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El pensamiento sobre la traducción

Si en tantos y tantos espacios geográficos se ha dado a lo largo de la historia un auténtico desfase cronológico entre los comienzos de la práctica traductora y la reflexión en torno a esta actividad, con gran retraso de la segunda sobre la primera, en tierras españolas la situación se revela particularmente llamativa. Aunque tenemos constancia de actividad traductora en la Península a mediados ya del siglo VI y es sobradamente conocido el florecimiento de la traducción entre los siglos IX y XIV en localidades como Ripoll, Tarazona, Córdoba y, particularmente, Toledo, lo cierto es que este ejercicio traductor, que se fue realizando sucesivamente al latín, árabe y castellano, no vino en absoluto acompañado de reflexión alguna. Si acaso se podría presentar como excepción la «Epístola a ibn Tibbón» que envía el cordobés Maimónides en 1199 desde El Cairo a Samuel Ben Tibbon en contestación a las dudas planteadas por éste a la hora de acometer la traducción que estaba efectuando al hebreo de su Guía de perplejos, y en cuya misiva Maimónides presenta un esbozo de poética traductora.

A lo largo de los ciento cincuenta años de actividad desarrollada en la mal llamada «Escuela de traductores de Toledo» entre la tercera década del siglo XII hasta bien entrada la mitad del siglo XIII, no se dio ningún tipo de reflexión teórica, ni en la época en que fue el obispo Raimundo el principal impulsor (1130–1187), ni cuando lo fue el rey Alfonso X el Sabio (1252–1284), a pesar de que este ejercicio de traducción –del árabe al latín primero y del árabe al castellano después–, realizado conjuntamente por cristianos, musulmanes y judíos, tuvo unas consecuencias trascendentales para el desarrollo de la cultura occidental al suponer la segunda fase de un amplio movimiento de recuperación del saber griego antiguo, tras la actividad de la llamada Escuela de Bagdad con sus traducciones del griego al árabe durante los siglos VIII, IX y X. Prácticamente hubo que esperar hasta el siglo XV para encontrar las primeras reflexiones sobre la traducción.

Son destacables en este contexto dos, proporcionadas por Alonso de Cartagena y Alonso de Madrigal, conocido como el Tostado. El primero de ellos presenta su aportación al pensamiento sobre la traducción en el «Prólogo» a su traducción de la Retórica de Cicerón (¿1425?), donde es apreciable la influencia de las reflexiones efectuadas mucho tiempo atrás –diez siglos antes– por san Jerónimo. Cartagena también reflexionó sobre la traducción en la disputa que mantuvo con Leonardo Bruni entre los años 1436 y 1439 a raíz de las críticas que este último había vertido en la introducción a su propia traducción de la Ética de Aristóteles contra Robert Grosseteste, autor de una traducción muy del gusto de Cartagena y que databa aproximadamente de 1245. En la disputa, que en apariencia acabó por saldarse amistosamente, Cartagena defendió la necesidad de contar con conocimientos de filosofía, además de retórica, para leer (más aún para traducir) a Aristóteles, lo que algunos estudiosos han tomado posteriormente como muestra de un escolasticismo medievalista enfrentado a los nuevos aires humanistas representados por Bruni, quien enfatizaba la necesidad de contar con unos excelentes conocimientos de la lengua griega (y que a Cartagena le faltaban). Otro motivo de discordia fue el de la conveniencia de introducir préstamos en el latín, ya fuera directamente del griego o de lenguas vulgares, lo que lo revitalizaría –tal y como Cartagena pretendía– o, por el contrario, de restaurar en el latín su pureza original, como Bruni defendía, argumentando que la presencia de helenismos no era sino muestra de una excesiva contaminación del original. La aportación traductológica de Alonso de Madrigal, por su parte, se encuentra en un extenso «Comento» a la traducción que él mismo había efectuado, a instancias del marqués de Santillana, de las Crónicas de Eusebio de Cesárea entre 1449 y 1450 a partir de una versión latina realizada por san Jerónimo. En aquella traducción, san Jerónimo había presentado un prefacio en el que reflexionaba brevemente sobre los problemas que había tenido que superar. Las líneas dedicadas por san Jerónimo a esta cuestión se convirtieron, en el comentario posterior de Cartagena, en catorce capítulos, en los que no sólo expande los apuntes de san Jerónimo, sino que aprovecha para introducir sus propias ideas sobre la traducción en un sentido muy general, debatiendo sobre la posibilidad de igualar en el ejercicio traductor al original, estableciendo las diferencias entre creación y recreación, tipificando las diferentes variedades de la traducción, apuntando la historia de su ejercicio, etc.

Llegados ya a la época humanista destacan las aportaciones de Juan Boscán, fray Luis de León y Juan Luis Vives. Boscán publicó en 1534 la traducción que había hecho de Il Cortegiano de Baldassare Castiglione a instancias de Garcilaso de la Vega. Ambos consideraban que la traducción debía ser contemplada como un modelo del buen escribir en castellano, divulgando las ideas humanistas sobre este tema y propiciando el surgimiento de una nueva generación de traductores que se afanan por traducir a los clásicos según el gusto renacentista. Garcilaso de la Vega presenta sus consideraciones sobre la traducción en su dedicatoria «A la muy magnífica señora Dª Palova de Almogávar».  Por su parte, fray Luis de León tradujo –fragmentariamente– a Virgilio, Horacio, Tibulo y otros poetas, aunque la más conocida de sus versiones es la que hizo de El cantar de los cantares (¿1561?), que le causó diversos problemas con la Inquisición. Fray Luis presenta en el «Prólogo» interesantes argumentos en los que razona que se ha ajustado al texto original. También se refiere a la traducción, aunque brevemente, en la dedicatoria «A don Pedro Portocarrero» en su volumen de Poesías (1580). Vives, finalmente, da buena muestra de su espíritu didáctico en el capítulo «Versiones seu interpretationes» del libro De ratione dicendi (1532), donde incorpora algunos lugares comunes: la vinculación entre diferentes formas y géneros textuales con diversos métodos de traducción, la gran diversidad entre las lenguas y la necesidad de que los traductores cuenten con una excelente competencia lingüística, etc. Coincide con Lutero en que es precisa una familiaridad absoluta con la materia tratada en el texto y con el uso particular que el autor original hace de su propia lengua. Más importante que todo ello es el hecho de distinguir tres tipos de traducción: la que tiene lugar cuando el sentido es lo realmente esencial; la que se ocupa de textos en los que lo determinante es mantener la expresión formal original; la que combina las dos anteriores y que tiene lugar cuando las palabras agregan fuerza y sentido al original.

Si avanzamos en el tiempo, vemos que en el siglo XVIII lo que se sigue encontrando es reflexión sobre la experiencia práctica –ya sea propia o ajena– en lugar de auténtica teorización. De hecho, la actividad traductora alcanza cotas altísimas como resultado de la apertura hacia las corrientes extranjeras (evidentemente, sobre todo francesas) y la propia actividad cultural del país. Son abundantes los paratextos en los que se trata el tema de la traducción (en prólogos y notas de traductores, advertencias de editores, etc.) y también los textos críticos (en reseñas, comentarios en la prensa e incluso, ocasionalmente, en expedientes de censura). Se debate largamente sobre la conveniencia de la libertad o la literalidad en el procedimiento y también sobre las posibles repercusiones que la traducción puede tener en el desarrollo de la lengua castellana, con particular atención a los peligros del galicismo. En torno a estas cuestiones van surgiendo otras: cuál es la naturaleza de la traducción (sus peculiaridades tipológicas, su dificultad intrínseca, las motivaciones de su ejercicio), las virtudes que han de adornar al traductor, las comparaciones entre las diferentes lenguas, etc. Muchas veces se establecen auténticas polémicas, con posicionamientos radicales y perseverantes a favor o en contra, que con frecuencia vienen teñidos de razonamientos nacionalistas. Entre los intelectuales que reflexionan sobre la traducción cabe destacar (de entre una larguísima lista) a personalidades como José Francisco de Isla o Feijoo. El primero presenta sus ideas sobre la traducción en «El que traduce al que leyere», antecediendo a su versión de la Historia del emperador Teodosio el Grande de Esprit Fléchier (1731), en «El traductor al que leyere», en su traducción del Compendio de la Historia de España de Jean–Baptiste Duchesne (1762) y en el vol. II de Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas (1770). El segundo hace lo propio en «Disuade a un amigo suyo el autor el estudio de la lengua griega y le persuade el de la francesa» (1760). En esta época empieza a darse una preocupación por la formación del traductor, vinculada a la cual se da el interés por hacer uso provechoso de la traducción en la enseñanza de lenguas, sobre todo la latina. De Antonio de Capmany son destacables el «Prólogo» al Arte de traducir el idioma francés al castellano (1776), su Comentario con glosas críticas y joco–serias sobre la nueva traducción castellana de las Aventuras de Telémaco (1798) o su «Prólogo» al Nuevo diccionario francés–español (1808). También resulta fundamental el Ensayo de una biblioteca de traductores españoles de Juan Antonio Pellicer y Saforcada (1778), primer intento de recoger de forma sistemática la vida y obra de los traductores del país, o algunas páginas escogidas de las Exequias de la lengua castellana de Juan Pablo Forner (1795).

A lo largo del siglo XIX se cuenta con algunos ensayos dignos de ser recordados, producidos por destacados escritores que también practicaron la traducción: así, por ejemplo, las diversas consideraciones presentadas por Eugenio de OchoaPublicaciones recientes» en 1835, «Reflexiones sueltas» en 1835, «Cuatro palabras al lector» en Nuestra Señora de París, de V. Hugo en 1836, «El traductor a sus lectores» en Historia de Inglaterra de D. Hume en 1842 y la «Introducción a las Obras completas de P. Virgilio en 1869), Mariano José de LarraDe las traducciones» o su reseña de Horas de invierno de E. de Ochoa, en ambos casos en 1836) o ClarínLas traducciones», 1887). En ocasiones, se trata de aportaciones paratextuales: así, por ejemplo, Javier de Burgos en su «Prólogo» a Poesías de Horacio (1820) o José Gómez Hermosilla en su «Discurso preliminar» a Iliada de Homero (1831). Con todo, lo más destacable, a gran distancia, son los casi trescientos artículos que escribió Marcelino Menéndez Pelayo –principalmente entre 1873 y 1878– y recogidos en su Biblioteca de traductores españoles, auténtico tesoro en el que se compendia de forma sistemática toda la producción traductora realizada tanto en España como en Hispanoamérica, con abundantes noticias biográficas y bibliográficas, extractos de las traducciones y eruditas opiniones.

Ya en el siglo, en los años 20 cabe referirse a diversas consideraciones presentadas –mayoritariamente en la prensa– por reputados hombres de letras y traductores, como Álvaro Alcalá Galiano («La originalidad y el plagio», 1928), Luis Astrana MarínLas versiones en verso» en 1927 y «Estudio preliminar» a Obras completas de W. Shakespeare en 1929), Ricardo BaezaEl espíritu de internacionalidad y las traducciones», «Traduttore, traditore», «El traductor como artista», «Literalidad y literariedad» y «La pérfida errata y el traductor sin imaginación», todos ellos en El Sol en 1928), Enrique Díez–CanedoTraductores españoles de poesía extranjera» en 1925 y «La traducción como arte y como práctica» en 1929), Enrique Gómez Carrillo («El eterno problema de las traducciones» y «El dilema de la traducción» en  1927), Cipriano Rivas CherifLa invasión literaria», 1920) o Felipe Sassone («Un impuesto literario», 1925). En la década siguiente llegaría la que constituye la reflexión española más destacada sobre la traducción –al menos en términos de reconocimiento internacional– con el ensayo de José Ortega y Gasset, Miseria y esplendor la traducción. Este ensayo apareció de forma seriada en el periódico de Buenos Aires La Nación entre mayo y junio de 1937. Tres años más tarde fue incluido, junto a otros dos textos, en El libro de las misiones. Se trata, como algunos estudiosos se han ocupado de señalar, de un ensayo excesivamente valorado, probablemente por la talla de su autor, pero que, en sentido estricto, ha encontrado muy escaso eco en la teorización posterior. Hay que decir que, en realidad, la cuestión traductológica propiamente dicha ocupa poco lugar en sus páginas. En demasiadas ocasiones nos encontramos con consideraciones muy personales, poco contrastadas o, por el contrario, excesivamente deudoras de autoridades anteriores (sobre todo de Schleiermacher). Resulta curioso que otro de los estudios españoles más importantes, Breve teoría de la traducción (reeditado como Problemas de la traducción), de Francisco Ayala, fuera publicado pocos años más tarde (19461947) también en el diario La Nación y de idéntica forma (seriada, en forma de artículos). Tras aquellos dos hitos se dio en los años 50 un período mayoritariamente silencioso, sólo interrumpido por algunos estudios de corte histórico, como los dedicados por Ramón Menéndez Pidal a la Escuela de traductores de Toledo o los de José María Millás Vallicrosa sobre la traducción de textos árabes de temática científica en la Baja Edad Media o los de José Llamas sobre las traducciones bíblicas al castellano o los de Margherita Morreale sobre la traducción bíblica en época medieval y también sobre Boscán como traductor, pero se trata de estudios en su mayoría de corte filológico, que no pueden ser caracterizados propiamente como ensayos en torno a la traducción. Durante los años 60 fueron frecuentes las consideraciones sobre la traducción de textos clásicos y sobre la metodología de su enseñanza, con aportaciones como las de J. M. Jiménez Delgado («La traducción latina» en 1955 y «El latín y su didáctica: metodología de su traducción» en 1963), Josep Alsina («Teoría de la traducción», 1967), J. S. Lasso de la Vega («Fidelidad o libertad o Fidelidad y libertad: a la vida por la letra», 1968) o Miquel DolçTécnica y práctica de la traducción», 1966). El ámbito de la traducción bíblica se mantuvo bien vigente en las décadas de los 60 y 70, gracias a las numerosas aportaciones de quien probablemente ha sido su mejor conocedor español, Luis Alonso Schöckel (véase, por ejemplo, el capítulo dedicado a «Nuestra tarea de traductores» en el volumen publicado conjuntamente con Eduardo Zurro, La traducción bíblica: lingüística y estilística, 1977).

Entre 1970 y 1975, el germanista Horst Hina presentó en los primeros cinco números de la revista English Studies (U. de Valladolid) cinco largos artículos en los que ofrecía programáticamente una reflexión teórica sostenida sobre la traducción. Por esos años, coincidiendo con la apertura de las primeras Escuelas Universitarias de Traducción e Interpretación, llegaron las contribuciones de estudiosos como Valentín García Yebra (véanse, por ejemplo, «Problemas de la traducción literaria» en 1983, «Ideas generales sobre la traducción» en 1984 e «Importancia histórica de la traducción» en 1985), Emilio Lorenzo (véanse, por ejemplo, «Sobre el menester de la traducción» en 1980 y «El español, la traducción y los peligrosos parentescos románicos» en 1987) y, un poco más tarde, las de J. C Santoyo, todos ellos con una dilatada producción (orientada tanto a las cuestiones históricas como teóricas y, en el caso de los dos primeros, también contrastivas), además de alguna muy esporádica, como la efectuada por Agustín García Calvo, con sus Apuntes para una historia de la traducción (1977). Se aprecia, por tanto, una transición desde una aproximación hermenéutica, filosófica, eminentemente teórica, hacia una histórica (retomando la tendencia inaugurada por Menéndez Pelayo tiempo atrás), en la que tuvieron una participación particularmente activa los ámbitos de las lenguas clásicas y de la traducción bíblica, para llegar finalmente a otra de carácter más amplio y diversificado y que abriría las puertas a un periodo de alta intensidad investigadora sobre la traducción.

Contamos con una rica tradición de pensamiento sobre esta cuestión en otras lenguas aparte del castellano. Así, en catalán, son destacables en época medieval las de Jaume Conesa («Prefacio» a Històries troianes de Guido delle Colonne, 1374), Antoni Canals, Ferran Valentí («Pròlech» a Les Paradoxes de Tul·li, ca. 1450) o Francesc Alegre. Tras un largo silencio, encontramos muchos e interesantes pronunciamientos a partir de la última década del siglo XIX, con el surgimiento del modernismo. Se trata de manifestaciones firmadas, como es lógico, por los principales traductores de cada época y las personalidades más eminentes de las letras catalanas. Así, por ejemplo, el prólogo de Antoni Bulbena i Tusell a su traducción del Quijote (1891); la «Advertència» que hace Joan Maragall en su traducción del Fausto (1904); la ponencia presentada por Manuel de Montoliú en el Primer Congrés Internacional de la Llengua Catalana (1906); los prólogos de Josep Carner y de Cebrià Montoliu a sus respectivas traducciones de Shakespeare –El somni d’una nit d’estiu y Macbeth– en 1908 o el de Anfòs Par a Lo rei Lear (1912); la presentación que hacía la Fundació Bernat Metge de su colección de clásicos grecolatinos en 1922; diversas notas y prefacios a traducciones de las Sagradas Escrituras, como la Biblia de Montserrat (1926), la Sinopsi Evangèlica de Ll. Carreras y J. M. Llovera (1927) o El Nou Testament de Foment de Pietat (1928); algún artículo publicado en la prensa, como «L’art de traduir» de Cèsar–Augst Jordana (1938) o «De l’art de traduir» de Marià Manent (1944); la nota del traductor que antecede a las versiones que Carles Riba hizo de L’Odissea (1948) o Tragèdies de Sófocles (1951); de nuevo algunas contribuciones en la prensa, como la de Miquel Arimany («Experiència d’una traducció en vers», 1959) o la de Marià Villangómez («Problemes del traductor», 1963) o, algunos años más tarde, las consideraciones de Xavier Benguerel sobre sus traducciones de La Fontaine, Poe y Valéry (1974).

También contamos con numerosos textos escritos en gallego y que abordan el tema de la traducción, aunque por lo general de forma tangencial, muy principalmente en la prensa periódica. Así, por ejemplo, en A Nosa Terra, órgano de expresión de las Hermandades da Fala, con alguna contribución de Vicente Risco (1919, 1920). Más frecuentes fueron en Nós, revista asociada a la Xeración Nós y desde la que se intentó establecer vínculos culturales con Irlanda que reforzaran la idea de un sustrato celta común, con el fin de apoyar la idea del atlantismo en oposición al iberismo. Así, en sus páginas se publicaron contribuciones de Manuel Portela Valladares (1923), Avelino Gómez Ledo (1930), V. Risco (1933), Antonio Villar Ponte (1935) y Plácido R. Castro (1935) También son encontrables en El Pueblo Gallego, como las de Evaristo Correa Calderón (1926) o Antón Villar Ponte (1928, 1930). En muchos casos son escritos de circunstancias, como por ejemplo, con ocasión de la publicación de las Églogas de Virgilio en gallego por parte de A. Gómez Ledo en Nós (1930) o la que hicieron Plácido R. Castro y los hermanos Ramón y Antón Vilar Ponte de Dous folk–dramas de W. B. Yeats (1935) o el «Limiar» presentado por Arturo Cuadrado (sin firma) en Poesia inglesa e francesa vertida ao galego (1949). Xesús Alonso Montero firma un artículo sobre «A literatura relixiosa en galego» (1965), Epifanio Ramos otro sobre «O porvir das traduccions» (1968) y A. Gómez Ledo uno titulado «Adro», que antecede a Escolma de poetas líricos gregos e latinos voltos en linguaxe galego (1973). También se refiere a la traducción Álvaro Cunqueiro en diversos artículos, como «Traducir ou non traducir», «Asomándose a las traducciones», «Shakespeare en galego» o «Unha traducción ao galego de Ho Chi Minh».

En euskera, son rescatables las breves consideraciones de Nikolas Ormaetxea «Orixe» sobre sus traducciones de On Kixote (1928) y Tormes’ko itsu-mutila (1929). Es destacada la nueva manera que tiene Gabriel Aresti de entender la traducción en los años 70, y que supone un antecedente de la poética practicada posteriormente por Joseba Sarrionandia, el cual recoge sus ideas sobre la traducción en la introducción a Izkiriaturik aurkitu ditudan ene poemak (Poemas míos que he encontrado escritos) en 1985.

 

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Luis Pegenaute