1693 Bartolomé Chafrión publicó una versión disimulada de la Attione bellica de Raimondo Montecuccoli (1609–1680). Extraordinario empuje recibió la historia contemporánea, como muestra la larga lista de autores traducidos: Guido Bentivoglio (1577–1644), a cuyas Relaciones de Francia y los Países Bajos, vertidas por Francisco de Mendoza en 1631, siguió en 1643 la historia de la Guerra de Flandes traducida por Basilio de Varén; Enrico Caterino Davila (1576–1631), con su Historia de las guerras civiles de Francia, traducida por el propio Varén en 1651; Agostino Mascardi (1576–1631), con la Conjuración del conde Fiesco, vertida por Antonio Vázquez en 1640; Maiolino Bisaccioni (1582–1663) con la Historia delle guerre civili di questi ultimi tempi traducida en 1658 por Diego Felipe de Albornoz, quien dejó manuscrita otra de Pier Giovanni Capriata (†1660?); inédita quedó también la Historia del Concilio de Trento de Pietro Sforza Pallavicino (1607–1677) vertida por un anónimo, mientras que otros cuatro historiadores se añadieron en las dos últimas décadas del siglo: en 1681 Guglielmo Dondini (1606–1678), en 1684 Giovanni Sagredo (1616–1691), en 1688 Simpliciano Bizozeri (1642–1704) y en 1696 Galeazzo Gualdo Priorato (1606–1678).

Pero el más importante de todos fue, sin embargo, F. Guicciardini, cuya Historia de Italia no sólo tuvo una nueva traducción de Otón Edilo Nato de Betissana (1683), sino también otra parcial, manuscrita, del rey Felipe IV (ca. 1640). Otros géneros emparentados con la historia se vieron favorecidos: las descripciones geográficas (las Relazioni universali de Botero fueron traducidas por Diego de Aguiar en 1599, y por Jaime Rebullosa entre 1603 y 1610; el Milione de Marco Polo tuvo una nueva versión por Martín de Bolea en 1601), y la biografía, cuyo gran modelo fue Virgilio Malvezzi con siete obras traducidas, entre las que destacó el Romolo vertido por Quevedo (1632); no faltaron tampoco traducciones de Giovan Francesco Loredano (1607–1661), pero incontables fueron las de vidas de santos, entre las que bastará citar las dedicadas por Daniello Bartoli a Ignacio de Loyola y Vincenzo Caraffa, la primera traducida por un anónimo que la dejó inédita; la segunda, por Alonso de Andrade, que la publicó en 1658.

El otro gran tema del siglo fue la ciencia política: la Razón de Estado de Botero tuvo una nueva traducción de Jaime Rebullosa (1605); el Manual de grandes de Marcantonio Querini fue traducido por Mateo Prado (1640), y el Príncipe deliberante de Tommaso Roccabella, por Sebastián de Ucedo (1670); inéditas quedaron, a causa de la Inquisición, las traducciones de Machiavelli: del Príncipe hubo dos anónimas en la primera mitad del siglo (una de ellas acompañada por otros escritos del autor), y otra más tardía de Juan Vélez de León, que también incorporó otros textos del autor. Inéditas quedaron asimismo todas las traducciones de los Ragguagli de Traiano Boccalini (1556–1613), salvo la de Fernando Peres de Sousa (posible seudónimo de Antonio Vázquez), que abarcó las dos primeras centurias (1634–1640), mientras que las otras cinco, todas anónimas, se limitaron a la Pietra del paragone politico. Tampoco pasó el filtro de la censura la traducción de los Comentarios a Cornelio Tácito del propio Boccalini, debida a Miguel García, aunque sí lo hicieron los Dialoghi piacevolissimi de Nicolò Franco (1515–1570) traducidos por Francisco de Cáceres sobre un texto expurgado (1616).

La religiosidad barroca atrajo también el interés de los traductores: numerosas fueron las obras vertidas del teólogo Roberto Belarmino (1542–1621), cinco de ellas por el jesuita Alonso de Andrade, aunque el autor religioso más divulgado fue, sin duda, Paolo Segneri (1624–1694) con trece traducciones, la mayor parte de José López de Echáburu. En cuanto a la oratoria sacra, los sermones de Cornelio Musso (1511–1574) y de Francesco Panigarola (1548–1594) fueron traducidos en 1602, respectivamente, por fray Diego de Zamora y por Gabriel de Valdés. El prosista más sobresaliente fue, sin embargo, el jesuita Danielo Bartoli (1608–1685), del que, además de las vidas de santos, se tradujeron L’uomo di lettere y L’Eternità consigliera, respectivamente por Gaspar Sanz en 1678 y por Nicolás Carnero en 1691.

En cuanto a los repertorios de erudición y curiosidades, Tommaso Garzoni (1549–1589) fue el autor más representado con el Theatro de’ vari e diversi cervelli mondani y La sinagoga de gl’ignoranti, traducidos por Jaime de Rebullosa en 1600, y La piazza universale di tutte le professioni del mondo, por Cristóbal Suárez de Figueroa en 1615. En el siglo de la retórica no faltó una traducción de los discursos de Tasso sobre el poema heroico, debida a Tomás Tamayo de Vargas, que la dejó inédita, mientras que Emanuele Tesauro (1592–1675) interesó más por La filosofia morale y por L’arte delle lettere missive (traducidas, respectivamente, por Gómez de la Rocha en 1682 y por Marcelo Migiavaca en 1696), que por el Cannocchiale aristotelico, del que no se publicó ninguna traducción hasta 1741, obra de Miguel de Sequeiros.

En cuanto a las versiones de poesía, sobresalieron por su calidad las del Aminta de Tasso, de Juan de Jáuregui (1607), y la del Pastor fido de Battista Guarino, de C. Suárez de Figueroa (1602), ambas elogiadas por Cervantes (la fábula pastoril de Guarino fue nuevamente traducida por Isabel Correa en 1694 y libremente adaptada por Calderón, Antonio de Solís y Antonio Coello para representarse en 1656). Característica del gusto barroco fue, en fin, la Miscelánea Austral de Diego de Ávalos y Figueroa (1603), que incluyó catorce versiones de Vittoria Colonna (1490–1547) y algunas otras de Petrarca, Poliziano, Lorenzo de’ Medici, Alamanni, Aquilano y Tansillo.

En el siglo XVIII el canon sufrió un vuelco, no sólo porque el tratado de Utrecht puso fin a la hegemonía española en Italia, sino porque la cultura europea desplazó su centro a Francia imponiendo nuevos temas y formas. El influjo italiano sobre las letras españolas provino, a menudo, de fuentes francesas, mientras que otra paradoja la constituyó el exilio de los jesuitas expulsos, que comportó la necesidad de traducir sus obras escritas en italiano (fue el caso de Juan Andrés, Antonio Eximeno, Lorenzo Hervás y Panduro, Xavier Lampillas, Juan Ignacio Molina y Juan Nuix, entre otros). El mayor aflujo de traducciones se centró en el teatro, con dos grandes protagonistas: Pietro Metastasio (con casi 150 melodramas traducidos) y Carlo Goldoni (con cerca de 90 comedias), aunque no faltó la presencia de otros comediógrafos y libretistas como Pietro Chiari (1711–1785), Apostolo Zeno (1668–1750), Lorenzo da Ponte (1749–1838) o Pietro Napoli Signorelli (1731–1815); Il re Teodoro de Giambattista Casti, y el Oreste de Vittorio Alfieri tuvieron, en cambio, sólo una versión inédita cada uno, la primera anónima, la segunda del jesuita expulso Antonio Gabaldón.

El autor que representó mejor el gusto dominante en la segunda mitad del siglo fue Antonio Muratori, del que entre 1763 y 1694 se tradujeron siete obras, entre las que destacó Riflessioni sul buon gusto vertida por Juan Sempere y Guarinos. Las tres últimas décadas vieron incrementarse las traducciones de autores ilustrados. La más influyente fue la del tratado Dei delitti e delle pene de Cesare Beccaria, publicada en 1774 por Juan Antonio de las Casas, a la que el propio Las Casas hizo seguir en 1775 la de los Diálogos sobre el comercio del trigo de Ferdinando Galiani (1728–1787); Jaime Rubio tradujo entre 1787 y 1789 la Ciencia de la legislación de Gaetano Filangieri (1753–1788), que la censura prohibió en 1790. El interés por la higiene, ya implícito en la temprana traducción del Mondo ingannato da falsi medici de Giuseppe Gazola (1661–1715), publicada en 1729 con prólogo de Gregorio Mayans, propició la del De vita sobria de Alvise Cornaro (1484–1566), dada a la estampa por Miguel de la Higuera en 1782. Un espacio destacado correspondió también a los tratados de arquitectura y bellas artes: Diego Antonio Rejón de Silva tradujo en 1784 los de Leonardo da Vinci (1452–1519) y Alberti; Manuel de Hinojosa, en 1790, el Manual de arquitectura de Giovanni Branca (1571–1645), y José Francisco Ortiz y Sanz, Los cuatro libros de arquitectura de Andrea Palladio (1508–1580) en 1797.

El interés por la poética, la retórica, la crítica y la historia literarias dio lugar a traducciones de Giovanni Angelo Serra o Cesena (+1766), Francesco Algarotti (1712–1764), Francesco Milizia (1725–1798) o Carlo Denina (1731–1812), además de la del Saggio storico–apologetico della letteratura spagnuola del jesuita español Francisco Javier Lampillas (1731–1810) debida a Josefa Amar y Borbón (1782–1786) y de Dell’origine, progressi e statu attuale d’ogni letteratura de su compañero de orden Juan Andrés (1740–1817), realizada por su hermano Carlos (1784–1806). En poesía prevaleció el gusto didascálico con traducciones de escasa difusión (la del Cicerone de Gian Carlo Passeroni (1713–1803), realizada por José Francisco de Isla, quedó inédita; la del Giorno de Giuseppe Parini (1729–1799) debida a Antonio Fernández Palazuelos tuvo sólo una impresión privada en 1797). De mayor fortuna gozaron las prerrománticas Noches clementinas de Aurelio Bertola (1753–1798) en la versión de Francisco Mariano Nifo (1785) y, sobre todo, el Bertoldo, Bertoldino e Cacasenno, poema cómico–narrativo traducido por Juan Bartolomé en 1745 sobre una libre adaptación de la obra de Giulio Cesare della Croce (1550–1609).

En el XIX irrumpió el gusto por la narrativa, la poesía lírica y la ópera. Los autores más relevantes fueron Alessandro Manzoni y Giacomo Leopardi, pero los clásicos volvieron a entrar en circulación merced a la boga de Dante y de la épica, que impulsó nuevas traducciones de la Comedia, de Ariosto y de Tasso. La primera mitad del siglo reflejó la alternancia de períodos liberales y absolutistas: durante los primeros se asistió al auge de Vittorio Alfieri (símbolo de libertad en la época de la lucha antinapoleónica) y a la exhumación de autores heterodoxos o prohibidos: el Decameron de Boccaccio con múltiples, aunque adocenadas, versiones; El Príncipe de Machiavelli, traducido por Alberto Lista en 1821; el tratado de Beccaria, con cinco nuevas traducciones entre 1820 y 1836; el de Filangieri con la edición íntegra de Jaime Rubio en 1813 y otra de Juan Sánchez Ribera entre 1820 y 1822; la Economía política de Pietro Verri (1728–1797), vertida en 1820 por Francisco Rodríguez de Ledesma, que también tradujo Le notti romane de Alessandro Verri (1741–1816) entre 1814 y 1821, y algunos cantos de los Animali parlanti de Casti en 1813, una sátira política objeto posterior de otras versiones anónimas; en fin, Le ultime lettere di Iacopo Ortis de Ugo Foscolo vieron la luz en 1833 sin nombre del traductor.

En el período romántico y posromántico gozó de gran favor la novela histórica: además de I promessi sposi de Manzoni, con seis traducciones entre 1833 y 1873, fueron traducidas Ettore Fieramosca y Niccolo de’ Lapi de Massimo D’Azeglio (1798–1866); Marco Visconti de Tommaso Grossi (1791–1853), cuya leyenda en verso, La fuggitiva, había sido vertida al catalán por Joan Cortada en 1834, y la Margherita Pusterla de Cesare Cantù (1804–1895), conocido sobre todo por su Historia universal. La segunda mitad del siglo fue de signo conservador, y propició la fortuna de escritores cristianos como Dante, Tasso, Manzoni y Silvio Pellico (1789–1854): este último tuvo ocho traducciones del Dei doveri degli uomini, siete de Le mie prigioni y dos de la tragedia Francesca da Rimini. En cuanto a las versiones de poesía lírica, se concentraron en florilegios, el primero y más importante, la Antología de poetas líricos italianos de Juan Luis Estelrich (1889), donde Leopardi figuró como el poeta moderno más representado; más tarde Francisco Díaz Plaza publicó con fines didácticos La lira itálica (1897). Hubo también escritores en serie como Edmondo De Amicis, con casi medio centenar de traducciones entre 1877 y finales de siglo, y el novelista Salvatore Farina (1846–1918), con ocho entre 1877 y 1893. A caballo entre los dos siglos penetró con fuerza la antropología y la jurisprudencia: en el primer caso, los autores más traducidos fueron Cesare Lombroso (1835–1909), Alfredo Niceforo (1876–1960), Enrico Ferri (1856–1929), Raffaele Garofalo (1851–1934), Pellegrino Rossi (1787–1848), Giuseppe Sergi (1841–1936) y Scipio Sighele (1868–1913); en el segundo, Giuseppe Carle (1845–1917), Pietro Ellero (1933–1933), Pasquale Fiore (1837–1914), Domenico Giuriati (1829–1904) o Francesco Saverio Nitti (1868–1953), con un protagonismo especial de traductores vinculados a la Institución Libre de Enseñanza como Pedro Dorado Montero y Constancio Bernaldo de Quirós.

En el siglo XX Gabriele D’Annunzio sembró de traducciones las tres primeras décadas, pero otros muchos autores se añadieron a la lista hasta el fin de la Guerra Civil: más de cincuenta novelistas, cuarenta dramaturgos, y una multitud de poetas insertos en publicaciones periódicas y antologías (fundamental la que Fernando Maristany publicó en 1920 con el título Las cien mejores poesías líricas de la lengua italiana). Entre los narradores, merecen mención, además de Luigi Pirandello en su doble calidad de novelista y autor de relatos, Grazia Deledda (1871–1936)  con doce traducciones, Matilde Serao (1856–1927) con ocho, Antonio Fogazzaro con siete, Gerolamo Rovetta (1851–1910) con cuatro, así como Alberto Moravia (1907–1990), cuya novela de exordio, Gli indifferenti, tradujo al catalán Miquel Llor en 1932, y las escritoras Neera (1846–1918) y Sibilla Aleramo (1876–1960), con una traducción cada una, respectivamente de Luis Marco y de José Prat. La boga del género favoreció también la recuperación tardía de Giovanni Verga, con doce traducciones, y de Luigi Capuana (1839–1915), cuya Giacinta tradujo Miguel Domenge en 1907. Proliferaron, en fin, autores de consumo como Guido Da Verona (1881–1939) y Carolina Invernizio (1851–1916) y, dentro de la literatura juvenil, Emilio Salgari (1862-1911) y Luigi Motta (1881–1955); mientras que Pinocchio de Carlo Collodi alcanzó dos traducciones, una castellana en 1912 y otra catalana en 1924.

Entre los dramaturgos, sobresalieron Roberto Bracco (1861–1943) con ocho piezas traducidas, Paolo Giacometti (1816–1882) con siete, Giuseppe Giacosa (1847–1906) con seis, Enrico Butti (1868–1912) con cinco, mientras que Massimo Bontempelli (1878–1960) alcanzó fama con Nostra Dea, representada en 1926 en la traducción de Salvador Vilaregut. Pero ninguno superó a Luigi Pirandello, del que se vertió una veintena de obras, cinco por duplicado. En cuanto a los poetas modernos, Leopardi y Giosue Carducci fueron los únicos, junto con D’Annunzio, en tener antologías y libros sólo a ellos dedicados; Dante dominó entre los antiguos tanto por la Comedia como por la Vita nova, mientras que la corriente franciscana modernista propició cinco traducciones del Cántico de san Francisco de Asís. Entre los traductores destacaron, por regularidad y calidad, Ricardo Baeza, Rafael Cansinos Assens, Enrique Díez–Canedo, Pedro Pedraza y Páez, Cipriano Rivas Cherif, José Sánchez Rojas, para el castellano; Josep Carner, Agustí Esclasans, Tomàs Garcés, Miquel Llor, Alfons Maseras, Josep M. de Sagarra y Maria Antònia Salvà (traductora de Manzoni y de Pascoli), para el catalán. Conviene, en fin, mencionar algunos casos singulares, como la traducción de dos manifiestos de Filippo Tommaso Marinetti (1876–1944) por Ramón Gómez de la Serna para la revista Prometeo (1909 y 1910), los ensayos de Curzio Malaparte (1898–1957) reunidos por Ernesto Giménez Caballero con el título En torno al casticismo de Italia (1929), la bella traducción del libro de relatos de Serao, Fior di passione, por Valle–Inclán a comienzos de siglo, o el manojo de poesías de Carducci y Leopardi que Unamuno incluyó entre las suyas en 1909. Fuera de la literatura de ficción, el autor más destacado fue Benedetto Croce (1866–1952), con siete traducciones entre 1912 y 1933 (cuatro de ellas debidas a José Sánchez Rojas).

La segunda mitad del siglo XX supuso un incremento masivo de la narrativa y la poesía, así como la recuperación sistemática de los clásicos antiguos y modernos en ediciones cada vez más esmeradas. Las traducciones de la lírica contemporánea recogidas en antologías fueron fijando un canon de autores que atenuó las fracturas entre romanticismo, modernismo, vanguardias, poesía realista y simbolismo; las más significativas fueron, para el castellano, las de de Vintila Horia y Jesús López Pacheco (1959), Antonio Colinas (1977) y Ángel Crespo (1994); para el catalán, las de T. Garcés (1961) y Narcís Comadira (1990). Libros completos merecieron Dino Campana (1885–1932), Vincenzo Cardarelli (1887–1959), Umberto Saba (1883–1957), Giuseppe Ungaretti, Eugenio Montale, Cesare Pavese, Salvatore Quasimodo (1901–1968), Mario Luzi (1914–2005), Giorgio Caproni (1912–1990), Antonia Pozzi (1912–1938), Pier Paolo Pasolini (1922–1975), Alfredo Giuliani (1924–2007), Edoardo Sanguineti (1930–2010), Sandro Penna (1906–1977)y Valerio Magrelli (1957). Entre los poetas–traductores, además de Jorge Guillén con seis versiones de Montale publicadas en 1966, y de N. Comadira y Á. Crespo por sus respectivos volúmenes antológicos, han de recordarse José Agustín Goytisolo por la amplia antología de Pavese publicada en 1961, A. Colinas por su versión de la poesía completa de Quasimodo en 1991, Miquel Desclot por las traducciones al catalán de Cardarelli (1982) y de Saba (1985).

Inabarcable es, en cambio, el censo de traductores de la narrativa italiana (bastará citar a Esther Benítez por sus traducciones de Pavese, Moravia, Calvino, y a dos escritores: Carmen Martín Gaite por la de Senilità de Italo Svevo (1861–1928), y Sánchez Ferlosio por la de los relatos de Cesare Zavattini (1902–1989). El catálogo de narradores se amplió en los años 50 gracias a la editorial Janés (luego Plaza & Janés), y en los años 60 y 70 con editoriales como Seix Barral, en cuya «Biblioteca Breve» aparecieron las primeras traducciones de Svevo, Carlo Gadda (1873–1973) y Tommaso Landolfi (1908–1979), Bruguera (que publicó la obra completa de Pavese), Alianza, Alfaguara, Proa, Edicions 62, Anagrama y otras, además de Cátedra con sus ediciones anotadas de «Letras Universales». Pero el ápice se alcanzó en los años 80 y 90, en un boom coincidente con la boga del Made in Italy: grande fue la fortuna de Italo Calvino, notable la de Leonardo Sciascia, extraordinaria la de Umberto Eco con Il nome della rosa, la novela italiana más divulgada en España después del Gattopardo de Tomasi di Lampedusa. En el siglo XXI los autores más traducidos en el anterior (Moravia, Calvino y Sciascia) dieron paso al fenómeno editorial Andrea Camilleri (1925–2019), mientras que el mercado ha seguido alimentándose de novedades día a día. Con todo, a partir del ritmo y calidad de las traducciones, puede intentarse un balance provisional del canon de autores sedimentado en distintos géneros: Pirandello, Svevo, Ungaretti, Montale, Quasimodo, Pasolini, Calvino, Sciascia, Primo Levi y Antonio Tabucchi (1943–2010) entre los contemporáneos; Goldoni, Manzoni y Leopardi entre los modernos; Dante, Petrarca, Boccaccio, Machiavelli y Ariosto, entre los antiguos. De todos ellos, Dante, es el autor cuya vigencia aparece incluso acrecentada, debido en parte, aunque no solo, a las iniciativas editoriales nacidas en torno al VII centenario de su muerte (1321).

 

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M.ª de las Nieves Muñiz Muñiz