Griega clásica, Literatura
La traducción de textos de literatura griega al castellano se ha producido de manera esporádica, intermitente y asistemática hasta bien entrado el siglo XX, cuando los estudios de Filología Clásica enraizaron en la Universidad española y llegaron a una madurez debida al hecho de haber roto con toda tradición local, por la renuncia a todo nacionalismo científico y por haber sabido encuadrarse en las trayectorias científicas de nuestro tiempo. A partir de ese momento surgieron colecciones sistemáticas de autores traducidos directamente por especialistas. La historia de la traducción de textos griegos a las lenguas peninsulares es en gran medida la historia del helenismo en España.
En comparación con otros países europeos, donde la traducción de obras griegas se produjo de manera constante y abundante ya desde el Renacimiento, la producción española es más que parca y arrastra un enorme retraso, cuyos orígenes están precisamente en la confluencia de diversos condicionantes históricos, sociales, políticos, religiosos y culturales en los siglos XV y XVI. Mientras fuera de nuestras fronteras se iba editando y reeditando la literatura griega y latina por entero, en España el griego y el latín se encontraban en un segundo plano, relegados a meras materias ancilares. Se detecta desde el Renacimiento una falta de interés por la literatura clásica (y en especial la griega), en favor de disciplinas más candentes como la teología y el derecho debido a la coyuntura histórica, a las continuas guerras, a la colonización de América, etc. Un factor no menos importante y decisorio fue la lucha contra el protestantismo, cargada de prejuicios, que produjo desde el principio una atmósfera intelectual enrarecida y también una gran prevención contra los helenistas. El dicho de Diego de Bobadilla es lapidario: «qui graecizabant, lutheranizabant». Curiosamente, estos prejuicios patrios contra los helenistas tienen su origen en la rivalidad entre los teólogos de la Sorbona y los humanistas del Colegio Real. La lucha por la ortodoxia tuvo también efectos letales sobre la vida universitaria y sobre el comercio de libros, que por efecto de la censura se vio muy afectado, y en especial aquellos ejemplares referentes al griego. Finalmente, la inexistencia de aristocracias mercantiles con recursos suficientes para emprender negocios editoriales (al estilo de las de Aldo Manucio en Venecia; Amerbach y Froben en Basilea; Moberger en Nürenberg; Thierry Martens en Lovaina; Petit, Bade Ascensius y los Estienne en París), la falta de mecenas (salvo algunas figuras excepcionales), la errática política bibliotecaria, la escasez de libros en nuestras bibliotecas, la pobrísima producción editorial de las imprentas y la mala calidad de materiales y ediciones frenaron bruscamente la incipiente expansión de los estudios griegos y latinos en España.
Tras el esplendor de la Edad Media y la Escuela de traductores de Toledo, época en la que se forjó el idioma y se establecieron las bases traductológicas que marcarían hondamente la producción posterior, se produjo en la Península un gran vacío traductor. Con el siglo XIV comienza por tanto una nueva etapa, caracterizada por el completo abandono de las fuentes árabes y el inicio de las versiones a partir de originales latinos y, en muchísima menor medida, griegos, así como de otras lenguas romances. Un pensamiento recurrente en esta época es la de la inferioridad del romance (castellano, aragonés o catalán) frente al latín (o el griego): Juan de Mena en la dedicatoria a Juan II en La Yliada de Homero en romance (ca. 1438) habla del «rudo y desierto romance» que apenas es capaz de recibir «los heroicos cantares del vaticinante poeta Homero». La actividad traductora siguió incidiendo en los mismos autores que importaban en la Edad Media, sin interés aparente por los nuevos textos que se iban descubriendo. A diferencia de los italianos, los españoles mantuvieron los hábitos de trabajo medievales y no mostraron curiosidad por el estado del texto sobre el que trabajaban ni interés por buscar códices para conseguir un texto «original». El procedimiento habitual para traducir obras griegas era realizar la versión a partir de versiones latinas preexistentes y ayudarse de traducciones francesas e italianas. En ese momento, el castellano, el aragonés y el catalán se encontraban en pie de igualdad, aunque con el tiempo el castellano acabó siendo la lengua predominante en las traducciones. La primera traducción romance indirecta que se tiene de un texto griego es al aragonés, debida a los traductores al servicio de Juan Fernández de Heredia, gran maestre de la Orden del Hospital: Demetrio Calodiqui traducía del griego clásico al griego medieval y luego un segundo traductor, un dominico (¿italiano?) Nicolás, obispo de Adrianópolis, vertía ese texto al aragonés. Así se tradujeron hacia 1379–1384 treinta y siete discursos de la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides, los cuatro últimos libros (con el nombre de Crónica de Emperadores) del Epitome historiarum de Juan Zonaras, y treinta y nueve de las cincuenta Vidas de hombres ilustres de Plutarco (ca. 1380).
En el siglo XV aparecieron nuevas obras en el horizonte literario, y también las primeras reflexiones traductológicas materializadas en el debate entre Leonardo Bruni y Alonso de Cartagena sobre cómo debía traducirse a Aristóteles. Pese a todo, el modo de trabajo era y seguiría siendo medieval y se continuaba con la tónica de traducir a partir de versiones latinas, como el Fedón de Platón, que Pero Díaz de Toledo redactó en 1445 a partir de la versión de Bruni, o la Ética de Aristóteles vertida por Carlos, príncipe de Viana, antes de 1462 (aunque impresa en Zaragoza en 1509), también a partir de un texto de Bruni, que sirvió igualmente para la versión del Bachiller de la Torre (Zaragoza, 1488). En el siglo XVI se mantuvo tan inveterado hábito: Alonso Fernández de Palencia tradujo a Plutarco (Sevilla, 1491) a partir de las versiones de Lapo, Guarino, Bruni, Bárbaro, Fidelio y otros. Esta traducción fue la única completa que estuvo disponible en castellano hasta el siglo XIX. Diego Gracián de Alderete tradujo palmariamente del mismo modo a Isócrates, Jenofonte, Plutarco y Tucídides, pese a que él mismo recalque haber traducido de los originales griegos. Entre los humanistas españoles de esta época se constata la preferencia por utilizar el latín en detrimento de la lengua coloquial y, así, numerosas obras griegas se vierten al latín cuando precisamente el castellano ya había alcanzado cierta madurez. Se tradujeron especialmente obras de tema filosófico, histórico, medicinal y religioso, mientras que la literatura de ficción y entretenimiento apenas si aparece (la Odisea, Heliodoro y unos pocos diálogos de Luciano son las excepciones). Los textos filosóficos y morales se centran en Aristóteles (Platón era de sobra conocido, pero simplemente no se traducía), Epicteto, Esopo, Luciano y Plutarco, mientras que los científicos se centraban en Aristóteles, Dioscórides, Euclides, Hipócrates y Galeno; en cuanto a obra de temática sagrada, fueron los Padres de la Iglesia griegos quienes recibieron atención (Basilio Magno, Gregorio Nacianceno, Diádoco, Sofronio, etc.).
Algunos traductores dignos de mención son: Juan Ginés de Sepúlveda, que tradujo los Parvi Naturales (Bolonia, 1522), De ortu et interitu y De mundo (Bolonia, 1523), la Meteorología (París, 1532) y la Ética (perdida) de Aristóteles; Juan Luis Vives, la Areopagítica y el Nicocles de Isócrates (Brujas, 1526); Juan de Vergara preparó resúmenes latinos (ca. 1516) de la Física, la Metafísica y De Anima de Aristóteles para la edición crítica que preparaba Cisneros; Diego Hurtado de Mendoza tradujo la Mechanica de Aristóteles (ca. 1545); Andrés Laguna, la Physiognomia (París, 1535), el De mundo (Alcalá, 1538) y el De plantis (Colonia, 1543) de Aristóteles, así como los diálogos de Luciano Tragopodagra y Ocypus (Alcalá, 1538), la Historia Philosophica de Galeno (Colonia, 1543), y con numerosas anotaciones propias De materia medica (Amberes, 1555; Salamanca 1563); Pedro Jaime Esteve, las Epidemias de Hipócrates (Valencia, 1551) y las Theriaca de Nicandro de Colofón (Valencia, 1552); Francisco Vallés, el Ars medicinalis de Galeno (Alcalá, 1567); Fernando de Mena, el De pulsibus y el De urinis de Galeno (Alcalá, 1553); Francisco de Escobar, las Exercitationes de Aftonio y una Retórica de Aristóteles; Pedro Juan Núñez las Causae naturales conversae de Plutarco (1574), etc.
Esta producción es desmesurada si se compara con las once obras vertidas al castellano durante el siglo XVI, tan sólo dos hasta 1550: la Tabla de Cebes del doctor Población (París, 1532), que es la primera obra griega publicada al castellano en versión directa; las lecciones de filosofía moral contenidas en ella fueron muy apreciadas por los humanistas, por lo que durante los siglos XVI y XVII fue, junto con el Enchiridion de Epicteto, uno de los libros manuscritos o impresos más estimados por los moralistas cristianos, gozando de amplia difusión hasta el XVIII. El otro libro es el Examen de la composición Theriaca de Andromaco por el licenciado Liaño (Burgos, 1546). Hasta 1575 aparecieron otras cinco traducciones directas más (a las que no se deberían sumar las sospechosas de Diego Gracián): Francisco de Enzinas publicó los Diálogos de Luciano (Lyon, 1550) y algunas vidas de Plutarco (Estrasburgo, 1551); Gonzalo Pérez, los primeros trece cantos de la Odisea (Salamanca y Amberes, 1550); y Andrés Laguna, el Dioscórides (Amberes, 1555). Y en el último cuarto del siglo XVI aparecieron seis más: Pedro Simón Abril publicó las Fábulas de Esopo (Zaragoza, 1575), la Medea de Eurípides (Barcelona, 1583), la República (Zaragoza, 1584) y la Lógica (Zaragoza, 1586) de Aristóteles y la Tabla de Cebes (Zaragoza, 1586), además de un Pluto (perdido) de Aristófanes; y Pedro Ambrosio Onderiz, La perspectiva y especularia de Euclides (Madrid, 1585).
En todo el siglo XVII tan sólo hubo diez traducciones directas, empezando por el Enchiridión de Epicteto vertido por Francisco Sánchez de las Brozas (Salamanca, 1600) y los Proverbios griegos por un traductor anónimo (Amberes, 1612); más tarde aparecieron un librillo Luciano vertido por Sancho Bravo de Lagunas (Lisboa, 1626); la Olímpica I de Píndaro por Bartolomé Leonardo de Argensola (1628); el Enchiridión y la Tabla juntos por Gonzalo Correas (Salamanca, 1630); la Electra de Sófocles por Francisco Cascales; el Epicteto y el seudo Focílides juntos por Francisco de Quevedo (Madrid, 1635); los Elementos geométricos de Euclides por Luis Carduchi (Alcalá, 1637); y ya en el último tercio de la centuria El emperador Cómmodo de Herodiano por Juan de Zabaleta (Madrid, 1666), la Vida de Numa Pompilio de Plutarco por Antonio Costa (Zaragoza, 1667) y los Aforismos de Hipócrates por Alonso Manuel Sedeño de Mesa (Madrid, 1699). No se debe acabar el recuento sin nombrar a Vicente Mariner, que tradujo numerosos textos de la literatura griega al latín y al castellano, aunque pocas de sus obras vieron la luz: al castellano vertió la Lógica (1626), la Retórica (1630), la Historia de los animales (1630) y casi toda la obra de Aristóteles y a Arriano (1633); al latín, según parece, los poemas homéricos hexámetro por hexámetro, junto con los escolios de Dídimo, Tzetzes y Eustacio, a Hesíodo, los escolios a Píndaro, Sófocles y Eurípides, la Casandra de Licofrón; las Argonáuticas de Apolonio Rodio, varios libros de Hipócrates, a Porfirio, etc.
La descorazonadora situación de los siglos anteriores cambia sustancialmente ya bien entrado el siglo XVIII con la llegada de Carlos III al trono. La sublimación que los ilustrados hicieron del pasado inmediato procuró para la posteridad una injusta imagen nada positiva de sí mismos y otra muy idílica de los humanistas anteriores, bastante alejada del panorama real. En esta nueva época de reformas y renovación, destaca la figura de Pedro Rodríguez Campomanes, quien desempeñó un papel esencial en el afianzamiento de los estudios helénicos en España, al animar a que el griego encontrara sitio entre las materias de estudio de las órdenes religiosas, al fomentar la publicación de obras griegas desde su cargo de censor y al impulsar la aparición de gramáticas. Félix Fernando de Sotomayor tradujo (ca. 1725–1748) probablemente una Iliada en octavas castellanas, no impresa; Andrés Piquer, algunos tratados de Hipócrates (M., J. Ibarra, 1757–1761); el propio Campomanes, el Periplo de Hannón (M., A. Pérez de Soto, 1756); Juan Meléndez Valdés (ca. 1775), partes de la Iliada, a Epicteto y a Teócrito (ca. 1777); Cándido M.ª Trigueros, a Teócrito, obras sueltas como la Ifigenia en Aulis o la Electra (o perdidas como Orestes, Fedra, Alcestis, Edipo rey), las Diégesis de Conón, aunque no las publicó; Casimiro Flórez Canseco, el Sueño de Luciano (Madrid, 1778), la Poética de Aristóteles (revisión de la de Alonso Ordóñez das Seijas y Tovar, de 1626; también revisó el Jenofonte de Diego Gracián); Jacinto Díaz de Miranda, a Marco Aurelio (M., A. Sancha, 1785); Bartolomé Pou, a Heródoto (1785; publicado en M., 1846); Ambrosio Ruiz Bamba, dos tratados de Jenofonte (M., B. Cano, 1786) y las Historias de Polibio (M., Imprenta Real, 1789); Ignacio López de Ayala, los Caracteres de Teofrasto (M., Escribano, 1787); Manuel Rodríguez Aponte, la Iliada y la Odisea de Homero (antes de 1788, perdidas); Ignacio García Malo, la Iliada en endecasílabos (M., P. Aznar, 1788); Antonio Ranz Romanillos, a Isócrates (M., Imprenta Real, 1789); Pedro Estala, Edipo tirano de Sófocles (Sancha, 1793) y Pluto de Aristófanes (Sancha, 1794); José y Bernabé Canga Argüelles, a Anacreonte (M., Sancha, 1795) y a otros líricos griegos (Sancha, 1797); José Antonio Conde, a Anacreonte, Teócrito, Bión, Mosco y Tirteo (B. Cano, 1796), a Safo, Meleagro y Museo (B. Cano, 1797), y además a Calímaco y a Hesíodo (inéditos); Francisco Patricio de Berguizas, a Píndaro (Imprenta Real, 1798) y a Demóstenes (perdida); José de Goya y Muniain, la Poética de Aristóteles (B. Cano, 1798); José Ortiz de la Peña, el Enchiridion de Epicteto en 1798 (publicado en Valencia, Monfort, 1816). Las traducciones al latín siguieron produciéndose como en siglos anteriores, aunque se destinaban fundamentalmente a los programas educativos de los seminarios y los autores solían ser clérigos como el deán Manuel Martí, fray Juan de Cuenca, Juan Andrés Navarrete, José Petisco, José Juvencio, Felipe Scío de San Miguel, el mexicano Francisco Javier Alegre, o con pretensiones de serlo como Antonio Martínez de Quesada.
El paso al siglo XIX no trajo novedades en el modo de trabajo ilustrado ni para las inquietudes estéticas del humanismo. En las universidades el griego era el gran ausente, y fuera de ellas ni existía. El único reducto que quedaba del breve florecimiento anterior eran los Reales Estudios de San Isidro, donde Estala, Flórez Canseco y Hermosilla impartían enseñanzas, mientras que en Barcelona, desde mediados de siglo, destacó en la universidad la figura de Antonio Bergnes de las Casas. Desde la perspectiva del humanismo, el siglo XVIII pervivió hasta el comienzo de la guerra de la Independencia, cuando el romanticismo empezó a abrirse paso entre el neoclasicismo imperante. Frente al yermo panorama español, en las universidades de Alemania, Francia, Inglaterra e Italia surgieron estudios de Filología Clásica moderna y con una fuerte cimentación científica. El retraso español universitario comenzó realmente en esta época y su origen no debe ser sólo achacado a la tensa situación política y social, sino también a diversos factores como la cortedad de miras de los políticos, la estética imperante en la famélica burguesía o la inexistencia de mecenas interesados por el humanismo.
Esta deplorable situación se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX. Los autores traducidos seguían siendo pocos y no se amplió mucho el elenco; sin embargo, parece que Homero y Píndaro cobraron un inusitado interés a tenor del número de traducciones que aparecieron. José Tomás y García vertió la República de Platón (M., J. Collado, 1805); Pedro Montengón, a Sófocles en verso castellano (Nápoles, 1820); en 1820 apareció en Madrid una traducción anónima del discurso Sobre la corona de Demóstenes; A. Ranz Romanillos dio una versión íntegra de las Vidas paralelas de Plutarco (M., Imprenta Nacional, 1821–1830); José Gómez Hermosilla, la Iliada (Imprenta Real,1831); José del Castillo y Ayensa, Anacreonte, Safo y Tirteo (Imprenta Real,1832); Mariano Esparza, la Odisea (¿directa?, México, 1837); Manuel de Cabanyes, el Fragmento de la epístola a Eutropio de san Juan Crisóstomo (en la revista La Religión de 1840; y luego entre sus Producciones escogidas, B., J. Verdaguer, 1858); Serafín Chavier, a Homero (ya en 1833, aunque no consta su publicación). La misma suerte pudieron correr la Iliada (Madrid, 1844, ¿inédita?) de Pedro A. Crowley, y la Iliada y la Odisea (ante 1868, ¿inéditas?) de Francisco Estrada. Saturnino Lozano tradujo los discursos de Demóstenes y Sobre la corona de Esquines (¿ca 1850?, perdidos); Francisco Pelayo Briz vertió una Olímpica de Píndaro al catalán (B., Lo Gay Saber, 1869); Narciso del Campillo, los primeros cantos de la Iliada (1870–1871; inédita); Federico Baráibar, a Aristófanes (Comedias escogidas; Vitoria, Manteli, 1874); Ignacio Montes de Oca, con el seudónimo de Ipandro Acaico, los Poetas bucólicos griegos (México, 1877) y las Odas de Píndaro (México, 1882; M., 1883); Fernando S. Brieva, a Esquilo (Las siete tragedias griegas; M., Luis Navarro, 1880); Ángel Lasso de la Vega, la Antología griega: colección de antiguos poetas griegos (M., Dirección y Administración, 1884), con autores como Píndaro, Tirteo, Safo, Bión, Mosco y Anacreonte; F. Baráibar, la Odisea (M., L. Navarro, 1886); Albino Mencarini, las Odas de Píndaro (B., La Renaixença, 1888); Enrique Soms, las Helénicas (M., Viuda de Hernando, 1888) y un volumen de Autores griegos (M., Ricardo Fé, 1889).
A finales de siglo empezaron a surgir traductores al catalán como Eduard Vidal Valenciano, que dio una anacreóntica en heptasílabos (B., Lo Gay Saber, 1868); Josep Roca y Roca, el Cíclope de Eurípides (Lo Gay Saber, 1868); Josep M. Pellicer, algunas composiciones de Bión, Teócrito y Museo; F. P. Briz, la Olímpica IV de Píndaro (Lo Gay Saber, 1868) y más adelante Les siracusanes de Teócrito (B., La Renaixença, 1874); Magí Verdaguer, dos cantos de la Iliada (1874, ms. inédito); Frederic Renyé, algunos poemas de Anacreonte (La Renaixença, 1876 y 1878); Antoni Rubió i Lluc, seis anacreónticas (La Renaixença 1877); Artur Masriera, el Prometeu encadenat y Els perses de Esquilo (B., L’Avenç, 1898).
En el paso del siglo XIX al XX se produjo una modernización cultural sin precedentes y hubo un empeño por poner los fundamentos de una tradición humanística sólida. Los frutos no se cosecharon hasta los años 30. En ese momento, los intelectuales españoles eran buenos conocedores de la Antigüedad clásica. Antonio Tovar dio un especial impulso renovador a los estudios griegos en España, a partir del cual surgieron en Salamanca, pero también en Madrid y en Barcelona, un buen número de helenistas de primer orden: Manuel Fernández–Galiano y, más adelante, Francisco Rodríguez Adrados, Martín S. Ruipérez, Luis Gil, José Sánchez Lasso, José Alsina, etc. Hasta 1939, las traducciones siguieron apareciendo con un cierto desorden, aunque ya había colecciones embrionarias, pero fue a partir de ese momento cuando empezaron a concretarse en verdaderas colecciones sistemáticas, surgidas al amparo de casas editoriales, de instituciones académicas y políticas o por mecenazgo. Las colecciones se fueron afianzando con el tiempo, y en los últimos decenios del siglo la práctica totalidad de las traducciones se hacía por encargo de editoriales e instituciones. Una de las primeras colecciones, surgidas a finales del XIX, fue la «Biblioteca Clásica» de la editorial Hernando: difundió numerosas traducciones con altibajos y de calidad dispar, aunque sus fondos se perdieron casi por completo en el transcurso de la Guerra Civil.
Entre 1910 y 1917 apareció en Barcelona la «Biblioteca de Autores Griegos y Latinos», dirigida por Luis Segalá y Cosme Parpal, como suplemento de «La Academia Calasancia». En ella aparecían las versiones modernas y antiguas (a veces en distintas lenguas peninsulares) junto al texto griego y demostraba un interés por la divulgación académica característico de esta época. Las nuevas traducciones –presentadas sin año– son las correspondientes a Erina (por José Banqué y Antonio González Garbín); el Teseo de Baquílides (por Pere Bosch Gimpera en prosa, Joaquín Montaner en verso, Vicenç Solé en verso catalán, José Gigirey en verso gallego y Josu Azkuetar en prosa vasca); el Amor fugitivo de Mosco (en castellano y en catalán por Josep Franquesa, en gallego por Juan Barcia y en euskera por Polentzi Olaziregitar); la Apología de Sócrates de Jenofonte en castellano por González Garbín; la Olímpica I de Píndaro (por Francisco Barjau en prosa castellana y por Joan Maragall en verso catalán); la Electra de Sófocles (por José Alemany en castellano y J. Franquesa en verso catalán); una hilada de versos de los Fenómenos de Arato (J. Banqué en prosa castellana; Domingo Corominas en verso catalán; Juan Barcia en verso gallego, y Juan Lertxundi en verso vasco). Fruto de la iniciativa privada de Francesc Cambó, se creó en 1922 la colección de la Fundació Bernat Metge, como serie de clásicos griegos y latinos bilingües en catalán; en la actualidad cuenta con 360 volúmenes. En Madrid se produjeron algunos conatos frustrados y sin miras amplias, como el intento de José Manuel Pabón e Ignacio Errandonea con la Editorial Voluntad.
Los años 50 fueron esperanzadores. Los responsables de la editorial Hernando, que venían publicando de modo lento y desigual algunas reediciones y unas pocas traducciones, encargaron la dirección de la «Nueva Biblioteca Clásica» a José Vallejo, que dio un buen impulso a la difusión de esta literatura, gracias al cual vieron la luz algunas traducciones memorables. También aparecieron nuevas colecciones de textos bilingües a cargo de buenos especialistas. En Barcelona por obra de Mariano Bassols surgió la «Colección Hispánica de Autores Griegos y Latinos» (conocida como «Alma Mater»), que el CSIC adquirió a instancias de M. Fernández–Galiano. En Madrid se creó la colección del Instituto de Estudios Políticos. La mayoría de las traducciones aparecidas en estas colecciones se elaboraron con el máximo rigor científico.
La tendencia iniciada se refrenda con la aparición en 1977 de la «Biblioteca Clásica Gredos», que es el proyecto más ambicioso y sistemático acometido en España hasta la fecha; y, finalmente con las colecciones específicas dentro de proyectos editoriales más grandes como son las respectivas secciones en la editorial Akal, bajo las directrices de García Teijeiro, o la colección «Clásicos de Grecia y Roma» bajo la supervisión de Antonio Guzmán Guerra en Alianza. Por último, se debe mencionar la creación de Ediciones Clásicas (Madrid) por Alfonso Martínez Díez. Además de estos proyectos de carácter empresarial y privado, han aparecido bastantes publicaciones, dispares por su número y calidad, promovidas por diversas instituciones. La cita de todas las obras que han visto la luz en la última centuria sería interminable y para ello se deberían consultar las Bibliografías de los Estudios Clásicos en España (referidas a las publicaciones a partir del año 1939 hasta el 1986) y otras actualizaciones bibliográficas posteriores.
Algunas traducciones, con todo, son dignas de mención. De la Iliada hay diversas versiones: Luis Segalá (B., Montaner y Simón, 1908, 1927), J. M. Pabón parcial (B., Labor, 1947), Alfonso Reyes parcial en alejandrinos rimados (México, FCE, 1951), Gaizka Barandiaran al euskera (Vitoria–Gasteiz, 1956), Daniel Ruiz Bueno en prosa rítmica más endecasílabos y alejandrinos (M., Hernando,1956), Vicente López Soto (B., Sopena, 1969), Antonio López Eire en verso (M., Cátedra, 1989), Emilio Crespo hizo probablemente la mejor versión al castellano (M., Gredos, 1991), José García Blanco y Luis M. Macía en prosa rítmica (M., CSIC, 1991–1998), Rubén Bonifaz Nuño (México, UNAM, 1996–1997), Óscar Martínez García (M., Alianza, 2009). Por su parte, de la Odisea hay también diversas versiones: L. Segalá (Montaner y Simón, 1910), J. M. Pabón parcial rítmica (Labor, 1947), Vicente López Soto (B., Sopena, 1976), José Luis Calvo (M., Editora Nacional, 1976), Santiago Onaindia al euskera (Bilbao, Euskeratzaintza, 1985), García Gual (M., Alianza, 2007). Hesíodo ha sido vertido por Segalá (Teogonía; B., U. de Barcelona, 1908–1909), Miguel Jiménez Aquino (Trabajos y días; M., Tipografía Tordesillas, 1919), Rafael Ramírez Torres (México, Jus, 1963), Antonio González Laso (Trabajos y días; M., Aguilar, 1964); A. Pérez Jiménez (Teogonía. Trabajos y días; B., Bruguera, 1975), A. Pérez Jiménez y Alfonso Martínez Díez (Obras y fragmentos; M., Gredos, 1978).
La lírica griega ha sido vertida con desigual fortuna: Manuel Balasch dio una antología en catalán, Lírica grega arcaica (Igualada, Centre d’Estudis Comarcals d’Igualada, 1963), Joan Ferraté hizo otra antología, en castellano (Líricos griegos arcaicos; B., Seix Barral, 1967) y F. Rodríguez Adrados, una versión muy completa (Lírica griega arcaica; M., Gredos, 1980); además hay versiones parciales de Píndaro: I. Montes de Oca (Odas, México, 1882; y M., L. Navarro, 1883), Agustín Esclasans (Epinicios; B., Joaquín Gil, 1946), Joan Triadú, en catalán, Olímpiques (B., Salvadó i Cots, 1953) y Odes (B., F. Bernat Metge, 1957–1994); Rafael Ramírez Torres (Obras completas, México, Jus, 1972), Francisco de P. Samaranch (Olímpicas, M., Aguilar, 1967), Alfonso Ortega completo al castellano (Gredos, 1984), M. Balasch completo al catalán (Epinicis; B., Edicions del Mall, 1987), J. Alsina (Epinicios; B., PPU, 1987), Emilio Suárez de la Torre completo (M., Cátedra, 1988); de Baquílides hay lo que se intuye como temprana traducción de Teseo (presenta la especificación «texto griego y primeras versiones españolas de Bosch, Montaner, Solé de Sojo, Gigirey y Azcue»; M., Victoriano Suárez, s. a.; también ha sido ha sido vertido por M. Balasch en catalán (Odes; F. Bernat Metge, 1962), los Epinicios por Jesús Lens (en la revista Estudios Clásicos de 1967), Fernando García Romero (Gredos, 1988); Manuel Rabanal tradujo a Safo (Antología; Aguilar, 1963) y a Alceo (Fragmentos; Aguilar, 1969); M. Balasch, la obra completa de Safo, en catalán (B., Edicions 62, 1973); Máximo Brioso, las Anacreónticas (CSIC, 1981).
En cuanto a los autores dramáticos, hay traducciones de Esquilo por Fernando Segundo Brieva (Las siete tragedias, M., Sucesores de Hernando, 1924), por C. Riba al catalán (Tragèdies; F. Bernat Metge, 1932–1934) y al castellano por F. Rodríguez Adrados (Tragedias; M., Hernando, 1966), J. Alsina (Las siete tragedias; M., Círculo del Bibliófilo, 1982), M. Balasch en catalán (Les set tragèdies; Edicions 62, 1986); F. S. Brieva (Tragedias completas; M., Edaf, 1986), Bernardo Perea (Tragedias; Gredos, 1986) y Enrique Ángel Ramos (Alianza, 2001); de Sófocles por José Alemany (M., Sucesores de Hernando, 1921), por Iokin Zaitegi al euskera (México, 1945; pero la Antígona es de 1933), por C. Riba al catalán (B., F. Bernat Metge, 1951–1963), Ignacio Errandonea (Teatro completo; M., Escelicer, 1962), Ángel M. Garibay (México, Porrúa, 1962), Mariano Benavente (M., Hernando, 1971); de Eurípides por Eduardo Mier (M., Hernando, 1909–1910), A. Tovar (Buenos Aires, Espasa Calpe, 1944; B., Alma Mater, 1955), Á. M. Garibay (Las diecinueve tragedias; México, Porrúa, 1969), A. Guzmán Guerra (Alcestis, Medea e Hipólito; Alianza, 1985), Juan Antonio López Férez y Juan Miguel Labiano (Cátedra, 1985–2000); de Aristófanes es memorable la versión de Luis Gil Fernández (Comedias; Gredos, 1995), mientras que Luis M. Macía hizo probablemente la mejor traducción al castellano (Comedias; Ediciones Clásicas, 1993).
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Javier Martínez