El pensamiento sobre la traducción entre 1900 y 19361
Luis Pegenaute (Universitat Pompeu Fabra)
Introducción
En este periodo, en términos literarios, cabría hablar de tres generaciones de escritores (y traductores): la de 1898 (nacidos entre 1861 y 1875), la del 14 (nacidos entre 1876 y 1890) y la del 27 (nacidos entre 1891 y 1905), las cuales se enmarcan dentro de lo que se ha dado en llamar Edad de Plata de la cultura española. Se trata éste de un término cuya paternidad cabe atribuir a Ernesto Giménez Caballero, quien lo introdujo en el quinto volumen de la serie Lengua y literatura de España (1946). Dado el sesgo reaccionario de este autor, su manera de entender el concepto –como una época de actividad cultural evidentemente excelsa, aunque connotada de forma secundaria respecto a la Edad de Oro– no ha contado con continuadores, pero es que, además, tampoco ha habido consenso sobre los límites del período, lo que ha llevado a que haya sido entendido de una forma amplia o restringida. Así, entre los primeros, José María Jover propuso la etapa comprendida entre 1875 y 1936 en la obra Introducción a la historia de España (1963), escrita en colaboración con Antonio Ubieto y Juan Reglá, en una propuesta secundada parcialmente por Francisco Abad (2007), quien defiende las fechas entre 1868 y 1936; entre los segundos, José Carlos Mainer (1975) o Pedro Laín Entralgo (1993), quienes postulan los años comprendidos entre 1902 y 1939 y entre 1898 y 1936, respectivamente. Contamos con diversos estudios –me refiero solamente a los publicados en forma de libro– que abordan la traducción en la Edad de Plata, ya sea mencionando o no explícitamente el concepto en el título del trabajo. Tampoco aquí encontramos pleno consenso en el marco histórico: así, por ejemplo, si en el caso de Romero López (2016) se adopta una perspectiva amplia, en el de Gallego Roca (1996, 2004), Pegenaute (2001), Lafarga (2018) y Ruiz Casanova (2018) se adopta una perspectiva restringida.
En este trabajo dedicaremos atención al pensamiento generado en torno a la traducción, en lugar de a su práctica. Es ello lo que motiva una presentación altamente selectiva, que no siempre corre pareja con la importancia relativa como traductores de quienes presentan estas formulaciones teóricas, y que deja fuera de nuestro estudio a numerosas figuras de renombre. Estas consideraciones cogen forma en paratextos a traducciones (prólogos y advertencias), en los que los traductores reflexionan de forma introspectiva y retrospectiva sobre la labor desarrollada; reseñas o comentarios críticos sobre la actuación de otros traductores; artículos independientes, publicados generalmente en la prensa; y correspondencia epistolar.
Generación de 1898
Entre las personalidades que por fecha de nacimiento pueden ser adscritas a esta generación fueron numerosas los que practicaron la traducción, pero no tanto las figuras principales sino una larga nómina constituida por lo que Martín–Gaitero denomina «raros y olvidados», y entre los que incluye a «los hermanos González Blanco, Pedro Dorado, José de Caso, Luis de Terán, Jaime Clark […], Hermenegildo y Francisco Giner de los Ríos, Rafael Altamira, Enrique Díez–Canedo,2 Camilo Bargiela, Ciro Bayo y Seguróla, […] Luis Ruiz Contreras, Ramón María Tenreiro, Adolfo Posada, Ricardo Baeza, Gómez de Baquero, Pérez de Guzmán, Ernesto Bark, etc.» (1998: 76). 3 Martín–Gaitero fija la atención en algunos de ellos, con el fin de recuperar su nombre para la historia de la traducción de la época, frente al de otros autores que, si bien son «archiconocidos» (en sus propias palabras), no desarrollaron actividad traductora, con la excepción de –en mayor o menor medida– Azorín, Valle–Inclán, los hermanos Machado, Villaespesa, Maeztu, Benavente, Sawa y –sobre todo– Unamuno. Lamentablemente para nuestros intereses, fueron escasos entre todos ellos –tanto de los principales como de los secundarios– los que nos legaron consideraciones de interés sobre la traducción.
El periodista y escritor Eduardo Marquina cultivó con profusión los tres géneros literarios a lo largo de su vida, con particular dedicación al teatro, pero también fue un prolífico practicante de la traducción,4 la cual no dejó de ejercer en cincuenta años de dedicación, si bien en diversas ocasiones expresó su desagrado al tener que desarrollar por necesidades económicas una actividad que coartaba su dedicación a la obra propia, actitud que sería también compartida por otros traductores de renombre, como veremos más adelante. De hecho, en alguna contribución en la prensa, como la de El Sol del 7 de febrero de 1921, con el título de «Autores y traductores», lo que encontramos es una queja amarga sobre la prevalencia de lo extranjero por encima de lo nacional, tanto en el ámbito editorial como en las representaciones escénicas. Así, afirma allí que
La guerra y los trastornos revolucionarios de algunas naciones de Europa, después de la guerra, han llenado las capitales españolas de extranjeros. Yanquis, ingleses, alemanes, suecos, daneses, austriacos, rusos, y los franceses y los italianos, que en todo tiempo, han sido, para nosotros, habituales huéspedes. Un rinconcito de nuestras tiendas de libros, gracia a este nuevo público está ostensiblemente adscrito a novedades de fuera de casa: colecciones inglesas, tratados alemanes, versos italianos, novelas francesas, revistas y cuadernos de arte o de modas húngaros, polacos, norteamericanos: un poco de abigarramiento cosmopolita que, en definitiva, sacude nuestro ánimo y le ayuda a explayarse.
Aparte de eso, en una que otra tienda el fondo lo constituyen obras extranjeras. Y el rinconcito, apenas apreciable, se destina al leve peso de algunas primicias nacionales (citado en Toro Santos & Cancelo López 2008: 99)
Con todo, ello no impidió que la traducción le sirviera como ejercicio experimental y propiciara situarle en una posición ventajosa para renovar la estética vanguardista de la época,5 como llegó a reconocer al hablar de «la suerte de creación que supone encerrar, en tan estrecha y exigente forma como el verso, fábulas ajenas, dando al nuestro el movimiento y ritmo que adoptó para el suyo el autor traducido» (Marquina 1944: 1032).
El editor y escritor Luis Ruiz Contreras tradujo una veintena larga de títulos del premio Nobel Anatole France, y las Obras completas, en doce volúmenes, de Guy de Maupassant, además de otros autores franceses, como Colette, la condesa D’Aulnoy o el barón de Bourgoing.6 En el extenso prólogo a su traducción de Novelas completas de A. France abogaría por un ejercicio de literalidad, pero que no distorsionara la lengua de llegada, a la vez que incidiría sobre la importancia capital de la traducción:
Es el de traductor un oficio ingrato; pero cuando se practica dignamente merece respeto, ya que, mejores o peores, los que vierten obras literarias de uno a otro idioma son indispensables. Pero es imprescindible que hayan penetrado en el espíritu del autor cuya obra traducen, y hasta que tengan con él ciertas concomitancias, porque no hay absoluta paridad entre palabra y palabra, ni posible traducción literal de un «arte literario»; es decir, cuando más importa conservar con la mayor exactitud el estilo que revisten las ideas. Hace muchos años que por el afectuoso requerimiento de un informador periodístico me permití dar varias normas, y recuerdo haber dicho: «Traducir es como inscribir un polígono en una circunferencia. Cuantos más lados tenga el polígono… más perfecta será la traducción, porque se aproximará más al modelo». También dije: «Un traductor es como el tren, que avanza sobre dos carriles paralelos: el idioma del cual traduce y el idioma propio. Ha de conocer tanto el espíritu del uno como el del otro, porque sin ese paralelismo… descarrilará». (1946: xliv–xlv)
Miguel de Unamuno tradujo con frecuencia del inglés y alemán, pero también en ocasiones del latín, griego, catalán, italiano y portugués, e incluso del noruego y danés (por vía intermedia), principalmente en la última década del siglo XIX.7 Tal y como ha puesto de manifiesto Santoyo (1998, 2016) las traducciones de Unamuno fueron hechas con prisas –lo que impidió una deseable revisión, que quizás habría atenuado el calco excesivamente servil en el modo de expresión– y en algunos casos con poco conocimiento de las lenguas a partir de las que traducía, principalmente en el caso del inglés. Fueron traducciones hechas, las más de las veces, pro pane lucrando, es decir, meramente alimenticias, como él mismo señaló, aunque en ocasiones se ocupó de autores muy valorados por él, como Herbert Spencer, Thomas Carlyle o Arthur Schopenhauer. La actividad traductora también cumplió, según algunos autores, una verdadera función formativa: así, por ejemplo, se ha destacado el valor que en este sentido tuvo su traducción de The French Revolution de Th. Carlyle, publicada en tres volúmenes entre 1900 y 1902 (véanse Franz 1982 y Robles 1995).
Sus versiones de poesía inglesa y norteamericana las realiza en un estadio posterior a las traducciones de volúmenes en prosa y, por lo general, en forma muy fragmentaria, limitada a un número muy reducido de versos, aunque de abundantes poetas y las más de las veces en prosa. A pesar de que en la «Nota del autor» que acompañaba a su volumen de Poesías (1907), en el que incluyó versiones de Coleridge, Carducci y Maragall, señaló que «en ellas me he esforzado por conservar, en lo posible, el ritmo y la forma toda de los originales, tendiendo a que sean, a la vez que artísticas, literales» (1997: 325), lo cierto es que media un espacio muy largo entre la intención y la realidad. Aunque en ocasiones se quejó de la servidumbre de haber de traducir –y de los esfuerzos que ello le suponía– también es cierto que supo o quiso reconocer la influencia que esta actividad había tenido en su propia formación, tal y como señala en una carta dirigida a Joan Maragall en 1906: «Como ejercicio [traducir] es admirable, pues me obliga a hacer míos sentimientos e ideas de otros. El traducir, por libre impulso, claro está, es lo que más enriquece el espíritu. Después de haber acabado una de esas traducciones me siento más yo, acrecentado con lo que ellos me han dado» (1951: 36–37).
En sus ensayos Unamuno plasmó frecuentes consideraciones sobre la filosofía del lenguaje –muchas veces desde una perspectiva vinculada a un concepto de «raza» y deudora de las tesis humboldtianas– y con planteamientos un tanto reduccionistas sobre el desarrollo relativo de las diversas lenguas, pero fueron mucho más escasas sus reflexiones sobre la traducción.8 Sus opiniones sobre esta última cuestión quedaron con mayor frecuencia recogidas en su abundante correspondencia. Como señala Fuente Marina (2023: 286), en una primera etapa, de gran actividad traductora, que comprende entre, aproximadamente, 1893 y 1900, Unamuno centra sus consideraciones en torno a su propia actividad traductora, mientras que a partir de entonces toma conciencia de ser autor traducido y se preocupa por el modo en que se le traduce.
Unamuno era un firme convencido de las virtudes de la traducción como herramienta formativa, no solo para aprender idiomas extranjeros sino también como operación de exégesis hermenéutica. En carta dirigida a su amigo, el filólogo, compositor y crítico musical Pedro de Múgica, con quien mantuvo treinta años de correspondencia, le decía el 23 de noviembre de 1891, a propósito de una traducción que estaba haciendo de Demóstenes («un trabajo de encargo y pago», según sus propias palabras) que «Traduciendo se aprende muchísimo. No hay cosa igual para fijarse. Al tener que verter un pensamiento de una lengua a otra, se penetran las dos lenguas y el pensamiento mismo» (2017: 305). Por otra parte, en una carta a su amigo Bernardo González de Candamo, fechada el 31 de agosto de 1900, afirma que, para él, la poesía es «una traducción de la naturaleza en espíritu» (Unamuno 2023: 294)
Generación de 1914
Esta generación, identificada con el Novecentismo, actúa de puente con la del 27. En sus filas se integran señeros autores e intelectuales que practicaron la traducción. Así, por ejemplo, el filósofo Ortega y Gasset, el cual publica su primer libro importante, Meditaciones del Quijote, precisamente en 1914; los ensayistas Manuel Azaña, Gregorio Marañón, Rafael Cansinos Assens, José Bergamín, Antonio Marichalar, Antonio Espina, Manuel García Morente o Salvador de Madariaga; los poetas Juan Ramón Jiménez, Mauricio Bacarisse, Juan José Domenchina, Enrique Díez–Canedo o Emilio Carrere; los novelistas Ramón Pérez de Ayala, Gabriel Miró, Benjamín Jarnés o Alberto Insúa. Otros intelectuales, como Julio Gómez de la Serna, destacaron ante todo como traductores. En el espacio catalán –recordemos que el término noucentisme fue acuñado por Eugeni d’Ors– encontramos, por ejemplo a Narcís Oller, Josep Carner, Carles Solvila o el propio d’Ors.
José Ortega y Gasset se ocupa de la redacción de su conocido ensayo Miseria y esplendor de la traducción durante su exilio en París en 1937, en pago a una ayuda económica recibida desde Argentina. Fue publicado en cinco entregas en el diario porteño La Nación durante los meses de mayo y junio de aquel año. En 1940 lo incluyó como tercera parte de El libro de las misiones, acompañando a otros dos ensayos, Misión del bibliotecario y Misión de la universidad. Parece sensato pensar que el propio Ortega no daba auténtico reconocimiento a este ensayo, al que quizás consideraba un tanto rudimentario, al menos en comparación con los otros dos, pues en el prólogo a El libro de las misiones afirma: «Agrego un ensayo que no es suficientemente completo para corresponder al género didáctico que yo llamo ‘una misión’, pero que emboca el asunto de la faena que es traducir dándole una primera embestida» (2006: 654). En cualquier caso, no se puede dudar del éxito alcanzado por este texto, el cual ha sido objeto de numerosas reediciones, tanto en España como Hispanoamérica y que fue incluido en el tomo V de sus Obras completas (Madrid, Revista de Occidente, 1947), Es particularmente destacable, por otra parte, el hecho de que ha sido, sin duda alguna, la aportación española al pensamiento sobre la traducción más reconocida internacionalmente, como atestigua el hecho de haber sido incluido en alguna antología prestigiosa sobre la materia.9 Por otra parte, ha generado una gran respuesta crítica.10
El ensayo se presenta como un diálogo ficticio entre profesores y estudiantes universitarios del Colegio de Francia –lo que denota una cierta aspiración didáctica y lo dota de autoridad– y en él quedan plasmadas muchas de las cuestiones que sobre la materia habían interesado, desde un punto de vista hermenéutico, a los pensadores alemanes en la época romántica, tales como la (im)posibilidad de la traducción, la relación entre lenguaje, cultura y pensamiento, la función y papel del traductor y el debate sobre los diferentes métodos de traducción. El ensayo, que en la edición de las Obras completas presenta 37 páginas, consta de cinco capítulos, titulados «La miseria», «Los dos utopismos», «Sobre el hablar y el callar», «No hablamos en serio» y «Esplendor», correspondiendo los títulos del primero y el último, como es evidente, a la denominación genérica del propio texto, lo que denota una argumentación circular (Ordóñez 2009: 99). Con todo, cabe señalar que resulta sumamente digresivo, por lo que en muchas ocasiones se desvía del tema principal. Así, Santoyo (2008: 33) señala que solamente en una tercera parte del ensayo se alude directamente a cuestiones relacionadas con la traducción. En la obra, como queda claramente reflejado en el título, se aborda la aparente paradoja, ya expresada por Humboldt en su prólogo a su traducción del Agamenón de Esquilo (1816), de que la traducción es a la vez imposible y necesaria.11 No obstante, ello no debe hacernos desistir de traducir. Antes bien, traducir, especialmente a los poetas, constituye uno de los trabajos más necesarios para una literatura, de una parte para transmitir a quienes no dominan esas lenguas formas del arte y de la humanidad que les serían totalmente desconocidas, de lo que cada nación obtiene siempre un gran beneficio, y de otra parte, y ante todo, a fin de ampliar la significación y capacidad de expresión de la propia lengua» (1996: 355).]
Ya en el comienzo del ensayo Ortega señala que traducir es «un afán utópico», una «modesta ocupación», y que «en el orden intelectual no cabe faena más humilde», lo que no es óbice para que a la vez resulte también «exorbitante» (1963: 433, 434). Ortega admite la posibilidad de distinguir, grosso modo, entre las obras que se pueden traducir y las que no, si bien en el primer caso el autor se traduce a sí mismo de una lengua a una terminología –o, en palabras de Ortega, una pseudolengua–, tal y como ocurriría en el caso de los textos científicos. Según indica, en frase que se ha hecho célebre, «el asunto de la traducción, a poco que lo persigamos, nos lleva hasta los arcanos más recónditos del maravilloso fenómeno que es el habla» (1963: 435). Ya en el primer capítulo se refiere expresamente a Humboldt, recordando la forma en que éste había reflexionado sobre la estructura interna y específica de las lenguas, lo que dificultaría el trasvase interlingüístico: así, haciéndose eco de él, Ortega afirma que «es utópico creer que dos vocablos pertenecientes a dos idiomas y que el diccionario nos da como traducción el uno del otro, se refieren exactamente a los mismos objetos» (1963: 436).12 Dado que las lenguas tienen una personalidad propia que es el resultado de su propio devenir histórico y cultural, y que están indisolublemente vinculadas a la personalidad de sus usuarios y sus experiencias a la hora de percibir el mundo, han de darse necesariamente incongruencias semánticas –a nivel denotativo, pero sobre todo connotativo– incluso en términos que, a priori, podrían parecer perfectamente equivalentes. Ahí radica precisamente el carácter utópico del ejercicio traductor.
En el segundo capítulo subraya que lo que le interesa alcanzar es «subrayar las miserias del traducir, pero no para quedarse en ello, sino al revés: para que fuese resorte balístico que nos lanzase hacia el posible esplendor del arte de traducir» (1963: 437). Ortega considera que un buen utopista será capaz, por ejemplo, de intentar trascender las diferencias entre las lenguas, a pesar de ser consciente de la distancia que las separa y manifiesta que «no es una objeción contra el posible esplendor de la faena traductora declarar su imposibilidad» (1963: 439). En el tercer capítulo se ocupa de caracterizar el papel del intelectual y analiza la naturaleza del habla, para advertir que ésta se compone principalmente de silencios, lo que es causa fundamental de la gran dificultad implícita en la traducción, pues implica «la revelación de los secretos mutuos que pueblos y épocas se guardan recíprocamente y tanto contribuyen a su dispersión y hostilidad» (1963: 444). En el cuarto no hay referencia directa a la traducción, aunque sí algunas reflexiones de interés sobre las razones por las cuales encontramos tan variados moldes en las lenguas. Así, un lingüista supuestamente presente en el debate que se está desarrollando en el Colegio de Francia afirma que «las lenguas nos separan e incomunican, no porque sean, en cuatro lenguas, distintas, sino porque proceden de cuadros mentales diferentes, de sistemas intelectuales dispares —en última instancia—, de filosofías divergentes» (1963: 447). En el último capítulo Ortega trata con mucho más detenimiento la cuestión de la traducción, partiendo del conocido ensayo de F. Schleiermacher, «Sobre los diferentes métodos de traducción» (1813). Así, afirma allí que «la traducción no es la obra, sino un camino hacia la obra», por lo que «no es un doble del texto original». La traducción vendría a ser «un aparato, un artificio técnico que nos acerca a [la obra original] sin pretender jamás repetirla o sustituirla» (1963: 449).13 es un escamoteo, un truco ilusionista, un engaño, tanto mayor cuanta más destreza se ponga en ejecutarlo» (1956: 149), mientras que para el segundo, la traducción destacaría por a «su artificialidad, su radical carácter de fingimiento, su ineludible condición de impostura, su vocación de representación» (1993: 195).] Ortega insiste en la necesidad de producir diferentes traducciones de una misma obra, con el fin de destacar en ellas diferentes aspectos del original, aunque se traten de versiones feas y farragosas, si bien en el caso de textos contemporáneos resultará más factible producir traducciones bellas. En todo caso, aboga claramente por una extranjerización de la traducción: «lo decisivo es que, al traducir, procuremos salir de nuestra lengua a las ajenas y no al revés, que es lo que suele hacerse», «llevando al extremo de lo inteligible las posibilidades de su lengua» para que «transparezcan en ella los modos de hablar propios al autor traducido» (1963: 454).
Cabe preguntarse cuál es, es la posible vigencia que los planteamientos de Ortega podrían tener en un contexto teórico sobre la traducción más actual. En opinión de Ortega Arjonilla (1998: 115), por ejemplo, cabría hablar de tres perspectivas; así, desde la teórica sería destacable, principalmente, su contextualización de la traducción dentro del marco más amplio de la comunicación humana, a la vez que su consideración como actividad compleja en la que intervienen factores como el hablar–decir–callar, que deben ser tenidos en consideración en el producto final; desde la intelectual, sería necesario subrayar el modo en que Ortega enaltece el papel del traductor, invitándole a superar su carácter apocado; desde la práctica, hace una serie de recomendaciones sobre el mejor modo de traducir, principalmente, los textos literarios y filosóficos.14
El escritor, periodista y crítico literario Enrique Gómez Carrillo (1873–1927), nacido en Guatemala, pero que desarrolló su carrera en París y Madrid, es recordado como un excelente ejemplo del literario bohemio. A su extensa producción literaria y periodística suma algunas traducciones,15 si bien su interés para nosotros aquí se debe a algunos artículos que escribió sobre esta materia. Así, en «El arte de traducir», publicado el 25 de setiembre de 1926 en ABC, se quejaba de que «nunca se ha traducido tanto como en nuestros días. Ya no sólo se traduce del francés, sino también del italiano, del inglés, del alemán. Y nunca se ha traducido tan mal como ahora. Se ve que ese género, que antaño formaba parte de la literatura, hoy se ha convertido en un oficio» (1926: 3). Aboga sin ambages por la traducción literal, que según afirma, ha dado tan buenos resultados como la Biblia de Zadok Khan, Las mil noches y una noche de Mardrus, el Macbeth de Maeterlinck o el Satiricón de Laurenti Tailhade, aunque alerta de los peligros que acechan a quienes optan por tal método, pues tal como él la entiende, «la literalidad no está hecha de pueriles respetos de los vocablos y de los giros, sino del sabor de cada estilo, de las peculiaridades de cada lenguaje, de la música de cada prosa» y es que «lo que embriaga en cada gran escritor es el bouquet especial de sus frases», por lo que «para conservarlo, lo primero es la literalidad dentro de la sutileza, la disciplina sin automatismo, el arte unido a la ortodoxia». Gómez Carrillo desarrolla estas ideas en «El eterno problema de las traducciones», publicado el 23 de setiembre de 1927, también en ABC, donde se inspira en el romanista y crítico literario ruso André Levinson –gran especialista en ballet– para afirmar que «literariamente, puede decirse que una traducción no es buena sino cuando, además del sentido exacto de la obra original, nos conserva sus bellezas artísticas» (1927a: 3), lo que implicaría «conservar, no sólo el ritmo interior, sino también el sabor especial, el matiz local, lo que constituye, en una palabra, sobre el fondo inalterable de una obra, su armonía, y su perfume, y su reflejo de producto de belleza». En «El dilema de la traducción», publicado el 29 de setiembre de aquel año, en el mismo diario, Gómez Carrillo se basa de nuevo en Levinson, y ahora también en Paul Claudel,16para afirmar que «la tarea del traductor es poco menos que imposible» o «por lo menos, paradójica» (1927b: 3). Pone como ejemplos de excelentes traducciones la que Gumileff hizo de Émaux et camées de Gautier y la de Rilke de las obras selectas de Valéry, a las que considera superiores a las que Pérez Bonalde, Valera y Menéndez Pelayo hicieron, respectivamente, de Poe, Longo y Shakespeare, para señalar que ni siquiera esas versiones excelentes pueden estar a la altura de los originales, pues «el buen traductor, el traductor fidedigno, no literal, sino espiritualmente, el traductor perfecto, en suma, no en todas partes existe» (1927b: 3). Este artículo, intrincado, en el que Gómez Carrillo entremezcla sin distinción ideas propias y ajenas, resulta poco claro en su objetivo o en sus conclusiones, pero supone, en última instancia, un enaltecimiento de las virtudes del buen traductor («las versiones poéticas sólo con el alma se hacen»), a la vez que un reconocimiento de la dificultad de su empeño («[ser] capaz de darnos la sensación de una literatura exótica sin sacarnos de nuestra habla»).
En una aportación bastante anterior a las ya señaladas –su prólogo a la traducción que Manuel Machado hizo de Fiestas galantes (1908) de Paul Verlaine– se inclina por traducir el verso en prosa. Así, afirma:
Manuel Machado ha puesto a Verlaine en castellano conservándole su alma francesa. Si lo hubiera traducido en verso, lo habría traicionado. Los ritmos y las rimas no pasan de una lengua a otra. Lo que sí pasa cuando el traductor sabe ser literal y artista, es el espíritu, el saber íntimo, la gracia secreta que está no en las palabras, sino en el fondo misterioso de las frases. Los que no tienen ese fondo misterioso no son traducibles. (2005: 25)
En ese mismo prólogo recoge diversas consideraciones sobre la traducción de poesía en general y la de Verlaine en particular, lo que le lleva a comparar las diversas tradiciones que sobre la traducción poética se han desarrollado en Francia y España. Así, continúa diciendo:
En Francia, país de intensa cultura artística, todos creen […] que trasladar los versos de una lengua a otra lengua, es convertir el oficio de traductor en obra de traidor. Las estrofas, es cierto, nacen en su forma armoniosa gracias al genio musical de cada idioma, y tratar de pasarlas de un ritmo a otro es deformarlas. Pero en España la rutina por una parte, y por otra facilidad de versificar, han perpetuado la costumbre de no traducir a los poetas sino en lengua poética. (2005: 39–40)
Con el fin de remachar esta consideración Gómez Carrillo pone como ejemplos la traducción que Marquina ha hecho de Les fleurs du mal de Baudelaire –en la que dice haber admirado «la riqueza verbal del traductor» y «la escrupulosa literalidad de la traducción», si bien «no h[a] conseguido sentir la sensación de fuerte, de dolorosa, de cruel poesía que palpita en todas las páginas del original»– frente a la que Mallarmé hizo en prosa de los versos de E. A. Poe, y que, según afirma, ha conseguido que «toda la poesía del yanki angusti[e] [su] alma». Concluye así, que, de haber seguido la opción de Poe, su amigo Marquina «habría comprendido lo poco grato que debe ser a los manes del gran poeta doloroso, ver sus divinos poemas trasladados a versos que no son sino un pálido reflejo del original» (2005: 41), lo que pone en valor la opción que ha seguido Machado al traducirlo en prosa.
El escritor y traductor Luis Fernández Ardavín,17 también en un paratexto acompañando una traducción de Verlaine –en este caso, una «Nota del traductor» que es un postfacio a su propia traducción de Fiestas galantes. Romanzas sin palabras– presenta sus consideraciones sobre las dificultades de traducir al poeta francés, acrecentadas por el hecho de que, según afirma, la lengua española se ve deficitaria en comparación con la francesa. A pesar de las dificultades encontradas, a la hora de enfrentarse al texto, ha preferido anteponer la fidelidad, intentando mantener también una expresión poética: «Mas pese a todo, hemos procurado, hasta donde nuestra capacidad nos permitía, anteponer la fidelidad en la versión, el respeto riguroso al maestro, a nuestra vanidad personal de traductor que, en algún momento, pudo proporcionarnos un éxito fácil: no caer en la tentación ha sido nuestro lema al traducir; mas, entiéndase bien, huyendo siempre del prosaísmo» (1921: 174). Y todo ello porque considera que «Deber es de sus traductores, según entendemos, dedicarse con todo amor a procurar la más exacta versión que le sea dado, y no acumular aportaciones de investigación o de fantasía que agranden la caótica bruma que envuelve la figura del maestro» (1921: 175–176).
El poeta, novelista y crítico literario, Rafael Cansinos Assens, que fue otro genuino representante del artista bohemio de la época, se convirtió en un titán de la traducción, al traducir a autores que se expresaban en lenguas tan variadas como el árabe, francés, hebreo, inglés, italiano o ruso.18 En sus monumentales memorias, que fueron recogidas póstumamente por su hijo en las sucesivas ediciones de los tres volúmenes de La novela de un literato abundan las referencias a su actividad traductora, con detalles biográficos sobre las circunstancias en que fue desarrollada. A pesar de su amplitud dentro de su actividad en el campo de las letras, la considera básicamente mercenaria, como medio de ganarse la vida, pero que inhibe su producción original y que se ve supeditada al necesario deber de mantenerse fiel a lo dicho por otros. Así, por ejemplo, cuando sus amigos le recomiendan que se dedique a la traducción –siguiendo así, según dicen, el ejemplo de Ruiz Contreras, Unamuno o Valle–Inclán– él se queja de que «Eso de traducir, de verter al propio idioma los pensamientos ajenos, era algo secundario, servil… Yo quería expresar los míos…» (Cansinos 1982: I, 162) o exclama que «¡El traductor te mata, pobre traductor!» (Cansinos 1985: II, 294). En sus traducciones, que abundan en notas explicativas, incorpora largos prólogos y epílogos, en los que contextualiza al autor en cuestión y lo sitúa en el ámbito receptor, dando noticia de su fortuna en su difusión. Tal es su procedimiento, muy principalmente, en sus traducciones para la editorial Aguilar (véase Palenque & Ortiz 2023), con la que colaboró con asiduidad, de manera muy destacada en la colección «Obras eternas», desde una primera aportación, Obras completas (1935) de Dostoievki, hasta la última, publicada póstumamente, Teatro completo (1973) de Schiller. Entre una y otra se encuentran sus versiones de Libro de las mil y una noches, las obras completas o escogidas de Andréiev y de Balzac. Fuera de esa colección hallamos, por ejemplo, sus versiones del Fausto de Goethe, del Corán o de diversas obras de Turguéniev.
Son particularmente interesantes, por la dificultad que entrañaba su traducción directa desde las lenguas originales, sus versiones del Korán [sic] (1951) y del Libro de las mil y una noches (1954). En el primer caso, es presentada como «directa, literal e íntegra». Cansinos Assens defiende una extremada literalidad, fruto de la propia naturaleza de los textos, cuyo trasvase requiere un minucioso cotejo de las ediciones originales más canónicas y también de las versiones ya realizadas a otras lenguas. Así, afirma que «No se puede jugar retóricamente con palabras que entrañan misterios teológicos y tienen un valor trascendental para las almas. Lo que en una obra puramente literaria está bien, hasta cierto punto, sin embargo, no lo está en un libro que se dice inspirado por Dios mismo. No debemos alterar la forma de tan alto mensaje. Las traducciones libres parecerían aquí un sacrilegio» (Cansinos 2006: 16). Cansinos haya acomodo para su estilo en la gran presencia de arabismos en lengua castellana y defiende una extranjerización de la traducción, pues, según comenta, «nos parece impropio traducir un texto antiguo en el lenguaje periodístico de nuestra literatura actual» (Cansinos 2006: 18). Similar método sigue en la otra obra, aunque con menos rigor, pues afirma que «nuestra versión es, hasta cierto punto, literal; hasta cierto punto, sin embargo, porque la literalidad absoluta, o sea, la simple sustitución de una palabra por otra, conduce, como es sabido, al absurdo, y es algo comparable al simple volver del revés un tapiz, en el que las imágenes estampadas del anverso siguen viéndose, pero, naturalmente, al revés» (Cansinos 1974: 372) haciéndose eco de la conocida imagen cervantina.
Esta cadencia hacia la fidelidad es también palpable en sus versiones del ruso, sin que ello implique una merma de la correcta expresión en castellano, que él considera fundamental. Este feliz matrimonio entre fidelidad y corrección sería, en su opinión, imposible de alcanzar cuando el traductor desempeña su labor exclusivamente a partir de una versión intermedia o cuando el resultado final es sometido a revisión por terceras personas, si bien él reconoce haber tenido bien a la vista las versiones inglesas o francesas.
En el caso de sus traducciones a partir del alemán, como son las Obras completas (1950–1951) de Goethe o las que aportó al Teatro completo de Schiller (1973),19 las reflexiones sobre la traducción (sobre la propia y sobre el arte de traducir, en general) son menos abundantes. Si bien en el segundo caso se aclara que se trata de una traducción directa, en el primero tan sólo se alude a que se trata de una «Recopilación, traducción, estudio preliminar, prólogos y notas de Rafael Cansinos Assens». En su versión del drama en verso Wallenstein defiende haberse valido de la prosa, pues ello le permite «una reproducción más directa del original y es hoy la forma de expresión generalmente adoptada por los modernos comediógrafos, como más próxima a la realidad, de que la escena quiere ser espejo (Cansinos 1973b: 539).
El poeta Juan Ramón Jiménez, premio Nobel, practicó la traducción a lo largo de cincuenta años. La mayor parte de sus traducciones fueron incluidas en antologías, diarios y revistas o, simplemente, se mantuvieron inéditas. Han quedado recogidas póstumamente en la obra Música de otros. Traducciones y paráfrasis (2006).20 Su actividad traductora más recordada es la desarrollada en colaboración con su esposa, Zenobia Camprubí, con quien tradujo una treintena de obras del también premio Nobel, el escritor bengalí Rabindranath Tagore, si bien hoy en día se suele atribuir a ella la responsabilidad principal de aquellas versiones.
No fueron muchos los comentarios de Juan Ramón sobre la actividad traductora, aunque ésta se convirtió para él, en palabras de González Ródenas, en «un modo de lectura profunda, de comunión, aprendizaje, asimilación, reconocimiento y ofrenda» (2018: 128). En una nota conservada en su archivo de Puerto Rico, dice que
Únicamente debe traducirse cuando lo que uno lee de otro le sea tan íntimo, tan propio a uno, que sintamos a un tiempo que es de uno y no lo es… que lamentemos que no sea aquello expresión nuestra. Entonces le damos –debemos darle– forma propia en nuestra lengua, para que sea aquello un poco de uno. En este sentido… la traducción es siempre un robo. (en Young 1980: XXI)
A lo largo de su evolución como poeta, es claramente identificable una primera etapa en la que destaca la influencia de los simbolistas franceses y sus seguidores de una segunda caracterizada por la influencia de autores clásicos y contemporáneos de expresión inglesa, a pesar de que se mantiene el interés por las figuras más señeras del Simbolismo francés, como Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Mallarmé. La renovación en la base de sus gustos estéticos vino propiciada por su contacto sucesivo con sus dos grandes amores, Louise Grimm y Zenobia Camprubí, y queda representada por la publicación de su Diario de un recién casado en 1917 (González Ródenas 2018: 129).
En una carta a Louise Grimm de 1911 afirma: «Yo soy poco amigo de las traducciones en verso. Creo imposible conservar la expresión exacta, el ritmo exacto, la rima equivalente, la emoción. Prefiero dar a un lado el texto original en donde pueda estudiarse el metro, el ritmo, la rima y al otro la versión exacta en prosa» (Jiménez 2006: 553). Sin embargo, bastantes años más tarde, en los 40, asegura que «Al traducir, lo que hay que traducir es el acento, lo que hay que conservar es el acento. Todo caerá en el acento como una tromba» (1990: 430) y que «Yo suelo traducir el verso extranjero en mi prosa corriente. […] En traducción quiero ser siempre fiel de idea y sentimiento, y libre de forma con acento interior» (1983: 130).
En última instancia, la traducción vendría a ser, en su opinión, una operación que tiene mucho de quimérica y utópica:
Traducir es triste y difícil, aunque quiera uno hacerlo y lo haga por gusto propio, porque es irse matando a cada paso, haciendo el gusto de otros saliéndose del estilo propio, que no es sino el espíritu propio, para intentar vivir en el del otro. Intentar, naturalmente. Y siempre se queda uno rodeando el alma de otro sin penetrar en su centro, que es solo suyo, Fuera de uno mismo y fuera de otro. (1990: 230)
Aunque Enrique Díez–Canedo era un poeta apreciable, quizás no fue suficientemente reconocido como tal. Sobre todo, destacó como crítico literario, labor que desarrolló con asiduidad en la prensa, dedicando gran atención al teatro. Desarrolló a lo largo de los últimos cuarenta años de su vida una intensa actividad traductora, en la que destacan antologías de diversos autores, como Pequeña antología de poetas portugueses (s. a.), Imágenes (s. a.), Del cercado ajeno (1907) o la muy conocida La poesía francesa moderna (1913), realizada en colaboración con Fernando Fortún y de la que dio una nueva edición, bastante diferente, en La poesía francesa del romanticismo al superrealismo (1945). Tradujo principalmente a partir del francés, pero también del inglés, catalán, portugués e italiano, además del alemán, ruso y noruego, para lo que se sirvió de textos intermedios. En su mayor parte, se trata de textos literarios (principalmente, poéticos), pero también encontramos alguno sobre historia del arte o política.21 A través de sus escritos críticos y sus traducciones fue un incansable divulgador de las literaturas extranjeras en España, principalmente su poesía (Lama 1999–2000).
Sus reflexiones sobre la traducción, abundantes, aunque en muchos casos incidentales, aparecen dispersas en prólogos a traducciones, en reseñas y en su correspondencia. Tal y como señala Jiménez León (1999–2000, 2001: 348–366), las principales son las publicadas en la revista España –la cual fue dirigida sucesivamente por Ortega y Gasset, Luis Araquistáin y Azaña– y en los periódicos El Sol y La Nación. Para una visión de conjunto sobre la obra crítica de Díez–Canedo, véase Jiménez León (2011).
En el número 154 de España (21 de marzo de 1918), se presenta la contribución «Poesías inglesas», la cual consiste, en realidad, en el prólogo preparado para Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua inglesa (1918) de Fernando Maristany. Allí, Díez–Canedo hace una sentida defensa de los beneficios implícitos en el desarrollo de la actividad traductora, reivindicando su papel dinamizador de la lengua y literatura receptoras, y ensalzando los atributos que han de adornar a la persona que traduce:
Pero, un traductor, dicen que está siempre en condiciones de inferioridad. Se tiene a menos esa labor de segunda mano, supuesto que lo sea. Se olvida que así entran en la poesía de los pueblos voces y formas de los demás y que en los dominios espirituales no hay conquista estéril. Y no se tiene en cuenta la victoria que significa ceñir en palabras estrictas un pensamiento dado, ni que para interpretar a un buen poeta creador se requiere un buen poeta receptivo. (1918a: 13)
Díez–Canedo atribuye la poca consideración que muchas veces reciben las traducciones a la gran abundancia de versiones poco meritorias, principalmente, en el caso de la traducción de poesía, donde con excesiva frecuencia se suele tender a una adaptación al modo de expresión de la lengua de destino o a las preferencias métricas de su órgano poético, con la consiguiente deformación del original. Parece que él sugiere optar por algún grado de extranjerización, al decir que «las buenas traducciones han de tender a que sea compatible con el genio del idioma algo que no le era connatural; a que la versificación, lejos de ser un coto cerrado, esté siempre renovándose y ganando en flexibilidad y aptitud expresiva» (1918a: 13). También es interesante rescatar su opinión sobre las mejores maneras de acometer la traducción poética:
Más que una regular traducción en verso, vale una buena traducción en prosa, pero más que una buena versión en prosa vale una buena transcripción en verso. El verso, en la poesía, es esencial; una traducción en verso puede ser equivalente a su dechado, aunque no sea esto lo que suele ocurrir; una traducción en prosa, por buena que sea, queda siempre en un grado inferior. […] La traducción en prosa, cumple, a decir verdad, fines distintos: es ayuda de la curiosidad o del trabajo científico, nace muerta. La traducción versificada, si es buena, infunde nueva vida al modelo. (1918a: 13)
En la que sería la primera de sus tres contribuciones sobre la poesía rusa, un artículo titulado «Poetas y poemas» que fue incluido en el número 166 de España (13 de junio de 1918), vuelve a indagar en los misterios de la traducción de poesía, subrayando la necesidad de transmitir la forma original para mantener su esencia, aunque ello pueda suponer violentar formalmente la lengua de traducción. Díez–Canedo se posiciona así de nuevo en contra de una naturalización, oponiéndose a la tendencia generalizada de «‘españolizar’ la inspiración extraña»:
Es indiscutible que la verdadera fisonomía de un poeta se ha de buscar no sólo en lo que dice, sino en cómo lo dice. Sus palabras se unen para expresar ideas, sensaciones, conceptos determinados; pero se unen guardando unas leyes rítmicas, que las condicionan y prestan fisonomía peculiar. Prescindir de estas leyes o acomodarlas y cambiarlas buscando el genio propio del idioma a que se traduce, viene a ser lo mismo. Si se transcribe sencillamente en prosa una poesía cualquiera, sabremos lo que dice el poeta; si se traslada en verso, lo que se suele hacer es recordar las poesías nacionales que se parecen a la versión vertida. (1918b: 9)
Según indica, las más de las veces se ha hecho uso de la métrica propia a la hora de verter la poesía extranjera, cuando más beneficioso habría resultado una simple pero sincera versión en prosa. Con todo, lo más deseable sería intentar nutrir los modos de comportamiento en la versificación autóctona con modelos importados de fuera, tal y como se hizo, por ejemplo, cuando en el Renacimiento se incorporaron en toda Europa los esquemas italianos. Según sus propias palabras, «la traducción poética, sujetándose ceñidamente a las formas originales, ha servido y puede servir de mucho para ensanchar el campo de la versificación; y el que no sienta la necesidad de esto, no ha puesto nunca los ojos en la historia literaria» (1918b: 10). Esta advertencia en contra de la naturalización en la traducción de poesía la volvería a formular en sus notas sobre la traducción de Góngora al francés, en la que se ocuparía de ensalzar al traductor, afirmando que «ha querido expresar no sólo cuanto dice, sino cómo dice el poeta sus versos, es decir, que no los ha acomodado al socorrido ‘genio del idioma’ como suele hacerse en casos análogos». (1921a: 8)
En el artículo «Poetas y poemas» al que ya nos hemos referido también había indagado en los rasgos prototípicos del genio de la lengua castellana y que pueden dificultar la traducción a partir de determinadas lenguas:
Si dijéramos que el castellano es la lengua más dúctil y flexible a este propósito, nadie nos creería. La escasez de palabras cortas, la abundancia de la acentuación llana, lo limitado de los sonidos vocales, son otros tantos inconvenientes: para traducir del inglés, del alemán, pero del inglés sobre todo, casi insuperables. Graves también para traducir de las lenguas afines, portugués, catalán, italiano, que por su misma semejanza gramatical exigen paridad absoluta de formas y ponen al castellano, más tieso, más amplio, en trances de dificultad casi insoluble, compensadas por lo semejante de la cadencia y de la rima (1918b: 10).
En otra contribución, titulada «Líricos brasileños», en el número 381 de España (4 de agosto de 1923), advierte sobre el problema del calco, como consecuencia del isomorfismo entre la lengua castellana y la portuguesa, lo que hace que, en contra lo que podría parecer, la semejanza formal entre ambas incremente las exigencias:
El que traduce versos del portugués, más que el que prefiera otro idioma, correrá, si no está muy sobre aviso, los más graves riesgos que puede ofrecer la aventura. […] El parentesco de los idiomas acrecienta las dificultades del traductor concienzudo, porque, cuanto mayor, tanto menor es la libertad que consiente. Una lengua totalmente disímil, en que todo ha de ser interpretado y traspuesto es cien veces preferible. (1923: 7–8)
Aunque brevemente, también indaga sobre la posibilidad de la traducción de poesía en una reseña sobre «Verlaine en castellano» publicada en El Sol de 28 de diciembre de 1921, donde defiende que la traducción poética es factible: «¿Se puede traducir a los poetas en general? A esta teoría, cien veces formulada, suele contestar la teoría diciendo que no; pero la práctica se empeña en contestar que sí» (1921b: 8). Para defender su tesis contraviene las ideas de B. Croce, poniendo de manifiesto que, a pesar de sus tesis en favor de la intraducibilidad, él mismo se ocupó de traducir un centenar de poemas de Goethe.22
Díez–Canedo expone sus ideas principales sobre la traducción de poesía en un artículo cuyo título no responde enteramente a su contenido, «Traductores españoles de poesía extranjera», publicado en La Nación de 26 de abril de 1925) y recogido en Diez–Canedo (1964: 235-241 y 2003: 97–101).23 Insiste allí en su afán por legitimar el acto traductor, el cual ha sido muchas veces vilipendiado injustamente: «desacreditada por el abuso, la traducción poética no suele reunir actualmente sufragios de aceptación corriente. Se la considera una deformación de los originales y, en el mejor caso, como una variación original sobre un tema ajeno». Como en ocasiones anteriores, defiende la posibilidad de traducir la poesía, contradiciendo de este modo la concepción tradicional, según la cual «la poesía verdadera [está] en el milagroso equilibrio que mantiene juntas a las palabras del inspirado que por primera vez las miró, y que un cambio cualquiera lo perturba y deshace», lo que identificaría a la traducción poética con una recreación reñida con la espontaneidad. Con el fin de equilibrar esos presupuestos sesgados pone cuidado en caracterizar la espontaneidad –que, según él, «supone primaria condición lírica»– como algo diferente de la improvisación:
No se improvisa una estatua, un cuadro, una sinfonía. Tampoco un poema. Aun los que se tienen por improvisados emanan de un trabajo de elaboración subconsciente, muy largo quizá. Espontaneidad es captura pronta de la genuina idea poética, expresada luego reflexivamente con la suma fidelidad: hallazgo de las palabras propias.
Díez–Canedo defiende la posibilidad de alcanzar una producción que resulte lírica mediante una inspiración hasta cierto punto tributaria, pero que activa los resortes creativos del traductor:
Un modelo en otra lengua que la del poeta puede hacer las veces de inspiración, y el trabajo en su versión lírica vendrá a ser una manera de elaboración, más condicionada. De aquí que el buen traductor haya de ser poeta con capacidad receptora, poeta comprensivo, crítico, en cierto modo: la fidelidad a la propia idea que convierte en fidelidad al dechado.
Con el fin de indagar en la posibilidad de la traducción poética pondera los aspectos positivos y negativos de traducir mediante prosa o poesía, abundando en los aspectos ya tratados en la contribución de 1918 a la que antes aludíamos:
Los que para traducir a un poeta prefieren la prosa al verso, dan por admitido que algo se ha de sacrificar y pretenden que una versión en que se pierde el ritmo y se guarda la letra es preferible a otra que pierde la letra y no es fiel al ritmo. Esto es una verdad, pero con el abuso como argumento. Cuando sea posible una versión que respete la letra y el ritmo en el mismo grado que la prosa de un idioma respeta el verso del que intenta traducir, aquel argumento cae por su pie. La cuestión está en decidir si el verso puede reproducirse, pasando de un idioma a otro. Y parece que hay dos medios: el de la transcripción, como en ciertas poesías de lenguas afines, y el de la recreación, único eficaz entre lenguas desemejantes. Para el primero basta una determinada habilidad. El segundo requiere mayor tino y sólida capacidad crítica. La cuestión no se resuelve con decir que se ha de traducir en prosa. Una traducción en prosa es u n auxilio para la comprensión del sentido del original, y las versiones interlineales, en este caso son las preferibles.
En «La traducción como arte y como práctica» (La Nación de 16 de junio de 1929), artículo recogido en Díez–Canedo (1964: 235–241), vuelve sobre estas cuestiones. Allí se reafirma en su confianza en la traducibilidad y en los beneficios que se derivan del ejercicio traductor:
Creo firmemente en la posibilidad de la traducción. Todo gran escritor se ve traducido, no sólo por los que se aplican a reproducir el texto de sus obras en la propia lengua, sino por lo que siente su influjo. Traducir equivale a entregar. Se entrega al conocimiento, al estudio, a las discusiones, a la curiosidad de todo el pensamiento de un escritor, lo mismo si se reproduce con palabras de un idioma lo que él dijo en otro, que si se interpretan sus ideas exponiéndolas, comentándolas y aun contradiciéndolas.
Aunque se trata de una de una actividad que puede implicar limitaciones, ello no es óbice para que sean propiciables experiencias sensoriales análogas:
En una obra literaria existe, sin embargo, una parte que no es traducible: hay que admitirlo desde el comienzo. Un cuadro traducido por el grabado, aunque sea por los procedimientos más perfectos, conserva siempre algo que no pasa a la reproducción. Lo mismo ocurre en la obra escrita. Pero así fuese la más desprovista de materia narrativa, la más ligada al sonido y valor de las palabras elegidas, con independencia de su significado, siempre se podría recrear en otro idioma la sensación que trata de dar. Un traductor escrupuloso debe discernir qué partes del original ha de conservar en absoluta la traducción y abstenerse de traducir si no ve modo de conservarlas. Ha de distinguir también lo que puede sustituir a las partes no esenciales que no haga falta conservar absolutamente.
A continuación se refiere a las traducciones que se realizan en España y aprovecha para criticar, tal y como haría en muchas otras ocasiones, la precariedad con que se realizan y se publican muchas de ellas, principalmente del francés, lengua que sigue siendo como instrumento de acceso a otras menos conocidas, aunque cada vez se recurra con menor frecuencia a las versiones intermedias.
También presenta un artículo de título elocuente, «Escuela de sacrificio» (La Voz, 19 de agosto de 1920), en el que afirma que «Toda traducción, y más si es en verso, ha de sacrificar algo de su original. El arte del traductor ha de consistir, pues, en sacrificar lo meramente circunstancial y decorativo para sacar limpio lo que constituye la obra de arte; y si no, que se abstenga».
Generación de 1927
Como señala Díez de Revenga en el prólogo a una antología sobre Las traducciones del 27, «los poetas del 27 forjaron muchos de los rasgos más singulares de su poesía en la lectura de poetas de europeos de distintas épocas» (2007: 9). Muchos de los miembros de esta generación crecieron como poetas en países extranjeros, en los que residieron voluntaria y forzadamente. Muchos de ellos –hablamos de, por ejemplo, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Emilio Prados, Luis Cernuda, Rafael Alberti, María Teresa León, Manuel Altolaguirre– practicaron la traducción, pues este era «el destino más lógico para aquellos que en un momento de su historia quisieron unirse más aún, con su propia palabra poética, a la palabra poética de poetas de otras culturas y lenguas, y asumir la lección de un poema escrito en una lengua extraña, al verterlo a las palabras de la propia lengua, buscando la proximidad, logrando la comprensión de un mensaje único e irrepetible» (Díez de Revenga 2007: 9–10).24
El escritor y director de escena Cipriano Rivas Cherif fue un prolífico traductor, si bien casi todas sus traducciones fueron publicadas antes del estallido de la Guerra Civil.25 Aunque sus consideraciones sobre la traducción fueron escasas, como señala Lafarga (2018: 156), pueden espigarse algunos planteamientos recogidos en prólogos a sus propias versiones o en sus opiniones sobre las ajenas, sobre todo plasmadas en la revista La Pluma, de la que fue codirector entre 1920 y 1923, y en las que aboga por un respeto al original que no cohíba la libre expresión del poeta traductor. Así, por ejemplo, en una reseña de la versión que E. Díez–Canedo había hecho de Sagesse de Verlaine, afirma:
Traducir es oficio sobremanera arduo. […] La misma corrección y continencia del traductor resta no poco de la música, que antes que todo quería Verlaine; pero a la que no es posible siempre adaptar en otro idioma, letra y espíritu. ¿Deben traducirse íntegramente los poetas como Verlaine? Quizá no. Seguros estamos de que, a no haber recibido Canedo el encargo de un editor, no hubiese traducido por entero un poema que, sin su música nativa, repetimos, se nos hace harto abstracto. Mejor nos parece la versión libre, la imitación, de que gustaban tanto los poetas antiguos respecto de los clásicos. En todo caso, hagamos votos por que nuestros reparos a toda traducción puedan serlo siempre a cuenta del exceso de fidelidad. (Rivas Cherif 1922: 234)
También es rescatable un artículo de expresivo título, «La invasión literaria», publicado en España el 9 de octubre de 1920, en el que se preguntaba «¿Pero a qué las innumerables ediciones españolas de novelas, ensayos o poemas, que corresponden a una modalidad de la cultura de su país de origen, si no insignificante, inadecuada a la sensibilidad, el gusto, la comprensión –superflua cuando menos– de nuestros lectores?». Deploraba allí el hecho de que este ejercicio privara a reputados escritores españoles –como Díez–Canedo– de desarrollar su propio potencial creativo, lo que no deja de resultar paradójico en un hombre que, como él, practicó tanto la autoría propia como la traducción, aunque no tenía ambages en reconocer esta contradicción:
Leed los catálogos de las bibliotecas que de pocos años a esta parte se multiplican como el pan y los peces del milagro cristiano, y os asombrará el desmedido número de traducciones, rusas más que nada últimamente, que en ellos prepondera sobre la raquítica producción nacional. Se traduce lo bueno, lo malo, lo regular, lo antiguo, lo modernísimo, sin orden ni concierto, en un caos de bochornoso mal gusto. Os lo dice un impenitente traductor –a su pesar las más veces». (1920: 13)
Como ocurre en muchos otros casos que hemos visto –Cansinos Assens o Marquina–, aunque algunas de sus versiones vienen acompañadas de material paratextual, éste suele consistir en una contextualización del autor y la obra y carece de consideraciones de interés sobre la traducción en cuestión o sobre la traducción entendida de forma general. Con todo, tienen interés las notas a Vita nova de Dante (1925), en las que se ocupa, por ejemplo, de justificar el mantenimiento del título latino original o de aludir a la posible intraducibilidad de algún juego de palabras. En otra traducción de Dante, la del Convivio (1919), afirma que «Hemos procurado ajustarnos todo lo posible a la letra del texto, en la creencia de que así interpretaríamos mejor su espíritu que con ninguna adaptación» (Dante 1919: 8).
Ricardo Baeza se desempeñó profesionalmente como crítico literario, periodista, editor y empresario teatral, pero, principalmente es recordado por su labor como traductor. Baeza alternó la traducción de autores consagrados con la de otros poco conocidos todavía en España.26 En la trayectoria de Baeza destaca muy prominentemente su incansable empeño en sacar a sus compatriotas de un atraso cultural secular mediante la divulgación de la literatura y el pensamiento europeo (Creus 2018). De este afán divulgador, afianzado en una confianza en la capacidad de la traducción para funcionar como instrumento de difusión literaria, da buena muestra la actividad desplegada en sus años argentinos como coordinador de las colecciones «Grandes novelas de la literatura universal» o «Clásicos Jackson» para la editorial Jackson o la «Biblioteca Emecé de Obras Universales» para la editorial homónima.
A lo largo de los meses de octubre y noviembre de 1928 Baeza publicó cinco artículos –de una extensión media de 1500 palabras– en el diario El Sol, en los que disertó sobre la traducción. En el primero de ellos, «El espíritu de internacionalidad y las traducciones» (2 de octubre) llama la atención sobre el hecho de que en los últimos diez o doce años se ha traducido en España más que en los ochenta anteriores. En su opinión, si bien esta apertura hacia el exterior es positiva («una literatura, sea cual sea […] no puede sino ganar en el contacto y confrontación con las demás literaturas»), se ha traducido, sin embargo, de forma atolondrada, sin seguir un criterio claro de selección, atendiendo más a una actualidad muy coyuntural que a cualidades artísticas intrínsecas, lo que ha supuesto que el lector carezca todavía de traducciones de obras fundamentales. El mayor número de traducciones es a partir del francés, por ser muchos los traductores capaces de ocuparse de esta lengua, si bien la mayor parte de los lectores de estas obras podrían leerlas directamente en el original. En cualquier caso, la irrupción de nuevos aires viene a fomentar un cosmopolitismo que contrarresta el exceso de nacionalismo, creando así una mentalidad internacional. Según Baeza, «una obra extranjera no ejerce su plenitud de influencia en un país hasta que se halla incorporada a su idioma», pero es necesario que sea «debidamente traducida en su espíritu y en su letra, inseparables en una obra literaria y en fusión o unión como hipostática», convertida en «una especie de transustanciación». La afirmación principal de este ensayo, y de los siguientes, es que la traducción consiste en una labor exigente y creativa, pues da lugar a «una verdadera obra de arte; tan artística, desde el punto de vista de la forma, como la obra de creación, y participando de la naturaleza de ésta y de la obra de crítica», lo que viene a demostrar la fatal equivocación de aquellos que la consideran como una «tarea puramente mecánica y de labor suplementaria y desdeñable».
En su contribución «Traduttore: traditore» (9 de octubre) se refiere a una carta enviada por André Gide a la Nouvelle Revue Française, en la que se queja de que las traducciones se confíen por lo general a personas incompetentes, lo que achaca a la baja retribución económica ofrecida por las editoriales. Sin embargo, en opinión de Gide, «un buen traductor debe conocer perfectamente el idioma del autor que traduce, pero mejor todavía el suyo propio […], no solamente ser capaz de escribirlo correctamente, sino también conocer sus sutilezas, sus flexibilidades, sus recursos latentes; cosa que sólo un escritor profesional podrá hacer». Baeza, quien concuerda totalmente con Gide, se lamenta de los muchos dislates presentes en tantas traducciones, las supresiones y condensaciones injustificadas, el recurrir constante a traducciones intermedias. Es particularmente crítico con los editores, los cuales acuden, en el peor de los casos, a personas no suficientemente letradas y en el mejor de ellos a escritores, pero que carecen de afinidad alguna con el autor traducido. Con todo, también son culpables, en muchas ocasiones, los propios traductores, por participar de esa idea, ya antes referida, de que la traducción es una obra secundaria y un trabajo puramente mecánico. En opinión de Baeza, «lo que ha creado un artista sólo otro artista de la misma disciplina podrá trasladarlo a otro material equivalente. Y mientras más parejo en condición sea este artista es evidente que la trasposición será más perfecta».
En «El traductor como artista» (13 de octubre), Baeza hace referencia a épocas pasadas, como la renacentista, en que la traducción cumplió un papel fundamental en el desarrollo literario, gracias a la intervención de tantos escritores que también ejercieron de traductores. Igualmente fundamental fue su influencia positiva en la formación de las diferentes lenguas. Aunque en tiempos contemporáneos la traducción ya no ejerce aquel papel, su función sigue siendo esencial en la formación de los hombres de letras: así, por una parte, «el esfuerzo para adaptar un pensamiento ajeno a una nueva expresión, de trasfundir una forma en un material equivalente, pero distinto, es un ejercicio incomparable de flexibilidad, y no solamente nos revelará las sutilezas y recursos, la más recóndita entraña del idioma extranjero en cuestión, sino también, y ante todo, del propio»; por otra, se propicia «el conocimiento profundo y minucioso del autor traducido, tal como ninguna lectura, por atenta que fuese, sería bastante a darnos (con lo que viene la obra de traducción a quedar equiparada a la obra crítica)». Lo que es más, como actividad mental supone «un maravilloso ejercicio y adiestramiento de nuestras facultades intelectuales, la experiencia que supone la absorción del pensamiento ajeno y su elaboración por el organismo propio hasta convertirlo en un producto que a medias nos es personal y de cuyo resultado último somos en parte responsables». Baeza insiste en ideas expresadas anteriormente, al considerar que mediante la traducción se alcanza una «incorporación de la obra ajena a la propia sustancia, para luego prestarle carne propia», de tal modo que «toda traducción es una obra genuina de recreación, o, más exactamente aún […] de transustanciación».
En «Literalidad y literariedad» (26 de octubre) subraya la conveniencia de que la traducción «nos dé la impresión de haber sido escrita directamente en el idioma de la versión; tal, en suma, como la habría escrito el autor si en vez de escribir en su lengua original lo hubiese hecho en la del traductor», para lo que se hace necesaria una afinidad entre autor y traductor. Con el fin de lograr este objetivo, el traductor habrá de optar entre las «dos modalidades o escuelas traductivas» aludidas en el título del artículo. Baeza secunda las reflexiones de Gide, según el cual conviene que el traductor «tenga más en cuenta la belleza del resultado que la absoluta exactitud de la equivalencia verbal», si bien esto sólo es válido «cuando el traductor conoce perfectamente los recursos de su propia lengua y es capaz de penetrar en el espíritu y la sensibilidad del autor que tiene entre manos hasta identificarse con él». Con todo, a pesar de la conveniencia de la literariedad, también es necesario que el traductor disponga de «una dosis prudencial de literalidad, rebasada la cual conviértese la versión en paráfrasis y el traductor en colaborador, mixtura rara vez apetecible». En todo caso, la mayor inclinación hacia una u otra opción habrá de depender de las circunstancias personales del traductor, su conocimiento del oficio y sus cualidades como escritor, así como de las propias condiciones del autor. Baeza desgrana algunos de los peligros que acechan al traductor en el seguimiento respectivo de estos dos métodos, si bien advierte que «los disparates por literalidad, aunque más numerosos, suelen ser más leves que los originados por el exceso de literariedad».
En «La pérfida errata y el traductor sin imaginación» (15 de noviembre), tras explicar las causas de diversos errores de traducción con los que se ha topado, ofrece dos consejos a los traductores: el contar con «la suficiente magnanimidad para conceder a los autores que traducen una sensatez pareja a la que puedan suponerse a sí propios» y «que ningún traductor escriba nunca nada cuyo sentido elemental no entienda, prefiriendo antes suprimir la dificultad (si es que no se ha logrado resolverla) que imprimir el disparate o el acertijo […], pues siempre será pecado más venial el de omisión». El grueso del artículo está centrado en la discusión de un hecho un tanto anecdótico, como es la mala traducción que en castellano se ha hecho de la epístola “De profundis”, de Wilde, por haber seguido una versión francesa en la que se daba una errata de imprenta. Baeza cierra este artículo, y con él la serie dedicada a la traducción, volviendo a desestimar la concepción de la traducción como un «trabajo puramente mecánico, impersonal y secundario» y defendiendo que, más bien, «es obra de amor y de entusiasmo, en la que tienen que colaborar íntimamente el sentido crítico y el instinto creador, obra de singular importancia en el panorama literario y que requiere un variado repertorio de aptitudes y aplicaciones».
Las anteriormente tratadas no son las únicas contribuciones de Baeza sobre traducción, pero sí las que tienen un carácter más reflexivo o teórico. Parecen, además, haber sido concebidas conjuntamente. En otros artículos lo que encontramos son recensiones críticas de traducciones, no precisamente favorables. Así, el publicado en El Sol del 21 de agosto de 1925, «In carcere et vinculis», se refiere a la traducción de Wilde que Margarita Nelken había publicado recientemente con el título de La tragedia de mi vida, y en la que Baeza encuentra numerosas faltas, en parte por haber seguido la versión alemana en lugar del original inglés. Como quiera que Nelken había contestado a su crítica, Baeza le responde en otro artículo, titulado «A propósito de una traducción» (del 9 de setiembre de 1925), en el que se reafirma en sus críticas. Allí apunta, de todos modos, que está de acuerdo con ella en que «una traducción no debe ser ‘textual’ o, mejor dicho, literal, sino literaria; esto es, tan fiel al espíritu como al estilo, cualidad esencial en todo escritor y máxime en todos aquellos que hemos dado en designar con el nombre ‘estilistas’». Más severo todavía resulta en un artículo del 18 de enero de 1926, en el que se ocupa de la versión que Cansinos Assens había hecho de la obra de Alfred Douglas, Oscar Wilde y yo, y en el que demuestra fehacientemente que ha seguido la versión francesa en lugar del original inglés, desdiciendo así la manifestación hecha por el propio traductor en la portada del libro. Es particularmente destacable en ambos casos la proliferación de ejemplos para apoyar sus afirmaciones y no deja de resultar llamativo hoy en día que un diario de información general incluya en sus páginas contribuciones de tan larga extensión sobre crítica de traducciones.
El periodista y crítico literario Luis Astrana Marín, es hoy día recordado por haber emprendido por primera vez la titánica tarea de verter la obra completa de Shakespeare en castellano. Así, tras su traducción de Hamlet (Madrid, Espasa–Calpe, 1920) fue ocupándose del resto de su producción hasta presentar las Obras completas (Madrid, Aguilar, 1929). En el prólogo a esta edición incluyó un «Estudio preliminar», en el que sugiere que «un clásico griego o latino es con frecuencia mucho más fácil que un alemán o inglés» y que «[le] ha sido más difícil verter a Shakespeare que a Anacreonte», en buena medida por la riqueza de su léxico. Astrana Marín es firme partidario de traducir el verso en prosa. Según afirma, «la razón obedece a que unas veces la métrica y otras la rima impiden permanecer fieles al autor». En el caso específico de Shakespeare, pero en general en la lengua inglesa, resulta problemático el hecho de que las palabras en español cuentan con mayor número de sílabas. Es por ello que ha optado limitar la versión en verso a canciones y pasajes particularmente dotados de un hálito poético, como la escena de las brujas en el cuarto acto de Macbeth. Con el fin de aligerar la tensión entre libertad y literalidad, aboga por «un método ecléctico». Así, ha procurado dotar a sus versiones de un tono clásico, propio de los grandes autores castellanos de los Siglos de Oro, pero sin forzar o sacar de quicio la lengua y haciendo uso de los recursos estilísticos propios del castellano actual: «En estos odres viejos echemos vino nuevo, pero echemos vino bueno», afima, con el fin de que el resultado final produzca «modelos de prosa castellana», intentando producir una versión que sea literal, pero a la vez literaria.
Astrana Marín había ya disertado previamente sobre el mejor modo de traducir la poesía. Así, en «Las versiones en verso», artículo incluido en El Imparcial del 23 de octubre de 1927 con motivo de la publicación de Grandes poemas universales (1927), antología traducida y prologada por Anselmo Gómez, afirma que «Traducir bien a un poeta en prosa es trabajo de ciencia idiomática, a pesar de que el literato y el artista requieran el mejor consorcio. Traducir bien a un poeta en verso es imposible […] sin ser, además un poeta!». Y continúa diciendo que «por lo mismo que resulta sumamente difícil hallar un poeta a la vez gran literato y filólogo, es casi imposible descubrir una buena versión en verso». Según Astrana Marín, si algo es siempre intraducible, ello es el ritmo, por lo que dice preferir «las versiones en prosa que conserven el movimiento del original y empleen el mismo color, las mismas palabras, iguales adjetivos, la metáfora pura trasladada sin violencia» y todo ello sin olvidar que «alrededor de la rima flota un secreto hálito, dificilísimo y aun diré imposible de reproducir».
Tienen interés, por otra parte, las severas críticas vertidas por Astrana Marín sobre las versiones que de Shakespeare había realizado el dramaturgo Gregorio Martínez Sierra, y que fue publicando en abril, mayo y junio de 1919, a lo largo de seis entregas del suplemento literario Los lunes del Imparcial con el título de «Martínez Sierra, traductor de Shakespeare».27 Al año siguiente arremetió de nuevo contra él en la obra Las profanaciones literarias. El libro de los plagios: Rodríguez Marín, Cejador, Casares, Villaespesa, Martínez Sierra y otros (1920).
La actividad traductora del poeta Gerardo Diego se articula en torno a dos ejes: por una parte, la que se fija en la poesía vanguardista, muy principalmente, en la obra creacionista escrita en francés por Juan Larrea, y por otra, más tradicional, la que se ocupa de destacados poetas de la primera mitad del siglo XX.28 En época ya tardía de su vida diría:
No presumo de conocer bien ningún idioma, ni siquiera el castellano. Sin embargo, me he atrevido a lo largo de mi vida a intentar versiones poéticas de hasta siete lenguas, ayudándome en los casos en que mi conocimiento era imperfecto, de otras versiones preexistentes a lenguas mejor conocidas por mí, y asegurándome con consultas de mi trabajo a personas que dominasen esas lenguas y que a la vez tuviesen sensibilidad de poetas. (1970: 223)
Aunque Gerardo Diego presentó interesantes reflexiones sobre la traducción en diversos artículos, generalmente lo hizo en época tardía, por lo que no los trataremos aquí, ya que superan con creces los límites cronológicos de la Edad de Plata.29 Tántalo (versiones poéticas) (1919–1959)» (1970) o «Traducir, traducir» (1971).] Con todo, es rescatable el artículo «Retórica y poética», publicado en Revista de Occidente en 1924, en el que afirma:
Esa poesía es absolutamente intraducible. Se forja en el idioma, en las calidades materiales del idioma, para de allí irradiar a las sugestiones y significaciones. Confunde el instrumento con el fin. Pero el idioma, cada idioma, lo único que puede hacer es limitar el número de posibles creaciones. En español serán posibles determinadas de ellas, para las cuales el idioma no será obstáculo, como lo es desde luego para otras, sino ayuda y afinación, revistiendo la poesía esencial con los primores y matices de una verbalizad superficial. En francés serán igualmente posibles tras distintas –rara vez coincidirán– combinaciones creativas. Pero al traducirse los poemas perderán de su valor todo lo adjetivo, de ningún modo desdeñable, conservando su intrínseca cualidad. Así una sinfonía de Mozart, en cualquier combinación instrumental, muestra su lúcida arquitectura, el lado abstracto y numérico de su música, el que sostiene los otros halagos bien medidos de materia, de timbre, de idioma orquestal. (2007: 178–179)
El pensamiento sobre la traducción en otras lenguas
En el ámbito del pensamiento catalán sobre la traducción resulta de gran utilidad –es obvio decirlo– la espléndida antología editada por Montserrat. Bacardí, Joan Fontcuberta y Francesc Parcerisas, Cent anys de traducció al català (1891–1990). Antologia (1998), la cual incluye, dentro del período que a nosotros nos concierne, textos de Artur Masriera (1898), Joan Maragall (1904), Ildefonso Rullán (1905), Manuel de Montoliu (1908), Josep Carner (1908), Cebrià Montoliu (1908), Josep Pin i Soler (1910), Eugeni d’Ors (1911), Josep Franquesa i Gomis (1912), Carles Riba (1918), J. Farran i Mayoral (1920), Isidre Vilaró (1922), Ll. Carreras y J. M. Llovera (1927), Marià Manent (1928), Carles Soldevila (1928) o Cèsar August Jordana (1938). También son de interés las reflexiones de Carles Riba recopiladas por Jordi Malé (2006), las de Marià Manent por Jordi Marrugat (2009) o las de Josep Carner por Marcel Ortín (2017).
En cuanto a la situación gallega, también contamos con una excelente antología, Babel entre nós Escolma de textos sobre a traducción en Galicia, preparada por Xosé Manuel Dasilva (2003) y que recoge, para el período que nos ocupa, textos de Vicente Risco (1918, 1919, 1920, 1933, 1934), Castelao (1920, 1922, 1930), Manuel Antonio (1922), Manuel Portela Valladares (1923), Xosé Filgueira Valverde (1925), Evaristo Correa–Calderón (1926, 1929), Rafael Dieste (1926), Felipe Fernández Armesto (1926), Plácido R. Castro (1927, 1935), Antón Villar Ponte (1930, 1935), Avelino Gómez Ledo (1030), Anton Lousada Diéguez (1930), Ricardo Carballo Calero (1934), además de diversos anónimos. Se trata de textos por lo general breves, consistentes en cartas, reseñas o paratextos a traducciones, en los que se reflexiona con frecuencia sobre la cuestión del gallego como lengua de cultura.
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