García Sánchez

La traducción de las letras griegas en los Siglos de Oro

Lúa García Sánchez (Universidade de Santiago de Compostela)

 

Introducción

Los Siglos de Oro resultan fundamentales para comprender la historia de la traducción en España. En el Renacimiento inciden sobre la traducción una serie de cambios sociales y políticos que la convierten en «un factor cultural de gran relevancia en la vida pública»; de hecho, «el humanismo es, sobre todo, un acto de traducción», en palabras de Vega (1996–1997: 71–72). A inicios del siglo XVI ya había desaparecido casi completamente el desprecio de las lenguas romances como lenguas meta a las que traducir los clásicos, frecuente en la Edad Media, y a lo largo de la centuria tuvo lugar un paulatino proceso de valorización del vernáculo. Paralelamente, aumentó la demanda de traducciones de los clásicos, frente a lo que cabría esperar, ya que los studia humanitatis, sistema de enseñanza vigente en aquel momento, promovían el conocimiento del latín y el griego; pero el interés por las fuentes clásicas coincidió con el incremento del público lector, que cada vez tenía menos acceso a estas lenguas. Por lo tanto, el reconocimiento de las lenguas vulgares como lenguas de cultura y de la traducción como medio con el que enriquecerlas convivió con la pareja reivindicación de las lenguas clásicas, lo que conforma la paradoja humanística; en otras palabras, esta paradoja opera entre el impulso de los studia humanitatis y la imitación de los autores clásicos a partir de los textos originales, por un lado, y el creciente número de traducciones a lenguas vulgares –en buena medida, por la pérdida progresiva de contacto con las lenguas clásicas–, por otro.

A estas circunstancias se suma la pérdida de interés en las traducciones cuatrocentistas. Según Ruiz Casanova (2000: 148), lo que singulariza al siglo XVI en la historia de esta actividad es la relevancia otorgada por los humanistas a «las consideraciones lingüísticas y estéticas como un conjunto indisociable». La expresión poética, que en las versiones de la Edad Media era un aspecto secundario, cobra mayor importancia, sobre todo en torno a la década de 1530 por la influencia del humanismo italiano (Russell 1985: 50 y 54). Este cambio de perspectiva propició que a partir de entonces las traducciones del cuatrocientos fuesen percibidas como fruto de métodos obsoletos y, por ello, menos interesantes. Aunque en la primera mitad del siglo XVI continuaron publicándose traducciones elaboradas en la centuria anterior, a falta de otras nuevas, con el transcurso del tiempo, los impresores dejaron de interesarse por esas versiones.

La lengua más traducida fue el latín, lengua de cultura y de comunicación en el contexto europeo, pero también se tradujo a partir del griego.1 Sin embargo, esta era una lengua mucho menos conocida y empleada por los humanistas españoles del siglo XVI que el latín. De hecho, algunas obras griegas se tradujeron al latín y los humanistas solían servirse de estas versiones para leer y traducir a los autores griegos. Asimismo, la desigual posición del latín respecto del griego se aprecia en el hecho de que la creación en griego fue muy escasa, frente a la abundante producción neolatina.

En palabras de Lafarga y Pegenaute (2004: 12), la traducción supone «una fuerza motriz de primera magnitud en el desarrollo de las diferentes literaturas» y constituye una eficaz herramienta para el estudio de los contactos literarios entre culturas. El análisis de estas conexiones puede resultar enriquecedor para el estudio de las influencias literarias. Y este tipo de análisis se vuelve todavía más sugestivo si se aplica al Siglo de Oro, época en la que la creación literaria estaba guiada por el principio de la imitatio, y el conocimiento de las lenguas clásicas era cada vez menor, por lo que en muchos casos solo las traducciones permitían a algunos escritores comprender las fuentes clásicas.2

 

El griego en la España de los Siglos de Oro

El helenismo y, con él, las traducciones del griego experimentaron un cierto crecimiento durante la primera mitad del siglo XVI en España. Esta centuria vio aparecer en España las primeras cátedras de griego. Se considera que el helenismo español parte de Salamanca, en concreto de Antonio de Nebrija y Demetrio Ducas. Posteriormente, la Universidad de Alcalá, fundada por Cisneros, se convierte en el principal foco de los estudios helénicos, que irradia su influencia a otras ciudades, como Valencia, Barcelona o Toledo.3

Los humanistas del siglo XVI principalmente valoraban el griego como la lengua de acceso al saber y a la Sagrada Escritura. Su introducción en la universidad vino de la mano de la constatación de que un conocimiento profundo de esta lengua, fundamental en la Patrística, era esencial para la formación en Teología. Pero, además, buena parte del conocimiento fundamental de los diversos estudios universitarios de la época estaba en griego. Asimismo, la formación en esta lengua se reivindicaba basándose en una errónea concepción lingüística según la cual el latín provenía del griego.

La visión de la lengua griega como la vía apropiada para comprender correctamente la Biblia está paradójicamente relacionada con uno de los principales obstáculos para el desarrollo de los estudios griegos y el de las traducciones a partir de esta lengua: las sospechas de heterodoxia que recaían sobre los que tenían destreza en griego. Estos recelos provocaron que numerosos helenistas fuesen perseguidos y procesados por la Inquisición. Entre otros, sufrieron procesos inquisitoriales Juan Ginés de Sepúlveda, Arias Montano o Francisco Sánchez de las Brozas.4 Además, estas sospechas se trasladaban al pueblo, lo cual puede constatarse en los prejuicios patentes en algunas comedias o en el Tesoro de Covarrubias.5

Por otra parte, pese a la visión de la lengua griega como «una llave necesaria para acceder a la verdadera sabiduría», los resultados de su enseñanza en las escuelas no debieron de ser notorios, ya que en el siglo XVI los estudios superiores comenzaban todavía con los rudimentos del griego, dictados, por cierto, en latín (López Rueda 1973: 411 y 263).

A las razones antedichas han de sumarse otras dificultades que explican que el griego solo fuese una lengua conocida por una minoría de los humanistas y que no despertase más interés en el siglo XVI. En primer lugar, debe aludirse a las dificultades económicas y las limitaciones técnicas para la producción editorial propia, que conllevan la escasez de libros y gramáticas: resulta ilustrativo el dato de que antes de 1553 solo existía en España una imprenta con caracteres griegos, la de Arnao Guillén de Brocar, en Alcalá de Henares (López Rueda 1973: 330 y 333). Se editaron textos griegos como la Oratio hortatoria ad pueros de san Basilio por parte del Pinciano –con traducción interlineal latina– y textos de carácter profano, como el Banquete de Platón o la Varia Historia de Eliano, editados por Andreas de Portonariis en Salamanca en 1553 y 1555, respectivamente, o la Odisea, por Juan Canova en 1560. Sin embargo, a pesar de la nómina rastreable de ediciones en griego en España en el siglo XVI y de que no se tradujo mucho a partir de esta lengua, las traducciones superan en cantidad a los textos originales.

Por otra parte, la difusión de textos helénicos en España era escasa, y la situación de las universidades y los profesores de griego, ruinosa. La exigua remuneración de los catedráticos de lengua griega impedía una consagración exclusiva a esa ocupación, pues se veían obligados a impartir lecciones de otras cátedras o clases particulares, lo que iba en detrimento de la enseñanza. Además, complicaba su acceso a nuevos libros especializados. A propósito de este último inconveniente, ha de indicarse que eran pocos los que poseían amplias bibliotecas y que los fondos universitarios debían de ser pobres. Todos estos obstáculos limitaron el número de traducciones que se elaboraron a partir del griego en este siglo, y las adversas circunstancias en las que estos helenistas desarrollaron su labor engrandecen el mérito de sus versiones.

A partir de 1586, con la llegada de la Ratio Studiorum, reglamento de estudios ideado por la Compañía de Jesús, se reconoce la necesidad de reforzar los estudios helénicos en España, aunque no sin reservas, incluso por parte de algunos jesuitas. Ignacio de Loyola terminó aceptando el estudio del griego y el hebreo en sus Constituciones de 1558, donde ya proponía un plan pedagógico previo a la Ratio. En parte, este reconocimiento se debe a la relevancia atribuida a la adquisición del conocimiento que partía de fuentes en estas lenguas para la defensa del catolicismo frente al protestantismo; es decir, para promover un humanismo católico. Con todo, y pese a su obediencia al Papa, los jesuitas también fueron procesados por la Inquisición, entre otras razones, por no confiar únicamente en la Vulgata y acudir al griego y el hebreo (Gil Fernández 1997: 209–210).6

Además, en el siglo XVII comienzan a preocupar de manera más notable «los aspectos técnicos y procesuales» y se elaboran instrumentos de traducción como gramáticas y diccionarios (Vega 1996–1997: 75). Los dos helenistas más relevantes del período, ambos catedráticos de griego, Baltasar de Céspedes y Gonzalo Correas, publicaron sendas obras sobre gramática: en 1600 se imprimió el Discurso de las letras humanas llamado el Humanista, de Céspedes, y Prototupi in Graicam linguam grammatici canones, de Correas. Más tarde, en 1627, este último publicó las obras Arte griega, en Valladolid, y Trilingüe de tres artes de las tres lenguas castellana, latina i griega, en Salamanca, ambas con el mismo contenido.

Con todo, en la España del siglo XVII todavía se llevaron a cabo pocas ediciones griegas, en su mayor parte gramáticas,7 y los tipos de letras griegas seguían escaseando en las imprentas, aunque en ocasiones se incluían poemas o citas en griego en algunas obras. Pero, dejando a un lado las ediciones impresas fuera de España y las nuevas ediciones de obras del siglo XVI, el único texto griego impreso en España en el siglo XVII que se conserva es una edición de Gregorio Nacianceno efectuada por Felipe Mey en 1605, según indica Andrés (1988: 200).

A pesar del impulso que supuso la Ratio studiorum para el helenismo en España, en el siglo XVII la situación de la enseñanza del griego continuaba siendo dificultosa. A inicios de siglo, el objetivo del aprendizaje de griego, como el de latín, era hablar esa lengua –aunque este fin tuvo detractores– o, al menos, escribir en ella; y para ello había que imitar a los modelos literarios, variando sus textos o traduciéndolos. Por ejemplo, en las celebraciones universitarias se llevaban a cabo competiciones poéticas con creaciones en griego (Andrés 1988: 175). También resultan significativos los consejos que expone Juan Pablo Bonet en el Tratado de la lengua Griega, que se incluye en su Reduction de las letras, y arte para enseñar a ablar los mudos, de 1620: considera que se debe enseñar a leer griego a los niños para que después accedan más fácilmente a su gramática y a la literatura griega de manera directa y no a través de traducciones.

Pero solo cuatro universidades conservaban las enseñanzas de lengua griega: las de Alcalá, Salamanca, Valencia y Barcelona.8 Los catedráticos percibían salarios tan exiguos que en ocasiones no podían sustentarse con ellos, como evidencian las frecuentes peticiones de ayudas económicas. Algunos impartían docencia de retórica, lengua griega, latina o hebrea de manera sucesiva, como fray Juan de Ayala, o simultánea, como Bartolomé Sánchez, que desempeñó las cátedras de Retórica y Griego en Salamanca y, posteriormente, esta última y la de prima de Latinidad. En 1615, tras la reforma de Pedro Portocarrero, se redujeron las horas de las clases de griego junto con las de retórica y hebreo, que también vieron mermada su presencia en la universidad; y hacia finales de siglo los estudios helenísticos fueron debilitándose, pues decreció el número de alumnos, hasta el punto de no haber oyentes algunos años en universidades como Alcalá.9

En suma, la persecución inquisitorial por las sospechas de luteranismo que suscitaban los helenistas debido a que se relacionaba el griego con la exégesis escrituraria, sumada a limitaciones técnicas y económicas –agravadas en la segunda mitad del siglo XVI–, provocó que no fuese una lengua ampliamente conocida ni traducida, y en torno a 1560 comenzó la progresiva decadencia de su presencia en España. A partir de 1600, es posible apreciar las consecuencias del estímulo que supuso para el helenismo la mayor atención a las lenguas clásicas contemplada en la Ratio Studiorum de los colegios jesuitas, aunque persistían las dificultades y el conocimiento de griego continuaba distando mucho del de la lengua latina.

 

La traducción del griego

La traducción, en tanto que parte de ella constituye una actividad literaria, está sujeta a los principios del contexto histórico y cultural en el que se lleva a cabo, como la creación literaria original, y en los Siglos de Oro «la escritura no se entendía como una creación ad ovo, sino como la fabricación de un producto cuyos materiales eran en proporciones equilibradas y precisas la erudición del autor y la capacidad de innovar una tradición común a lectores y escritores» (Catelli & Gargatagli 1998: 252). De igual modo que se esperaba que la escritura original recrease pasajes de la tradición literaria, también se consideraba que en el resultado de la traducción debían dialogar la tradición y la originalidad. De hecho, en el siglo XVII «los grandes creadores, como Quevedo, ya habían incorporado la traducción a su obra como una forma más de creación literaria» (Micó 2004: 202). Como apunta Ponce Cárdenas (2016: 58), «a lo largo del Siglo de Oro la práctica de la lectura atenta, interpretación, traducción, ordenación e imitación, contagian todo el espectro literario».

No obstante, no todas las traducciones de los siglos XVI y XVII son libres: los traductores se decantaron tanto por la absoluta fidelidad –como Gonzalo Correas en su versión del Manual de Epicteto– como por la libertad de las paráfrasis (por ejemplo, el Anacreón castellano de Quevedo). Muchos de ellos eran a su vez escritores –como en el siglo XV–, entre los que destaca fray Luis de León. Como apunta García Yebra (1994: 150), «esta circunstancia, que podía dar brillo a la traducción, por otra parte la oscurecía, pues los lectores y los autores mismos tendían a dar más importancia que a las traducciones a las obras originales». Otros eran sencillamente traductores, como Diego Gracián de Alderete, y abundaban los profesores universitarios, como Francisco Sánchez de las Brozas, o los médicos, como Andrés Laguna, quienes se dedicaron a trasladar textos de sus correspondientes disciplinas.

El humanismo renacentista buscaba en los textos clásicos modelos de imitación y acudía a ellos como fuentes de referencias, como se verá a continuación a propósito, por ejemplo, de la Materia médica de Discórides, traducida por Laguna. Además de dechados a partir de los cuales efectuar un ejercicio de imitatio, los clásicos eran un modelo de aprendizaje y mostraban «un ideal de vida que pretendía, en el ámbito de la cultura, ser restaurado» (Ruiz Casanova 2000: 149). Al mismo tiempo, los humanistas mostraban preocupación filológica por estas obras: han quedado huellas del acopio de fuentes para elaborar distintas versiones y de la preocupación por enmendar y comprender los textos. Por ejemplo, puede observarse la preocupación de Juan Ginés de Sepúlveda o Hernán Núñez de Guzmán por la búsqueda de manuscritos para la fijación de los textos en sus labores de traducción o crítica textual, respectivamente (López Rueda 1973: 305).

Aunque ya se había comenzado a traducir a las lenguas vulgares en el siglo XIV, y en el XVI se había desarrollado la valorización de estos idiomas, las lenguas clásicas todavía se aceptaban como superiores en el siglo XVII (Recio 1995: 10). En consecuencia, las traducciones de originales griegos o latinos eran mucho más apreciadas que aquellas cuya lengua fuente era una lengua viva. En su Nueva Idea de la Tragedia Antigua o Ilustración última al Libro Singular de Poética de Aristóteles Stagirita (Madrid, 1633), José Antonio González de Salas deja constancia de este hecho, pues en torno a la traducción entre griego y latín señala que «siempre ha sido estimable, pues lleva, quando no otro, consigo aquel gran precio de tener familiares essas dos lenguas Príncipes» (p. 245); en cambio, sobre trasladar textos clásicos en romance indica que «ha tenido poca gloria entre nosotros» (p. 245), aserto de notable interés dado que refleja la percepción de la traducción al castellano hasta esta época. También resulta ilustrativo el siguiente fragmento del helenista Vicente Mariner, en el que opone la dificultad que supone aprender latín, griego o hebreo en comparación con las lenguas vulgares: «Saber la francesa, la italiana, la flamenca, la inglesa y otras vulgares no es tan dificultoso, porque todas entre sí frisan mucho y no tienen tantos cebos de preceptos, aunque tienen preceptos, como las tres principales» (p. 294).10 En parte por esta razón, pero también por los presupuestos humanistas a los cuales estaba ligada esta consideración de las lenguas clásicas como superiores, durante el siglo XVII todavía se llevaron a cabo principalmente versiones a partir del griego y el latín.

En el siglo XVI en España no se tradujo una nómina variada de autores griegos. Salvo algunas excepciones, entre las que sobresalen Homero y Luciano, se observa una preferencia por obras graves y morales, entre las que destacan materias como la filosofía, la historia, la religión, la medicina y, en menor medida, las matemáticas o la retórica. Estas preferencias se explican por la búsqueda de textos útiles e instructivos desde la perspectiva de los humanistas. La lengua meta de parte de estas traducciones era el latín, ámbito en el que sobresale Vicente Mariner, y muchas se imprimieron fuera de España. Según Beardsley (1970: 112–113), solo diez versiones del siglo XVII fueron llevadas a cabo a partir del griego exclusivamente; las demás habrían sido traducciones mediadas, preponderantes también en las centurias anteriores.

 

Filosofía

Entre los filósofos griegos sobresale la atención que dedicaron los traductores del siglo XVI a Aristóteles.11 El cardenal Cisneros le encargó a Juan de Vergara elaborar una paráfrasis latina de las obras completas de Aristóteles; y, según indica López Rueda (1973: 371), cuando murió Cisneros, en 1517, Vergara había llevado a cabo una traducción notablemente libre de Física, Metafísica y De anima. Optó por verter fielmente los pasajes esenciales, pero resumió aquellos que consideraba secundarios. También tradujo a Aristóteles Juan Ginés de Sepúlveda, helenista cordobés entre cuyos mecenas se cuentan numerosos aristócratas italianos, como Julio de Medici –posteriormente, Clemente VII–, o el papa Adriano VI. Trasladó Parvi naturales, De ortu et interitu, De mundo, la Meteorología y la Ética, que no se conserva. En Parvi naturales (Bolonia, 1522) se decantó por un tipo de traslado que no amplificase innecesariamente el texto griego, pero que tampoco hiciese breve lo difuso. Defendió la traducción fiel, pero no palabra por palabra, como consideraba que habían hecho otros. Se inclinó por prestar más atención al estilo cuando los pasajes no ofrecían varias interpretaciones, pero, cuando el original podía dar lugar a varios sentidos, los conservó en su versión. En cuanto a su traslado de la Ética de Aristóteles, debe resaltarse que la Universidad de Alcalá consideró que contenía proposiciones heréticas, las cuales le recomendaron corregir para poder imprimirla. Posteriormente, fue trasladada al castellano por Pedro Simón Abril y por Ambrosio de Morales en 1586. En su traducción de la Ética, Simón Abril defiende lo siguiente: «El que vierte ha de transformar en sí el ánimo y sentencia del auctor que vierte, y decirlo en la lengua en que lo vierte como de suyo, sin que quede rastro de la lengua peregrina en que fue primero escrito» (pp. 41–42). Pero, en ocasiones, él mismo experimenta dificultades al traducir términos griegos para los que no existía correspondencia en el castellano de la época y, generalmente, transcribe la palabra griega y añade una glosa explicativa; además, Simón Abril tiende a trasladar una palabra griega por dos castellanas,12 procedimiento habitual en los Siglos de Oro.

Entre otras versiones, a Simón Abril también se le debe la primera traducción de la Política (Zaragoza, 1584), la cual tuvo una gran difusión y se mantuvo vigente como la única versión castellana durante más de tres siglos. Solo la antecede una traducción anónima de 1509, elaborada a partir de la versión latina de Leonardo Bruni.13

El médico y helenista Andrés Laguna también tradujo a Aristóteles, concretamente, Phisyognomia, De Mundo y De natura stirpium entre 1535 y 1543. Por su parte, Diego Hurtado de Mendoza vertió al castellano la Mecánica.14 Esta versión resulta en buena medida interesante por la reivindicación de que se podía trasladar «propia y holgadamente […] en nuestra lengua sin pasar por la latina» (en López Rueda 1973: 378). Posteriormente, en torno a los años sesenta del siglo XVI, Francisco Vallés, médico y helenista burgalés, tradujo de nuevo, entre múltiples obras médicas, la Física de Aristóteles y los Meteoros.

En el siglo XVII Aristóteles despertó el interés de Diego de Funes y Mendoza, que trasladó la Historia general de aves y animales (Valencia, 1621), y se tradujeron por primera vez al castellano la Poética y la Retórica. Alonso Ordóñez das Seijas y Tobar tradujo la Poética (Madrid, 1626), texto que influyó enormemente en los preceptistas del siglo XVII. Ruiz Casanova (2000: 290) propone que quizá no había sido necesario trasladar esta obra al castellano hasta entonces, debido a que era principalmente lectura de «preceptistas y literatos» que entendían el latín, lengua a la que ya había sido trasladada. La Poética fue retraducida por Vicente Mariner en 1630, quien también trasladó la Retórica. Además, se conserva una versión en castellano anterior de la Retórica que se atribuye a Pedro Simón Abril de manera muy dudosa, según Olmos (2012a: 2).

La obra de otro filósofo griego muy posterior atrajo igualmente a un nutrido número de traductores de los Siglos de Oro. Se trata de Epicteto, cuyo Manual fue trasladado en al menos seis ocasiones desde mediados del siglo XVI hasta finales del XVII debido al encaje de la moral cristiana y la estoica, así como a la idea de que podía emplearse como guía para la vida cristiana, con algunas adaptaciones.

Una de las primeras traducciones al castellano –si no la primera– es una versión atribuida a Pedro de Rúa por Menéndez Pelayo (1953: 175). Como indica Gómez Canseco (1993: 57, nota 64), se conserva en la BNE (MSS/7806) y existen dudas sobre esta atribución proporcionada por Menéndez Pelayo. Un amigo de Pedro de Rúa, Alvar Gómez de Castro, también tradujo el Manual. Vivió entre 1515 y 1580 y fue profesor de griego en la Universidad de Alcalá desde 1539 hasta 1547. La de Gómez de Castro consiste en una versión en prosa conservada en el manuscrito con signatura MSS/9227 de la B. Nacional de España (ff. 283–340), tal y como recoge Peláez (2010).

Pero entre las versiones de Epicteto sobresale una de finales de la centuria: la que elaboró Francisco Sánchez de las Brozas, la primera impresa. Treinta años más tarde, sería traducido por Gonzalo Correas (El Enkiridion de Epikteto, Salamanca, 1630) y poco después, por Francisco de Quevedo (Epicteto y Focílides en español con consonantes, Madrid, 1635). El Brocense, que se había interesado por el Manual y lo había traducido en los últimos años del siglo XVI (aunque no se imprimió hasta 1600), glosa y aclara frecuentemente el original, por lo que lo traslada con una gran libertad. En cambio, Correas, que da a la imprenta su versión del Manual junto con su versión de la Tabla de Cebes, lo vierte fielmente. Por su parte, Quevedo, quien publica su traducción con su versión de las Sentencias de Pseudo–Focílides, se sirve de estas versiones castellanas, entre otras fuentes, para elaborar una traducción versificada en silvas con abundantes interpolaciones (Castanien 1961 y 1964, López Eire 1982, Alcalde 2011, Schwartz 2015 y García Sánchez 2023).

Unos treinta años después, en los años 60 del siglo XVII, Francisco Semple tradujo esta obra en su Enchiridion de Epitecto gentil, con ensayos de cristiano (1663). Se conserva manuscrita en la B. Nacional de España (con signatura MSS/5539). Debió de conocer las versiones del Brocense y Correas, a quienes menciona, y la traducción quevedesca, pues en su preliminar titulado «Motivo de esta versión», a propósito de las traducciones previas, afirma que Quevedo tradujo «con pensamientos y conceptos propiamente suyos» (f. 4). La de Semple tuvo una difusión notable, pues se incluyó en la obra Theatro Moral (Bruselas, 1669). La versión del Manual incluida en esta obra se atribuía a Antonio Brum, y Oldfather (1927) creía que debía considerarse anónima, pero se corresponde con la de Semple. Además, en 1694 se publicó La política moral de Epicteto en cuatro lenguas, una edición que reúne traducciones previas al alemán, español, italiano y francés: concretamente, la de Semple en el caso del castellano, ya sin sus añadidos o «ensayos de cristiano».

Al margen de estas versiones, un discípulo del Brocense, el humanista Pedro de Valencia, tradujo el capítulo v del libro IV de las Pláticas o Disertaciones de Epicteto, texto que tuvo una difusión mucho menor que el Manual (Nieto Ibáñez 2006).

 

Historia

Otro tipo de textos que atrajo la atención de los humanistas fue el de la historiografía griega,15 concretamente, la obra de Tucídides, Jenofonte y Plutarco. En esta materia descuella Diego Gracián de Alderete, relevante helenista, alumno de Luis Vives en Lovaina, que vertió al castellano a los tres autores mencionados, según él, empleando el texto original, método que además reivindicaba frente al uso de versiones latinas intermedias.16 Sin embargo, Sánchez Lasso de la Vega (1962: 498–499) expuso que Gracián había recurrido a traducciones latinas y francesas previas. Se trata de un traductor que no compuso obra original; de hecho, elaboró estas versiones con la finalidad de permitir el acceso de los lectores a obras graves que sustituyesen a los libros de caballerías. En una misma edición, Las obras de Xenophon (Salamanca, 1552), se publican varias traducciones de Jenofonte: Ciropedia, Hiparco, el Tratado de la caballería, la República de los lacedemonios y la Caza.17 También trasladó la Guerra del Peloponeso (Madrid, 1564) de Tucídides,18 entre otras obras. Y anteriormente había traducido a Plutarco: en concreto, los Apotegmas (Alcalá de Henares, 1533) y Morales (Alcalá de Henares, 1548). Asimismo, se le atribuyeron las versiones de las vidas de Temístocles y Furio Camilo impresas en el Primero volumen de las vidas (Estrasburgo, 1551) junto con las vertidas por Francisco de Enzinas de manera parafrástica, a quien también pertenecen realmente las atribuidas a Gracián de Alderete. Pedro Juan Núñez trasladó nuevamente a Plutarco, y Francisco de Támara, a Jenofonte, lo que evidencia el interés que despertaban en esta centuria los historiadores griegos.

En el siglo XVII solo salieron a la luz otras dos traducciones de sendas Vidas paralelas de Plutarco: Quevedo tradujo la vida de Bruto en la Primera parte de la vida de Marco Bruto (Madrid, 1644), versión en la que el estilo del original se ve alterado en escasas ocasiones, pero en la que pueden apreciarse cambios de orden, adiciones, omisiones y algunas interpretaciones subjetivas e interesadas de los personajes (Gendreau 1977: 233–239, Martinengo 1998a y 1998b, Alonso Veloso 2012 y García Sánchez 2023); posteriormente, Antonio Costa tradujo la biografía de Numa Pompilio en 1667.

 

Las Fábulas de Esopo

Una de las obras griegas que más circuló en los Siglos de Oro en España fueron las Fábulas de Esopo. Por la visión de esta colección de fábulas desde una perspectiva utilitarista con objetivos pedagógicos e intención moral, se manejaron asiduamente en las escuelas (Andrés 1988: 266–270), lo que supuso que se tradujesen y se difundiesen en sucesivas ediciones impresas. La primera traducción castellana, anónima, data de finales del siglo XV. De esta versión anónima se realizaron más de una veintena de ediciones a lo largo del XVI.19 Por otra parte, Pedro Simón Abril elaboró su propia traducción: se trata de una edición bilingüe, que incluye sus versiones al latín y al castellano, titulada Aesopi Fabulae Latine atque Hispane (Zaragoza, 1575). Esta traducción se reimprimió a lo largo de los siglos XVI y XVII. A todas estas ediciones de las dos versiones más difundidas deben sumarse otras, como las de Antonio de Arfe y Villafañe, humanista y grabador sevillano que tradujo esta obra en su Vida y fabulas exemplares del natural filosofo y famosissimo fabulador Esopo figuradas y traduzidas en rimas castellanas (Sevilla, 1586), o Joaquín Romero de Cepeda: Vida y exemplares fábulas del ingeniossisimo fabulador Esopo Frigio, y de otros clarissimos autores assi griegos como latinos, con sus declaraciones (Sevilla, 1590). Posteriormente, ya en el siglo XVII, fue Sebastián Mey, en su Fabulario (Valencia, 1613), el encargado de traducir a Esopo, junto con los textos de otros fabulistas.

 

Homero

A mediados del siglo XVI, Gonzalo Pérez, secretario e instructor del entonces príncipe Felipe, vertió los trece primeros cantos de la Odisea de Homero en su Ulixea, compuesta en endecasílabos sueltos e impresa en Salamanca y Amberes en 1550 (Muñoz Sánchez 2014, 2015, 2018 y 2023). Se trata de la primera traducción del griego al castellano de esta obra. Su autor expone en la dedicatoria al príncipe que la elaboró para presentar lo que consideraba un manual del perfecto cortesano y un espejo de príncipes, debido a las virtudes de Odiseo; es decir, para que fuese leída en clave política. Además, indica que quería comprobar si se podía traducir al castellano este poeta tan distante; pues, si esto fuese posible, demostraría que, si no existen obras así en España, no es por la lengua, sino «por nuestra floxedad, y por tener poco cuidado del bien público, y ser más inclinados a la guerra que a los estudios». Según López Rueda (1973: 385–386), traduce el texto de manera «bastante fiel al sentido», aunque en ocasiones omite o añade alguna expresión e incluso algún anacronismo (Baldissera 2015). En 1556 se imprime en Amberes su traducción de los veinticuatro cantos, dedicada de nuevo al ya rey Felipe II, la cual consiste en la primera versión completa de la Odisea en una lengua romance.20 Como explica Muñoz Sánchez (2023: 70), en esta dedicatoria Gonzalo Pérez ya no presenta la obra como un manual de cortesanía y un speculum principum, sino como la muestra de que las virtudes del héroe de la Odisea han encarnado en el nuevo rey. Esta traducción tuvo una gran difusión; de hecho, en aproximadamente una década, desde 1550 hasta 1562, se imprimieron cinco ediciones (Beardsley 1970: 114), tal y como señala Baldissera (2015). Asimismo, por ejemplo, según Muñoz Sánchez (2023: 104), hay indicios de que Góngora la manejó para su Fábula de Polifemo y Galatea en 1612.

Ya en el siglo XVII Juan de Lebrija Cano tradujo la Ilíada también en endecasílabos libres poco antes de 1630, pero fue Vicente Mariner quien más se volcó en la traducción de Homero: trasladó al latín la Ilíada, la Odisea (García de Paso 1996 y García de Paso y Rodríguez Herrera 1996), la Batracomiomaquia y los Himnos homéricos. A estas pueden sumarse traducciones de algunos versos, como las incluidas por Quevedo en su Anacreón castellano, obra en la que fortalece sus argumentos filológicos o ilustra las odas anacreónticas con versos tomados tanto de la Ilíada como de la Odisea.

 

Poesía lírica arcaica y poesía bucólica helenística

Aunque, por ejemplo, han quedado huellas de que los autores de los Siglos de Oro conocían la poesía de Píndaro o Teócrito, apenas se llevaron a cabo traducciones de los líricos griegos, cuyas obras conocerían principalmente de segunda mano o a través de las ediciones y versiones latinas renacentistas. En el siglo XVI solo contamos con la traducción de la Olímpica i de Píndaro elaborada por fray Luis de León. Posteriormente, Vicente Mariner y Bartolomé Leonardo de Argensola trasladaron a Píndaro (Ruiz Casanova 2000: 269). En concreto, Bartolomé Leonardo de Argensola tradujo la Olímpica i en su «Canción de Leonardo, traducida de Píndaro». Además, se conservan algunas versiones parciales, como las de los nueve primeros versos de la Olímpica x y los versos 86–88 de la Olímpica ii por Pedro de Valencia en la carta dirigida a Góngora en torno a su poesía en 1613; o algunos versos citados por Quevedo en su Anacreón castellano.

En este ámbito sobresalen las traducciones de las Anacreónticas, que se creía que pertenecían al lírico arcaico griego Anacreonte de Teos. Quevedo las trasladó antes de 1609, fecha del Anacreón castellano (Castanien 1958, Bénichou–Roubaud 1960, Pérez Jiménez 2011, Gallego y Castro de Castro 2018, Izquierdo 2013 y 2019 y García Sánchez 2021a, 2021b y 2023), y Esteban Manuel de Villegas, antes de 1618, cuando terminó de imprimirse su obra Eróticas o amatorias. Estos dos escritores introdujeron la poesía anacreóntica en España, aunque generalmente se considera que Villegas fue el que primero difundió estos poemas, debido al mayor éxito de su traducción en el siglo XVIII. Por su parte, Agustín de Salazar y Torres incluyó en su Cythara de Apolo su traducción parafrástica del poema «Ἔρως ποτ’ἐν ῥόδοισι», en «El amor y la abeja» (Andrés 1988: 232).

En su prolija labor de traducción, Mariner también acudió a autores de época helenística y, en concreto, a Teócrito (Castro y Moya del Baño 1997 y Castro de Castro 1999), poeta al que también citó Quevedo en traducción propia en sus comentarios del Anacreón castellano. Por su parte, Francisco de Enzinas tradujo el poema de Mosco titulado Amor fugitivo.

 

Luciano de Samósata

Como es sabido, en los siglos XVI y XVII la obra de Luciano de Samósata influyó notablemente en diversos géneros y en la plasmación literaria de variados temas, como apunta Azaustre (2001: 36). En muchos casos, probablemente, esta influencia fue posible gracias a la previa traducción del amplio corpus de textos conocidos de Luciano o a él atribuidos erróneamente (Zappala 1982: 25). Entre estas versiones destacan las de Francisco de Enzinas, que data de 1550, Francisco de Herrera, del año 1621, y, sobre todo, Juan de Aguilar Villaquirán, de 1617, por ser la que contiene más obras de Luciano; pero, además, pueden rastrearse distintas traducciones o antologías más breves de uno o varios de sus opúsculos. La mayor parte de estas tienen la particularidad de que no se basan en el texto griego, sino que son traducciones mediadas a partir de versiones latinas (Zappala 1982 y Redondo 2015: 96–102).

El primero en traducir a Luciano al castellano en el Siglo de Oro fue el médico Juan de Jarava, quien tradujo Icaromenipo en 1544.21 Unos años más tarde, Ángel Cornejo, monje de la orden cisterciense, trasladó Tóxaris o Sobre la amistad y lo dio a la imprenta junto con De amicitia de Cicerón en su Libro llamado Arte de Amistad (Medina del Campo, 1548). Por su parte, Enzinas tradujo del griego cinco textos del samosatense en Diálogos de Luciano no menos ingeniosos que provechosos (Lyon, 1550) –Tóxaris o Sobre la amistad, Caronte o Los contempladores, El sueño o El gallo, Menipo o Necromancia y, de nuevo, Icaromenipo–, acompañados por su versión del idilio de Mosco Amor fugitivo; y el primer libro de los dos que componen las Historias verdaderas de Luciano en Historia verdadera (Estrasburgo, 1551). Además, como indica Rodríguez Alfageme (2015), el ya mencionado Andrés Laguna, otro médico, tradujo del griego al latín Ocipo y Tragopodagra.

Por su parte, Aguilar Villaquirán tradujo cuarenta y cuatro obras del corpus lucianeum en Las obras de Luciano samosatense, orador y filósofo excelente (1617), convirtiéndose así en uno de los traductores de Luciano más prolíficos de la Europa de los Siglos de Oro, como indica Grigoriadou (2008).22

Pocos años después, Francisco de Herrera y Maldonado trasladó ocho piezas bajo el título Luciano español (Madrid, 1621) probablemente a partir del latín, ya que entre ellos incluye Virtus Dea, un diálogo espurio que realmente es obra de un escritor cuatrocentista italiano, Leon Battista Alberti, y que también tradujo Bartolomé Leonardo de Argensola.

Tras esta, destaca la versión de Sancho Bravo de Lagunas, quien tradujo el Discurso de Luciano. Que no debe darse crédito fácilmente a la murmuración (Lisboa, 1626) de manera más fiel que Herrera, y Almoneda de Vidas (Madrid, 1634). Además, Miguel Batista Lanuza, protonotario de Aragón, tradujo Apología de los que están a sueldo y No debe creerse con presteza la calumnia (véase la edición de Díez Fernández 2006). Y, finalmente, se conserva una traducción de Francisco de la Reguera de las Historias verdaderas, en este caso íntegramente (véase Grigoriadou 2006 y 2011), y otra de Tomás de Carlebal. Este último traduce a partir del latín, según él mismo indica, la misma pieza sobre la calumnia o la murmuración que vertieron Bravo de Lagunas y Batista Lanuza, uno de los opúsculos de Luciano que tuvo mayor difusión (véase Redondo 2018 y 2019).

 

Novela griega: Aquiles Tacio y Heliodoro

Como puede comprobarse, en los Siglos de Oro, además de textos de carácter filosófico y moral, también interesó verter obras como la Odisea y la Ilíada, la poesía de Píndaro, Teócrito o las Anacreónticas, y piezas lucianescas. Entre este tipo de obras debe mencionarse la ficción griega de aventuras. Leucipa y Clitofonte, de Aquiles Tacio, conoció probablemente tres traducciones, pero solo conservamos una de ellas: la efectuada por Diego de Ágreda y Vargas, Los más fieles amantes, Leucipe y Clitofonte (Madrid, 1617), tal y como señala Cruz Casado (1989). Además, Quevedo tradujo al menos dos fragmentos de la novela, incluidos en su Anacreón castellano (1609). Cita un pasaje de la novela de Tacio a colación de la oda anacreóntica «Mezclemos con el vino diligentes» de un modo que ha llevado a pensar que tal vez había trasladado esta novela completa previamente: «Solo es de advertir que el ingenioso Aquiles Tacio, en los Amores de Clitofonte y Leucipe, lib. II, al principio, dice esto mismo de la rosa, con las mismas palabras, en boca de Leucipe, que canta sus alabanzas. Pongo, por haberle traducido, las palabras castellanas» (p. 189). De haberlo hecho, sería la primera versión española. Además, José Pellicer la tradujo en su Historia o Épica griega de Leucippe y Clitophonte. Poema jónico, para la cual tenía licencia de impresión en 1628, pero se la sustrajeron, según su autor, y actualmente se considera perdida.23

La otra novela griega favorita de los autores y traductores españoles de los siglos XVI y XVII fue Etiópicas o Teágenes y Cariclea, de Heliodoro. Primeramente la tradujo un autor anónimo, cuya versión se imprimió en Amberes en 1554; y posteriormente, Fernando de Mena, quien se sirvió de diversos traslados previos a otras lenguas para elaborar su versión, impresa en Alcalá de Henares en 1587 (véanse López Estrada 1954: xv y Crespo 1979: 43–52).

 

Teatro

La traducción de los dramaturgos griegos en los Siglos de Oro fue muy escasa, lo cual no sorprende si pensamos en que del latín no se tradujeron más de cinco obras, teniendo en cuenta las comedias de Plauto y Terencio y las tragedias de Séneca.

En su Ensayo de una biblioteca de traductores españoles Pellicer y Saforcada (1778: 153) dejó constancia de una versión de Pluto de Aristófanes a cargo de Pedro Simón Abril, quien también habría traducido una tragedia de Eurípides, Medea, pero no se conservan o no se conoce su paradero en la actualidad. Salvo por esta traducción de Simón Abril, Aristófanes no se traduciría hasta finales del siglo XVIII. En lo que respecta a Eurípides, además de esta versión de Simón Abril, fray Luis de León trasladó dos fragmentos de Andrómaca.

En este contexto, cabe destacar las adaptaciones de obras dramáticas griegas del siglo XVI, como La venganza de Agamenón o Hécuba triste de Hernán Pérez de Oliva, que adaptan Electra de Sófocles y Hécuba de Eurípides (véanse López Rueda 1973: 400, Vélez–Sáinz 2019 y Hernández López 2019). Del siglo XVII solo se conocen las traducciones neolatinas que llevó a cabo Mariner de Sófocles y Eurípides, y la versión de un fragmento de la Electra de Sófocles incluida por Cascales en sus Cartas Filológicas (Andrés 1988: 212). En suma, no se llevó a cabo ninguna traducción de Esquilo y, aunque Simón Abril podría haber traducido Pluto y Medea, solo contamos con versiones parciales e imitaciones de algunas tragedias de Sófocles y Eurípides.

 

Textos religiosos

En cuanto a las traducciones de obras religiosas, deben mencionarse las versiones bíblicas y las de los Padres de la Iglesia griega, vertidas al latín.24 La Biblia recibió la atención de los traductores de «todas las épocas y, en cierto modo, constituye la base de una actividad traductora ininterrumpida», en palabras de Alvar (2010: 155). En el siglo XVI español tiene lugar un hito relevante en la historia de la traducción: la Biblia Políglota Complutense (1514–1517); aunque «se trata de un esfuerzo filológico más que traductológico», como indica Micó (2004: 181–182). En esta edición, proyectada e impulsada por el cardenal Cisneros con el trabajo de hebraístas, helenistas y latinistas en el seno del Colegio Trilingüe de San Ildefonso, de la Universidad de Alcalá, se imprime la Vulgata, el texto hebreo y los textos en griego y arameo con sendas traducciones latinas. El objetivo era conseguir un texto sin los errores de los copistas y que los problemas textuales se resolvieran por medio de la comparación e interpretación de los distintos textos en lenguas diferentes. Estas tareas son representativas del trabajo de los humanistas y constituyen los primeros ejercicios de crítica textual de los que es heredera la filología moderna y la exégesis (véanse López Rueda 1973: 291 y Chinchilla 1995: 172), pero su modo de proceder fue criticado, por ejemplo, por Mariana, ya que se consideraba herético (Chinchilla 1995: 180).

La Políglota Complutense, junto con la Biblia Regia de Arias Montano, fueron los únicos proyectos de edición y traducción del griego realizados «a expensas del Estado», bajo el mecenazgo del gobierno, por razones religiosas (López Rueda 1973: 331). Además de estas grandes empresas, en el siglo XVI se elaboraron diversas traducciones bíblicas al castellano, entre ellas la conocida como Biblia de Ferrara o la de Casiodoro de Reina, denominada Biblia del Oso. En esta última versión, impresa en 1569, se traslada la Biblia al castellano de manera completa por primera vez.

Otras traducciones de textos bíblicos al castellano en el siglo XVI se deben a Juan de Valdés, del Salterio y de las cartas de san Pablo a los Romanos y a los Corintios; y a Francisco de Enzinas, cuya versión del Nuevo Testamento se imprimió en Amberes en 1543, pero fue prohibida en España y los Países Bajos, y su autor fue encarcelado por las sospechas que suscitaban las anotaciones que contenía la obra.

Además, en el siglo XVI los helenistas españoles tradujeron a Basilio Magno –concretamente Francisco de Vergara, cuya versión se imprimió en Alcalá en 1544–; la obra Christus patens de Gregorio Nacianceno –que fue traducida por Gabriel García Tarraconense en 1549–; a Diádoco, Nilo y Juan Sapiente, por parte del jesuita Francisco de Torres; el Prado espiritual de Sofronio, por Juan Basilio Santoro; y Epifanio y Teófanes, trasladados por Gonzalo Marín Ponce de León. Como relata López Rueda (1973: 374), en su prólogo para las homilías de Basilio Magno, Vergara dice haber trasladado esta obra porque contaba con un manuscrito y no se veía capacitado para crear una obra original, pero sí para verter este texto que además consideraba útil. Admite que traducir a autores griegos al latín exponía a menos peligros que elaborar una obra original y granjeaba más prestigio.25 Por su parte, Francisco de Torres, en el prólogo de una de sus traducciones –Apostolicarum Constitutionum et Catholicae doctrinae Clementis Romani Libri VIII–, deja constancia de que empleó tres manuscritos para realizar su traslado y, además, explica que otorgó prevalencia a la claridad del texto sobre su elegancia estilística.26 Asimismo, Ponce de León declaró que se sirvió de tres manuscritos para verter como Ad Physiologum la obra «Περι τον φυσιολογον» atribuida a Epifanio.27. Estos testimonios constituyen una interesante muestra del acopio de fuentes por parte de los traductores en el siglo XVI.

 

Traducciones técnicas: medicina, matemáticas y retórica

En el ámbito de la medicina, traductores y médicos del siglo XVI como Andrés Laguna, Pedro Jaime Esteve, Francisco Vallés, Cristóbal de Vega y Fernando de Mena trasladaron al latín, entre otros, a Hipócrates, Galeno y Dioscórides.28 Habitualmente acompañaban estas traducciones con comentarios. Además de verter a Galeno, a partir de 1550, Laguna elaboró una destacable versión en castellano con comentarios e ilustraciones de Dioscórides en Acerca de la materia medicinal y de los venenos mortíferos (Miguel Alonso 1999). López Rueda (1973: 379–382) señaló que Laguna tradujo esta obra de manera clara y precisa y que se basó en el original griego –para lo cual se preocupó de obtener un texto lo menos deturpado posible a partir de dos manuscritos–, pero también consultó una traducción neolatina; esta versión de Laguna, que se imprimió en Amberes en 1555 y en Salamanca en 1563, es un ejemplo significativo de la nueva postura humanística que adoptaron estos helenistas en relación con sus fuentes, la cual se corresponde con una «actitud científica» lejana ya al «escolasticismo libresco». De hecho, fue censurada por la Inquisición y todavía en el último cuarto del siglo XVII se editó sin los pasajes suprimidos. En el siglo XVII, Mariner trasladó a Hipócrates al latín, autor que también fue traducido al castellano a finales de la centuria por Alonso Manuel Sedeño de Mesa en Los Aforismos de Hipócrates (Madrid, 1699).

Por último, otros dos campos despertaron el interés de los traductores humanistas, que consideraban fuentes imprescindibles a los autores griegos: las matemáticas y la retórica. Rodrigo Zamorano y Pedro Ambrosio Ondériz se interesaron por las matemáticas de Euclides y trasladaron a este autor en Los seis primeros libros de la Geometría de Euclides y La perspectiva y especularia de Euclides, traducido en vulgar castellano, respectivamente. Más tarde, también Mariner tradujo a Euclides, en su caso al latín. Por su parte, Francisco Escobar elaboró una versión neolatina de los Progymnasmata de Aftonio –Aphthonii sophistae progymnasmata, hoc est, primae apud rhetorem exercitationes (Barcelona, 1558)–, manual de retórica que suscitó interés entre los humanistas.29

 

Conclusión

En los siglos XVI y XVII la traducción al castellano era una actividad frecuente, pues los studia humanitatis habían incrementado el interés por los clásicos, pero los conocimientos de latín del público lector, que había aumentado, eran cada vez menores. Además, por este último motivo, el griego comenzó a traducirse principalmente al castellano y ya no al latín.

Todavía falta un catálogo completo y actualizado de las traducciones de obras griegas en los Siglos de Oro; son necesarios estudios de muchas de las versiones conservadas; y probablemente existan más traducciones manuscritas desconocidas, lo cual puede cambiar este sucinto panorama que ahora ofrecemos. Con todo, puede apuntarse que los helenistas y humanistas españoles de los siglos XVI y XVII tradujeron sobre todo textos instructivos como las Fábulas de Esopo, y obras de carácter filosófico y moral –entre las que destacan las de Aristóteles y Epicteto–, técnicas (sobre todo, médicas, y matemáticas) y religiosas. Sin embargo, también hubo espacio para traducciones de Homero y Luciano de Samósata, y, en menor medida, de poetas líricos y bucólicos, de autores de novela griega, como Aquiles Tacio y Heliodoro, y de alguna comedia y tragedia.

Entre los humanistas españoles que traducen a partir del griego en el siglo XVI sobresalen Pedro Simón Abril, traductor de Aristóteles o Esopo; el Brocense, traductor de Epicteto y maestro de numerosos helenistas; Diego Gracián de Alderete, quien sobre todo tradujo textos históricos; Gonzalo Pérez, encargado de trasladar a Homero; y Juan de Aguilar Villaquirán, Francisco de Enzinas y Francisco de Herrera, traductores destacados de Luciano. En la centuria siguiente despuntan Vicente Mariner y Francisco de Quevedo: el primero, como traductor muy prolífico al latín; el segundo, como uno de los últimos escritores –probablemente el más destacado– que, en buena medida, basaron su imagen pública en su faceta de humanistas y traductores de los clásicos.

Los autores con conocimientos de griego de los siglos XVI y XVII no eran muchos y trabajaban a pesar de dificultades como las sospechas de heterodoxia o las escasas ediciones en griego. Retradujeron versiones cuatrocentistas que se consideraban obsoletas y tuvieron a su disposición ediciones renacentistas de obras griegas nunca traducidas al castellano. Pero estas versiones no reflejan una nómina ni mucho menos completa de la literatura griega conocida en la actualidad. Los traductores de los Siglos de Oro hicieron acopio de estas obras buscando nuevas fuentes de referencias, modelos de aprendizaje y novedosos cauces de invención, y las tradujeron –sirviéndose en muchos casos de versiones neolatinas– tanto fiel como libremente, fundiendo los textos clásicos con su imitación.

 

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  1. Puede verse el trabajo de José Ramón Bravo Díaz, «La traducción de las letras latinas», en esta misma obra.
  2. Puede verse el trabajo de Mauri Furlan, «Traducción, elocutio, oratio en los Siglos de Oro», en esta misma obra.
  3. Para lo que sigue, en torno al helenismo en la España del siglo XVI, remito a López Rueda (1973).
  4. En torno a estos procesos, véanse López Rueda (1973: 317–320), quien recoge las proposiciones del Brocense consideradas sospechosas de herejía por la Inquisición, y Gil Fernández (1997: 411–419).
  5. Gil Fernández (1997: 213–214) ofrece algunos ejemplos de estos prejuicios en torno al griego, vigentes todavía en el siglo XVII.
  6. Para los recelos iniciales de los jesuitas y para la reacción de la Inquisición ante su plan de estudios y el crecimiento de la nueva orden, remito a López Rueda (1973: 269–272 y 417).
  7. Sobre la tradición de la confección de gramáticas griegas desde la Antigüedad hasta el Renacimiento, véase López Rueda (1973: 147–156), quien destaca las más relevantes –con escasas aportaciones originales, dado que la mayoría repite lo establecido por gramáticos griegos de la Antigüedad, pero que impulsaron el helenismo en Occidente– y señala que «difundida ya la estructura básica de la lengua por todos estos libros, solo faltaba un buen léxico que capacitase a los eruditos occidentales para enfrentarse con los textos griegos», necesidad que fue suplida en 1499 con la obra Etymologicum Magnum, de Marcos Musuros.
  8. Para un análisis pormenorizado sobre los estudios de griego en estas cuatro universidades durante el siglo XVII, que reúne por primera vez los datos a los que se pudo acceder en torno a los catedráticos de griego y sus condiciones de trabajo, remito a la primera sección –«El griego en la universidad»– del trabajo de Enriqueta de Andrés (1988: 15–82). Este estudio resulta fundamental para calibrar la presencia del griego en España en el siglo XVII y para conocer las traducciones llevadas a cabo a partir de esta lengua, pues además de analizar su enseñanza en las universidades, Andrés se ocupa de las gramáticas griegas de este siglo, de los métodos docentes y principios pedagógicos, del griego en la Compañía de Jesús, de la crítica textual de obras griegas y de las ediciones y traducciones, siguiendo el esquema del trabajo de López Rueda (1973) sobre el siglo XVI. Véase también Gil Fernández (1997: 384–387 y 389–394).
  9. Véase Andrés (1988: 16–17, 24–25, 32 y 53–55). Otro dato sintomático de la situación del griego en la universidad en el siglo XVII, concretamente en la de Barcelona, es que debían de tener dificultades para encontrar a personas que quisiesen impartir docencia de esta disciplina (Andrés 1988: 78).
  10. Véase también Arredondo (1991: 545).
  11. Platón apenas fue traducido, a excepción de las traducciones del humanista y helenista Pedro de Rúa, De menosprecio de la muerte y De la inmortalidad del alma –versiones del diálogo apócrifo Axíoco y del Fedón, respectivamente–, conservadas en un manuscrito de la Biblioteca Nacional de España (BNE MSS/7806, olim M. 43); y de algunos extractos en otras obras.
  12. Véase López Rueda (1973: 395).
  13. En torno a estas dos traducciones, véase Herrero de Jáuregui (2023). Acerca de la versión de Simón Abril, puede consultarse Olmos (2012b).
  14. Aunque la crítica considera mayoritariamente correcta esta atribución, algunos estudiosos la pusieron en duda (López Rueda 1973: 377).
  15. Puede verse el trabajo de Alejandro Coroleu, «La traducción de historiadores griegos y latinos en los Siglos de Oro», en esta misma obra.
  16. Para lo que sigue, remito a López Rueda (1973: 386–393).
  17. Esta traducción de diversas obras de Jenofonte fue corregida y publicada en el siglo XVIII por el helenista Casimiro Flórez Canseco.
  18. Según Sánchez Lasso de la Vega (1962: 497–498), para esta traducción también recurrió a un traslado francés, el de Claude de Seyssel.
  19. Tomo este dato del CECLE (Corpus de Ediciones de Clásicos Latinos en España).
  20. La Ilíada ya había sido traducida en el siglo XV, en concreto, por dos autores del entorno del marqués de Santillana: Juan de Mena tradujo la Ilias Latina en su Omero romanzado y Pedro González de Mendoza, hijo del marqués de Santillana, seis cantos de la Ilíada a partir del latín.
  21. Lleva por título Problemas o preguntas problemáticas, ansi de amor como naturales, y açerca del uino: bueltas nueuamente de latin en lengua castellana y copiladas de muchos y graves authores por el Maestro Juan de Jarava Medico, y un dialogo de Luciano que se dize Icaro Menippo o Menippo el Bolador. Más un diálogo del viejo y del mancebo, que disputan del amor, y un colloquio de la Mosca y de la Hormiga. Pueden consultarse los ejemplares de la BNE (R/13502 y R/7062). La princeps se imprimió en Lovaina y luego, en 1546, en Alcalá (BNE R/11096).
  22. Esta traducción se conserva en la Biblioteca de Menéndez Pelayo en Santander (Mss. 55, olim M–164), editado por Grigoriadou (2020). Sobre la familia Aguilar, en la que varias generaciones se ocupan de la traducción, puede consultarse Rabaey (2011).
  23. Lo indica en el catálogo que Pellicer elabora de sus obras, titulado Bibliotheca formada de los libros i obras publicas (f. 152).
  24. Tomo los siguientes datos de López Rueda (1973: 365–366). También puede consultarse el trabajo de Natalio Fernández Marcos, «Las traducciones de la Biblia en los Siglos de Oro», en esta misma obra.
  25. Puede consultarse López Rueda (1973: 375–377) para estudiar la relevancia que tiene, concretamente, la traducción latina de Vergara de la segunda homilía, que no parece en realidad de san Basilio, pues el manuscrito a partir del cual la realizó debía de presentar «ligeras variantes» en relación con los empleados para las ediciones posteriores. Se trata de una interesante muestra de cómo algunas traducciones antiguas pueden ofrecer pistas sobre posibles versiones de textos originales desconocidas en la actualidad para editar o trasladar determinadas obras.
  26. «De officio autem Interpretis, quo functus sum, hoc tantum dicam in exprimenda sententia de Graecis; usum me esse verbis non tam electis ad eleganter et ornate loquendum, quam ad dicendum quod plane intelligeretur accommodatis» (1578: 17).
  27. Remito a García Arranz (2014), en torno a la influencia de esta obra en la emblemática animalística a partir del siglo XVI
  28. Puede verse el trabajo de María Jesús Mancho Duque («La traducción de textos científicos y técnicos en los Siglo de Oro») en esta misma obra.
  29. Puede verse el trabajo de Carlos Moreno Hernández («La traducción de textos de poética y retórica en los Siglos de Oro»), en esta misma obra.